La educación no se limita a la transmisión de conocimientos de un maestro a un alumno.

Durante mucho tiempo, las administraciones han oscilado entre las denominaciones “educación nacional” e “instrucción pública”. Hay en esta vacilación algo emblemático en cuanto a las incertidumbres del momento, lo cual nos induce a buscar definiciones aceptables, analizando más detenidamente las etimologías. La instrucción apunta a transmitir conocimientos y convertir en personas competentes a quienes los adquieren. El objetivo de la educación es en cambio más amplio y también más ambicioso: se trata de ayudar al joven a desarrollar sus propios talentos y potencialidades con el fin de hacer surgir lo más humano que en él se encuentra. Se trata en suma de pasar de la virtualidad a la virtuosidad. El verbo latino educare expresa por tanto la preocupación de hacer crecer y formar, mientras educere, su pariente cercano, se traduce como “extraer, elevar”. La educación procura impulsar al joven hacia lo alto para permitirle construir su propia personalidad en la forma más armoniosa.

No nos hacemos solos, no nos construimos a partir de la nada. Contrariamente a lo sugerido por el título de un drama teatral francés, nadie es “hijo de nadie” [1]. Al nacer, alguien me precede. La pregunta planteada es entonces la interrogante sobre la transmisión: ¿cómo beneficiarse con la experiencia de quienes han llegado al mundo antes que uno? ¿Cómo acoger el rico patrimonio pacientemente elaborado en el curso de los siglos anteriores? ¿Cómo aprovecharlo para construir el propio ser y dar un sentido a la vida? ¿Qué rol atribuir a la memoria en la educación?

Me parece que en la Iglesia Católica está presente una reflexión útil también para otras realidades. Pertenezco de hecho a una institución a la cual le ha gustado definirse como una Tradición. Desde sus orígenes, convencida de haber recibido un tesoro que podía enriquecer la existencia de todos, ha mostrado una preocupación por la transmisión como no se encuentran otros ejemplos en la historia. Este deber se percibía como particularmente imperioso: transmitir de una generación a la siguiente sin que nada esencial se perdiese; transmitir algo que en realidad no le pertenecía porque lo consideraba un depósito; transmitir una fe y un modo de vida, una visión del mundo y el hombre, y ciertamente una cultura, tal vez una civilización. El tradere cristiano presenta así características originales, impresas en una historia de dos milenios.

Una tarea de todos

La transmisión pacientemente elaborada en la tradición cristiana es democrática en cuanto se encuentra confiada a la totalidad del pueblo de Dios. Al convertir el bautismo a quien lo recibe en sacerdote y profeta, lo capacita para enseñar; le asigna la tarea de transmitir, en virtud de la cual cada uno debe entregar a los más jóvenes el testimonio recibido de los más ancianos. Así se explica la especial solicitud con la cual la Iglesia siempre ha rodeado a las familias. No la impulsaba a actuar de este modo sólo una preocupación por la moralización, contrariamente a lo afirmado por algunos, sino el convencimiento de que la familia constituía el lugar más natural, inmediato y evidente de la transmisión. Se transmite únicamente lo que se ama: por este motivo se preveía que, por amor a los hijos, los padres les entregarían aquello que consideraban ser lo mejor. Nos podemos preguntar entonces si la crisis de la transmisión que hoy conocemos no oculta, junto a otros factores, una carencia de amor y confianza. En realidad, desde el momento en que ya no estoy convencido de la excelencia de lo recibido por quien me ha precedido, no me inclinaré para nada a entregarlo a quienes vengan después: ¿De qué podría servirles? En este sentido, la crisis de la transmisión indicaría una forma de agotamiento, una señal de que el recorrido ha terminado. La proposición general en razón de la cual se confiaba la transmisión a las familias era compartida por todos. Hoy es puesta en tela de juicio de dos maneras. En una “familia grande”, en la cual convivían varias generaciones, cada uno desempeñaba su rol en la educación de los niños: transmisión más “sentimental” en las madres; más “cerebral” en los padres (o los tíos en ciertas etnias africanas), portadores de la figura de la ley; más “cultural”, por último, en los abuelos, con una memoria evidentemente más extensa y una mayor disponibilidad.

