El problema de la libertad ofrece la siguiente paradoja: la existencia es siempre una existencia ligada, existimos gracias a otro, y por lo tanto, la experiencia originaria es para todos aquella del que recibe algo, en particular la vida, su atención y sus cuidados. Este vínculo primordial coloca la vida de cada cual en el plano de la dependencia respecto de otros, y más propiamente de la indigencia, vale decir, del que no puede valerse por sí mismo, del que nada tiene para dar a cambio de la atención y solicitud recibida. ¿Qué puede significar entonces la libertad en este contexto radical de dependencia e indigencia originarias? El pensamiento moderno se caracteriza por situar la libertad fuera del plano de una existencia que aparece de suyo y originariamente ligada: la existencia es aquello dado con anterioridad a la conciencia y voluntad de los individuos, y corno tal la esfera que es preciso trascender y superar para conseguir una vida auténticamente libre. Lo dado adquiere el sentido de lo natural, de lo que existe por sí mismo y no es obra del hombre (corno en francés donde "donnée" significa el "hecho" o el" dato" en su existencia pura y desnudamente objetiva). La existencia aparece efectivamente corno un factum, algo que no he decidido y que tiene, por ello, la misma consistencia de las cosas de la naturaleza. El pensamiento moderno ha retomado la tradición griega que desliga la naturaleza (phisei) de toda referencia a un creador y concibe la existencia como un hecho sujeto a relaciones puramente objetivas (leyes de causalidad). Lo dado pierde entonces su significado original y literal de lo donado, vale decir, de aquello que ha sido dado por alguien, y se identifica simplemente con la objetividad de las cosas naturales.

Este significado subsiste, no obstante, en una segunda modalidad de concebir la existencia dada: en este caso, lo dado ya no aparece corno fuente de determinación (aquello que no ha sido fruto de una elección), sino como fuente de obligación (aquello que compromete la posibilidad ulterior de decidir). Puesto que debernos la existencia a otros, contraemos inmediata e inexorablemente un deber respecto de aquellos que nos la han dado. La existencia, precisamente porque nos ha sido dada, aparece corno una existencia a la vez deudora y culpable (en el sentido de la expresión alemana Schuld, que significa a la vez "deuda" y "culpa" y que es el fundamento corno se sabe de la crítica nietzscheana al cristianismo). La existencia, cuya cualidad más propia es aparecer como dada, es pues lo que fatalmente anula la libertad humana: no sólo fuente de determinación, puesto que la existencia es algo que nadie puede poner por sí mismo, y hemos nacido sin elección ni deliberación posible, sino también fuente de obligación, puesto que nadie puede devolver su propia existencia y liberarse de la obligación contraída, Esta indigencia óntica de la existencia humana (lo que originariamente es imposible iniciar o lo que con posterioridad es imposible devolver) ha obligado permanentemente a situar la libertad por encima de ella, y entender su despliegue como una doble tarea de desligar la conciencia y la voluntad de estas condiciones originarias en que emerge la vida.

Es típicamente moderna la hostilidad hacia lo dado al punto de hacer olvidar el potencial de libertad que se encuentra pre­ sente en el don, Lo dado, en efecto, también puede darse bajo la forma de la gratuidad, La gratuidad, que consiste en dar sin esperar nada a cambio y sin comprometer por ello la voluntad de otro, deja intacta la libertad de aquel que ha recibido, En la forma del don gratuito aquello que se recibe deja de ser fuente de obligación, de deuda y de culpa: la deuda desaparece cuando no se exige su reembolso y saca a la existencia del horizonte nietzcheano de la culpabilidad, vale decir, del peso que siente aquel que no puede retribuir lo que se le ha dado, La disposición a dar sin esperar recompensa (gratuidad) exige también la capacidad de recibir sin entregar nada a cambio (gratitud): no es siempre la avaricia o la incapacidad de dar, sino sobre todo la ingratitud o la incapacidad de recibir y de acoger un don gratuito lo que arruina la eficacia liberadora del don, La deuda no desaparece sólo en la intención del donante, sino también en la disposición del que recibe, en su capacidad de acoger aquello que no podrá devolver, y que convierte definitivamente la deuda en algo alegre y ligero y la culpa en algo feliz (como en la doctrina de la "felix culpa" que descubre en la deuda y la dependencia respecto de otros el secreto de la propia libertad) [1], Nadie puede existir sino gracias a otros que le han dado la vida: pero esta determinación óntica no cancela la existencia como espacio de la libertad ni exige remontarse por encima de ella para conseguirla, Por el contrario, ninguna libertad se equipara a aque­ lla que se funda realmente en el acto de dar la vida sin obligaciones ulteriores y en el acto de recibirla sin culpa.

