Los autores proponen la necesidad de reencauzar el quehacer médico tomando en consideración conceptos como la “antropología trascendental” y el “nudo vital”, que apuntan a comprender a la persona como un todo: ser creado con un propósito.
* Carlos Quintana Villar es profesor emérito de la Facultad de Medicina de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Universidad de los Andes (Chile). M. Soledad Quintana Villar es abogada, profesora de Filosofía y Castellano, licenciada en Filosofía y Educación con mención en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso y académica de la misma universidad. Francisco Javier Larraín es doctor en Medicina y Cirugía por la Universidad de Navarra y doctor en Filosofía eclesiástica por la Universidad de Roma. Alex Wolf Zabalaga es bachiller en Medicina por la Universidad de los Andes (Chile) y licenciado en Medicina por la Universidad Finis Terrae. Úrsula Hempel Wyneken es doctora en Neurociencia por la Universidad de los Andes (Chile).
Con este trabajo nos proponemos demostrar el ineludible vínculo entre la manifestación física de una enfermedad y el estado mental y espiritual del paciente. Vinculación que debe descubrir el médico, cuya vocación es la de convertirse en un sanador, apoyado en la ciencia y arte de la medicina. Para ello comenzaremos desde el principio: ¿cómo empezó a introducirse el pensamiento científico en la profesión médica?
El primer intento fue la magia; por tanto, los médicos, en los albores del tiempo, podían ser llamados, también, magos. ¿Cuál fue el legado de esta primera etapa? La voz y los gestos del médico. La medicina practicada por los magos solía considerar no solo el cuerpo físico, sino también el estado mental y espiritual del paciente, estableciendo las bases de lo que hoy conocemos como medicina holística. Al respecto, es pertinente recordar al gran fisiólogo norteamericano formado en Alemania Walter Cannon (1871-1945), quien escribió un artículo científico llamado “La muerte vudú” [1], en el que muestra el poder que tiene la voz del médico. Su artículo es significativo porque estudia cómo factores psicológicos afectan la salud física, destacando el poderoso impacto que la mente puede tener sobre el cuerpo.
Si hablamos de los inicios, no podemos dejar de mencionar a Hipócrates, considerado el padre de la medicina como ciencia y como arte, quien estimaba que el médico debía ser una persona con sólidos principios éticos, lo que se refleja en el juramento hipocrático que, hasta el día de hoy, realizan los futuros médicos.
Siglos después, en una de las últimas obras de Tomás Moro, Diálogo de la fortaleza contra la tribulación (1534) –escrita durante su largo arresto en la Torre de Londres–, se plasma el horror experimentado por un joven húngaro y su tío enfermo, respecto de la invasión de los turcos. Hemos querido rescatar una cita de esta obra, atingente a nuestro tema:
Nadie se extrañe de que a una persona con un sufrimiento moral-religioso le recetaría consultar un médico para el cuerpo. Dado que el alma y el cuerpo están tan estrechamente entrelazados y unidos el uno con el otro, de forma que los dos constituyen junto con su espíritu a una persona, el desorden en uno de ellos conlleva con frecuencia la destrucción de ellos. Por eso también aconsejaría a una persona con una enfermedad corporal que se confesara, arrepintiéndose de sus culpas y buscara curación para su alma gracias a un buen médico espiritual. Esto no sólo es bueno para el caso de peligro vital resultante por ejemplo de un empeoramiento de la enfermedad, no supuesto al principio; sino que la reparación que de ahí procede y la gracia divina que con ello aumenta, también son buenas para el cuerpo. [2]
El Dr. Peter Berglar [3] añade a esta cita: “Así escribía Tomás cuatrocientos años antes de que se empezara a tomar en serio la medicina psicosomática”. Sin duda, Tomás Moro es de los primeros autores que relacionan la enfermedad corporal con la enfermedad del alma.
Fue este el inicio del balbuceo de la unión del alma, espíritu y cuerpo humano y su relación con la enfermedad y la muerte, que los separa. Al respecto, el gran teólogo Romano Guardini, en su obra El Señor [4] se pregunta si el espíritu humano, llamado también persona, puede enfermarse, y se responde de manera enfáticamente afirmativa, agregando que la enfermedad se trataría de una falta en la verdad del enfermo o del paciente. Por consiguiente, la verdad, que es un trascendental de la metafísica, es esencial para mantener la salud espiritual del hombre.
