La empresa no es posible sin el apoyo de una comunidad, que a su vez solo puede mantenerse si es capaz de integrarse en el conjunto de comunidades que constituye la sociedad.

 I. Individualismo y tradición

Una de las mayores dificultades para entender la realidad de la empresa es que la mayoría de la gente ignora los importantes cambios de enfoque que se han producido en las últimas décadas (Martínez Echevarría, 2005). Se ha pasado desde lo que podríamos llamar enfoque moderno o “neoclásico” de la empresa al enfoque posmoderno o desde el punto de vista del liderazgo, individualista.

Solo un rasgo ha permanecido inalterado: la concepción del hombre como “individuo”. Las raíces de esta antropología individualista se remontan a los problemas teológicos, iniciados en el siglo XIV, y que llevarían al extraño concepto de “naturaleza humana pura”. Lo que se pretendía era evitar y dar por zanjado el problema de los conflictos que lleva consigo el recurso a la tradición y la autoridad como modo de entender el desarrollo de la vida en común, problemas que se habían agudizado a partir del siglo XV, tanto con el descubrimiento de los pueblos indígenas de América como con las divergencias surgidas en la cristiandad con ocasión de la fractura del protestantismo. Algo muy importante, pues de la solución adoptada se entendería mejor o peor el sentido de la libertad humana en el seno de cualquier tradición.

Desgraciadamente se optó por una idea de secularidad que exigía prescindir de la tradición. Se pensó que había que actuar “como si Dios no existiera”; que bastaba con la razón para dar explicación de la vida en común. En lo sucesivo no había que mirar hacia atrás, apoyarse en la herencia recibida, sino hacia adelante, a las decisiones de una razón que se suponía asequible a todos con independencia de la tradición y cultura. De este modo se adoptaba una postura que acabaría por situar la acción humana en el plano abstracto de lo matemático, donde por definición no cabe lo dinámico. Una postura que supuso enfocar la acción humana desde fuera, dejando como en una “caja negra” esa dimensión dinámica que se apoya en la tradición. Así se acabaría por dar lugar al extraño diseño del hombre como individuo, alguien a quien le bastaría con recurrir a su mente pensante para actuar, sin necesidad de poseer tradición y cultura, o lo que es lo mismo, sin comunidad y sin el lenguaje que es propio de cada una de ellas. Se creía que en lo sucesivo bastaba con el recurso a un lenguaje abstracto, objetivo y universal que se suponía podía ser la matemática.

Este enfoque abstracto y atomicista, resultante de la visión matemática de la naturaleza, había resultado muy exitoso pues había dado lugar a la moderna física, tal como la había planteado Newton. En la naturaleza lo dinámico se puede considerar intrínseco, como de hecho supuso la hipótesis de la “gravitación universal”, lo cual permite una visión determinista del universo haciendo posible la predicción y cálculo. Considerar el universo como un mecanismo es una hipótesis discutible pero de ninguna manera un desatino.

Muchos pensaron que en el plano de la moral y la política había que buscar un enfoque parecido al de Newton, de modo que fuera posible explicar la acción humana sin recurrir a la tradición. Pero el hombre no vive en la naturaleza, sino en un mundo, en un plexo cambiante de relaciones simbólicas, como son el lenguaje, las técnicas y los instrumentos, en una tradición mantenida por algún tipo de comunidad concreta. Así como no hay inconveniente en considerar que una partícula se “mueve” en un espacio matemático, la acción humana pierde su sentido sin “la presencia del otro”. Dicho de otro modo, mientras el movimiento de una partícula puede ser estudiado desde fuera, en el caso de la acción humana eso no es posible, pues implicaría anularla, o dejarla sin sentido.

La acción humana no puede ser reducida a lo que queda fuera de ella, se resiste a un enfoque estático. Lo decisivo es lo que acontece en el sujeto, lo que convierte a toda acción en algo singular e irrepetible. Cuando Heráclito sostenía que es imposible bañarse dos veces en el mismo río, no se refería principalmente a la externalidad del mero proceso físico de sumergirse en el agua, sino a lo que acontece en el sujeto.

