Motivado por el tema del impacto de la moral en la economía, el autor viajó desde México a Chile para participar en el seminario “Economics and Catholic Social Thought Conference”, organizado por CREDO, el Lumen Christi Institute y la Pontificia Universidad Católica, entre el 27 de julio y 1 de agosto. En esta crónica, Luis Ávalos reflexiona sobre el significado profundo, desafiante y actual de la Doctrina Social que plantea la Iglesia y que fue discutido en este encuentro internacional. 

* Luis Ávalos Trujillo tiene una maestría en Ciencias en Teoría Económica por el Instituto Tecnológico Autónomo de México y es doctor en Economía por la Universidad de California. Actualmente es Profesor Investigador en la Universidad Anáhuac, México. 

Salí de casa, pero no volví. Quisiera decir que Santiago me cambió, pero es más acertado decir que ha cambiado mi casa. Desde el principio tuve un mal presentimiento, varios colegas insistieron en mi participación en ese congreso, un derroche de energía un tanto inusual. Asistir al congreso sugería un viaje largo, el vuelo a Santiago de Chile desde la Ciudad de México casi siempre requiere una escala y un total de más de diez horas de vuelo. Además, el tema era cuestionable: “La Doctrina Social De La Iglesia”. Así, escrito con mayúsculas, invocando un aire burocrático, como de la burocracia más antigua del mundo. El nombre me traía a la memoria encíclicas de un lenguaje críptico, capaz de enviar a dormir al más insomne. Pero había un par de equívocos: un economista conocido por sus serias investigaciones en economía y comentarios sobre aquella “doctrina social” era uno de los instructores; el congreso era organizado por CREDO, una asociación de economistas católicos; el coste financiero de la visita era cubierto parcialmente por esa asociación; y la puntilla: todos los temas del congreso parecían imbuidos del tema de mi obsesión personal, el impacto de la moral en la economía. 

Después de una lucha interna decidí asistir, aunque esa “doctrina social” no tuviera nada que ver conmigo. Escribí los ensayos y las cartas de aplicación. Me aceptaron a participar, acto seguido enviaron una larga lista de lecturas que debían completarse antes de partir. Y ahí comenzaron los problemas, parecía ser que lo que yo asumía como un asunto lejano y ajeno era en realidad propio. Entre más leía, tenía más preguntas. Algunas cosas se aclaraban y otras me inclinaban al debate. Garabateaba comentarios en los márgenes y las palabras de los sumos pontífices comenzaban a resonar como tambores de guerra en mi cabeza: “Despertado el prurito revolucionario que desde hace ya tiempo agita a los pueblos, era de esperar que el afán de cambiarlo todo llegara un día a derramarse desde el campo de la política al terreno, con él colindante, de la economía” [1]. Y esas líneas no tenían nada que envidiar a la retórica de Marx o Bakunin. Me encontraba de pie frente a un gigante que había escondido toda su ferocidad tras un velo de rezos. 

Este descubrimiento me llenaba de alegría y de esperanza porque frente a él se encuentra otro gigante feroz y desalmado: la ortodoxia económica. Esta se ha extendido por el mundo, no como un fantasma etéreo, sino como un tirano de acero y concreto, que mueve sus títeres en hilos de fibra óptica, y somete bajo la seducción de las riquezas o el miedo a la bancarrota. El engendro más sofisticado de la ortodoxia basa su doctrina en que la búsqueda del bienestar egoísta alcanzará el bienestar social mediante las fuerzas impersonales del mercado. Este bienestar social no es otra cosa sino la suma del bienestar de cada individuo aislado. La doctrina ha alcanzado un impulso normativo y sus efectos se han extendido más allá de la actividad económica, no solo a campos adyacentes como el de la política, sino incluso al de la vida personal. En política, tenemos un ejemplo en el teorema del votante mediano, que describe el comportamiento de votantes impulsados exclusivamente por consideraciones materialistas, y la teoría sugiere cómo un político podría explotar estas preferencias. Su infestación en la vida ordinaria manifiesta su expresión más cruda en el llamado “mercado de citas”, donde cada persona en busca de una pareja es reducida a una mercancía con determinadas características que se ofertan al mejor postor. 

