Esta iglesia es un templo dedicado a la Natividad. Como obra de arte, pretende hacernos llegar la invitación del ángel, que primero se hizo a los pastores. No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy… un salvador que es el Cristo Señor…" (Lc. 2, 10s). 

Nada más penetrar en la basílica de Santa María la Mayor dejando atrás las ruidosas calles de Roma, me viene a la memoria la invitación del salmista: "Callad y mirad" /Sal. 46.10). Siempre que no sea precisamente verano, cuando multitudes de turistas recorren de prisa la iglesia convirtiéndola también en una especie de calle, de la misteriosa penumbra de este espacio llega una incitación a guardar silencio, al recogimiento y a la contemplación, invitación que la algarabía de lo cotidiano, como por sí sola, consigue convertir en insignificante. Es como si la oración de los siglos hubiera permanecido presente con el único objetivo de ponernos en camino. Los ámbitos más silenciosos del alma. Que de otro modo quedan empujados a un lado por el torbellino de las preocupaciones y cotidianidades, se ven liberados cuando nos abandonamos al ritmo de esta casa de Dios y al de su mensaje.

Pero ¿cuál es dicho mensaje? Quien hace tal pregunta ya se encuentra, sin duda, en peligro de eludir la llamada especial que podría llegarle en este lugar. Ese mensaje no se puede transformar en una entrada de diccionario a la que se pudiera recurrir rápidamente. Propio de él es la exigencia de salir del fuego cruzado de los interrogatorios; en lugar de eso, nos llama a una permanencia en la que la escucha y la visión del corazón despiertan: a una permanencia que conduce más allá de lo que se coge rápidamente para a continuación volverlo a tirar. De ahí que -en lugar de darle a usted una respuesta con fórmulas y conceptos- yo prefiera invitarle a observar conmigo dos imágenes de esta iglesia y a dejar que, en su permanencia personal ante ellas, le digan lo que las palabras sólo deficientemente pueden traducir.

En primer lugar, se da allí un hecho muy curioso. Esta iglesia es un templo dedicado a la Natividad. Como obra de arte, pretende hacernos llegar la invitación del ángel, que primero se hizo a los pastores. No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy… un salvador que es el Cristo Señor…" (Lc. 2, 10s). Pero, al mismo tiempo, esta casa de Dios quisiera introducirnos en la respuesta de los pastores: "Vayamos… y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado" (Lc. 1, 15). Así, sería de esperar que la imagen de la Nochebuena fuera centro de este lugar y de sus caminos. De hecho es así; pero, al mismo tiempo, no lo es.

Los mosaicos de ambos lados de la nave de la iglesia explican, por decirlo así, toda la Historia como una procesión de la Humanidad hasta el redentor. En el centro, sobre el arco triunfal, en el punto de llegada de los caminos, en el que debería estar representado el nacimiento de Cristo, se encuentra en cambio sólo un trono vacío y, sobre él, una corona, un manto imperial y la cruz; sobre el escabel se encuentra a modo de cojín, la Historia, sellada con siete cordeles rojos. El trono vacío, la cruz y, a sus pies, la Historia; ésta es la imagen navideña de esta iglesia, que ha querido ser, y quiere seguir siéndolo, el Belén de Roma. ¿Por qué exactamente? Si queremos entender el mensaje de la imagen, debemos recordar primero que el arco triunfal está sobre la cripta, que originalmente fue construida como reproducción de la cueva de Belén en la que Cristo vino al mundo. Aquí se ha venerado también hasta hoy la reliquia que, para la tradición, pasa por ser el pesebre de Belén. De este modo, la procesión de la Historia, toda la pompa de los mosaicos se ve precipitada a la cueva, al portal; las imágenes caen a la realidad. El trono está vacío, porque el Señor ha descendido al portal. El mosaico central, hacia el que todo se dirige, es, por decirlo así, sólo la mano que se nos tiende para descubrir el salto de las imágenes a la realidad. El ritmo del espacio nos arrastra a un súbito cambio radical cuando, del mundo esplendoroso de las alturas más altas del arte antiguo, en los mosaicos, nos empuja inmediatamente a las profundidades de la cueva, del portal. A lo que quiere conducirnos es al paso de la estética religiosa, al acto de fe.