Por desgracia el fenómeno de la tradición se ha estudiado poco y mal. Ha sido muy negativo el enfoque naturalista que le dio Burke, que la constituyó en algo así como una sabiduría “carente de reflexión”, encargada de conservar el “buen orden”. Solo a mediados del siglo XX, J.H. Newman planteó una nueva e interesante manera de entender el sentido de la tradición [1].

Junto con la vida que todos reciben de sus padres, los hombres aprenden un lenguaje, que es más que unas reglas, pues con el uso de las palabras se recibe una visión del mundo propia de la tradición de cada familia. Es a través de la crianza y la educación como los hombres entran en acción, como aprenden a hacer uso de la razón, que es la capacidad para gobernarse, para saber entender y situarse en el seno de una tradición. Puede decirse que los hombres son incorporados mediante la educación a un relato que ya estaba iniciado por sus antepasados, donde se les otorga un “papel” que les permite ser coautores y poner en marcha su propio relato, algo que no sería posible si cada uno tuviera que diseñar el escenario y la acción en los que piensa participar.

Aunque el origen y el desenlace de una tradición es un enigma, algo que no es accesible a los hombres, estos están convencidos de que la tradición tiene su propia racionalidad y sentido, pues en tal caso el hombre no actuaría, como les sucede a los animales y a las plantas que solo tienen un vivir biológico, es decir, adaptación pasiva al medio. ¿Cabe entonces suponer la posibilidad de un “punto cero”, a partir del cual proceder a una reconstrucción racional del orden social, de modo que sea accesible a la razón humana, sin que haya que recurrir al enigma de la tradición? ¿Puede el lenguaje abstracto de la matemática explicar el orden social?

La respuesta a esos interrogantes depende de cómo se entienda el sentido de la “neutralidad” del lenguaje matemático. Pues a veces se olvida, como la historia reciente de la matemática ha puesto de manifiesto, que en cuanto lenguaje también esa ciencia depende de una tradición y de una comunidad, de los que cultivan ese tipo de saber. En cualquier caso, así como el universo físico puede ser entendido como un sistema cerrado y determinista, la acción humana es por principio algo más que un sistema, pues siempre es abierta y libre. No obstante, si se persiste en reducirla a un sistema cerrado para que sea expresable matemáticamente, en lugar de hombres hay que poner individuos, pero ¿existe en tal caso una acción humana que sea pura externalidad? En cualquier caso, admitiendo una hipotética situación de “Punto cero” de la historia, también llamado “estado de naturaleza”, donde unos individuos se disponen a poner las bases “racionales” de la sociedad y de la historia, ¿cuál es el origen de esos individuos? ¿Sus fines y sus medios han sido recibidos o han sido fijados por ellos mismos?

La solución de los ilustrados fue considerarlos “dados”, es decir, inexplicables. Pero se plantea entonces el siguiente problema: ¿Cómo armonizar los fines de modo que las acciones de todos sean ordenadas? Dar respuesta afirmativa a esta pregunta es esencial para demostrar la posibilidad de una “explicación racional” del orden de la sociedad.

Ahora bien, la razón de los ilustrados tenía que ser “meramente lógica”, universal y abstracta, de modo que estuviese en la “mente” de todos los hombres, sin necesidad de apoyarse en la autoridad y la tradición. Rasgo clave del individualismo moderno que alimenta el pensamiento social hasta nuestros días. Con ese paso se estaba dando por supuesto que solo es real lo que puede ponerse en la mente humana. Aparecía así un mundo de puras esencias, donde no tenía cabida la existencia, donde la acción solo puede ser enfocada desde su externalidad. Eso explica que la acción fuese “mentalizada”, transformada en una función matemática entre un conjunto de medios con otro conjunto de fines, ambos expresables matemáticamente o abstractas. De ese modo se hacía posible el cálculo de ese extraño tipo de acción. Se iniciaba así un camino en el que se consideraba que la razón humana podía existir sin cuerpo, sin mundo y sin naturaleza, de tal modo que la lógica pasaba a ser un sistema cerrado supuestamente autoconsistente; algo así como un trascendental de la mente humana.