Este acto se encuentra sociológicamente asociado a las relaciones de filiación cuyo fundamento es otra vez el modelo de la indigencia: el hijo es aquel que no puede valerse por sí mi mo y sólo está en condiciones de recibir y aquel que nada tiene para retribuir lo que se le ha dado. Lo propio de la filia­ción, sin embargo, es distinguirse de la servidumbre: el siervo comparte la misma condición de desvalimiento que el hijo, necesita de la protección y cuidado de otro y nada tiene para retribuir esa solicitud, pero el siervo, a diferencia del hijo, paga esta condición menesterosa justamente con su libertad. Lo propio del señorío, en efecto, es la generosidad que endeuda y que obliga, es el don que se pone en la modalidad seca y dura del dominio [2]. En la paternidad, en cambio, se puede reconocer siempre este fondo de gratuidad que hace distinta la filiación de la servidumbre, a veces de un modo menos claro y perceptible (donde la posición que sostiene la diferencia es aquella de la madre), a veces abierta y ejemplarmente declarada (como en la parábola del hijo pródigo en la que el padre se niega tercamente a equiparar a su hijo con alguno de sus servidores). Todavía en la tradición griega, en la que la vida doméstica es entendida casi enteramente como una esfera de necesidad y dominio y en la que la imagen del padre se desprende apenas de la del señorío subsiste, no obstante, esta diferencia, como aparece expresamente en la ética aristotélica: "Hay muchos casos, en efecto, en que es imposible pagar todo lo que se debe; por ejemplo, en la veneración que debemos tener para con los dioses y para con nuestros padres. Nadie puede darles jamás lo que se les debe; pero el que los adora y los venera todo lo posible ha cumplido con su deber. Y así, podrá tolerarse que un padre reniegue de su hijo, pero jamás será permitido que un hijo reniegue de su padre. Cuando se debe es preciso pagar, pero como un hijo no ha podido ni pue­ de dar jamás el equivalente de lo que ha recibido, queda siempre siendo deudor de su padre. Por lo contrario, aquellos a quienes se debe son árbitros siempre de librar a su deudor, y de este derecho usa el padre respecto de su hijo" [3].

La paternidad es un don sin contrapartida: ni la vida dada, ni los desvelos y atenciones que ella exige, pueden ser realmen­ te retribuidos o compensados. El don de la vida es siempre, en este sentido, desmesurado, puesto que se da a quien no está en condiciones de devolver nada de lo dado y a quien probablemente nunca lo estará (y donde no cabe por ello ninguna prenda o garantía que asegure alguna retribución). Por lo demás, ¿cómo podría esperar razonablemente una retribución de aquel que todo lo ha recibido de mí, que no tiene ni tendrá nada, por lo tanto, que no haya yo tenido? La paternidad no puede fundarse ni sostenerse entonces en la modalidad del dar-para-recibir (en el do ut des que sostiene la moral veterotestamentaria que por esto mismo rara vez llama padre a Dios) [4]. El fundamento de la paternidad se encuentra más bien en la modalidad del dar-porque-se ha recibido. El motivo del don en este caso no se encuentra en la recompensa sino en la gratitud: puesto que se ha recibido desmesuradamente, sin atención al mérito, vale decir a lo que se ha dado o a lo que se es capaz de devolver, se da también a éste o a otros del mismo modo y con la misma desmesura. El padre presupone en este sentido al hijo: aquel que ha recibido en abundancia está en condiciones de dar de la misma manera y como nadie ha dejado de ser un hijo y de recibir, por lo tanto, de este modo, nadie está totalmente exento de la capacidad de dar (lo que funda la hipótesis de una naturaleza humana esencialmente buena o también la hipótesis de la imposibilidad de un mal radical). La paternidad aparece entonces como una figura de la retribución, el padre devuelve simplemente lo que se le ha dado y hace con sus hijos lo que han hecho con él: por ello, su posición no es la de aquel que obliga y endeuda a nadie, como tampoco la del que paga una deuda que nadie le ha exigido propiamente pagar.