El guardar silencio en este edificio multisecular, el quedar emocionado por la belleza y grandiosidad de sus vistas, el tocar, lleno de presentimientos, lo grande, lo totalmente otro, lo eterno; esto es lo primero que el contacto con esta iglesia nos regala, y es algo elevado y noble de lo que precisamente hoy estamos necesitados. Pero esto no es todo. No dejaría de ser un hermoso sueño, un sentimiento pasajero sin compromiso, y, por tanto, sin fuerza, si no nos dejáramos llevar al paso siguiente: al sí de la fe. Sólo en ella se produce definitivamente el paso a la realidad. Sólo entonces se pondrá de manifiesto todavía algo más: la cueva no está vacía. Su verdadero contenido no es la reliquia que se conserva como el pesebre de Belén. Su verdadero contenido es la misa de media noche del nacimiento de Cristo. Sólo en ella llegamos junto a la imagen navideña, que ya no es una imagen. Sólo cuando nos dejamos guiar hasta allí por el mensaje de este lugar vuelve a ser verdad una vez más, de forma completamente nueva: Hoy os ha nacido el Salvador. Sí, hoy realmente.

Con tales pensamientos podemos volvernos a otra imagen de Santa María la Mayor que me gustaría presentarle brevemente: a la antiquísima imagen de María que se conserva en la capilla de Borghese bajo la advocación de "Salus populi Romani". Para entender su interpelación al visitante, a nosotros, debemos recordar una vez más el mensaje fundamental de este templo. Es una iglesia de la Natividad, hemos dicho, construida, como cáscara, por decirlo así, en torno al portal de Belén, que aquí, a su vez, se entiende como imagen del mundo y de la Iglesia de Dios, pero que al mismo tiempo exige la superación de todas las imágenes y de todo lo puramente estético.

Alguien podría objetar que ésta no es una iglesia de la Natividad, por tanto, una iglesia dedicada a Cristo, sino un templo mariano, la primera iglesia dedicada a María en Roma y en todo occidente. Tal objeción indicaría, sin embargo, que quien la formula no ha entendido precisamente lo esencial, tanto de la piedad mariana de la Iglesia, como el misterio de la Navidad. La Navidad tiene en la estructura interna de la fe cristiana un significado de tipo muy particular. No la celebramos lo mismo que se recuerdan los días en que nacieron grandes hombres, porque también nuestra relación con Cristo es muy otra que la admiración por mostrarnos ante los grandes hombres. Lo que en ellos interesa es su obra: los pensamientos que pensaron y escribieron, las obras de arte que crearon y las instituciones que dejaron tras de sí. Esta obra les pertenece y no es la obra de sus madres, que sólo nos interesan en la medida en que de ellas pueda proceder algún elemento que contribuya a la explicación de dicha obra.

Pero Cristo no cuenta para nosotros sólo por su obra, por lo que ha hecho, sino ante todo por lo que era y por lo que es, en la totalidad de su persona. Cuenta para nosotros de manera distinta que cualquier otro hombre, porque no es simplemente hombre. Cuenta, porque en él tierra y cielo se tocan, y así en él Dios se hace para nosotros tangible en cuanto hombre. Los padres de la Iglesia han llamado a María la tierra santa de la que él fue formado en cuanto hombre, y lo maravilloso es que, en Cristo, Dios permanece para siempre unido a esta tierra. Agustín expresó en una ocasión este mismo pensamiento de la siguiente manera: Cristo no quiso un padre humano, para mantener visible su filiación respecto a Dios, pero quiso una madre humana: "Quiso aceptar en él el género masculino, y se dignó honrar el femenino en su madre… Si Cristo hombre hubiera aparecido sin recomendación del género de las mujeres, éstas tendrían que desesperar de sí… Pero él honró ambos, encomendó ambos, asumió ambos. Nació de la mujer. No desesperéis, hombres: Cristo se dignó ser hombre. No desesperéis, mujeres. Cristo se dignó nacer de la mujer. Ambos géneros colaboran para la salvación, se trate de lo masculino o se trate de lo femenino: en la fe no hay ni hombre ni mujer".