La veneración debida a los ancianos otorgaba por otra parte un valor absoluto a la transmisión hecha por ellos. En las sociedades modernas, la familia ha sido objeto de permanente reducción. Ya en las dos guerras mundiales, pero sobre todo después de la segunda, se redujo a lo que los sociólogos llaman la “familia nuclear”, constituida sólo por los padres y su prole. En nuestros días, se reduce puramente a uno de ellos, la madre, en una serie de casos, que van multiplicándose a raíz de una evolución vinculada con la emancipación femenina, el desvanecimiento de la figura paterna [2] y la utilización de métodos de procreación artificial. Se habla entonces de familia “monocelular”. La reducción sociológica trae consigo una reducción cultural en la medida en que, al no tener ya prácticamente acceso a una diversidad de miembros en su familia, el niño pierde también el acceso a la memoria colectiva. ¿Cómo restituir valor al rol de los abuelos o los primos, que se quejan de su marginación? [3] Aun suponiendo que esta preocupación sea compartida por muchos, este deseo tropezará en todo caso con un envilecimiento del pasado, como veremos en lo sucesivo. ¿Qué sentido tiene referirse a épocas más o menos lejanas si la historia no contiene ninguna lección para el presente y el futuro?

La segunda objeción ha sido menos estudiada. Siendo Obispo de Angers, cuando visitaba las escuelas de la diócesis, me impresionaba ante la queja unánime de los educadores de la enseñanza básica: “Los niños se han vuelto violentos”, señalaban repetidamente. ¿Por qué? Porque –ésta era la explicación– estos niños nunca han enfrentado un “no” dentro de su familia. Aquí lo encuentran por primera vez y no pueden sino rebelarse. La combinación de ambos fenómenos, por una parte la veneración al “niño tirano”, tanto más fuerte si es hijo único, y por otra la pérdida de dedicación a un arte de vivir, como, por ejemplo, las normas de la cortesía y el buen trato, se traducía precisamente en endosar a la escuela el encuentro con la “ley del otro” en forma de prohibición. Los padres se reservan el rol de “buenos”, de complacer a los niños: les parece innecesario contrariarlos ya que más adelante tendrán todo el tiempo requerido para eso. La escuela se convierte así en sustituto de la familia: ¿es ésta su misión? La familia practica cada vez menos la enseñanza de la percepción del otro, volviendo la espalda, por ejemplo, a las consideraciones de Emmanuel Lévinas, quien sostenía que cada uno nacía en deuda, dominado por otro. Faltaría demostrar si (y de qué manera) esta violencia de los primeros años y el desconocimiento de las normas del saber vivir con los demás, alimentada por la ideología de la educación sin restricciones, incide de alguna manera en la violencia creciente que caracteriza a las sociedades urbanas.

Transmisiones alteradas

En la transmisión vertical de una generación a otra, así como en la transmisión horizontal entre contemporáneos, se insinúa siempre el riesgo de una pérdida. Cada generación sigue sus modas. Sus preferencias la llevan a pasar por el tamiz el depósito recibido y descartar lo que considera menos interesante. Existe entonces un peligro de empobrecimiento progresivo, y de hecho de una desviación doctrinal. Para remediar este riesgo, la Iglesia ha sido dotada de un Magisterio encargado precisamente de evaluar la ortodoxia de la transmisión y su carácter integral: ¿se ha comunicado lo esencial? ¿Y se ha llevado a cabo la comunicación de manera fiel al mensaje de los orígenes?

Se ha afirmado con frecuencia que esta noción del Magisterio constituía una originalidad cristiana. Sin embargo, se observa que las sociedades han producido de manera casi espontánea múltiples magisterios. La autoridad política siempre ha procurado revestirse de una autoridad moral. Deseaba hacer creer que todo cuanto decidía era necesariamente justo y por consiguiente la conciencia individual debía amoldarse en conformidad con ella. Confundía deliberadamente lo legal y lo legítimo, temiendo constantemente que una Antígona pudiese invocar leyes “murmuradas al corazón” (Sófocles) superiores a las de la polis. Las sociedades modernas y liberales han sido definidas como alérgicas a toda idea de magisterio. Pienso que éstas más bien favorecen su robustecimiento. Las “éticas de procedimiento” impuestas cada vez en mayor medida en los regímenes democráticos se declaran incompetentes en materia de verdad y bien moral, pero ejercen un magisterio cuando otorgan a la decisión de la mayoría el carácter de una norma impuesta a todos. Los medios de difusión proceden como una especie de “voz fuera del campo de acción”: bajo la aparente objetividad de la información y los reportajes, esa voz dicta a la conciencia, desconociéndose su autor, lo que debe pensar y creer. La opinión pública siempre ha forjado modas y tendencias. Adoptando la forma de lo “políticamente correcto”, que ha pasado de Estados Unidos a Europa, hace reinar en las mentes una ley implacable, transmitiendo a priori elementos ideológicos, prejuicios morales o meros coqueteos lingüísticos como si fueran normas éticas: tanto peor para quienes no hablen como los demás. No existe libertad humana a la sombra de una dictadura, cualquiera sea ésta.

