La muerte de la universidad en nuestro siglo, de la cual dan testimonio todos los países industrialmente avanzados, es por una parte el rechazo del modelo cristiano-medieval, y por otra del modelo laico-religioso o humboldtiano del siglo pasado. 

Newman y la universidad inglesa

Las reflexiones de Newman sobre la universidad surgen de una doble fuente: por una parte, la actividad de enseñanza universitaria por él desarrollada, y por otra su itinerario religioso. Como se sabe, Newman fue fellow y tutor en el Oriel College de Oxford entre 1826 y 1843. Son testimonios eficaces de esa presencia cultural y religiosa del Newman anglicano los 15 University Sermons, todos los cuales apuntan a demostrar el carácter razonable de la fe en oposición a los dogmatismos racionalistas y liberales. Y fue precisamente en Oxford donde Newman, junto con otros espíritus elegidos, preocupados del carácter excesivamente intimista de la religiosidad anglicana, probó ese camino del medio, que habría debido conducir a la unidad de los cristianos y en cambio lo indujo, en 1845, a entrar en la Iglesia Católica.

La conversión acentuó en Newman la conciencia de la necesidad de una universidad renovada, capaz de elevarse por encima de los cientificismos reduccionistas y las intransigencias liberales. Se sabe que en un primer momento los católicos irlandeses, además de no poder enseñar en las universidades, tampoco podían matricularse en ellas, y sólo posteriormente fueron admitidos como estudiantes, pero en un College, el Queen’s University of Ireland, cuya enseñanza se inspiraba en un agnosticismo religioso incompatible con la fe católica. Ocurrió así que el Arzobispo Paul Cullen prohibió a los católicos matricularse en la Universidad del Estado y decidió, junto con los otros obispos de Irlanda, establecer en Dublín la primera Universidad Católica del Reino Unido.

Newman fue artífice y primer Rector de esa universidad, a partir de 1854, inaugurando las facultades de Letras, Filosofía y Medicina. Habría deseado agregar otras facultades científicas, dotadas de eficaces institutos de investigación, pero se convenció, a raíz del conflicto con el arzobispo Cullen, de la necesidad de presentar la renuncia en 1858. Los motivos contingentes del contraste tenían relación con asuntos prácticos: la organización y el nombramiento de los docentes y la conducción didáctica de la Universidad, cosas, todas éstas, que Newman no podía aceptar que otros hiciesen en su nombre. Con todo, las razones más profundas de la discrepancia eran otras: para Newman, una universidad era el ámbito de una formación intelectual en la cual se produce en forma natural la convergencia de la ciencia, la filosofía y la religión. Algo distinto de un «colegio episcopal», un «seminario», una «escuela catequística» o un «instituto de formación religiosa».

Y Newman dedicó precisamente una serie de conferencias a la definición de las tareas de la institución universitaria, escritas en parte antes de la fundación de la Universidad Católica de Dublín y en parte siendo Rector de la misma. De los nueve Discursos, únicamente los cinco primeros fueron leídos, siendo los otros cuatro puramente publicados, junto con los demás, en 1852, con el título Discourses on university education, cambiado posteriormente por Discourses on the scope and nature of university education. La edición definitiva de 1873 agrega a los nueve discursos algunos escritos ocasionales sobre argumentos universitarios. El título es entonces The idea of a university defined and illustrated. Cabe señalar que la palabra «idea» debe entenderse principalmente en el sentido de «naturaleza» más que «proyecto», es decir, el eidos propio de la universidad, que constituye su esencia específica. La «idea» es la causa formal de la universidad, que obviamente es también su causa final y eficiente.

First intellect

Newman jamás se cansa de repetir que la tarea de la universidad no consiste en salvar las almas ni en inducir a los hombres al bien. La acción moral y la salvación religiosa son ciertamente dos finalidades imprescindibles en la vida de todos los hombres, tanto instruidos como rústicos. Y la cultura impartida en la universidad, además de no contrastar con la moral y la religión, conduce a las mismas, pero no directamente, ya que el valor propio de la cultura, que es también la finalidad principal de la universidad, no es ni el Bien ni lo Sagrado, sino lo Verdadero: «El conocimiento es una cosa y otra la virtud: el buen sentido no es la conciencia, el refinamiento no es la humildad ni la fe es amplitud y precisión de miras. La filosofía, por iluminada y profunda que sea, no otorga poder sobre las pasiones, motivos eficientes ni principios vivificantes. La educación liberal no hace al cristiano, al católico, sino al gentilhombre» (IU 159).