Ahora bien, ese tipo de individuos calculadores solo pueden ser movidos desde fuera, sujetos a sus pasiones, y por tanto escasos. ¿Cómo lograr la imprescindible unidad y armonía del orden social?

La solución de Hobbes fue proponer un individuo absoluto, una única mente pensante, construida por un acuerdo de voluntades de todos los individuos. ¿Cómo podía ser eso posible si solo eran calculadores? Solo la más fuerte de las pasiones humanas, el miedo a la muerte, consecuencia inevitable de la violencia terrible de un individuo, con poder pero sin estar sometido a una autoridad, podía forzar ese acuerdo. Quedaba entonces patente, como con gran perspicacia lo vio Rousseau, que el individualismo desemboca necesariamente en el absolutismo.

La historia del pensamiento social en los siglos XVIII y XIX es el relato de una sucesión de intentos para construir algún tipo de artefacto que sustituyera a la tradición. Es interesante detenerse en el intento de los ilustrados escoceses, que creyeron encontrar en la mímesis y la simpatía, en la supuesta tendencia natural de los individuos a copiarse, la clave para explicar la génesis de un “modelo” de conducta, de una especie de “atractor”, que llevara a la armonía a la sociedad.

El punto débil residía en la ambivalencia de la imitación, pues no se proporciona criterio alguno para saber cuál de las conductas individuales podría ser la imitada. Además la pura mímesis puede provocar movimientos sociales altamente inestables, incluso “explosivos”. Sin referencia a un modelo digno de ser imitado no se pueden garantizar que los procesos de mímesis sean autopoiéticos. Más bien se les puede calificar de “mitopoiéticos”, en el sentido de que cualquier opinión, sea verdadera o falsa, resulta “confirmada” por el simple incremento del volumen de seguidores. No se puede olvidar que esos imitadores son calculadores racionales, que buscan su propio interés y que piensan que todos los demás se conducen del mismo modo, por lo que con facilidad llegan a la conclusión de que lo que haga la mayoría es señal de ser lo acertado, aunque en realidad nadie sabe si eso es así. Como muy bien lo vio Hume, desde el individualismo no hay modo de explicar cómo la sociedad puede ser un sistema estable, ni mucho menos asegurar que siempre vaya a avanzar hacia una situación de creciente riqueza y bienestar.

Sería a partir de la epistemología de Kant, de la que se sigue que es la consistencia de la estructura matemática la que da rigor y sentido a la ciencia moderna, cuando Walras llegó a la conclusión de que no era necesario explicar cómo se genera la conducta que estabiliza el orden social, sino que bastaba con considerarla una condición a priori de la acción humana. A partir de ese momento, la “racionalidad” del individuo, entendida según el sentido de la lógica kantiana, pasaría a ser el sustituto de la tradición, la base para lograr una explicación racional de la sociedad. La coordinación de decisiones de los individuos podía entonces ser planteada como un problema estrictamente matemático. Se trataba de preguntarse ¿bajo qué condiciones iniciales, un supuesto “punto cero” de la sociedad, sería posible alcanzar un “equilibrio general”, de modo que los “planes de acción” de todos los individuos fuesen consistentes a priori?

Un planteamiento donde la acción humana no ha sido iniciada, y se supone que cada individuo trata de calcular el plan que más ventajas le reporte. Como ese proceso se haría interminable, pues si cabe acción y reacción, no hay posibilidad de un sistema cerrado con solución única, Walras se vio obligado entonces a introducir la hipótesis de “conocimiento común”, que no sería resultado de la tradición, sino de algún tipo de deus ex machina capaz de “calcular” el “equilibrio general” de las decisiones de todos los individuos, desde fuera de ellos mismos. Según el modo de pensar de Walras solo una máquina, un sistema de interacciones externas o funcionales entre partes inermes separadas, que actúa por encima de los individuos, podría ser el paradigma de una explicación racional de la sociedad. Solo en su seno los individuos podrían ser libres, puesto que, como sucede con las piezas de un mecanismo bien ajustado, podrían cada uno de ellos lograr sus objetivos, los que vienen fijados por la consistencia global del diseño del artefacto.