Un magisterio es único o no lo es. He llegado a la conclusión de que si los medios de difusión occidentales manifiestan una oposición casi permanente hacia el Magisterio de la Iglesia, en primer lugar eso no ocurre porque éste emita normas éticas y de otro orden que les provoquen fastidio; su crítica apunta al principio mismo de un magisterio religioso en una sociedad secularizada.

La pluralidad de magisterios confunde la transmisión. Bajo la presión de sus dictámenes, docentes y discípulos se ven obligados a proceder con opciones necesariamente arbitrarias. La tradicional querella entre Antiguos y Modernos termina por consiguiente resolviéndose en la anulación (¿definitiva?) de los primeros. Y así se ha llegado a privilegiar la memoria más reciente en detrimento de un patrimonio milenario, a permitir creer que la modernidad debe concebirse como un inicio absoluto y cada uno está en condiciones de dictarse por sí mismo las normas y reglas que requiere para construir su propia vida. Los modelos estarían obsoletos y los maestros superados. ¿Qué ocurre entonces con la escuela?

Las patologías de la escuela

Desde hace mucho tiempo, tal vez desde sus orígenes, la Iglesia se ha ocupado con especial esmero de la formación de los jóvenes, destinando para esta tarea a sus mejores hombres y elevando a un número impresionante de ellos a los honores de los altares. Es suficiente mencionar aquí los nombres más conocidos de Juan Eudes, don Bosco, Angela Merici, Pedro Canisio y Juan Bautista de la Salle. Ha correspondido a la Iglesia crear la escuela moderna. Ha correspondido a la Iglesia inventar la pedagogía moderna. Pensemos, por ejemplo, en el genio de las primeras generaciones de jesuitas, que en sus colegios supieron conjugar la transmisión intelectual del saber con una puesta en escena barroca, donde los alumnos, en una edad en que uno más bien no se encuentra a gusto con el propio cuerpo, eran invitados a subir al escenario a recitar sobre los grandes sentimientos que guían al mundo antes de experimentarlos personalmente. Al proceder de este modo, la Iglesia no satisfacía una mera necesidad de supervivencia. Ella no se preocupa de su futuro o el de la humanidad, sino que da testimonio de la verdad esencial sobre la cual descansa toda educación: los jóvenes son nuestros maestros. Debemos transmitirles lo que consideramos mejor, pero al mismo tiempo ellos nos hacen salir de nosotros mismos, nos arrancan de los refugios en los cuales atesoramos nuestras certezas y también nuestro cansancio con la vida: hacen recordar a nuestra conciencia, a menudo exhausta, los motivos de la esperanza.

La Iglesia y después de ella las sociedades secularizadas han visualizado la escuela como el lugar privilegiado de la educación y se han dedicado a ésta con pasión. Es suficiente recordar el prestigio del cual gozaba el maestro en el pueblo más apartado de nuestras regiones en el curso de los dos últimos siglos. Con todo, al menos en las sociedades europeas, la escuela padece actualmente de una profunda pérdida de reputación. Dos grandes alteraciones la afectan profundamente hasta el punto de constituir para ella verdaderas patologías: la desaparición de la cultura general y la revolución tecnológica.

Hasta fecha reciente, la cultura clásica parecía ser la flor para el ojal de la enseñanza. Se trataba de familiarizar a los alumnos con textos considerados forjadores de la civilización occidental. Todo cuanto habían dicho los antiguos no era válido puramente para su época: su mensaje y su ejemplo personal expresaban una sabiduría y un arte de vivir que debían inspirar a las generaciones de todos los tiempos [4]. Había en ellos algo así como una fuente de agua viva a la cual debían incansablemente volver todos aquellos que aprendían el oficio de hombre. Ahora se ha cortado el hilo. El discurso de los Antiguos se ha perdido en la noche de los tiempos [5]. El individuo moderno piensa que no puede obtener lección alguna de los ejemplos de otra época [6]. Las disciplinas humanistas se eliminan progresivamente en los programas desde el momento en que se comienza a imaginar un hombre nuevo [7]. La memoria se ha visto rebajada a una condición de servidumbre. Ya casi no se aprenden de memoria ni las fábulas ni los poemas antiguos. La historia se ha convertido en ramo optativo: relatando sólo las últimas peripecias de la humanidad, hace hundirse a los anciens régimes en la oscuridad de la indiferencia. La literatura y la filosofía ya no ponen en contacto directo con los maestros, porque ahora todo lo ocupan los comentarios [8], los análisis estructurales y las metacríticas.