La Universidad no es una institución eclesiástica, sino una «institución humanista». Su tarea no consiste en hacer católicos y religiosos a los hombres, sino en mostrar que la verdadera cultura formativa y los preceptos ético-religiosos son elementos armónicos de una misma concepción de la vida. El hombre de ciencia que rechaza la religión sólo lo hace en cuanto en su condición de tal se detiene con demasiada rapidez, por lo cual no es un buen hombre de ciencia. El católico que respeta la ciencia es puramente un católico integral, ya que ninguna fe religiosa puede ir contra la verdad (los resultados de la ciencia son parte de la misma).

El Eros filosófico es precisamente lo que enseñan todas las facultades universitarias, más allá de los distintos sectores del saber de los cuales se ocupan. Y el Eros filosófico significa (desde Sócrates y Aristóteles hasta Santo Tomás) amor a la verdad por sí misma, rechazo a la instrumentalización del saber en favor de la utilidad práctica, el mejoramiento moral, la salvación escatológica. La cultura, proveniente también de Dios, como todas las demás cosas, tiene su propia autonomía. Nada distinto dice Newman (si bien lo dice antes y tal vez mejor) de lo que afirmará el párrafo 36 de la Constitución conciliar Gaudium et spes sobre la «legítima autonomía de las realidades naturales»: «las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco».

Por consiguiente, la educación de la inteligencia es la «idea» principal de la universidad, y semejante educación conduce necesariamente a la religión, pero no está subordinada a la misma ni tiene en ella su finalidad. Apuntando a una tradición radicada en los países anglosajones, Newman llama a esta formación libre y desinteresada «liberal education»: «Por este motivo se llama liberal a esta educación. Se forma un hábito mental, que dura toda la vida, cuyos atributos son la libertad, la equidad, la calma, la moderación y la sabiduría, que me he atrevido a llamar hábito filosófico» (IU 141). Educación liberal, por tanto, es aquella que forma la inteligencia: «first intellect».

Según Newman, las ciencias particulares no constituyen una disciplina formativa por excelencia, por importantes que sean por otros motivos. Las ciencias también tienden a la unificación, pero en ellas la unificación es siempre parcial. La actividad formativa por excelencia es aquella propia de la filosofía, que conduce a la «perfección del intelecto» en cuanto actividad crítica y sintética. Newman no habla de las filosofías y su historia como complejo de sistemas y problemas; habla de la filosofía como habitus (lo «natural filosófico») unificador, como tentativa de captar en cada ente estudiado lo esencial, es decir, el Ser.

El verdadero filósofo no es quien sabe la filosofía, sino quien hace la filosofía, o sea que unifica, en la medida de lo posible, la multiplicidad de la experiencia. La filosofía no es un «cuánto», sino un «cómo»: «la filosofía es el cultivo del intelecto como fin en sí mismo. He llamado a la perfección o virtud del intelecto con el nombre de filosofía, conocimiento filosófico, amplitud mental o iluminación, términos que no le atribuyen comúnmente los escritores contemporáneos; pero, independientemente del nombre que le atribuyamos, me parece que desde el punto de vista histórico es tarea de una Universidad hacer de esta cultura intelectual su propio fin inmediato u ocuparse de la educación del intelecto. La Universidad educa al intelecto en el razonar debidamente en todo argumento, en lanzarse hacia la verdad y en aferrarla» (IU 163).

La unificación alcanzada por la filosofía -y no está de más aclararlo- nada tiene que ver con el rol de síntesis de los contenidos de las ciencias, como pretendían en esos años los filósofos positivistas. La filosofía no es la síntesis de las ciencias, no es la «regina scientiarum», en cuanto no es una ciencia propiamente tal; no es scire, sino sàpere (de sàpio, «tener sabor»). La filosofía es una actividad cualitativamente distinta a todas las ciencias: «Todo el conocimiento forma una unidad, puesto que su objeto es uno. Las ciencias son los resultados de esa abstracción mental, que es la síntesis de tal o cual aspecto del campo completo del conocimiento. Por cuanto todas ellas pertenecen a un mismo conjunto de objetos, las ciencias están, todas y cada una, asociadas entre sí; por cuanto son puramente aspectos de las cosas, son incompletas, cada una por su cuenta, en la relación con las cosas mismas, por muy completas que sean en su concepto y en cuanto a sus respectivos objetivos: por ambos lados están unidas al servicio y se necesitan una de otra. Además, la comprensión de las relaciones entre cada ciencia y la utilidad de cada una para todas las demás, y la ubicación, la limitación, la adaptación y la justa apreciación de todas, de cada una frente a las otras, es algo propio de un tipo de ciencia distinta a todas las demás, y en cierto sentido una ciencia de las ciencias, que es mi idea de lo que se entiende por «filosofía» en el verdadero sentido de la palabra» (IU 93-4).