Por otro lado, esta concepción hacía superfluo el gobierno de la sociedad, pues una vez alcanzada la situación de equilibrio desaparecería lo imprevisible, y se habría alcanzado entonces algo así como un “final de la historia”, donde ya no habría que superar la discrepancia y el conflicto. Cada uno viviría en el “ámbito cerrado de su libertad”, si es que tal cosa tiene algún sentido.

Organización y estrategia

Este era el estado de la teoría de la empresa hasta bien entrado el siglo XX, cuando a partir de la observación de la realidad se empezó a tomar conciencia de que las empresas no pueden existir sin organización. Algo que de modo muy significativo se llamó “factor humano” de la empresa. Es muy significativo que Chester Barnard, uno de los primeros estudiosos de la organización de la empresa, distinguiera entre una dimensión “racional” o formal, en el sentido neoclásico del término, y otra dimensión informal o “no racional”. Desde el prejuicio individualista, lo informal o vital comparece como un impedimento a la “racionalidad” de la empresa: al cálculo del máximo beneficio monetario.

En los primeros enfoques del trabajo productivo, como los de Adam Smith y Andrew Ure, se siguió el modelo mecánico, en el que no tiene cabida la dimensión interna o intersubjetiva de la acción humana. En esos modelos de “división del trabajo”, cada individuo realiza una función mecánica y solitaria, que también, de modo mecánico, se integra con la de los otros que intervienen en el proceso. Un planteamiento que supuestamente admite un modo óptimo de llevar adelante ese proceso.

Este modelo mecanicista de la organización del trabajo carece de autopoiesis, no dispone de capacidad para autoorganizarse frente a los cambios en el entorno. Su objetivo es externo, su estructura queda fijada en función de ese objetivo, y su movimiento solo puede venir desde fuera. Consciente de las limitaciones, Marshall se propuso seguir el modelo biologicista. La ventaja reside en la capacidad de autopoiesis de los organismos, la posibilidad de medios alternativos para el logro de su fin, cuando uno de ellos presta resistencia. El inconveniente es que se trata de un movimiento de adaptación pasiva al ecosistema.

A pesar del prejuicio individualista, pronto se empezaría a descubrir que el factor humano, “lo informal”, el complejo entramado de relaciones humanas, que se resiste al enfoque analítico de los neoclásicos, es lo que constituye propiamente la organización, el que aporta el aspecto vital y dinámico que hace posible que la empresa sea más que un mero plan mental.

El llamado “factor humano” de la empresa, su organización, no es más que la siempre cambiante estructura de una tradición que hace posible la acción humana, aquí y ahora. Algo que tiene que ver con creencias, opiniones, y certezas; con sentimientos, pasiones, juicios y prejuicios; con lo verdadero, con lo mítico y con lo falso; con la información certera y el rumor tendencioso. Toda organización incluye rutinas, costumbres en común, valores compartidos, que con sus aspectos positivos y negativos, son los que hacen posible o impiden que la empresa se mantenga.

Del mismo modo en que la acción humana no se reduce al pensamiento, que no es la mente aislada la que actúa, sino el hombre completo, con su alma y cuerpo, tampoco la empresa puede ser un proyecto pensado en un espacio matemático, sino que necesita de la organización, una especie de extensión de la corporalidad humana, que hace posible la aparición y mantenimiento de una tradición y una comunidad. La empresa no es posible sin el apoyo de una comunidad, que a su vez solo puede mantenerse si es capaz de integrarse en el conjunto de comunidades que constituye la sociedad.