La paternidad remite al modelo de la caritas que se presenta como la figura más exigente de la gratuidad humana. La cari­tas manda dar también sin esperar recompensa y se valida justamente en aquel que nada tiene para devolver, en la figura del pobre por excelencia (cuyo sentido original es aquel que está desnudo, vale decir, que no tiene prenda que entregar, desnudez por lo demás que es la misma condición originaria del hijo). La exigencia de la caritas radica en la apertura del don hacia el extraño, hacia aquel que no hemos visto nunca y seguramente no veremos nunca más. Es por esto que la caritas encuentra su forma ejemplar en el gesto del buen samaritano que atiende al mismo tiempo a un extranjero, a quien no se ha visto nunca ni del cual no se ha recibido, por consiguiente, ningún bien, y a un moribundo que con toda seguridad no tiene los medios ni tendrá la ocasión de pagar el bien recibido. La exigencia de dar gratuitamente al extraño puede fundarse en esta hermosa homilía de San Juan Crisóstomo: "Aquel que presta desea una hipoteca, una prenda, una caución. ¿Pero cuál podría ser la hipoteca del pobre? El pobre nada tiene. ¿Su prenda? El pobre está desnudo. ¿Su caución? El pobre carece de crédito. Pero Dios se pone entre el pobre y el rico: al pobre se ofrece como garantía y al rico como prenda. ¿Tú no quieres prestarle a este hombre en razón de su miseria? Y bien, préstame a Mí con confianza, que yo responderé por él con todas las riquezas del cielo. Cuando el Hijo del Hombre esté sentado sobre su trono de gloria verás cómo el deudor divino pagará magníficamente su deuda!" [5]

En el marco de una comunidad natural al extraño nunca se le da algo, solamente se le presta y se espera convenientemente la retribución de lo dado ¿Pero qué ocurre cuando este extraño es un pobre que carece de toda posibilidad de retribución? La caritas de San Juan Crisóstomo permite resolver este desamparo y resituar al pobre en la comunidad a través de la retribución divina. Dios es aquel que sostiene a todos los que no pueden pagar, no solamente el que perdona las deudas, sino también el que paga las deudas de otro por su cuenta. La caritas entendida de este modo trasciende sobre todo la relación señorial puesto que impide endeudar al otro que aparece ya liberado o rescatado por Dios (rescatar significa liberar al prisionero, al que ha perdido su libertad ya sea por coacción o por deudas). El fundamento de la dominación señorial -la incapacidad de pagar las deudas que afecta al pobre y lo convierte en siervo- aparece directamente removido por un Dios que rescata y paga por quienes no pueden pagar, de tal manera que deja intacta la libertad del que no tiene. La caritas elude, por lo tanto, la relación de dependencia servil y se distingue claramente de ella, como ocurrió con la institución a la que históricamente se le encomendó esta tarea, la Iglesia, a quien se le privó siempre de las dos facultades señoriales: hacer la guerra y tener siervos.

Esta forma de concebir la caritas se funda todavía en la expectativa de recibir, aunque no sea de aquel a quien se ha dado algo. La caritas se vincula de esta manera con la fe entendida como aquella confianza de que lo dado será retribuido por Dios: en la fórmula de San Juan Crisóstomo no hay caridad sin fe, y al revés, la fe se corrobora necesariamente en el ejercicio de la caridad. ¡El que tenga fe como realmente dice, pues entonces que dé a quien no le puede devolver!, que es el sentido de la sentencia evangélica: "la fe sin obras es fe muerta". Todo esto presupone el contexto del do ut des veterotestamentario que define la actitud natural: se da para recibir y toda donación espera su recompensa. Aquel que da al que no puede devolver da prueba entonces de que espera realmente su recompensa de otro y valida con ello su fe. La gratuidad entre los hombres se hace posible por la promesa de retribución divina. Asimismo el que da gratuitamente certifica su confianza en que será póstumarnente recompensado por Dios y con ello prueba la autenticidad de la fe declarada.

