La democracia así sustancialmente entendida respeta profundamente a cada persona y reconoce en el Estado una instancia superior, nunca sustitutiva sino regulativa (defensiva y promocional) de su vida relacional, de su pluralismo fisiológico, de su dialéctica histórica. Para desembarazar el campo de diversos equívocos, vale la pena subrayar que según la tradición católica, que en el último siglo ha recibido formulación orgánica en la doctrina social de la Iglesia, el Estado es en cierto modo secundario respecto a la sociedad. Está a su servicio, pero no debe nunca reemplazarla.

La preciada «subjetividad» de la sociedad

La primera aportación para aclarar la noción de sociedad nos viene del mundo griego. La sociedad no se configura como mero producto de la voluntad de los individuos, sino como realidad que pertenece a la naturaleza misma del hombre, con la necesaria tensión para su cumplimiento. Ya Platón y luego Aristóteles, con precisa conciencia teórica, sitúan el origen de la sociedad y del Estado en la misma naturaleza humana. Sin embargo, Aristóteles piensa siempre la koinonía en relación con la realidad de la polis (Eth. Nic., 1160a 8). En el Estado, por tanto, coinciden ciudadano e individuo, el aspecto estatal y social están fundidos.

Con el cristianismo surge la posibilidad de un replanteamiento total de la tesis aristotélica acerca del carácter naturalmente social del hombre, la introducción de la categoría de persona como realidad que posee un valor absoluto y obliga a reformular íntegramente la relación entre el individuo y la sociedad por un lado, y el Estado por otro. Si la naturaleza profunda e inalienable de todo hombre, creado a imagen del Dios uno y trino, es comunional, ello fundamenta también de modo absolutamente prioritario su carácter social. Este último, por tanto, no está definido ante todo por la inserción de la persona en el Estado, que no es la expresión originaria de la dimensión social de la experiencia humana. El Estado, en su sentido moderno, está llamado a ser una función de la sociedad civil, formada a su vez por personas que viven relaciones mutuas en los llamados cuerpos intermedios, el primero de los cuales es la familia.

Se trata de realidades que tienen sus raíces en la naturaleza del hombre y que, dentro del pleno respeto de las prioridades dictadas por el bien común, gozan de una autonomía propia. En sus encíclicas sociales (sobre todo en Sollicitudo rei socialis y Centesimus annus), Juan Pablo II, haciendo referencia a los cuerpos intermedios, ha hablado de subjetividad de la sociedad. Esta palabra subraya el primado de la persona y de los cuerpos intermedios respecto del Estado, que representaría una objetividad en función de la sociedad civil y al servicio pleno de ella. El tema ha sido retomado por Benedicto XVI en Deus caritas est.

Grandeza y miseria de la política

Por tanto, la acción política y el poder del Estado tienen siempre límites precisos, insuperables. El poder político y del Estado, en efecto, no es sagrado y, por consiguiente, no es omnipotente. La afirmación de Cristo: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21) representa, en esta óptica, la desmitificación del poder político más eficaz jamás planteada en la historia. Distinguiendo entre lo que es de Dios y lo que es del César, la fe cristiana ha señalado su límite intrínseco: ningún poder político puede satisfacer en plenitud el deseo del hombre. De este modo se afirma, indirectamente, la dignidad de la persona, fundada en su capacidad de trascendencia. Ésta no deriva de ningún poder político ni de ninguna institución.

Basándose en la promesa del cumplimiento escatológico del reino de Dios, el cristianismo pone a salvo además el compromiso político del mito de una sociedad perfecta. Donde la fe se ve impedida para ejercer su función de conciencia crítica de la política existe el peligro de que se insinúe más fácilmente una visión utópica del hombre y la sociedad, como ha mostrado trágicamente nuestra historia contemporánea. Encontramos confirmación de ello, cada vez más y a menudo inesperadamente, incluso por parte de voces del mundo laico. Heaquí lo que afirma Ceronetti: «Mientras se mantenga la discutida, fuertemente quebrantada armazón cristiana que subyace a cuanto llamamos Occidente, el terrorista suicida seguirá siendo aquí uno de fuera, el contagio no se producirá. Cautela pues en la destrucción de las inmunidades que sobreviven» [1].

Si, por una parte, la Iglesia reconoce el papel insustituible y la dignidad indiscutible de la política, por otra, con gran realismo, identifica sus limitaciones insuperables. Ésta, en efecto, será siempre una actividad del hombre, cuya libertad no sólo es limitada y está situada históricamente, sino que está además herida concretamente por el pecado. Por eso, en su primera encíclica, Benedicto XVI recordaba que la fe vivida en la comunidad eclesial se ofrece al hombre como camino y fuerza de purificación de la razón, sobre la que se basa «el orden justo de la sociedad y del Estado», «tarea principal de la política» (Deus caritas est, 28). Fe y razón, como caridad y justicia, no se oponen, sino que viven en perenne y fecunda relación de unidad dual.

