Hace 15 años fallecía en Roma el gran filósofo político italiano, Augusto Del Noce. Por su calidad académica, senador vitalicio (vinculado a la bancada del antiguo PDC) fue un profundo conocedor del marxismo gramsciano y un agudo previsor del proceso de secularización que afectaba crecientemente a la cultura cristiana. El presente texto, extractado de un artículo suyo publicado en Ethica (III, 1969), constituye una profética visión del panorama que se desarrollará en las tres décadas finales del siglo XX.

Ante todo eliminemos lo que es obvio: no hay duda que es un deber cristiano, más aún humano en general, mejorar el nivel de vida de los más pobres; igualmente está fuera de duda que la eliminación del hambre en el mundo sólo se podrá conseguir, considerando también cuál es la tasa de incremento demográfico, por medio de un aumento de la actividad técnica, dirigida por la ciencia.

El problema hay que plantearlo, en consecuencia, en estos términos: ¿es cierto que la ciencia moderna es el desenvolvimiento de la inteligencia pura y que en ella hay que divisar el modelo ejemplar de todo entendimiento? Esta parece ser la opinión de Cotta, aunque, como es obvio, para él la inteligencia no agota la espiritualidad. Si el hombre se limitara a ser inteligente, la civilización tecnológica estaría sometida a la oligarquía de los que saben interpretar y organizar un sistema racionalmente estructurado para satisfacer las necesidades sociales, que son por lo común materiales. Para que esto no suceda hace falta aquel «complemento del alma», como dice la expresión, que sólo la religión puede proporcionar.

Se pueden ordenar de esta manera la serie de interrogantes que afectan a su tesis:

• ¿Cuáles son las características morales de la sociedad tecnológica?

• ¿La civilización tecnológica puede o no estar separada del positivismo, dada la postura esencial que conlleva y, sobre todo, por la tradición histórica con la
cual vuelve a conectar?

• ¿El tipo de inteligencia característico de la ciencia que acompaña la técnica es el prototipo de toda inteligencia, o más bien exige la renuncia a la forma mental metafísica?

En este segundo caso, la primera consecuencia sería que no podríamos ya hablar de metafísica, sino solamente de ciencia y de religión; esto a su vez sería tan sólo una solución provisional y a corto plazo, porque en un espacio de tiempo, que no se puede determinar exactamente, pero que todos los indicios inducen a considerar relativamente breve, la ciencia eliminaría del todo a la religión, en cuanto que eliminaría la misma dimensión por la cual lo sagrado se hace accesible al hombre.

• ¿Este proceso no es ajeno a los juicios de valor? De ser así, cuando se absolutiza, no podrá sino destruir la autoridad de los valores. El paso a la civilización tecnológica estaría ordenado por la destrucción definitiva de la autoridad espiritual y sería, por tanto, espíritu de disgregación. Con vistas a esto, ¿no deberá considerarse utópica la idea de que el espíritu que informa el desarrollo tecnológico ejercitará una función pacificadora?

• La civilización tecnocrática, lejos de ser una civilización liberal, ¿no representa la forma más extrema de despotismo conservador, en su forma occidental y no oriental, ya que ha eliminado del todo la idea de una autoridad espiritual?

• En la civilización tecnológica, el paso a una oligarquía tiránica de los científicos y de los técnicos, ¿no se presenta como absolutamente inevitable y necesario? La tarea de los católicos debe ser entonces denunciar inmediatamente y desde el comienzo la irreligiosidad que entraña sustancialmente la ilusión utópica de quien quiere informarla religiosamente desde dentro.

• La instauración de la civilización tecnológica, ¿se presenta realmente como necesaria, en base a la irrevocabilidad del desarrollo científico? ¿O más bien el paso de la ciencia a la idea de la civilización tecnológica no se habrá dado por motivos que nada tienen que ver con la ciencia misma?

La primacía del hacer

A estas preguntas se puede contestar que la civilización tecnológica no puede ser definida sino mediante la supresión de una dimensión: la religiosa. Por otro lado, tienen gran repercusión las tesis de los escritores de la llamada «escuela de Frankfurt»: desde Adorno a Marcuse. Ellos no hablan de religión en el sentido propio, es cierto; sin embargo, también para ellos la civilización tecnológica, si de algo señala el fin, es de la dimensión trascendente, aunque sea de una trascendencia intramundana.

