Si iba a cumplir en mi vida lo que le oí en cierta ocasión a un hombre muy sabio: Las vocaciones se reconocen por la paz que dejan en el corazón. Como abogado, aunque hubiese ganado dinero y adquirido prestigio, no habría tenido serenidad. Habría vivido, por el contrario, en profunda desazón y asomándome siempre a otros horizontes vocacionales. 

Jamás pensé durante mi vida escolar en ser profesor. Me enseñaban sacerdotes y hermanos alemanes, doctos y buenos, abnegados pero distantes humanamente de los alumnos. Uno podía admirarlos y estimarlos, mas siempre considerándolos ajenos a la realidad propia. No iban a las casas, sus celdas eran inaccesibles, en el verano y en las tardes desaparecían. ¿Existían de verdad o tenían sólo una entidad profesional, educadora, válida exclusivamente para cumplir determinadas funciones? Un compañero aseguraba que el rector los inventaba de año en año y luego los hacía desaparecer. Así de simple.

En mi familia nadie había estudiado pedagogía. Los profesores y las profesoras pertenecían a otra esfera social. De los colegios “conocidos”, como entonces se decía, ningún egresado se encaminaba a la docencia. Había un par de valiosas excepciones, es cierto, pero además de ser casos muy aislados, correspondían a personas que siendo abogados, sólo incursionaban por la historia o la economía. A menudo estas incursiones eran temporales y solían rematar en aventuras más atrayentes, como la política, la enseñanza universitaria, la banca o el mero ejercicio profesional. No es aventurado afirmar que los jóvenes de entonces no teníamos modelos docentes que imitar. Y si se trataba de optar por una vocación de desinteresado servicio, las puertas del Seminario Pontificio o de algunos Noviciados estaban abiertas para acoger a quienes llamaran.

Inevitablemente había que pensar en ser agricultor, ingeniero, médico, arquitecto, abogado, dentista. Pronto se abrieron paso las llamadas carreras técnicas, como Servicio Social, Construcción, Ingeniería Forestal, Contador. Con fuerza irrumpió luego la carrera de Economía… ¿Y las pedagogías? Existían, claro, pero para otros. Su doble fuente, la de las escuelas normales y la del Pedagógico de la Universidad de Chile, no parecían atrayentes ni lucrativas. Simplemente no se pensaba en ellas como una posibilidad real de desarrollo profesional y humano.

Así las cosas, al egresar del colegio no me quedaba otra escapatoria que estudiar Derecho. Nada costaba descartar, Dibujo, Física o Química. El sacerdocio, por disposición paterna, quedaba relegado para cuando se tuviera mayor madurez, lo que equivalía a hacer estudios previos en cualquier Facultad.

Fueron cinco años completos de Constitución Política, de códigos y otras leyes. Había que memorizar definiciones, requisitos, excepciones, números de reglamentos, jerarquías y atribuciones de jueces y de tribunales. Estudios macizos y serios de algo que ya estaba construido. Desde Roma hasta don Andrés Bello, todo se había establecido en un orden cuasi sagrado que constaba en normas indiscutidas y más o menos indiscutibles. Predominaba absolutamente el positivismo jurídico. La docencia se basaba en exposiciones orales, que en los ramos de códigos solían limitarse a comentarios más o menos banales del articulado mismo. Escaseaban los Seminarios y, en general, las posibilidades de estudios crítico y creativo. Si se añade que el aprendizaje era principalmente teórico, de escasísima relación con la práctica forense, se comprenderá que resultase poco o nada atrayente a los espíritus inquietos y de vocación jurídica precaria, como era el mío.

Definitivamente, tenía que buscar por otro lado si quería realizarme en plenitud, según la expresión entonces en boga. Dos vertientes surgieron en mi vida que, al confluir, dieron en el río, grande para mí, de la docencia. Fue algo inesperado, que al principio no tenía nombre ni finalidad externa. Era algo válido por sí mismo, autosuficiente, desinteresado. Me limité a darle acogida y a esperar que creciera hasta que, como buen invasor, me conquistara del todo. Era imposible e inútil resistir. Dejé que la invasión me colmara. Desde entonces supe cuál era mi vocación, ese llamado que otro le hace a uno. Bastó conocerla y aceptarla para empezar a ser feliz, muy feliz.

Si iba a cumplir en mi vida lo que le oí en cierta ocasión a un hombre muy sabio: Las vocaciones se reconocen por la paz que dejan en el corazón. Como abogado, aunque hubiese ganado dinero y adquirido prestigio, no habría tenido serenidad. Habría vivido, por el contrario, en profunda desazón y asomándome siempre a otros horizontes vocacionales. Alcancé a experimentarlo durante los cinco años que ocupé en ejercer la profesión de abogado, mientras estudiaba Pedagogía. Era un constante ir y venir de la oficina, las notarías y los tribunales a las clases, seminarios y pequeñas investigaciones que me proponía la Universidad. Cuando al cabo de ese quinto año, en que recibí el título de Profesor de Estado, tomé la decisión de no volver a la oficina, sentí un alivio inmenso. Ya no hubo -y de entonces van más de cuarenta años- necesidad de otear nuevos derroteros. El llamado se había dejado oír con nitidez y no cabía sino escucharlo y ponerlo en práctica. Es cierto que la voz tardó y que en un comienzo pudo parecer confusa. A la postre, no obstante, fue nítida, clara, precisa. Valía la pena haber dudado.