La caritas, sin embargo, al igual que la paternidad, puede ser fundada fuera del contexto del do ut des: ya no en la exigencia de dar-para-recibir, sino en la del dar-porque-se ha recibido, vale decir, en el contexto ya no de la recompensa, sino de la gratitud. También da aquel que ha recibido en abundancia, mucho más de lo que le corresponde, que es la condición justamente del que tiene bienes y riqueza y a quien se reclama privilegiadamente la caridad. Esa parte sobreabundante se define propiamente porque no exige ser devuelta a quien la dio y aparece por ello como una gracia, corno algo que es preciso agradecer pero no devolver. ¿Qué hago entonces con aquello que he recibido y no se me exige devolver? La experiencia de la gratuidad se exige a sí misma en este caso como réplica e inaugura justamente la donación bajo la forma del consejo evangélico: ve y haz con otros aquello que se ha hecho contigo. La caritas, entendida de esta manera, reproduce el modelo de la paternidad que consiste, como se ha visto, en replicar el don recibido, y por ello, se afirma esencialmente en la capacidad de nombrar a Dios como Padre. Dios no es solamente el que paga las deudas contraídas por otros, el que retribuye, sino también el que perdona las deudas, el que da sin exigir la recompensa debida y el que entrega más de lo que cada cual puede devolver. La perfección de la paternidad divina radica, sin embargo, en que Dios da sin haber recibido, mientras que la gratuidad humana aparece siempre motivada y precedida por un don original que alguien inaugura y hace posible.

La caritas se distingue de la paternidad, sin embargo, en que debe vencer sobre todo la obstinación del amor filial que se vuelca sobre aquellos que algo nos han dado y que circunscribe la gratuidad al espacio de los próximos, al tiempo que se cierra frente al extraño, que es aquel del cual nunca nada hemos recibido y, por lo tanto, al que nada debemos propiamente (y respecto del cual pues sólo cabe la actitud del do ut des: dar para recibir algo a cambio). El freno de la caritas, en efecto, ha sido siempre la familia ("la caridad empieza por casa" se dice para contravenir la donación al extraño). En este punto la caritas trasciende una moral particularista, usualmente de cuño familiar, que refiere toda nuestra capacidad de dar a aquellos que nos han dado algo y permite coherentemente ignorar o maltratar .al extraño. Pero así corno Dios asegura que aquel que no puede devolver, devolverá en el futuro, también corrobora que hemos recibido de aquel que nada nos ha dado. De la misma manera como Dios vuelve rico al pobre que nada tiene para devolver, también vuelve próximo al extraño del que nada hemos recibido. La dificultad de la caritas es justamente reconocer esa parte de Dios en aquello que se ha recibido, cosa que requiere igualmente de la fe, puesto que la gracia (lo recibido que no proviene de quien me ha dado) como la retribución divina (lo devuelto que no proviene de aquel a quien le he dado) es la parte invisible del don. La caritas inaugura una relación humana enteramente inédita: la posibilidad de dar a otros sin exigir nada a cambio (que supera la relación señorial en que estuvo inscrita la relación con el pobre) y la posibilidad de dar a quienes nada nos han dado (que extiende el modelo de la paternidad hacia el extraño y el forastero). La caritas no contraviene las reglas de la reciprocidad (se da para recibir o se da porque se ha recibido): sólo que la garantía de esta reciprocidad se encuentra fuera de la comunidad humana, en el Dios cristiano que recompensa por cuenta de los que no pueden devolver y que entrega por cuenta de los que no han podido dar.

La ruptura moderna con esta concepción de la libertad cristiana, cuyos modelos son la paternidad y la caridad, se produce inicialmente con la concepción burguesa del trabajo. Todo el espíritu burgués se concentra en esta expresión : "miseris is malis", que da cuenta de la condición del siervo y del menesteroso que no pueden sostenerse por sí mismos y que entregan por ello su libertad y dignidad en manos de otro. El fundamento de la servidumbre es el acto por el cual se recibe algo que no se está en condiciones de devolver y cuyo pago no obstante se reclama rigurosamente al punto de comprometer la libertad del que ha recibido (todavía hoy aquel que no paga sus deudas es encarcelado y pierde justamente su libertad).

La servidumbre desaparece cuando no se reclama la deuda contraída (caridad), pero también cuando no se hace necesario contraer ninguna deuda (trabajo) o cuando se tiene lo suficiente para pagarla oportunamente (riqueza). El ethos burgués, como se ha dicho muchas veces, se constituye más en el trabajo que en la riqueza: el trabajo elimina la deuda de raíz puesto que permite sostener la vida sin recibir nada de nadie, mientras la riqueza sólo garantiza la posibilidad de devolver lo recibido. La hostilidad burguesa hacia la deuda se realiza plenamente en el trabajo que es aquello que permite situar el acto humano fuera de las obligaciones de recibir y devolver, o sea, fuera del marco de la reciprocidad natural. El trabajo, en efecto, hace posible concebir la libertad como autonomía, como la capacidad de valerse por sí mismo, que implica la posibili­ dad de contar con algo que no se ha recibido ni es necesario por ello mismo entregar a nadie.