Intentemos ahora definir, de la manera más sencilla posible, lo que se quiere decir cuando se habla de dimensión religiosa: nada más que lo siguiente: que hay un orden eterno e inmutable de verdades y de valores con el cual entramos en contacto por medio de la intuición intelectual. Que existe, en definitiva, una realidad sobrehumana, por muchos que sean los modos con que se puedan representar. Hasta la venida de la mentalidad tecnológica que ha alcanzado hoy la cumbre de su manifestación, todos los pueblos estaban de acuerdo en admitir esto. Y, por otro lado, ¿cómo podría ser recibida por el hombre la iluminación de la verdadera fe si nada permaneciera en él, aun después del pecado, nada de esta revelación primitiva?

Ahora bien, es precisamente esta dimensión religiosa la que está amenazada y negada por la forma de pensamiento propia de la civilización tecnológica, porque ella se presenta como una civilización nueva. Vamos a emplear una expresión de Rosmini: aquella forma de pensamiento sustituye a la luz de la razón, instrumento de lo absoluto, de lo necesario, de lo objetivo y de lo eterno, por la razón humana, individual y subjetiva, contingente y mutable. En la visión tradicional hay una primacía que compete a la contemplación de un orden ideal, al que nuestra actuación debe conformarse. La civilización tecnológica la sustituye por la primacía de la acción, en el sentido de que el conocimiento humano cobra valor sólo en la medida en que puede servir para un fin práctico: que el hombre sensible transforme la materia para sacar mayor utilidad y domine las cosas materiales.

Por supuesto que este enfoque sobre la consideración del conocimiento afecta también a los valores prácticos. A la tesis en base a la cual el conocimiento está limitado al mundo sensible, sigue la afirmación de que la única realidad que cuenta para el hombre es la realidad material; y puesto que la materia es principio de multiplicidad y de división, resulta que el hombre adopta como actitud práctica un individualismo que será negación de todo principio superior a la individualidad. En lugar de la autoridad de los valores nos encontramos con su «creación», pero, puesto que el término creación no tiene sentido cuando se refiere al hombre, esta fórmula adquirirá su sentido sólo por medio de la negación y destrucción radical de la tradición.

No hace falta más que abrir los ojos: ¿quién no se da cuenta de que junto a la progresiva difusión de la mentalidad tecnológica ha sobrevenido la desaparición, también o sobre todo en el lenguaje corriente, de los términos «verdadero» y «falso», «bueno» y «malo», y hasta «hermoso» y «feo», que han sido sustituidos por los de «original», «auténtico», «fecundo», «eficaz», «significativo», «abierto», etc.? Nada más coherente, por otro lado. El punto de vista de la primacía de la acción, entendido así como hemos dicho, quiere decir que no hay nada más allá del hombre; y si la verdad no es algo superior al hombre estará destinada a envejecer, de tal manera que la verdad «vieja» no tiene más atractivo del que pueda tener, por ejemplo, una mujer «vieja». De aquí el culto a lo «nuevo» con su correspondiente espíritu de destrucción.

Verdad y eficiencia

Consideremos una cosa más: ¿qué pasará cuando los hombres no se mantengan unidos por ideales o valores superiores a los sensibles? La búsqueda del bienestar sustituye la de una vida buena; y no puede haber bienestar sin sensaciones «nuevas», como es evidente. He aquí por qué el intelectual se pone al servicio del público, no para arrastrarlo hacia arriba, sino para satisfacer sus exigencias de novedad.

Una persona se sentirá unida con otra sólo si la necesita para su realización personal sensible, cada vez más exigente. Todo se transforma así en un objeto que sirve para el trueque. Muchas veces se habla de la desaparición del pudor, y, como siempre, hay alguien, incluso famoso, que repite a propósito las consabidas expresiones de la guerra contra los tabúes, de la búsqueda de la autenticidad, de la lucha contra todo tipo de misterio. Nosotros decimos sencillamente que esta desaparición posee un valor simbólico: representa la reducción de todo a mercancía de intercambio. Añado además que no tengo ninguna propensión a embellecer la realidad, como suelen hacer determinados católicos que ven en ella una manifestación de desesperación producida por la ocultación de la verdad. Estos católicos que viajan siempre con retraso vuelven a descubrir hoy una actitud que fue real, pero en la época romántica. Para la mentalidad tecnológica la desesperación no existe, precisamente en cuanto que este acabarse de la verdad y de los ideales no es sentido como una tragedia, sino que es presentado (o sería mejor decir «mixtificado», en el verdadero sentido que el término «mixtificación» debería poseer) como una liberación.