Saber y saber

Las afirmaciones de Newman adquieren un significado especial cuando se piensa que las enuncia en el momento y el país de mayor desarrollo de la revolución industrial, cuando el primado de la utilidad práctica inmediata había degradado la filosofía de disciplina teórica autónoma a metodología al servicio de las ciencias y las técnicas. En rigor, y a veces con la rigidez necesaria, Newman rechaza la idea de que el criterio de la filosofía sea la utilidad. A quien formula la mezquina interrogante «¿Para qué sirve la filosofía?», Newman no vacila en responder: no sirve de nada. La utilidad de la filosofía consiste precisamente en su carácter ajeno a los problemas de la utilidad inmediata.

Es apremiante para Newman, en esa época en que la civilización mecánica iniciaba su camino, reivindicar el concepto griego de «educación para lo inútil» (in-útil en el sentido de «no útil», que no significa «perjudicial»), en el cual el pensamiento griego condensó su mayor legado para la cultura europea: la educación, como afirma Platón en Protágoras 312 b, no se busca para ejercer una profesión (epì téchne), como lo haría un artesano (demiourgòs), sino para la formación de la persona (epì paidéia), como corresponde a un hombre autónomo y libre. La cultura -señala también Platón en Las leyes 644 a- se degrada cuando su objetivo es el dinero (chrémata) o la fuerza física (iskùn) y ya no merece el nombre de paidéia, por ser banal, ruda y servil. Un hombre -sostiene Aristóteles en la Nicomáquea, IV 3, 1125 a 33- muestra ser un hidalgo (megalò-psycos) cuando orienta sus intereses culturales más bien hacia las cosas bellas e infructuosas (tà kalà kaì àkarpa) que hacia las cosas fructuosas y útiles.

La finalidad del saber es el saber mismo. Tomemos un microscopio. Éste sirve muchísimo para la investigación científica, es un instrumento para ver mejor. Todo eso constituye un bien de utilidad, pero el microscopio es también una maravilla de la ciencia, basada en los principios teóricos de la óptica que han hecho posible su invención. Saber qué es un microscopio es más importante y de primer orden que usarlo. Solo el saber puro ha permitido hacer el microscopio y permite usarlo. Las «instrucciones para el uso» preceden al uso; no existen «usos para la instrucción».

Este primado de la inteligencia sobre el hacer no sólo es propio de la filosofía, sino también de las ciencias. También el científico es filósofo, y existe un Eros de la ciencia, que induce al investigador a dejar de lado la utilidad y los honores con tal de descubrir la verdad. «Me preguntan -escribe Newman- cuál es el fin de la educación universitaria y el conocimiento liberal o filosófico que considero necesario impartir; respondo que tiene un fin sumamente tangible, real y suficiente, si bien no puede separarse del conocimiento mismo. El conocimiento es capaz de ser un fin en sí mismo. La mente humana está constituida de tal modo que todo tipo de conocimiento, si realmente es tal, constituye por sí mismo la recompensa. Y si esto es verdad en todo conocimiento, también lo es en cuanto a esa especial Filosofía, que según he afirmado consiste en una visión que abarca la verdad en todas sus ramas, así como las relaciones entre las ciencias, su influjo recíproco y sus respectivos valores» (IU 142-3).