Esta figura no es enteramente nueva: el honor, en la ética señorial, era justamente aquello que no se podía recibir de na­ die ni podía traspasarse a ninguno, era lo que dependía única y exclusivamente de cada cual y lo que se conseguía demostrando precisamente valor, o sea, capacidad de valerse por sí mismo, en el campo de batalla. La riqueza, en cambio, estaba incluida en el marco de la reciprocidad que es propia a la vez de economías naturales y familiares, En una economía natural, cuyo fundamento es la tierra, la riqueza siempre se autocomprende como un don, como aquello que se ha recibido por gracia, independientemente del mérito y de la obra de los hombres (que aunque trabajan viven literalmente de lo que la tierra produce). De la riqueza recibida de esta manera no se puede disponer soberanamente, debe ser obligatoriamente devuelta, por lo general, bajo la forma de la ofrenda religiosa y de la herencia. Las economías naturales son por ello economías cúlticas, religiosas; las economías señoriales son patrimoniales: la riqueza circula a través de la herencia y de la dote, que son justamente figuras de lo que se recibe y de lo que se entrega. El nacimiento, el matrimonio y la muerte son acontecimientos específicamente patrimoniales que deciden la apropiación y distribución social de la riqueza. Esta centralidad de la naturaleza, de la herencia y de la dote impidieron por cierto fundar la riqueza en el mérito burgués del trabajo.

La economía burguesa rompe doblemente con el fundamento natural de la riqueza (que alcanzará su culminación en la teoría del valor-trabajo de la economía industrial moderna: toda mercancía adquiere valor por la cantidad de trabajo incorporada en ella) y con el principio de circulación patrimonial (mediante la formación del intercambio mercantil). La autocomprensión de la riqueza como algo que proviene del trabajo humano sólo puede florecer cuando la riqueza se desprende de su origen natural: es el caso del comercio primero, la actividad burguesa por excelencia de los siglos XVI y XVII, que agrega valor a las cosas por medio del intercambio; y definitivamente el de la industria en la que el trabajo no aparece sólo como agregación, sino como fundamento del valor (las cosas manufacturadas son cosas producidas enteramente por la mano del hombre y de ninguna manera dadas o recibidas de la naturaleza). El trabajo desestabiliza inmediatamente la concepción patrimonial de la riqueza, convirtiendo el patri­monio en propiedad: lo que se recibe por herencia y lo que forzosamente debe entregarse del mismo modo, y específicamente por ello lo que no se puede vender, se convierte en lo que no se ha recibido de nadie porque es fruto del propio esfuerzo, y aquello de lo que se puede disponer, por lo tanto, libremente. La economía burguesa libera con ello a la riqueza de las obligaciones patrimoniales de la herencia (que convino por lo demás a la expansión del intercambio mercantil y decidió la animadversión burguesa hacia las convenciones hereditarias) y de la dote (lo que permitió legitimar el amor romántico).

AvarodeMoliere

La ruptura burguesa con la economía señorial alcanza de lleno a la caritas. ¿Por qué habría de dar, en efecto, aquel que no ha recibido? La dignidad del que se vale por sí mismo, del que ha conseguido lo que posee por medio de su trabajo, lo hace capaz al mismo tiempo de disponer soberanamente de su riqueza. Es la famosa figura de la avaritia burguesa (por ejemplo en El Avaro de Molière) que incluye a aquel que se dispensa de las obligaciones de la herencia y de la dote (la avaricia paternal que funda paradojalmente la filantropía moderna en el sentido de aquel que prefiere favorecer a la sociedad antes que a los hijos) y al que elude, e incl uso, de estima la caridad como ocurrió con el célebre movimiento de internación de pobres y la persecución sis temática de la mendicidad en la s ciudades burguesas el siglo XVII y XVIII). Es precisamente esta avaritia, sin embargo, la que hizo posible el espíritu de ahorro y acumulación, la posibilidad de re­ invertir la riqueza en el proceso de producción, que forma parte de las fortalezas de la economía moderna.