Valía la pena no haberse “casado” para siempre con lo que sólo era búsqueda del camino definitivo.

Pero ¿cómo se expresó esa llamada?

He hablado de un doble hontanar que, al confluir, dio en el cauce propio. Tiene un nombre preciso, a saber, interés por la poesía e interés por llegar con la poesía a personas jóvenes.

La Mistral de Tala, el Neruda inicial y el residenciario, Rafael Alberti, Jorge Guillén, todo Vicente Huidobro, lo más de Vicente Aleixandre y de Antonio Machado, algunos clásicos como Juan de la Cruz y Luis de León, fueron mis autores preferidos en la adolescencia y en la juventud. Más adelante vendrían Villón, Baudelaire y Rimbaud, Hölderlin y Rilke, Borges… y la Biblia en el Cantar de los Cantares, Isaías, los Salmos, los Evangelios, el Apocalipsis. Cada texto parecía contenerme y expresarme a cabalidad. Era como si todo hubiera sido escrito para mí o -compréndase bien- como si yo mismo lo hubiera compuesto en momentos ideales que, lo sabía bien, de hecho no habían ocurrido.

Con lo libros fui de joven en joven, de curso en curso, de colegio a universidad, de Valdivia a Valparaíso, de Santiago a Friburgo… La tarea se reducía a pedir: “Fíjense bien, escuchen con el corazón”, y en decir el poema, en repetirlo con distintas entonaciones, en destacar un verso o el otro, en relacionar continente y contenido, en apuntar a estructuras, en sugerir su recreación, en aceptar y hasta promover algunas investigaciones -visiones y datos nuevos- que aclaran lo difícil, que dieran luz para leer mejor. A la postre, en hacer un esfuerzo para que el texto diera de sí cuanto podía dar hasta colmar el espíritu de los alumnos así como cuanto podía dar hasta colmar el espíritu de los alumnos así como me colmaba a mí. Dicho de otra manera, fu y continúa siendo una tarea de entusiasmar -endiosar-, de poner al lector en contacto interior con la obra vivificada en la clase o en el comentario escrito. Porque pronto comencé a ir más allá del auditorio físico. La clase fue escrita y, como impreso, llegó a otros, a muchos. Docencia a la distancia, si se quiere, que no es igual pero que algo dice y que, en el contacto personal que permiten el viaje o la carta, suele cobrar nuevo espíritu. El aula, por lo demás, no es recinto exclusivo. A ella se llega desde el patio y el corredor, de ella se sale naturalmente a la biblioteca, el laboratorio, la capilla, la rectoría. Hay fluidez que no se interrumpe con el cruce de la puerta ni el escrito en el pizarrón. El fluido va a menudo más allá del colegio y de la universidad, alcanza a los hogares, se prolonga en el campo o en la casa de ejercicios espirituales, en el paseo o en la fiesta. En definitiva, lo que empezó siendo algo acotado por el tiempo y el espacio da pronto en el continuo de la vida, que es diálogo y actividad abierta y sin barreras.

Sin disminuir el interés por el poema y otras materias que constituyen determinadas asignaturas, se intensifica el interés por la persona del alumno. ¿Quién eres, cómo eres, qué sueñas y proyectas en tu vida? ¿Cuáles son los obstáculos que estorban tu crecimiento y la armonía tuya en el entorno humano y material? ¿Puedo ayudarte? Y surge la conversación acerca de la trascendencia de la vida, del sentido del sufrimiento y de la alegría de ser solidario. Dios, el amor, la amistad son realidades casi tangibles en esos diálogos sin horario, a veces individuales, a veces de pequeños grupos. Se enseña, se aprende, se invita a valorar lo propio y lo ajeno, a sacar de uno lo que uno mismo suele desconocer y es fundamental para el desarrollo pleno. Se educa.

Sin curiosidad pero con interés, nacen vínculos hondos que han de perdurar. No alcanzan a hacer dependiente a nadie, porque todo ocurre con libertad y en paz. El efecto es equilibrado, sano, superior, y facilita el quehacer que por momentos podría ser tedioso.

Cada día es inaugural. Aunque se hagan las mismas cosas a la misma hora, todo se renueva precisamente porque surge de la relación humana, y las personas nunca son iguales. Viene a cuento lo que la Biblia pide con insistencia, “cantad al Señor un canto nuevo”. Se reiteran las palabras y, si cantadas, la melodía y el ritmo; mas el espíritu hace surgir cada alabanza como de un hontanar primigenio. Es el caso de la tarea educadora que, a pesar de fatigar y dar preocupaciones, tiene el encanto de lo recién nacido. El educador y el educando -¿quién es quién?- se renuevan, hablan a menudo como si fuera la primera vez, se miran y miran en común el horizonte siempre amplio y atrayente, se quieren.

Esto sobre todo. El interés tiene un nombre más alto, el del amor. No hay por qué eludirlo ni omitirlo. A la inversa, hay que proclamarlo. Educar es tarea de amor. Y el amor trae la felicidad, también en medio de las dificultades.

He aquí el secreto de la educación. Quien no lo ha descubierto está sólo en la etapa de enseñar y de ser profesor. Es el comienzo en el largo y hermoso proceso que remata en educar y en ser educador.


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