Expresémoslo una vez más de otra manera: en el drama de la salvación, no es que María tuviera que desempeñar un papel para después hacer mutis, como alguien cuyo párrafo ha concluido. La humanación a partir de la mujer no es un papel que tras breve tiempo quede concluido, sino el estar permanente de Dios con la tierra, con el hombre, con nosotros que somos tierra. De ahí que la fiesta de Navidad sea a la vez una fiesta de María y una fiesta de Cristo y por eso una auténtica iglesia dedicada a la navidad debe ser un templo mariano. Con tales pensamientos debiéramos contemplar la antiquísima y misteriosa imagen que los romanos llaman Salus populi Romani. Según la tradición, es la imagen que Gregorio Magno llevó en procesión por las calles de Roma el año 590, cuando la peste atormentaba a la ciudad. Al término de la procesión cesó la epidemia. Roma recobró de nuevo la salud. El nombre de la imagen quiere decirnos: en él puede Roma, por él pueden los hombres, sanar continuamente. Desde esta figura a la vez juvenil y venerable, desde sus ojos sabios y bondadosos, nos mira la bondad maternal de Dios. "Como uno a quien su madre le consuela, así yo os consolaré", nos dice Dios a través del profeta Isaías (66.13).El consuelo maternal revela plenamente a Dios preferentemente a través de las madres, a través de su madre. ¿Y a quién podría extrañarle? Ante esta imagen se desprende de nosotros la fatuidad: se diluyen las crispaciones de nuestra soberbia, el miedo ante el sentimiento y todo lo que nos hace enfermar por dentro. La depresión y la desesperación se apoyan sobre el hecho de que el ámbito de los sentimientos se desordena o falla completamente. Ya no vemos lo que hay de cálido, consolador, bueno y salvador en el mundo -todo lo que podemos percibir únicamente con el corazón-. En la frialdad de un conocimiento al que se le ha privado de su raíz, el mundo se vuelve desesperación. De ahí que la aceptación de esta imagen sane. Nos devuelve la tierra de la fe y de la condición humana, siempre y cuando aceptemos desde dentro su lenguaje, no nos cerremos a él.

El concierto del arco triunfal y la cueva no enseñan el camino de la estética a la fe, hemos dicho. La transición a esta imagen nos puede llevar aún un paso más allá. Nos ayuda a desligar la fe del esfuerzo de la voluntad y del entendimiento y a situarla de nuevo en la totalidad de nuestro ser. Nos regala de nuevo la estética de manera nueva y mayor, si hemos seguido la llama del redentor, también podemos percibir de forma nueva el lenguaje de la tierra, que él mismo ha asumido. Podemos abrirnos a la cercanía de la madre sin temor a falsos sentimentalismos y sin miedo a caer en lo mítico. Todo esto se vuelve mítico y enfermizo sólo cuando lo desgajamos del contexto global del misterio de Cristo. Entonces, lo empujado a un lado regresa como esoterismo en formas embrolladas cuya promesa es vacía e ilusoria. En la imagen de la madre del redentor aparece el verdadero consuelo. Dios está, también hoy, tan cerca de nosotros, que podemos tocarlo. Si en la permanencia contemplativa en esta iglesia interiorizamos este consuelo, su mensaje habrá penetrado, salvífico y transformador, en nosotros.


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