Es precisamente la organización, la forma concreta de ser comunidad aquí y ahora, lo que distingue a cada empresa, lo cual no es un puro diseño, sino que depende de su historia, del camino recorrido. Por contraste, en la empresa neoclásica, donde se ignora la organización, todas las empresas son iguales e indistinguibles, todas no son más que la misma y única función de producción que se ajusta a la única y universal “racionalidad abstracta”.

La organización no es ni una máquina ni un organismo, tiene vida prestada, la de la comunidad que la sustenta, abierta por tanto a la libertad, de modo que ni su objetivo ni su dinámica están fijados a priori, sino que se van haciendo o deshaciendo en función de que esa tradición se consolide o se diluya. La presencia de la organización puso de manifiesto que los medios no vienen dados, sino que emergen y se desvanecen con el desenvolverse de la propia tradición. Eso llevaría a plantearse lo que en los años 70 se llamó “enfoque estratégico de la empresa”, es decir, el reconocimiento de que cada empresa se enfrenta con un horizonte incierto y cambiante, que obliga a un continuo rediseño de “su racionalidad”, que obliga a descubrir los medios y los fines que le son asequibles en cada momento, teniendo en cuenta su historia, contando que se ha ido decantando en su propia tradición.

En el esquema de Walras, el problema estratégico ni siquiera se plantea, todo está previsto por “una sola racionalidad”, encargada de asegurar a priori la perfecta coordinación de los intereses particulares. No hay ni posibilidad de conductas estratégicas. La hipótesis de la competencia perfecta posibilita que cada individuo pueda actuar como si los demás no existieran.

La crisis de la teoría neoclásica de la empresa sirvió para poner de manifiesto que toda racionalidad es siempre particular y localizada, que se trata de un relato particular que trata de adquirir su sentido en el seno de ese relato más amplio de una tradición común.

II. La empresa posmoderna

Los primeros atisbos de que se había producido un cambio en la filosofía de la empresa se produjeron en los años sesenta, cuando H. Simon empezó a decir que el empresario no se mueve con racionalidad absoluta, sino con lo que él llamaba racionalidad limitada, es decir, configurada a partir de una organización, propia de cada empresa, aquí y ahora, y siempre cambiante.

Lo que en la teoría de la empresa empezaba a detectarse a finales del siglo XX, ya había sido denunciado en el ámbito de la filosofía casi un siglo antes, cuando Nietzsche hizo patente en su Genealogía de la Moral el fracaso del intento ilustrado de sustituir la tradición por la racionalidad. Según él la modernidad había consistido en el intento más o menos disimulado de disfrazar la voluntad de poder de unos pocos, bajo el velo de voluntad de la verdad. Se había tratado de elevar al rango de universal, de única conducta racional, lo que no era más que una visión parcial e interesada de la realidad. Creían haberse desembarazado de Dios, del misterio que se oculta en la tradición, al haber confiado en la posibilidad de una racionalidad absoluta. Pero se habían engañado, la idea de Dios permanecía bajo ese modo de entender la racionalidad.

La llamada posmodernidad, que es la postura que comparten figuras tan diversas como Nietzsche, Weber, Pareto, Keynes, o Schumpeter, reconoce el fracaso del proyecto ilustrado, pero se niega a renunciar al individualismo. Algo patente en Keynes, cuando en su famoso trabajo titulado The end of the laissez faire, pondría las bases de la economía posmoderna, al denunciar la falta de fundamento racional de la economía neoclásica, al tiempo que radicalizaba la visión individualista del hombre. En ese nuevo marco, la decisión de inversión, en absoluto debía ser considerada racional en el sentido neoclásico. Para Keynes esa decisión dependía de lo que llamaba animal spirits de los empresarios, que por capricho de la fortuna son los elegidos para llevar adelante esa importante función.