La Iglesia así colabora con la política y la apoya, pero no la reemplaza. El servicio que ésta hace permanentemente a los hombres de todas las generaciones no puede considerarse realizado de una vez por todas. No se trata, en efecto, de formular una teoría, para luego aplicarla a la realidad. Al contrario, los hombres, siguiendo críticamente los procesos históricos, están llamados a repensar, en cada momento, el orden justo de la sociedad. Por esta razón, no hay época histórica que pueda prescindir de la necesaria purificación de la inevitable ideología.

El «compromiso noble» o el antídoto contra la ideología

De estas precisas premisas se deduce un método adecuado para el ejercicio del poder en democracia. Los que lo ejercen, indomeñablemente entregados a la búsqueda del bien común, están llamados a recurrir –en su incansable parangón, fuertemente dialéctico, con todos– al compromiso. La expresión no debe malinterpretarse, sino entenderse en su significado pleno. Deriva del latín cum (con, junto a) promittere (prometer), e indica el compromiso de remitirse conjuntamente al juicio de un árbitro, aceptando su decisión. Exige por ello la disposición a renunciar, si es necesario, a las propias opiniones y a sacrificar los intereses propios y del propio partido en favor del bien de todos.

En la vida política el árbitro es el ciudadano. Y el ciudadano, como hemos visto, nunca está aislado, sino siempre inmerso, desde el nacimiento, en comunidades (de la familia a todo tipo de comunidades intermedias). El árbitro pues del compromiso como ley noble de la acción política es, en definitiva, el pueblo. Las necesidades, las carencias y aspiraciones del pueblo, en su articulada complejidad –según la triple dimensión de afectos, trabajo y descanso–, debenser la preocupación principal del que está revestido de cualquier autoridad. Por eso Pablo VI no duda en definir la política como una de las formas más elevadas de caridad: la política, en efecto, hace intervenir a agentes capaces de auténtico sacrificio y renuncia, abiertos enteramente a darse a sí mismos por el bien del pueblo.

La busca apasionada y constante del bien común encuentra una prueba particularmente dura en la atención a la dimensión educativa intrínseca en toda acción social. Si se reduce, en efecto, al pueblo soberano a pura fuente de opiniones que se registran por medio de técnicas de sondeo hoy cada vez más sofisticadas, se lo considera en estado de permanente minoría de edad. Es necesario, en cambio, favorecer el nacimiento y la vida de esos sujetos populares que son la savia vital de una democracia sustancial. De lo contrario, hablar del pueblo como árbitro del compromiso sería abstracto e ilusorio y acabaría llevando al mar tempestuoso e ingobernable de la «voluntad general» de que hablaba Rousseau, que por desgracia encuentra hoy no pocas fraudulentas reediciones entre numerosos filósofos de la política, las cuales reciben un preocupante refuerzo de la inundación de la llamada «telecracia», de cuyo vocabulario la palabra «pueblo» está, significativamente, cada vez más ausente.

Subsidiariedad y solidaridad: los dos ejes de una democracia sustancial

En sociedades cada día más globalizadas como las de Occidente, se hace cada vez más urgente la tarea de construir una democracia sustancial a escala mundial, que reconozca el inviolable sagrario de cada persona por medio del ejercicio concreto de los derechos fundamentales individuales, sociales, políticos, culturales y económicos. Y se debe decir con fuerza que la articulada secuencia de estos derechos ha de mantenerse en toda su integridad. O se mantienen todos, o se hunden todos.

Para garantizarlos están los dos pilares de la subsidiariedad y la solidaridad. El primero asegura una acción política que afirme realmente en la vida de la sociedad el primado de la persona y de los cuerpos intermedios, al servicio de los cuales deben ponerse las instituciones del Estado. La ecuación vida política-Estado, en efecto, no es en absoluto admisible.

Solidaridad es otro nombre de la caridad social a la que Benedicto XVI se refiere en la segunda parte de la encíclica Deus caritas est. Por ella, así como todo hombre está llamado a atender a las necesidades de cada uno de sus semejantes –empezando por el más pobre y marginado–, así también toda nación está llamada a ocuparse de todas las demás naciones, alentada por la noble emulación tendente a edificar la civilización del amor (Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 33).