Para Newman, el motivo del saber, al igual que en Platón y Aristóteles, es la maravilla (thaumàzein); el fin del saber es el saber. Cada vez que el saber se instrumentaliza en relación con la profesión, la fe religiosa o la acción moral, se degrada de «formación» a «instrucción», de «síntesis» a «noción»: «el conocimiento no es puramente un medio para alcanzar algo más allá del mismo ni el elemento preliminar de ciertas artes en las cuales naturalmente se disuelve, sino un ?n digno de ser lugar de reposo y de investigar por sí mismo». «También satisfacemos una necesidad positiva de nuestra naturaleza puramente en el acto de adquirirlo, y mientras nuestra naturaleza, a diferencia de aquella de las criaturas inferiores, no alcanza en forma inmediata su perfección, dependiendo en cambio de cierto número de apoyos e instrumentos externos para este fin, el conocimiento, siendo uno de los más importantes entre éstos, debe valorarse por lo que su presencia misma en nosotros nos aporta a modo de hábito, aun cuando no tenga otra utilidad ni se dirija hacia un fin en particular» (IU 143-4).

El hecho de que del saber puedan derivar en segunda instancia ventajas prácticas es cosa evidente y generalmente constatada; pero esas ventajas constituyen una consecuencia del saber y no su valor, ya que el saber vale por sí mismo y no a causa de las ventajas que otorga. Nada está más alejado de Newman que la afirmación de su compatriota Francis Bacon, para quien «saber es poder», al cual se opone afirmando que «saber es saber», sólo saber y nada más que saber. El conocimiento liberal y el conocimiento utilitario se diferencian rigurosamente. El conocimiento es una cosa y la virtud (técnica o moral) es otra.

Por consiguiente, la tarea de la Universidad no consiste en enseñar a conducir una locomotora o a fortalecerse contra las tentaciones. El fin del saber, en el cual éste se lleva a cabo, es puramente el saber mismo: «La verdadera expansión de la mente es únicamente aquella que está en condiciones de considerar muchas cosas unitariamente como un todo, referirlas específicamente a su auténtica ubicación en el sistema universal, establecer la forma de captar sus respectivos valores y determinar su mutua dependencia. Así, esa forma de Conocimiento Universal de la cual hablé en una ocasión anterior se manifiesta en el intelecto individual y constituye su perfección» (IU 173-4). Sin este conocimiento sintético, la universitas pierde su «idea», convirtiéndose en una «pluriversitas», incapaz de unificar el saber en una síntesis.

Teología, también

Por lo tanto, la tarea de la universidad consiste en proporcionar un saber lo más unitario posible y hacer madurar un hábito filosófico, un «enlargement of mind» crítico y desinteresado. Esto es necesario por cuanto el saber, si bien debe ser diferenciado en cuanto a objetos y métodos, es uno en su tensión fundamental: todo el conocimiento forma una unidad, puesto que su objeto es uno (IU 93). No puede poseer ni siquiera una verdad parcial quien no tiende a toda la verdad, al menos como hábito sintético, si no es como conjunto de nociones.

Se desprende de lo anterior la consecuencia obvia según la cual ninguna enseñanza puede estar ausente en la universidad si no se quiere reducir a parcialidad un saber que ha de ser «universal» (IU 65). Ahora bien, esta reducción tenía lugar en la universidad inglesa y se traducía en la eliminación de la teología de la enseñanza universitaria. No es sorprendente que los primeros cuatro discursos de la Idea de universidad estén dedicados a la teología, a su importancia y necesidad dentro del saber.

También en este escrito Newman prosigue con una batalla, que inició siendo anglicano y lo acompañará toda la vida, y es la lucha contra dos abusos de la razón y la libertad, que se traducen en dogmatismo y arbitrariedad. El primer abuso se llama racionalismo; el segundo, liberalismo. Se trata de una tendencia que según Newman se remonta a las protestas del siglo XVI: la razón científica se absolutiza a sí misma como único modelo de racionalidad, de manera que la razón religiosa queda confinada a lo subjetivo y lo emocional, excluyéndose de la racionalidad y la sociabilidad. La forma de este fanatismo de la razón es el agnosticismo, que ni siquiera pierde tiempo en negar la religión, por cuanto ya está reducida a un hecho privado y sentimental, enteramente ineficaz en la realidad intelectual y social.