De una manera muy parecida, sostendría Schumpeter, que el empresario movido por un espíritu no racional contribuye a “crear riqueza”, en tanto y en cuanto rompe con las rutinas de los procesos productivos ya establecidos. Un individuo carismático, movido “por los dioses”, que lleva a cabo una tarea de “destrucción creativa”. Algo que contrasta fuertemente con el empresario de Walras, quien guiado por una racionalidad universal, por una información perfecta, contribuye de modo no intencional al “equilibrio general”, al orden y bienestar de la sociedad. Es interesante observar que mientras el empresario de Walras, aunque de modo no intencional, colabora con una distribución equitativa de una riqueza que se supone ya producida, el empresario de Schumpeter, al igual que el de Keynes, se limita a crear riqueza, sin poder asegurar que eso es bueno o malo para la sociedad como un todo. Mientras Keynes estuvo muy influido por Hume, Schumpeter no hizo más que seguir los pasos de Nietzsche, pero sobre todo a través de Max Weber. La figura de este último resulta muy interesante, pues llegaría a las mismas conclusiones que Nietzsche, pero a partir de sus estudios sobre sociología de la religión.

Bajo la influencia del teólogo protestante y liberal Rudolph Sohm, sostuvo que tanto en el judaísmo como en el cristianismo se había producido lo que él consideraba inevitable en toda tradición: el paso desde la inicial y creativa “fase carismática” o mágica, a la “fase burocrática”, donde lo que predomina es la estéril racionalización de un proceso sin vida [2].

Como hemos visto, en la empresa moderna no hacía falta gobierno; bastaba con el cálculo del máximo de beneficio para unas condiciones dadas de equilibrio. Un modo de pensar patente en el enfoque del Management científico de F. W. Taylor, con vista al logro de la “organización racional”, donde junto con la acción, desaparecerán también los conflictos, y la necesidad del gobierno.

Sería a partir de los años sesenta, con el descubrimiento de lo que Chester Barnard (1938) llamaba “la organización informal”, cuando se vio la necesidad del gobierno de las empresas. De todos modos, la persistencia del individualismo llevaría a plantearlo como un conflicto de intereses, de modo que su tarea consistiría en someter los conflictos de la “organización informal” a los intereses del que manda. No es otra cosa lo que está en la base del enfoque posmoderno del “liderazgo”.

Es significativo que el término líder tenga su raíz en la palabra latina con la que se designa la fuerza y la determinación de empujar o superar la resistencia de una masa en una determinada dirección. Así, por ejemplo, los romanos usaban una palabra similar para designar el perro que arrastra un rebaño. En cualquier caso un término de sabor guerrero. Algo que se mantiene en el término CEO, que se ha generalizado para designar al jefe de una empresa, tomado de la terminología de la armada británica. Del mismo modo que un rebaño es imprescindible para lograr leche, carne y lana, fines externos a las ovejas, también el control de una organización, entendida como una masa estructurada de individuos, resulta imprescindible para los objetivos externos del líder. El líder posmoderno no trata de imponer una racionalidad objetiva, como pretendía el ingeniero director en el diseño de Taylor, sino que trata de imponer su racionalidad o autoridad, su “voluntad de poder”, de modo que los otros hagan lo que él desea. Su objetivo es vencer la resistencia, romper con lo establecido.

El problema que se plantea es la legitimidad de ese modo de proceder. ¿De dónde proviene esa autoridad que se arroga el líder posmoderno? Una pregunta que no se plantea en los cursos sobre liderazgo que en los últimos años se han generalizado en casi todas las Business School, pero que está siempre como suspendida en el aire.

A la posmodernidad, sin posibilidad de una racionalidad absoluta, solo le queda aferrarse a un individualismo radical, que no es otra cosa que la “voluntad de poder”. Eso sí, tratando de disimular de algún modo la inevitable conclusión egoísta que se sigue de ese tipo de individualismo.

Tan pronto como en 1907, Alfred Marshall en su trabajo titulado “Posibilidades sociales de la caballerosidad económica” había diseñado la figura del “gran capitán” de la industria, un antecedente muy temprano del moderno líder de empresa posmoderno, al que Keynes califica de “Gran Maestre del individualismo”. Alguien que llevado por un esteticismo emotivista se considera un artista que se deleita a sí mismo, al tiempo que cree deleitar a todos los demás.