Posteriormente, la medicina tomó un rumbo distinto con la obra de René Descartes [5], quien separa el alma –res cogitans– del cuerpo –res extensa–, derivando, así, en una medicina que más y más apunta a una ciencia con acento en la técnica, en la que estamos inmersos en la actualidad, enriqueciéndose el método científico analítico. No podemos negar el avance notable que ha tenido la medicina gracias a esta postura científica.
No obstante, Jorge Peña [6] señala que, en la cultura occidental, reina una gran disyunción, desde el siglo XVII, sometiendo a las leyes deterministas y mecanicistas de la ciencia, el cuerpo y el cerebro; mientras que lo referente al espíritu se remite a la filosofía y las humanidades. De modo que se libra una batalla entre espíritu y cerebro, pudiendo quedar subordinado uno respecto del otro.
Tal como señala Besio [7], la medicina es una technê, un arte, por su orientación hacia la producción de un efecto u objeto, que cuenta con un sistema práctico –semiología– y basado en un método propio capaz de dar sustento a su actividad: la medicina basada en la evidencia científica.
Cuando se ingresa al estudio de la medicina se piensa que es una carrera científica, pero es, asimismo, un arte; arte cuyo objeto es obtener un efecto sanador, con metodología propia, basado en evidencia científica, que es enseñable y transmisible por maestros. Este arte requiere de las virtudes de la sabiduría y prudencia. La primera, tal como señala Cristóbal Orrego [8], implica conocer las cosas y la explicación de ellas por sus causas más profundas, y la segunda complementa la primera. En efecto, el médico no solo debe conocer su oficio, sino, además, practicarlo con prudencia; en otras palabras, proceder con sabiduría práctica. Esta última es el conocimiento de los principios que orientan la acción –sindéresis– y la determinación de la acción más adecuada según las circunstancias. Es por ello que en la educación del médico se requiere de formación en filosofía y ética, para que su quehacer sea un éxito y no atente contra su propio objeto, que es la sanación del hombre.
Orrego agrega: “una persona que quiere estar siempre en la verdad en las cosas contingentes debe informarse sobre ellas de manera continua, porque, si cambian las circunstancias, quizá tiene que cambiar su opinión, en la medida en que el cambio sea relevante” [9]. Esto invita al médico a investigar y nutrirse de conocimiento actualizado y dar cierta laxitud a la estructura del pensar al abordar un caso clínico, pues “no basta con el conocimiento de las causas y los principios necesarios, sino que necesitamos adaptar de forma continua nuestro juicio a las circunstancias” [10].
Necesidad de la “antropología trascendental”
En el último tiempo, ha surgido con fuerza y claridad la importancia que tiene la antropología filosófica en las ciencias. Leonardo Polo, filósofo español conocido por su contribución al pensamiento contemporáneo y su desarrollo de la teoría del “abandono del límite mental”, la cual describe en su obra Antropología Trascendental [11], señala que el hombre está constituido por lo que él denomina capas. Entre ellas, distingue el cuerpo y el alma, siendo la más baja el cuerpo, que es sujeto de numerosas enfermedades, mientras el alma vivifica al cuerpo y domina la razón y la voluntad.
Polo se refiere a la sindéresis, que viene a ser el sustento inmaterial del carácter del hombre, cuya importancia, entre otras, radica en que configura la somatización de la enfermedad. Al respecto, cabe destacar que, hace ya más de medio siglo, el psiquiatra chileno Manuel Quintana Villar [12] señaló justamente que es el carácter el que determina la forma como se manifiesta somáticamente la enfermedad.
En la persona humana se encuentran diversas dimensiones, ya lo hemos anunciado: el alma, con sus potencias o facultades; el cuerpo, con sus cromosomas y genes, heredados de los padres, y el espíritu, obra directa del Creador en el momento de la concepción del cigoto humano. Por eso, todas las personas son distintas y tienen una misión que cumplir diferente e insustituible. Cada persona es creada por Alguien –Dios– y para algo. El médico debe considerar a cada paciente como una persona, respetando cada una de sus dimensiones. Es necesario, entonces, que la medicina actual se impregne de la antropología trascendental.
El mal uso de la libertad conlleva un proceso de despersonalización, deshumanización y desnaturalización progresiva. El hombre que no avanza y crece, retrocede. Si no mejora como persona, sufre enfermedades y puede terminar muriendo corporalmente.
En cuanto a la libertad, el ejercicio práctico de la medicina involucra discernimiento constante, existiendo un vínculo entre la libertad, el bien y el mal. Tal como dice Sócrates, “la ignorancia es la causa principal del mal” [13]; por ello, la práctica médica sin verdad confunde al ignorante, atenta contra la libertad, la moral y la ética. Es la verdad la que nos hace libres.