Se me puede contestar que no es el desarrollo tecnológico, en cuanto tal, el culpable de estas posturas. Eso es absolutamente cierto; pero cuando se habla de civilización tecnológica no se repara en la actividad técnica como tal, sino en su absolutización. Estamos en el reino de los –ismos, es decir, de la perversión, en base a la cual una actividad humana, que se desenvuelve en el mundo de los sentidos, es transformada en un ídolo; el arte se hace estetismo, el amor erotismo, la política totalitarismo.

Queda clara en este punto la imposibilidad de separar la civilización tecnológica del positivismo. Quien desee conocer la más clara definición de este vínculo no debe hacer más que leer un valioso libro de F. Hayek, que es una de las obras más rigurosas que se han escrito contra la mentalidad tecnológica o, como su autor dice, de «ingeniería»; es decir, que da lugar al tipo de «ingeniero» inspector, consciente de una sociedad planificada; o que llega a pensar en los modelos de ingeniería, incluidas las actividades que parecen más lejanas, como, por ejemplo, la misma actividad artística.

El espíritu politécnico

¿Dónde nace esta mentalidad cientifista? En la Ecole Polythecnique de París y ya encontramos todos los elementos en la obra de Henri de Saint-Simon. Recordemos algunos rasgos de su pensamiento. En su desconcertante primer opúsculo: Lettres d’un habitant de Genève à ses contemporaines, de 1803, se anuncia la idea de un «consejo de Newton», formado por 21 miembros elegidos por todo el género humano y presididos por un matemático; consejo destinado a sustituir al Papa y al Sacro Colegio, cuyos miembros son acusados de no comprender la naturaleza y la finalidad de la ciencia, que está destinada a transformar la tierra en un paraíso. Su programa curiosamente es interclasista, pero en el sentido del interclasismo propio del actual sociologismo; los proyectos de los representantes de este consejo serán los únicos idóneos para establecer los medios científicos aptos para prevenir «la lucha que, por la misma naturaleza de las cosas, es necesario que exista» entre las dos clases: la de los propietarios y la de los no propietarios. Todos los hombres trabajarán como adeptos a una sola y misma oficina, dirigida por el consejo supremo de Newton, órgano central que tiene el derecho de dar órdenes; y quien no obedezca será tratado por los otros «como un cuadrúpedo».

En la obra de 1810: Introduction aux travaux scientifiques du XIX siècle, proyecto de una nueva y gran enciclopedia, a la que se le confía la tarea de sistematizar y unificar todo el saber, reorganizado de pies a cabeza y coordinado bajo el punto de vista del fisicismo, encontramos ya perfectamente indicados los trazos de lo que hoy se llama «fisicalismo»: reducción de la moral y la política a ciencia, renuncia del razonamiento teológico como antropomórfico, etc. No se equivocaba Hayek cuando decía que al leerlo se tenía la impresión de tener en la mano una obra contemporánea de, por ejemplo, H.G. Wells o de Otto Neurath.

Los mismos temas aparecen en las obras siguientes, ampliados de tal manera que es siempre más clara la prefiguración de las ideas tecnológicas de hoy: la del poder científico y positivo, al que se le confiere la tarea de dirigir y transformar el mundo, la de la unidad de los hombres como co-partícipes de la empresa común de operar sobre la naturaleza para transformarla, la de la función social del arte para ejercer en las masas una influencia capaz de constreñirlas a marchar en la dirección indicada por los dirigentes de esta cooperación, la del nivel de prosperidad al que el hombre puede llegar a través de la utilización de los conocimientos adquiridos en el campo de la ciencia, la de la función pacifista de las tesis precedentes, porque al confiar la nueva dirección al poder científico se sustituye la organización gubernamental y militar por la administrativa e industrial. Finalmente, en el Nouveau Christianisme (1825) se afirma que la organización científico-industrial posibilitará a su vez la más rápida mejoría de las condiciones morales y físicas de las clases más pobres, actuando de esta manera sobre la tierra el nuevo proceso que impone a los hombres el comportamiento fraternal. Pero este nuevo cristianismo exige una reelaboración de la teología, cuya necesidad es evidente, después que la ciencia ha abierto nuevos horizontes a las posibilidades terrenas del hombre.