En este horizonte también la economía encontrará ventajoso plegar su lógica para afirmar un beneficio equitativo, respetuoso del primado del trabajo y, más aún, del sujeto del mismo. Con la valentía de abrir nuevos caminos y de invertir en el capital humano y en el capital social, haciéndose cargo del efectivo crecimiento de los numerosos pueblos todavía condenados a la miseria.

¿Cómo puede el cuadro hasta aquí trazado sustraerse a la crítica escéptica de quien lo ve como una reedición del optimismo utópico ya exorcizado? Con una sola condición: que sea asumido como estilo de vida por parte de los sujetos efectivamente implicados (todos los llamados cuerpos intermedios, la variada floración de agrupaciones sociales tan rica en nuestra tierra). No se trata de inventar nuevos sujetos, ni mucho menos de proporcionarles programas de actuación, sino sólo de secundar el dinamismo de su vida real.

Derechos, deberes y leyes

Es notoria la importancia que el lenguaje jurídico ha adquirido en nuestro tiempo. El derecho y la economía han reducido de hecho ampliamente el peso que en otro tiempo la teología y la filosofía tenían en la reflexión sobre el hombre y su acción personal y social. Hoy ésta encuentra como ágora principal el ámbito de la individuación, del reconocimiento y del respeto a los llamados derechos fundamentales. También el diálogo entre Occidente y Oriente, y en particular la relación con amplios sectores del mundo islámico, tiene en el derecho un importante terreno de confrontación.

A este respecto asistimos en Occidente a una singular paradoja. Se invocan a cada paso derechos y libertades y, al mismo tiempo, se asiste a una proliferación indiscriminada de leyes y normas cada vez más tupidas. Este estado de cosas parece ser consecuencia de la reducción de la convivencia civil a la acción de dos únicos agentes en cierto modo contrapuestos entre sí. Por una parte los individuos, que gozan de una gama cada vez mayor e indefinida de derechos frente al Estado, llamado, por otra parte, a garantizarlos legislando prolijamente sobre todas las materias. Esta situación lleva de hecho a los individuos, como decía el filósofo del derecho Sergio Cotta, a querer «gozar sólo de derechos sobre los demás hombres» («Attualitá e ambiguitá dei diritti fondamentali», en Diritti fondamentali delNomo, Roma 1976, pp. 1-23, aquí p. 23). Es imposible que semejante posición no acabe lesionando el derecho ajeno.

Es necesario por tanto construir una simetría bilateral entre derechos y deberes, sin la cual «mi derecho» no puede pensarse en términos verdaderamente respetuosos del «derecho ajeno». Es verdad en efecto que ninguna institución legisladora puede pretender suprimir ningún derecho fundamental, pero no es menos verdad que ningún derecho fundamental puede ser interpretado por quien lo detenta como poder y libertad absoluta y arbitraria.

Este estado de cosas pone aún más de relieve la necesidad de precisar el derecho del sujeto dentro de ese universo de la medida y la armonía de que es expresión la ley. No hay derecho sin determinación de la ley. Si, como hemos dicho, el recurso a la ley es demasiado frecuente en la sociedad actual, esta proliferación se debe al hecho de que, en cambio, ya no resulta evidente la necesidad de entender la ley no como una medida impuesta por «la voluntad o el poder, sino como medida requerida por la razón de las cosas, como decía Hegel; o mejor, por la estructura misma del ser del hombre» (lb.).

La necesidad de mantener en estrecha unidad el trinomio derechos, deberes y leyes muestra que la sociedad civil no vive de una dialéctica permanente entre los individuos y el Estado, sino que crece y se desarrolla armónicamente, como hemos dicho, a través de los valiosos cuerpos intermedios.

Constatación esta que abre el campo entero de la democracia. La democracia así sustancialmente entendida respeta profundamente a cada persona y reconoce en el Estado una instancia superior, nunca sustitutiva sino regulativa (defensiva y promocional) de su vida relacional, de su pluralismo fisiológico, de su dialéctica histórica. Para desembarazar el campo de diversos equívocos, vale la pena subrayar que según la tradición católica, que en el último siglo ha recibido formulación orgánica en la doctrina social de la Iglesia, el Estado es en cierto modo secundario respecto a la sociedad. Está a su servicio, pero no debe nunca reemplazarla. El Estado no es algo dado, un absoluto, un «desde siempre y para siempre». Éstos son atributos que judaísmo, cristianismo e islam reconocen concordemente en Dios, pero que si se aplican sin más al Estado, conducen a los trágicos acontecimientos que el siglo XX ha puesto ante los ojos de todos nosotros.


NOTAS 

[1] (La Stampa, 8 de febrero de 2004, p. 1)

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