Los emotivistas son todos aquellos para quienes los juicios morales carecen de justificación moral; a lo más los consideran expresiones estéticas de sus propias preferencias. Eso implica que esos individuos solo pueden actuar por el placer de hacer, de dar satisfacción a sus ímpetus vitales. Necesitan imponer su moral, someter a los otros a sus designios, imponer su “organización formal”.

La única vía para dar alguna justificación de la autoridad del líder posmoderno de empresa es su propio éxito. La eficacia de su operación, su victoria sobre la resistencia, es el signo que confirma su “carisma”, la señal de que se trata de un “elegido de los dioses”.

Al líder empresarial posmoderno solo le interesa la técnica de la eficacia en el conseguir “objetivos que le salen de las tripas” [3]. El problema de la justificación de los fines que persigue no aparece en su horizonte. Considera que no hay correlación entre lo interno y lo externo, entre el alma y el cuerpo, que todo es externalidad vacía, que nada corporal emana y manifiesta el espíritu.

Está convencido, como corresponde a la supuesta “neutralidad moral de su saber”, que ni puede ni debe —pues perdería eficacia— entrar en el terreno del interminable debate moral. Eso les lleva a considerarse una figura incuestionable, depositaria de un saber que en realidad no posee y que nunca podrá demostrar con una adecuada justificación racional. Ni siquiera se le puede considerar un técnico, sino más bien un “tecnicista” o terapeuta, alguien que trata de modificar los síntomas sin conocer sus causas.

Ese tipo de individuo solo tiene externalidad, que es lo propio del “hombre de poder”. Su liderazgo consiste en diseñar una disciplina que en realidad no es tal, sino una “burocracia”, una “técnica de control” de una “masa anónima” de individuos —también carentes de internalidad— que solo buscan la “gratificación del instinto”. Incapaces unos y otros de alguna interdicción que brote de ellos mismos, de posibilidad alguna de autorrenuncia. El resultado es una disciplina coactiva y moralmente permisiva que lleva a la patología psicológica.

El empleado “disciplinado” tiene “alma de esclavo”, ha sido entrenado para “seguir normas”, para prescindir de su juicio propio, pues solo así puede evitar problemas morales a los que no sabe cómo enfrentarse. Ha sido convertido en una máquina sin interioridad, que solo puede ser motivada desde fuera, susceptible por otro lado de una angustiosa patología moral y psicológica. No es más que el otro lado de la moneda del líder que lo violenta. Ambos tratan de conseguir lo mismo: manipular sin ser manipulado.

En resumen, al líder empresarial posmoderno solo le interesa transformar materia prima en producto, mano de obra ineficiente en eficiente, individuos desacoplados en individuos bien ajustados, crear riqueza medida solo en términos monetarios. Estos y no otros son los únicos fundamentos de su autoridad.

III. El liderazgo como vocación

Al introducir la idea de liderazgo como vocación (VBL, 2012), inmediatamente cambia el modo de entender el liderazgo. Se vuelve entonces al sentido clásico del carisma, deja de ser una figura individualista para convertirse en alguien que desde la singularidad de su vocación contribuye a esa tarea común que es el gobierno, a la construcción entre todos del bien común. Eso significa entender la empresa como una comunidad que forja su propia tradición en el seno de ese entramado de tradiciones que constituye la sociedad. El director de empresa comparece entonces como alguien que tiene un mundo interno y por ello debe perfeccionarse a sí mismo en la tarea de perfeccionar a los otros. La auténtica y más profunda individualidad solo es posible si no se olvida la interioridad, lo cual implica el reconocimiento de la más alta autoridad, la veneración de un fin que sobrepasa todos los fines inmediatos y concretos, que se sitúa por encima de todas las tradiciones concretas.