Tecnología como antitradicionalismo

Desde el punto de vista histórico no sé cómo se puede decir que el positivismo es sólo una mosca pesada de la civilización tecnocrática, si exactamente todas sus ideas se encuentran ya prefiguradas en las obras de Saint-Simon y de Comte.

Sin embargo, en el positivismo de ambos había un motivo romántico que se expresaba en la idea de una religión de la humanidad, destinada a sustituir y, a la vez, a conservar todo lo positivo que tenían las religiones del pasado. En las nuevas formas de positivismo y de pragmatismo este elemento religioso es completamente nulo. La ciencia de hoy se presenta como «neutral» con respecto a todo valor.

Esta pretendida neutralidad ha llevado a muchos católicos a singulares ilusiones. En particular a ésta: el desarrollo del espíritu científico destruye las religiones seculares, pero no pone en crisis la concepción católica, anclada en lo eterno. Por lo tanto, civilización tecnológica y cristianismo serían compatibles. O, en una perspectiva más amplia, se dice: rasgo típico del cristianismo es la desacralización del mundo, condición también para la civilización tecnológica; por esta razón esta civilización está destinada a actuar positivamente en el cristianismo, promoviendo, aunque sea ocasionalmente, su liberación de rasgos de la tradición precedente, en los que se había quedado.

La verdad es precisamente lo contrario. La separación del cientifismo de toda pretensión religiosa es como el último momento lógico necesario de aquella «primacía de la acción», de la que ya se ha dicho su presupuesto antropológico. En efecto, separemos lo más posible esta posición de todo elemento contemplativo. La misma materia se definirá –es la frase de un ilustre físico– como un objeto de posibles manipulaciones humanas. De ello se consigue que lo que tradicionalmente se llamaba valores absolutos –lo verdadero, lo bueno, lo bello– estarán privados de toda validez universal o, como mucho, no expresarán más que preferencias subjetivas. Pero ¿por qué un sujeto tendrá ciertas preferencias en vez de otras? La explicación la dará la «ciencia del hombre», que medirá el grado de utilidad o peligrosidad, de una u otra idea, en relación con la utilidad de la coexistencia pacífica. La solución es clara, el peligro es el de los que aún intentan hablar de Valores Absolutos, obligatorios para todos. Se capta, pues, el antitradicionalismo total de la civilización tecnológica. Si la oposición se fija en términos de revolución y reacción, entonces podemos decir que la revolución tecnológica es más radical que cualquier otra revolución política. Y esto porque ella sólo conseguirá realizar verdaderamente lo que es uno de los fines de las revoluciones políticas que pretendían «cambiar al hombre»: la supresión de la dimensión trascendente.

Ahora es un hecho que la idea de la revolución tecnológica ha prevalecido, y tiende aún más a prevalecer, sobre la posición revolucionaria marxista. ¿Cómo sucede esto?

Marxismo y tecnología

Si consideramos el problema en su máxima generalización teórica debemos responder que la civilización del bienestar (civilización tecnológica, civilización del bienestar o sociedad opulenta son términos sinónimos) es la única respuesta posible burguesa y laica del marxismo, y que se da por una contradicción que es intrínseca al mismo marxismo. Por esto la civilización tecnológica desbarata al marxismo, en el sentido de que se apropia de todas sus negaciones con respecto a los valores trascendentes, llevando hasta el límite la misma condición de la negación, es decir, el aspecto por el que el marxismo es un relativismo absoluto; con el resultado de transformar el marxismo en un individualismo absoluto, lo que sirve para conferirle la falsa apariencia de «democracia» y de continuación del espíritu liberal.

Para resaltar la cesión marxista sólo tenemos que observar la mística revolución a través del tiempo. Porque ésta sólo puede durar mientras dura la lucha a muerte contra un adversario que es histórico y no eterno; normalmente no más de una generación; y terminado el período «místico», una parte de los que fueron guías en la lucha se asociarán a los que estaban con los vencedores después de la victoria y se constituirán en una nueva clase, eliminando por «anárquica» a la parte constituida por los revolucionarios puros. Los supervivientes vagarán por el mundo hablando de una revolución traicionada, incompleta, desconocida, pero sin encontrar nunca las condiciones suficientes para constituir una fuerza política.