Retornando a nuestro tema, apreciamos que los esfuerzos actuales por evitar la enfermedad no consideran, en general, la totalidad del hombre, pues se centran en medidas materiales como los fármacos o recursos quirúrgicos; en este sentido, el progreso tecnológico de la medicina ha sido notable, pero se echan de menos en la formación médica, reiteramos, los estudios de la antropología trascendental que, creemos, debieran impregnar su preparación.
Las escuelas de medicina actuales han desarrollado centros llamados de educación médica y en ellos emplean actores que manifiestan mediante su actuación diferentes enfermedades. Aunque esto es útil y complementario, la enfermedad no es puramente una manifestación física, sino que hay un núcleo interno que ha sido estudiado y mostrado por el médico radiólogo español Francisco Moya García, creador de una metodología abierta a la trascendencia que hoy cuenta con abundantes seguidores. Su método de curación ha ayudado a un gran número de personas a encontrar sentido a su vida.
El concepto de “nudo vital” y el caso del “colon irritable”
En estas “pinceladas” no puede estar ausente el caso de una enfermedad singular que es una demostración fehaciente de lo postulado por la antropología de hoy, la unidad de cuerpo, alma, espíritu, unidad que conlleva el hecho de que la enfermedad de uno altera indefectiblemente al resto. Así, hay autores, actualmente, que dudan de la existencia del llamado “colon irritable”. Duda que nos parece del todo fundamentada. Al respecto, debemos señalar que, desde sus inicios en la gastroenterología, el Dr. Carlos Quintana Villar, en sus clases, manifestaba dudas acerca de su existencia como patología orgánica.
Estamos de acuerdo con la afirmación de autores recientes: el mal denominado “colon irritable” no sería sino una enfermedad inflamatoria de bajo grado, que se desencadenaría por lo que el eminente médico alemán Viktor von Weizsäcker denominó una “crisis biográfica”.
En la actualidad, ha evolucionado este concepto. El ya nombrado médico español Francisco Moya llama al desencadenamiento de enfermedades como esta “el desarrollo de un nudo vital”, en el que lo psico-espiritual daña lo corporal.
Dado que en la vida de la persona humana pueden coexistir muchos nudos vitales, se incrementan, entonces, los signos y síntomas de la enfermedad.
Moya denomina su tratamiento “palingenesia”, es decir, nacer de nuevo, aludiendo a un “volver atrás”, esto es, a un regreso al acontecimiento que produjo el daño, pues los nudos vitales pueden haberse originado y desarrollado, incluso, en la vida intrauterina. A vía ejemplar, el sufrimiento de una madre gestante puede causar un nudo vital en la criatura que lleva en su vientre.
Es importante resaltar que el año 1990 se descubrió que las células de los organismos vivos producen normalmente pequeñas vesículas que miden varios nanómetros, los exosemas. Ahora bien, cuando hay una crisis biográfica o se desarrolla un nudo vital, el cerebro produce estos elementos anormales, que dañan la inmunología del paciente, lo que desencadena una enfermedad autoinmune, entre las cuales podría estar el caso de una enfermedad inflamatoria intestinal.
Por tanto, el tratamiento que considera solo los elementos físicos de la enfermedad es insuficiente, pues el cerebro del paciente está, asimismo, alterado, requiriéndose entonces un tratamiento psicológico, psiquiátrico y espiritual. No es éticamente aceptable silenciar la enfermedad mediante fármacos. Se requiere, en suma, hacerse cargo de la crisis biográfica que la originó o, usando la terminología de Moya, desamarrar el nudo vital que lo inició.
De no tratar la causa profunda de la enfermedad, de ignorar la crisis o el nudo, el paciente queda expuesto a sufrir nuevamente esta enfermedad u otra, pues la causa no se ha tratado.
Terminaremos estas ref lexiones enfatizando y reiterando el hecho de que todo hombre tiene una misión única e insustituible; de ahí que si falla en su cumplimiento, no solo pierde él, como persona, sino la humanidad como conjunto. Cabe inferir, entonces, la gravedad que conlleva un aborto. Sus consecuencias no solo son sufridas por aquel ser que no llegó a nacer, sino también por toda la humanidad. La medicina debiese impregnarse de la antropología trascendental, que va más allá de la naturaleza corporal y psíquica de cada ser humano, reconociendo a este como miembro de la comunidad humana, unido a la sociedad toda.*
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