La doctrina económica ortodoxa necesita un contrapeso. El público en general se encuentra insatisfecho y traicionado por la ciencia económica: la época de mayor prosperidad material es también la de mayor desigualdad e infelicidad. Mi camino en esta doctrina siempre ha sido como la de un extranjero. Mis estudios universitarios en matemáticas aplicadas me hacían ver con escepticismo y suspicacia el optimismo de la teoría económica. Ese equilibrio de fuerzas impersonales me parecía distante de la realidad. Gracias a los cursos obligatorios de filosofía, desconfiaba de una teoría fundamentada en el utilitarismo; ¿por qué no se habría erigido sobre una teoría deontológica? El castillo intelectual de Kant parecía más seductor y también más sólido. Pero la economía habría de adoptarme poco a poco. En la universidad, cursé algunas materias optativas en economía. Como no pude encontrar ningún trabajo estable en estadística computacional de gran escala [machine learning], según era mi deseo, tuve que decantarme por un trabajo en la Secretaría de Hacienda en México. Y mientras atendía los quehaceres cotidianos, las preguntas torales de la ciencia económica se amontonaban y mi área se transformaba lentamente en una división de investigación. 

Todos estos esfuerzos habrían de culminar durante los estudios doctorales. Mi insatisfacción por la ortodoxia solo encontró un cauce en la economía del comportamiento, una subrama empírica que sacudía los fundamentos ortodoxos pero que se encuentra todavía incipiente; con un gran número de resultados y una literatura vasta, pero que apenas hace sentir sus efectos sobre la disciplina. Me pareció que esta literatura proporcionaba una base sólida para comenzar a divergir del mainstream. Mi pensamiento encontró acogida entre un grupo de economistas heterodoxos liderados por el premio nobel Vernon Smith y Bart Wilson, cuya labor ha llevado a la luz las teorías morales de Adam Smith. Sus investigaciones forman parte de un esfuerzo más amplio por reivindicar la verdadera voz del filósofo escocés, que seguramente habría de mirar con desprecio la doctrina que supuestamente se ha erigido bajo sus ideas. Él jamás hubiera suscrito que la búsqueda del bienestar personal es una virtud. Escribió que las nociones de utilidad no constituyen el fundamento de los juicios morales, y que la economía presupone un actuar ético por parte de todos sus participantes. Mi propia investigación se encuentra suscrita en esta corriente. 

Estos esfuerzos ya me parecían suficientes y miraba hacia el futuro con la comodidad de haber encontrado una respuesta satisfactoria, pero, en las palabras de Mary Hirschfeld, una de las instructoras del congreso: “celebro la teoría económica, y celebro dos veces por Adam Smith que le ha añadido una teoría moral, pero celebro tres veces porque el verdadero compás moral está en el seno de la Iglesia”. Mis certezas empequeñecieron frente a un ideal más grande. En lugar de una noción moral basada en la empatía, ese “sentir mutuo” descrito por Adam Smith, se alzaba un ideal económico orientado por la dignidad de la persona humana, dignidad conferida por Dios en vista de su destino eterno. En lugar de una sociabilidad mensurable y valiosa solo en su capacidad productiva –como lo es el concepto de capital social o capital cívico que engloba actitudes como la reciprocidad, la honestidad y la confianza–, la Iglesia nos propone una sociedad construida sobre la solidaridad, la subsidiariedad y la noción del bien común. 

La intención de estos apuntes no es didáctica, pero sin una glosa la magnitud del ideal y la cortedad de mis certezas no sale a relucir. Los economistas, acostumbrados a tratar con los objetos solo con relación a sus aportaciones al proceso productivo, han intentado reducir la vida social a otro tipo de “capital”. Tal como las máquinas, el capital social sería esa acumulación de hábitos y actitudes que fomentan la producción de los bienes materiales y de los servicios. Ante un mundo que se desmorona, comienza a parecer relevante este capital social. A pesar de miles de millones de dólares enviados en ayuda de los países menos desarrollados, los resultados son magros. El capital social proporciona una explicación al rezago permanente. Aun en los países desarrollados parece que las sociedades se desmoronan ante las divisiones políticas, de clase y de género. Pero a pesar de que la vanguardia económica ha identificado a este nuevo capital, que es tan nuevo que todavía no forma parte de nuestras conversaciones cotidianas, no parece que exista un método que pueda incrementarlo sistemáticamente. 