Ocurre así que esa fe religiosa, que es un acto intelectual cuyo objeto es la verdad y cuyo resultado es el conocimiento, se convierte en un sentimiento, un afecto, un deseo, ciertamente válido subjetivamente, pero no traducible en términos cognoscitivos. La educación religiosa se convierte entonces en el cultivo de un sentimiento y la fe en un accidente sentimental del alma. La conclusión de este «absurdo intelectual» (IU 63) a raíz del cual la religión no sería conocimiento y nada tendría que hacer con el conocimiento, es la exclusión de la teología de la enseñanza universitaria. Tal vez la posición ejemplar de este «liberalismo religioso» es la de Goethe, gnóstico y masón convencido, según el cual la verdadera religión es la ciencia y el arte, y la religión histórica es para las masas, incapaces de poseer arte y ciencia:

Wer Wissenschaft und Kunst besitz, der hat auch Religion.
Wer diese beiden nicht besitz, der habe Religion.

Parece entonces lógica la exclamación de Fausto, para quien la teología no debería encontrar cabida en la universidad:

Habe nun, ach! Philosophie, Juristerei und Medizin,
Und leider auch Theologie
Durchaus studiert. (vv. 354-7)

Para Newman no es difícil mostrar que al negar la teología, la universidad en realidad se está negando a sí misma. Newman reivindica ante todo el carácter cognoscitivo de la religión: «La doctrina religiosa es conocimiento. Ésta es la verdad importante, poco conocida en nuestros días. La doctrina religiosa es conocimiento en la misma medida en que la doctrina de Newton es conocimiento. La enseñanza universitaria sin teología es simplemente no ?losó?ca. La teología tiene por lo menos el mismo derecho que la astronomía a aspirar a un lugar en la enseñanza» (IU 85).

Si por tanto la teología es ciencia, una universidad que la excluya terminaría negando una parte del saber, y de hecho el momento más elevado del saber. Una universidad sin teología sería como una casa sin techo: «Eliminar la teología de las escuelas públicas significa perjudicar su integridad e invalidar la credibilidad de todo cuanto actualmente se enseña en ellas». «La verdad religiosa no es una parte, sino una condición del conocimiento general. Eliminarla es, por así decir, nada menos que desprender la trama de la enseñanza universitaria, y de acuerdo con el proverbio griego, sacar la primavera del año, o imitar el absurdo procedimiento de esos actores trágicos que representaban un drama omitiendo su parte principal» (IU 110, 111).

La reivindicación newmaniana del rol insustituible de la enseñanza de la teología en la universidad corresponde, por una parte, a su tentativa de establecer un puente «razonable» entre la originalidad «anuente» de la experiencia religiosa y la posibilidad de su «certificación» racional; por otra, también forma parte de esa oposición al «liberalismo religioso» en el cual Newman encontraba el «hilo rojo» de una actividad de toda su vida. Vale la pena referir algunos pasos del discurso pronunciado en Roma el 12 de mayo de 1879 en el cual Newman aceptaba el nombramiento de Cardenal: «En los últimos treinta, cuarenta, cincuenta años he hecho todo cuanto he podido para oponerme al espíritu del liberalismo religioso. ... El liberalismo religioso es la doctrina que niega toda verdad positiva en la religión, sosteniendo que todos los credos son iguales, y en la actualidad vemos crecer y reforzarse en todas partes esta doctrina. Esta actitud es irreconciliable con el reconocimiento de que una religión puede ser una fuente de verdad; enseña que todas las religiones deben tolerarse por cuanto todas son puramente cuestión de opinión personal. La religión revelada no contiene una verdad, sino únicamente una cuestión de sentimientos y sesgos personales; no representa un hecho objetivo y milagroso, y cualquiera tiene derecho a decir sobre ella lo que pasa por su imaginación. ... Siendo por tanto la religión un asunto sumamente personal y privado, una posesión individual, no puede tomarse en cuenta al considerar relaciones entre una y otra persona. ... La religión de ningún modo representa un vínculo socialmente significativo. ... Hasta ahora se creía que la religión, con sus sanciones sobrenaturales, era suficientemente fuerte como para asegurar el acatamiento por parte de la mayoría de la población de la ley y el orden. Actualmente los filósofos y los políticos tienen el compromiso de resolver este problema sin ayuda del Cristianismo».

Una no actualidad sumamente actual

Hemos procurado exponer los dos conceptos fundamentales enunciados por Newman en The idea of a university, ante todo el carácter libre y sintético del saber universitario, que merece el nombre de saber filosófico en cuanto su objetivo principal no es la utilidad sino la formación. Ese tema se trata en los últimos cinco discursos. En los primeros cuatro discursos, Newman destaca el carácter insustituible de la teología dentro de la unidad del saber y su necesaria presencia en la enseñanza universitaria.