Esta desvalorización burguesa de la caritas es históricamen­te más eficaz que el principio luterano de la "sola fides" , al cual se ha prestado, sin embargo , mucha más atención. La "sola fides" dese stabiliza el otro motivo de la caridad: "dar para recibir". La teoría de la predestinación elimina la posibilidad de la recompen sa divina conforme al mérito o la obra de los hombres, y arrastra en ello a la propia caridad que deja de ser un acto de calificación religiosa. Dios no retribuye los actos de compasión humana: la caritas en el sentido en que la concebía San Juan Crisóstomo desap arece por completo (y sobrevive como filantropía, anclada simplemen te en un sentimiento natural de bondad y amistad con otros). La separación entre fe y obras y la exacerbación luterana de la gracia desmienten aparentemente el espíritu burgués: todo se recibe, nada se merece. Pero el protestantismo arruina también la experiencia de gratuidad originaria con su énfasisen el pecado original que coloca al hombre en el plano de la culpa, vale decir, de una deuda irreparable, que no se puede jamás pagar y que invalida, por lo tanto, cualquier obra hu­mana. Además,como el pecado es original, afecta propiamente a la existencia que deviene entonces una existencia culpable, que nunca puede autocomprenderse como un don. La dignidad burguesa que consiste en deshacersede las deudas a través del trabajo se ha convertido en la dignidad de aquel que no puede desprenderse de la culpa y que trabaja perpetuamente para otro (en la modalidad del trabajo metódico y sistemático para la glorificación de Dios que describe la ética calvinista del trabajo) [6].

caritas

La comprensión burguesa de la libertad como autonomía debe entenderse como contestación del dominio señorial. Es ante todo el combate contra las relaciones de dominio que surgen de la miseria y que definen la condición servil. El modelo de la auto­nomía, sin embargo, puede extenderse desde la esfera de los bienes hacia la esfera de la vida. La deuda que es preciso re­montar en este caso no es solamente la que proviene de una exis­tencia miserable (miseris is malis), sino la que proviene de la existencia misma. Es la propia vida, en tanto ha sido siempre recibida de otro, la que está sellada por la marca indeleble de la dependencia que se transforma en dominio. La libertad, por lo tanto, ya no puede comprenderse sólo como un desafío al señor, sino propiamente como un desafío al padre (como aparece ex­presamente en el psicoanálisis moderno por ejemplo).

La contraposición entre libertad y existencia ha sido formu­lada muchas veces, tal vez de un modo ejemplar, en la tesis sartreana acerca de la imposibilidad ontológica del amor. La existencia, o la conciencia de ser en el mundo, que adviene a través de la mirada del otro, aparece fatalmente en la pers­ pectiva de la caída, la vergüenza y la esclavitud.

"La vergüenza es sentimiento de caída original, no del he­ cho de que haya cometido tal o cual falta, sino simplemente del hecho de que estoy "caído" en el mundo, en medio de las cosas, y que necesito de la mediación ajena para ser lo que soy. El pudor y, en particular, el temor de ser sorprendido en estado de desnudez, no son sino una especificación simbólica de la vergüenza original: el cuerpo simboliza en este caso nuestra objectidad sin defensa. Vestirse es disimular la propia objectidad, es reclamar el derecho de ver sin ser visto, es decir, de ser puro sujeto. Por eso el símbolo bíblico de la caída, después del pecado original, es el hecho de que Adán y Eva "conocen estar desnudos". [7]

SAdanyEva

La mirada sobre el cuerpo desnudo, que es la mirada de Dios sobre sus creaturas, y típicamente la de la madre sobre su hijo, o también la del que da a aquel que no tiene prenda, o sea, vestido alguno, es el canon de la mirada existencial, que apunta únicamente al ser en el mundo de alguien. Esta mirada, sin embargo, usualmente la más íntima y profundamente humana, aparece como el modelo de la mirada objetivante que la libertad solo puede elaborar bajo la forma de la vergüenza y el temor.