Las palabras nunca desaparecen totalmente; se contentan con emigrar. Tras el advenimiento de la era electrónica, las palabras “memoria” y “transmisión” asumen una realidad totalmente distinta. “Con la computadora e Internet, la memoria se cuenta en octetos y la transmisión evalúa su velocidad en baudios. Lo que importa es la capacidad del disco, el número de barras, la dimensión del cable o del tubo. Hemos pasado del obrar a la capacidad. Se hace clic, se salva. Se hace clic, se envía. En los cuatro ángulos del universo (…) se constituyen bases de datos tan diversas como variadas. Una acumulación formidable de memoria informatizada prosigue en una carrera sin fin tras la densificación de la red de comunicación” (Jean-François Bouthors). ¿De qué memoria se trata? ¿Qué transmisión se ejecuta? ¿Qué voluntad preside este gigantesco movimiento? Es posible que surja nuevamente el viejo sueño de Prometeo: memoria y transmisión permitirían creer en el advenimiento de un hombre con acceso a todos los saberes y a todas las bases de información. ¿Pero para hacer qué? ¿Cómo discernir en esta masa inerte de datos disponibles?

Esta última pregunta abre un campo nuevo a las disciplinas humanistas. El imperativo del discernimiento remite de hecho a lo que es específicamente humano: distinguir lo que hace crecer lo humano en cada uno de nosotros y renunciar a los conocimientos inútiles o sin más nocivos. La escuela podría entonces recordarnos las ilusiones de un progreso sin fin por el cual la humanidad ha pagado enormemente en el siglo recién transcurrido. Si consiguiera librarnos una vez más (no nos atrevemos a decir “de una vez por todas”) de este viejo sueño pernicioso, encontraría nuevos motivos de esperanza. Por este motivo y otros, el tiempo de los “prof.”, contrariamente a funestas previsiones, todavía tiene por delante un futuro. Desde que trabajaba en la universidad y luego como Obispo, a menudo me encontraba con docentes. Solía decirles: “¡No se dejen abrumar por el pesimismo difuso! Sé que el trabajo de ustedes ha llegado a ser difícil. Todavía subsiste el más bello oficio del mundo. Gracias a ustedes, en realidad, la humanidad nace en sí misma”.


Notas

[1] Henri de Montherlant, Fils de personne ou Plus que le sang, drama representado por primera vez en París en 1943.
[2] Ver Hans Zollner, Osservazioni psicologiche sulla condizione maschile, en “La Civiltà Cattolica” 3821 (5 de septiembre de 2009).
[3] En el curso de mis diversos ministerios, he encontrado a menudo abuelos disgustados por no poder transmitir nada a sus nietos: “Los mantienen alejados de nosotros. ¡No los vemos casi nunca! Y sin embargo tendríamos tantas cosas que decirles”. Me pareció especialmente adecuada al respecto la intervención de Benedicto XVI con ocasión del Ángelus del 26 de julio de 2009. Después de recordar que Joaquín y Ana eran los abuelos de Jesús, agregó: “Esta memoria litúrgica hace pensar en el tema de la educación, que ocupa un lugar importante
[4] Ver Cosimo Laneve, Educare fra tradizione e multiculturalità, en “Pedagogia e Vita”, 5-6 (2008), especialmente: 1.1 L’imprescindibilità dell’imitare.
[5] Id., “Desde hace medio siglo, una decadencia general sin embargo ha marginado (y desdeñado) a la educación basada en el conocimiento de los clásicos, o la educación del espíritu, la imaginación, la sensibilidad, relegando este estudio únicamente a los seminarios para especialistas”.
[6] “La edad moderna resquebraja precisamente esta confianza ilimitada en la tradición y sus fuentes. Por numerosos motivos de orden histórico, moral-religioso y técnico-científico, la tradición pierde su obvia confiabilidad” (Zelindo Trenti, Tradizione e linguaggio nel processo di apprendimento, en “Insegnare Religione”, 3 (2005), 4-12).
[7] La decadencia de la cultura general en las instituciones escolásticas y universitarias ha sido magistralmente interpretada por Allan Bloom, The Closing of the American Mind, Simon & Schuster, Nueva York, 1987. Para un enfoque renovado, ver Marta C. Nussbaum, I classici, il multiculturalismo, l’educazione contemporanea, Carocci, Roma, 2006.
[8] George Steiner ha enfocado el ámbito del comentario y el parásito en su hermoso libro titulado Réelles présences. Les arts du sens, Gallimard, París, 1991, 25 ss.

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