Ciclo de catequesis - Jubileo 2025. Jesucristo, nuestra esperanza. IV. La resurrección de Cristo y los retos del mundo actual 3. La Pascua da esperanza a la vida cotidiana.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos!
La Pascua de Jesús es un evento que no pertenece a un pasado lejano, ya sedimentado en la tradición, como tantos otros episodios de la historia humana. La Iglesia nos enseña a hacer memoria actualizante de la Resurrección todos los años en el domingo de Pascua y todos los días en la celebración eucarística, durante la que se realiza de modo pleno la promesa del Señor resucitado: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20).
Por eso, el misterio pascual constituye el eje de la vida del cristiano en torno al cual giran todos los demás eventos. Podemos decir entonces, sin irenismo o sentimentalismo, que todos los días es Pascua. ¿De qué modo?
Vivimos cada hora muchas experiencias diversas: dolor, sufrimiento, tristeza, entrelazadas con alegría, estupor, serenidad. Pero, en cada situación, el corazón humano anhela la plenitud, una felicidad profunda. Una gran filósofa del s. XX, Santa Teresa Benedicta de la Cruz -cuyo nombre secular fue Edith Stein-, que tanto profundizó en el misterio de la persona humana, nos recuerda este dinamismo de búsqueda constante de la plenitud. «El ser humano -escribe- anhela siempre volver a recibir el don de la existencia, para poder alcanzar lo que el instante le da y, al mismo tiempo, le quita» (Ser infinito y ser eterno. Intento de un ascenso al sentido del ser). Estamos inmersos en el límite, pero también tendemos a superarlo.
El anuncio pascual es la noticia más hermosa, alegre y conmovedora que jamás ha resonado en el curso de la historia. Es el “Evangelio” por excelencia, que atestigua la victoria del amor sobre el pecado y de la vida sobre la muerte, y por eso es el único capaz de saciar la demanda de sentido que inquieta nuestra mente y nuestro corazón. El ser humano está animado por un movimiento interior, propende hacia un más allá que le atrae constantemente. Ninguna realidad contingente le satisface. Tendemos al infinito y a lo eterno. Esto contrasta con la experiencia de la muerte, anticipada por los sufrimientos, las pérdidas, los fracasos. De la muerte «nullu homo vivente po skampare» (ningún hombre viviente puede escapar), canta San Francisco de Asís (cfr. Cántico del hermano sol).
Todo cambia gracias a aquella mañana en la que las mujeres que habían ido al sepulcro para ungir el cuerpo del Señor lo encuentran vacío. La pregunta de los Magos de Oriente en Jerusalén («¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?», Mt 2,1-2) halla la respuesta definitiva en las palabras del misterioso joven vestido de blanco que habla a las mujeres en el alba pascual: «¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado» (Mc 16,6).
Desde esa mañana hasta hoy, cada día, Jesús posee también este título: el Viviente, como Él mismo se presenta en el Apocalipsis: «Yo soy el Primero y el Último, el Viviente; estuve muerto, pero ahora vivo para siempre» (Ap 1,17-18). Y en Él tenemos la seguridad de poder encontrar perennemente la estrella polar hacia la que dirigir nuestra vida de aparente caos, marcada por hechos que, a menudo, nos parecen confusos, inaceptables, incomprensibles: el mal, en sus múltiples facetas; el sufrimiento, la muerte: eventos que nos afectan a todos y cada uno. Meditando el misterio de la Resurrección, encontramos respuesta a nuestra sed de sentido.
Ante nuestra frágil humanidad, el anuncio pascual se convierte en cura y sanación, alimenta la esperanza frente a los desafíos alarmantes que la vida nos pone por delante cada día a nivel personal y planetario. Desde la perspectiva de la Pascua, la Via Crucis se transfigura en Via Lucis. Necesitamos saborear y meditar la alegría después del dolor, reatravesando con esta nueva luz todas las etapas que precedieron la Resurrección.
La Pascua no elimina la cruz, sino que la vence en el duelo prodigioso que ha cambiado la historia humana. También nuestro tiempo, marcado por tantas cruces, invoca el alba de la esperanza pascual.
La Resurrección de Cristo no es una idea, una teoría, sino el Acontecimento que fundamenta la fe. Él, el Resucitado, nos lo recuerda siempre mediante el Espíritu Santo, para que podamos ser sus testigos también allí donde la historia humana no ve luz en el horizonte. La esperanza pascual no defrauda. Creer verdaderamente en la Pascua en el camino cotidiano significa revolucionar nuestra vida, ser transformados para transformar el mundo con la fuerza suave y valiente de la esperanza cristiana.
Fuente: La Santa Sede
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