Frente a esta noción instrumentalista, la Iglesia nos propone la solidaridad: que pongamos la prioridad de nuestros esfuerzos en mejorar las condiciones de los pobres y los más desfavorecidos, que en términos técnicos se conoce como la “opción preferencial por los pobres”; y que aquellos que nos encontramos en una posición de privilegio recordemos que la tierra y todos sus dones han sido entregados a toda la humanidad en su conjunto; así el que tenga dones materiales o espirituales que los done con alegría, pues a pesar de que los posea, nada es esencialmente suyo. A esto le llamamos el “destino universal de los bienes”. Ante los afanes totalitaristas del Estado, la Iglesia nos propone la subsidiariedad, que se opone a un papel mínimo del Estado como en el liberalismo. Este principio nos invita a atender a las realidades sociales a su nivel propio, sin que el Estado desmantele la sociabilidad donde se presenta un fenómeno, y que además el Estado provea ayuda a todos aquellos grupos que desean alcanzar un bien por encima de sus capacidades. Finalmente, en lugar de perseguir un ideal social que solo agrega el bienestar de individuos aislados, la Iglesia nos propone el bien común. En vez de considerar el bienestar como un disfrute individual, la Iglesia pone el énfasis en la aportación, el cuidado y el disfrute de todos los bienes en comunidad, recordando que los bienes que se construyen a través de la sociedad redundan en un beneficio que excede los beneficios disfrutados por cada individuo. 

Y es precisamente el bien común lo que se ha construido en este congreso. En primer lugar, porque la comprensión que hemos obtenido sobre la Doctrina Social de la Iglesia solo pudo ser posible mediante la generosa entrega de los instructores: Kirk Doran, Francisco Gallego, Román Guridi, Mary Hirschfeld, Cristián Hodge, Joe Kaboski, Andrew Yuengert, y el cardenal Fernando Chomali, quien nos obsequió una inspiradora charla. 

También es importante notar la generosidad de todos los participantes, quienes entregaron una semana de su tiempo para tratar exclusivamente este tema, además del tiempo de lectura y estudio previos. Sus comentarios y preguntas ayudaron a elucidar la profundidad de los conceptos y la posibilidad de las aplicaciones. Dejo al final un elogio a la generosidad de la Pontificia Universidad Católica por haber sido el anfitrión en este evento y por la entrega dedicada de todo el personal que se afanó para hacer posible esta maravillosa experiencia (¡muchas gracias, Francisca y Orlando! [2]). 

Y he vuelto a México, pero no estoy en casa, porque ya no encuentro todas las comodidades de mi pensamiento, y las certezas se han mudado en un ideal más alto. Volver a los afanes cotidianos crea la ilusión de que nada ha cambiado, pero se intuye un camino distinto y la esperanza de una realidad más cristiana. Frente a todas estas incertidumbres se me ha regalado una nueva certeza, la de pertenecer a un equipo maravilloso de economistas dedicados a mejorar nuestras sociedades al amparo del amor de Cristo. Solo nos conocimos por escasamente una semana, pero nos hemos llegado a conocer más allá de lo que se pudiera esperar en un período tan corto. Ayudaron las charlas interesantes durante el café, el karaoke improvisado en el autobús que nos llevó a Valparaíso, y la hermandad espiritual que encontramos en el santuario de santa Teresa de Los Andes, una santa que desconocía, pero que ahora me afano en conocer. Espero con impaciencia cuando podamos volver a reunirnos y constatemos el camino andado a la luz de este congreso. Mientras llega ese momento, me alegro en la comunión de la Iglesia porque a pesar de trabajar codo a codo o a miles de kilómetros, juntos edificamos esa nueva casa a la que todos pertenecemos, nuestra casa común. 


Notas

[1] León XIII; Carta encíclica Rerum novarum sobre la situación de los obreros. 15 de mayo 1891, n. 1. 
[2] Francisca Silva, directora de Desarrollo, y Orlando Gallardo, coordinador de Comunicaciones, ambos de la Facultad de Economía y Administración de la Pontificia Universidad Católica de Chile. 

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