Observemos aquí una de las diferencias capitales entre la religión cristiana y la marxista; la ausencia de la utopía hace que en el cristianismo la lucha entre la ciudad de Dios y la terrena se presente como eterna y se destierre radicalmente de la tierra el optimismo del definitivo logro de la «ciudad de Dios»; o al contrario, reconocer en este optimismo la esencia de la herejía.

En el marxismo, el paso práctico a una revolución total implica enormes sacrificios y riesgos y conlleva la idea de un absoluto; para dar plena justificación a la acción revolucionaria es necesaria una «fórmula ideal». Esta fórmula no puede ser otra que la del materialismo dialéctico; el materialismo es necesario para desacralizar las formas precedentes y mostrar la relatividad histórica; el término de dialéctica es igualmente necesario para mostrar la necesidad histórica del cambio.

Pero entre el momento de la negación de todo principio eterno y la búsqueda práctica de lo absoluto hay una evidente contradicción. Por consiguiente, el paso del marxismo a un positivismo radical, que con respecto a las disciplinas concernientes al hombre se manifiesta como sociologismo o como relativismo absoluto, se presenta a la vez como extremadamente fácil y como irrefutable. La crítica marxista de las ideologías, ¿no se funda en el principio de que todo lo que sobrepasa la verificación inmediata, en definitiva todo lo que es metafísico, se explica como expresión de la situación histórico-social de un grupo, por lo tanto con lo sensible, cuando a lo sensible se le da la máxima extensión para comprender el mismo mundo humano? ¿No profesa el marxismo la concepción expresiva e instrumentalista del pensamiento, es decir, lo contrario de toda forma de pensamiento metafísico? Y ¿cómo sostener entonces una concepción de metafísica como el materialismo dialéctico? Se puede pensar, por lo tanto, que la verdadera conclusión teórica del marxismo debería ser la abolición de la filosofía, en el sentido de que hoy habrían madurado las condiciones para extender el razonamiento científico del mundo natural a la realidad histórica.

El sociologismo, como crítica de la filosofía en nombre de la sociología, establecería la condición de la verdadera ciencia histórica, en cuanto que a través de la explicación de los orígenes de la idea, que en el fondo sería una extensión del materialismo histórico para abolir su paso al materialismo dialéctico, libraría a la historia de toda razón de filosofía de la historia y pondría con esto las condiciones de una historia que como tal fuera una verdadera ciencia.

Espíritu burgués y marxismo

La relación entre el empirismo de la civilización tecnológica y el marxismo es semejante a la del marxismo con respecto a Hegel. Lo mismo que Marx había separado al hegelianismo de los aspectos platónicos, el pragmatismo que está en la base de la civilización tecnológica separa al marxismo de los aspectos hegelianos y lleva hasta el extremo el antiplatonismo marxista. Cancelando toda supra-individualidad de los valores, excluye completamente todo espíritu revolucionario; al colectivismo del «hombre genérico» le sustituye el individualismo más completo; acepta, por lo tanto, el progreso en y por la conservación del orden social burgués. Así, pues, están juntas la conservación más rigurosa y la negación más completa del marxismo. Porque todos sus aspectos antirreligiosos y antitradicionales desde el punto de vista moral y estético están llevados hasta el límite; si el marxismo es búsqueda de humanización y de desacralización radical, éste es su verdadero éxito.

Hablábamos de marxismo repensado en el sentido empirista, pero que sintoniza perfectamente con el individualismo del espíritu burgués, y que finalmente, a través de él, encuentra la manera de desembarazarse completamente de toda subordinación a la tradición.

De hecho se podría fácilmente demostrar cómo la civilización tecnológica realiza, universalizándolo, a través de la supresión del antagonismo de las clases, el tipo del burgués puro, tal como lo había descrito Marx en el Manifiesto. No hay que extrañarse. Según la sentencia, en la infancia de la humanidad, la acción de la providencia se explicaba como civilización, sirviéndose para fines universales de los fines particulares que los hombres se proponían. ¿No es, por tanto, natural que en la edad de la expansión del ateísmo el proceso se invierta y que la heterogénesis de los fines juegue de manera inversa? Que el éxito último de la revolución marxista sea la realización del tipo del burgués puro sería la confirmación de la sentencia indicada, aplicada al desarrollo del ateísmo y de la desacralización.