“Ser visto me constituye como un ser sin defensa para una libertad que no es la mía. En este sentido podemos considerarnos como ‘esclavos’ en tanto que nos aparecemos a otro” [8]. La libertad sartreana es la capacidad de anonadar la existencia, vale decir, de escapar de la mirada de otro, tarea ciertamente infructuosa que hunde la vida social en el conflicto y la lucha permanentes. La comprensión de la vida fuera del marco de la gratuidad penetra abiertamente la conciencia moderna bajo la forma de una radicalización del concepto de autonomía burguesa, que desborda el ámbito de la propiedad (que condujo a la desvalorización de la caritas), para alcanzar el ámbito de la existencia misma (y que conduce crecientemente a la desvalorización de la familia). La dignidad humana no se arruina en la miseria (“miseris es malis”), sino que en el acto mismo de existir. Como ocurre en la ontología sartreana, se trata de escapar de la mirada del otro, sobre todo de aquella que funda la existencia, asociada arbitrariamente con la mirada señorial que endeuda, obliga y cautiva la libertad humana. La identificación entre paternidad y señorío es una de las claves de esta forma de pensar: ¿acaso el señorío no se constituye justamente en la generosidad del que da algo a quien no puede devolverlo? El secreto del dominio no sería la capacidad de coacción que se puede ejercer sobre otros, sino la capacidad de dar algo a quien no puede retribuir, lo que hace del amor paternal el modelo de todas las relaciones de poder. El don debe ser desenmascarado, por consiguiente, como la realidad última y la técnica más precisa del poder, como ocurre en las teorías de Foucault actualmente en boga: es siempre preferible el suplicio y el castigo expresamente ejecutado antes que las sutilezas del trato humanitario y de la misericordia divina. Es preciso, pues, arrancar la vida del contexto de lo recibido, para disponer de ella soberanamente, como ocurría con la riqueza. ¿Por qué habría de dar, en efecto, aquel que no ha recibido? Quien aprecia la vida, y ya no solamente los bienes, como algo que no ha recibido de otro, puede justificar su derecho a disponer soberanamente, ya no de su riqueza, sino de su existencia misma. La mirada burguesa que se exime de la caritas y de la herencia se extiende, impropia pero coherentemente, hacia la de aquel que se exime de la paternidad (lo que ha conducido a la legitimación moderna del aborto). La dignidad del que se vale por sí mismo se reivindica ahora como la libertad del que existe por sí mismo, radicalizando de este modo la autocomprensión moderna de la libertad como autonomía. La libertad, sin embargo, como se ha dicho tantas veces en la tradición cristiana, pertenece auténticamente a quien ha recibido con amor y al que da con largueza, no al que desliga su vida y sus bienes de otros, sino al que está más profundamente ligado a otros. Solo es libre aquel para quien existir no es una carga, una deuda, ni una vergüenza; aquel —como lo reconocemos ordinariamente— que sobrelleva su existencia con la alegre inocencia del que ha sido mirado con amor.


Notas

[1] Ver Jacques Dewitte, “Il en falfait pas: notes sur le don, la dette et la gratitude”, en L’Obligation de Donner, La Découverte/ M.A.U.S.S., n. 8, 1996.
[2] La servidumbre por deudas se distingue habitualmente de la servidumbre por miedo descrita en la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo.
[3] Aristóteles, Ética a Nicómaco, VIII.
[4] 4 Véase Paul Ricoeur, “La paternité: du fantasme au symbole”, en Le Conflit des Interpretations, Seuil, 1969. También la tradición veterotestamentaria conoce, sin embargo, el jubileo o la fiesta del perdón de las deudas que decide justamente el carácter patriarcal de la sociedad hebrea y su dificultad específica de constituir establemente una tradición señorial como ocurrió en el mundo grecorromano. Pero solo en el Nuevo Testamento la imagen paterna de Dios y la eficacia del perdón deciden el corazón de la experiencia religiosa.
[5] San Juan Crisóstomo, De poenitentia, Homil. VII.
[6] Es preciso por esto distinguir la legitimación burguesa y la legitimación protestante del trabajo que la conocida tesis weberiana sobre el espíritu del capitalismo ha tendido a desdibujar demasiado. El espíritu burgués se identifica más con el liberalismo que con el protestantismo.
[7] J. P. Sartre, El Ser y la Nada, Losada, Buenos Aires, 1972, p. 369.
[8] Ibídem, p. 345.

Sobre el autor

Decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica de Chile y profesor del Departamento de Sociología. Sociólogo de la Pontificia Universidad Católica de Chile. D.E.A. École des Hautes Études en Sciences Sociales, Francia. Ha dedicado su investigación a la Teoría sociológica, Sociología de la cultura, Sociología de la religión y de la familia y Sociología del crimen.


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