Estos dos temas no agotan ciertamente el rico y claro discurso newmaniano. Newman nos presenta muchas otras propuestas. Baste recordar brevemente sólo una de ellas: la propuesta de distinguir, en el trabajo cultural, entre el momento de la investigación y el momento de la enseñanza. Transmitir el saber y hacer investigación son dos operaciones esencialmente diferentes, que rara vez lleva a cabo la misma persona. El fin de la investigación es la Ciencia misma; el fin de la enseñanza, los estudiantes. Indudablemente, se trata de actividades correlacionadas, por cuanto sólo se puede enseñar lo previamente descubierto, de acuerdo con la conocida expresión tomista: «contemplata aliis tradere»; pero también se trata de actividades desarrolladas en distintos lugares y momentos. La solución de Newman consiste en distinguir entre los lugares de investigación, que llama Academias, y los lugares de enseñanza, que llama Universidades.

El futuro cardenal Newman adhiere aquí a las tesis pedagógicas de otro cardenal, el barnabita saboyano Giacinto Gerdil, gran adversario de la modernidad política de Hobbes y de la modernidad pedagógica de Rousseau. A partir de dichas tesis, Newman hace suya la siguiente propuesta: «No subsiste, en realidad, una verdadera oposición entre el espíritu de las Academias y el de las Universidades; se trata únicamente de puntos de vista diferentes. Las Universidades se establecen para enseñar las ciencias a los alumnos que desean formarse en ellas; el propósito de las Academias es hacer nuevas investigaciones para el desarrollo de las ciencias» (IU 33).

Toda la obra de Newman sobre la universidad está animada por la defensa de la «idea of a university» en el momento mismo en que era atacada y trastornada por las tendencias empiristas y utilitaristas de la modernidad. Ahora bien, considerando que en los años transcurridos entre el trabajo de Newman y nosotros no ha triunfado la propuesta del Cardenal, sino las tendencias por él consideradas disgregantes, la lectura de sus discursos hoy resulta ser al mismo tiempo sumamente carente de actualidad y de gran actualidad. Newman defiende un tipo de universidad que coincide con el gran descubrimiento de la Europa cristiana: el lugar de la investigación y la transmisión de un saber libre, sintético, sistemático, formativo, desinteresado. Ahora, semejante universidad, nacida en los siglos de máxima presencia de la cultura católica, en coincidencia no contemporánea con las catedrales góticas y las Summae filosóficoteológicas, experimentó en los siglos de la modernidad un proceso de quiebre del conocimiento, de subordinación utilitarista al proceso productivo, de dependencia económica de los poderes estatales e industriales, de condicionamiento ideológico y político. En el límite, ese primado del saber filosófico-teológico, dentro del cual había nacido la universidad, por una parte es destruido por la ideología y por otra es hibernado por la tecnología.

La muerte de la universidad en nuestro siglo, de la cual dan testimonio todos los países industrialmente avanzados, es por una parte el rechazo del modelo cristiano-medieval, y por otra del modelo laico-religioso o humboldtiano del siglo pasado. La universitas, en la cual el maestro de cualquier disciplina es doctor philosophiae, convertida ahora en pluriversitas impermeable de muchos saberes incomunicables, ya no ofrece en general un saber formativo, sino una tecnología operativa, inserta en el proceso de producción-consumo. Así como lo ético se volvió técnico, lo verdadero se transformó en cálculo. Es el fin de ese saber filosófico al cual Newman confiaba la función de mediación entre las múltiples ciencias y la teología; es la pérdida de la finalidad formativa y crítica de la universidad, convertida en escuela superior de tecnología, entrenamiento sofisticado para el trabajo, instituto de instrucción para «especialistas sin alma» y «gozadores sin corazón», como los llamaba Max Weber.

Precisamente por estos motivos, la no actualidad de la propuesta de Newman revela su extraordinaria actualidad: por indicar un modelo insuperable de universidad, ese modelo peculiar, que inicialmente supo inventar la Europa griega, romana y cristiana; por mostrar que la humanidad, habiendo llegado al fin de la época moderna, podrá evitar caer en esa barbarie intelectual que el mismo Weber llamaba «parcelación del alma» en la medida en que sepa recuperar ese saber unitario que le corresponde promover y transmitir a la universidad.


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