¿Crisis de desarrollo?

Alguno objetará ciertamente que en la sociedad tecnológica no existe persecución religiosa directa y que la libertad y la democracia se respetan. Añadirá después que la civilización tecnológica es una realidad irreversible y que no hay otro camino que el de intentar espiritualizarla desde dentro. Este es el camino ramplón que normalmente se sigue. Si no se quiere seguir el camino de la mayoría, que es el de conformarse con el nuevo orden de las cosas, se tratará de distraer la atención de aquellos aspectos de la sociedad presente que son más amenazadores. Hay siempre lugar para las frases hechas: crisis de la adolescencia, crisis del desarrollo, como fenómenos que necesariamente acompañan un ritmo acelerado de desarrollo. El optimista verá a toda costa en la historia de hoy un proceso de liberación de la esclavitud. Este proceso real tendrá sus costos… Y, por otra parte, la moral o religión que están hoy en crisis, ¿eran algo distinto de una moral o de una religión hipócrita y aparente? No sé cuántas veces he leído estas frases o dichos similares. Preveo ciertamente la objeción: si en la sociedad tecnológica no existe la persecución religiosa y se respeta la libertad y la democracia; si el proceso de afirmación de este nuevo tipo de civilización es irreversible, entonces quien dice que esto es esencialmente anticristiano está obligado por la lógica a reconocer que el cristianismo está destinado a morir. El que es verdaderamente cristiano debe pensar que, por fuertes que puedan parecer estas objeciones, sin embargo, no son insuperables; y mantener la tesis de que la civilización tecnológica se puede espiritualizar desde el interior, aunque la forma sea verdaderamente difícil y la tarea ciertamente ardua. El católico encuentra en su fe la fuerza contra la desesperación, por muy fuertes que sean las tentaciones desesperadas. Hace un siglo, catolicismo y principio de libertad, catolicismo y democracia aparecían como realidades inconciliables; y los discursos reaccionarios de entonces no tenían menor fuerza aparente que la de los críticos de la realidad de hoy.

Tecnología y religión

Pero veamos: aparentemente la civilización tecnológica deja abierto un puesto a la religión, en el sentido de que distingue entre lo verificable y lo inverificable. Por una parte, la zona de lo profano; por otra, la de lo sacro. Y alguno añadirá que esto significa una purificación de lo sacro, en el sentido de que se quita cualquier mezcla con lo profano. Pero, ¡atención!, de hecho, en la conciencia común de la civilización tecnológica lo verificable será lo real; lo inverificable, ilusión subjetiva. Aun suponiendo una postura más moderada, la religión se reduciría a su función vitalizadora. Con esto se pondría en el mismo plano que la droga; y no es de ninguna manera cierto que, considerada bajo este aspecto, sea la más eficaz. Personalmente pienso que en esta subordinación del aspecto de verdad de las religiones al de fuerza vitalizadora, lo que importa, entre otras cosas, es que sus afirmaciones metafísicas y sus dogmas no se consideran más que como símbolos y se juzguen no en su verdad, sino en si son aptos para ejercer esta función estimulante, lo que es la esencia de la blasfemia.

La radical oposición, sin mediación posible, destruye toda comunicación entre aquellos que aún se encuentran en los viejos valores y los defensores de los «nuevos». Los fieles a los primeros serán socialmente los excluidos, en los límites en que querrán modelar rigurosamente las propias valoraciones y la propia vida conforme a la verdad en que creen; el rechazo total del escándalo y, en los más moderados, la falsa piedad por el pecador caracterizan esta sociedad instruida. Falsa piedad: porque no es la piedad para el que es consciente de su pecado y de la miseria de su estado, sino al contrario. Serán, pues, estos últimos fieles, considerados como los pertenecientes a una raza moral inferior, destinada a desaparecer. No es exagerado decirlo: serán, por este abandono, los «pobres» de mañana cuando la opulencia haya acabado con la miseria.

No se podrá hablar verdaderamente ni de libertad ni de democracia: a este respecto, la «mitificación», usemos el término marxista, alcanzará verdaderamente el punto último. Porque si no se da ninguna comunicación ideal entre los individuos y si todo individuo es visto por el otro únicamente como instrumento de la propia realización, ¿de qué orden se podrá hablar si no es del de la recíproca esclavitud o de la esclavitud universal? El que los esclavos gocen materialmente del bienestar tiene muy poca importancia.

Fin de la religión, de la libertad y de la democracia, que será también el fin de Europa: porque el principio sobre el que ha surgido la civilización europea es el de un mundo de verdades universales y eternas, de las que todos los hombres participan. El principio del Logos, en otras palabras, del que es la antítesis exacta la reducción de la idea a instrumento de producción y de organización. Si se ahonda todo gran problema político de hoy, en cada uno se encontrará la misma contraposición entre el primado de la verdad y el primado de la vida.

La herejía tecnológica

Esta conexión de ruinas abriría unas perspectivas espantosas sobre el futuro próximo si realmente el proceso hacia la civilización tecnológica se presentase como irreversible.

¿Pero esto es verdad? Se debe recordar aquí la consideración hecha sobre la diferencia entre el desarrollo tecnológico y la sociedad tecnológica. Pese a las apariencias contrarias, las raíces de la mentalidad tecnológica no están en el desarrollo técnico, sino en una desviación religiosa. Y nunca, a mi juicio, se insistirá bastante sobre el punto del carácter, sobre todo religioso, de la crisis de nuestro siglo.

A mi modo de ver, el ideal de la civilización tecnológica no es otro que el de la última forma, completamente laicizada, de la herejía milenarista. ¿Cuál es la esencia de esta herejía? Esta: la idea de que suceda temporalmente la ciudad de la paz y de la felicidad universal a una ciudad degenerada que ha alcanzado el último grado de injusticia y barbarie. ¿Cuándo se da?: en los momentos trágicos de la historia; piénsese, como antecedente lejano, en Tomas Münzer y en los anabaptistas en los tiempos de la reforma protestante, o en el profetismo social que acompaña a la Revolución Francesa. Que después toda herejía se caracterice por un proceso de laicización o por una pérdida progresiva del espíritu religioso original, esto es lo que la historia atestigua. En todo caso pertenece al milenarismo la idea de lo absolutamente nuevo y la destrucción de todo lo que, con respecto a las actitudes morales, le ha precedido.

La idea de que la revolución rusa es la hija de la Primera Guerra Mundial es común. Es decir, la Primera Guerra Mundial ha dado lugar a un renacimiento del milenarismo con el comunismo. La Segunda, y el decenio que la precede, tiene un nuevo resurgir, en la fe del poder liberador de la técnica. Los horrores de la segunda guerra mundial dieron lugar a la impresión del desencadenamiento de fuerzas demoníacas, y a que con el nazismo y con el fascismo se aniquilase una civilización entera, la europea, que se había convertido ya en una nueva Babilonia. Lo absolutamente nuevo no podía presentarse como el comunismo, porque conservaba aún aspectos, aunque fuera en forma de antítesis, conexos con una civilización que la guerra había justamente destruido.

Conclusión

Pero si esto es verdad, la visión en torno a la situación presente se debe modificar del todo. Porque no es el progreso de la ciencia lo que lleva al antitradicionalismo, a la supresión de los tabúes, a la desaparición del misterio, a la desmitificación, es decir, a sus formas de justificación refleja, desde las más elementales a las más cultas. La verdad es precisamente lo contrario: es la idea milenarista de una ruptura radical en la historia a través del paso a un tipo de civilización radicalmente nueva que lleva a la crítica de la tradición y a lo que de esto se sigue. Ahora no hay más que un solo medio para criticar al milenarismo: la referencia a una verdadera conciencia histórica. Si el joven de hoy se siente tan lejano y tan separado de la tradición es porque se le ha suministrado una versión demoníaca de la historia presente: por esto ha permanecido obsesionado por el mito de un acontecer absolutamente feliz, mito que no se explica, en la práctica, más que con la negación de todos los valores del pasado, de los valores que en realidad no tienen nada que ver con la ciencia. Establecer una visión verdaderamente histórica del pasado próximo, de manera que se pueda hacer ver cómo sobre el mito de la novedad han surgido sus horrores, será el primer paso para una verdadera desmitificación, de tal manera que alcance el proceso por el que se ha constituido el falso ídolo de la civilización tecnológica.


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