Sin el reconocimiento a una autoridad profundamente instalada en el seno de toda tradición, ninguna disciplina es posible. La verdadera disciplina supone fe y tradición, y no es posible sin el reconocimiento de lo sagrado, lo único que lleva a la renuncia en su honor, que hace posible que la obediencia siempre apunte más allá de quien ordena y manda en cada momento y situación. Solo este tipo de disciplina hace posible gobernar y ser gobernado. Como el centurión romano de Carfanaún (Mt. 7, 1-10; L. 8, 11-12), que reconocía la misteriosa autoridad de Jesús y sostenía: puesto que yo que también estoy bajo disciplina puedo mandar a mis soldados, decir a mi siervo haz esto y lo hace, lo cual lleva a Cristo a admirarse y elogiar su fe. La verdadera disciplina no es posible sin autoridad. No se puede gobernar si no se es gobernado.

Dirigir una empresa consiste entonces en lograr una comunidad, con ocasión de la realización de un beneficio o servicio concreto a la sociedad, hacer posible una disciplina en la que sea posible que todos gobiernen y sean gobernados. Solo así la empresa será capaz de acertar en la elección y realización de una actividad que represente un aporte positivo a la mayor consistencia y unidad de la sociedad, a un incremento del bien común, a una mejora en el entendimiento del sentido profundo de la tradición.

El valor no es una creación individual, sino que es inseparable del núcleo más profundo de una tradición, unas comunidades donde se ha aprendido a hacer el bien. Es el interés por la cosa misma lo que permite hacer bien. Si solo se motiva desde fuera, como pretende el líder posmoderno, se niega la posibilidad misma de gobernar y se es solo un mecanismo destinado a aislar a cada individuo en su propia soledad.

Toda tradición se apoya en la organización, imprescindible para la marcha de la vida ordinaria, pues al descargar y liberar, hace posible funcionar sin excesivos roces y dificultades, de modo que las energías humanas se pueden encauzar a iniciativas, que son nuevos modo de fortalecer el bien común, de hacer posible un gobierno más participativo.

Corresponde a todos los miembros de cada generación, no solo a los líderes, cuestionar la validez de las tradiciones recibidas, pero no en su conjunto, ni en lo más hondo o valioso de ellas, sino que deben discriminar aquellos aspectos que son mejorables desde el punto del bien común, que es como la quilla que permite el avance y mejora de toda tradición.

Nada es valioso por el simple hecho de que se haya hecho así desde siempre. Lo que hace un verdadero empresario no es cambiar por cambiar, sino que después de un escrutinio sobre el estado de la tradición, se propone dar mayor relieve a lo verdaderamente valioso que se oculta en toda tradición.

Un buen gobernante es el que sabe combinar la inercia continuista de las organizaciones con una verdadera innovación, aquella que ahonda o descubre lo que de valioso se esconde en la propia tradición. En ese sentido el verdadero innovador no es un revolucionario, sino alguien capaz de entender el sentido profundo de lo que hace que una tradición no sea mero continuismo.

Gobernar es ser prudente, vivir en la realidad, saber dónde se está, cuál es la tradición en la que se vive, aquí y ahora, algo que exige que el gobierno, por medio de la organización, esté difundido por toda la sociedad. La prudencia del jefe es la suma de la prudencia de los que están bajo él, pues él no puede estar en todos los sitios, su autoridad y su poder son más limitados que los de todos los que están bajo él. Una limitación que es fundamental para el buen gobierno, para el recto ejercicio de la prudencia, que no es posible sin el consejo, sin contar con la opinión ordenada de todos los que participan en la construcción del bien común.

Nadie puede vivir y actuar sin el saber de los otros, tanto de los vivos como de los difuntos. Es absurdo el pretender vivir como si el otro no existiera, que es como una continuación y consecuencia de la hipótesis de vivir como si Dios no existiera. Toda acción ayuda o perjudica al otro y por esa misma razón ayuda y perjudica al que la hace. Los hombres somos responsables los unos de los otros. El bien más inmediato es siempre el más material —dar de comer o de beber—, que es en el fondo el tipo de servicio que la sociedad espera de una empresa.

El gobierno de las empresas así entendido contribuye a crear sociedad civil, difunde el gobierno, abre cauces de participación efectiva en la comunidad política, hace más amplio el concepto de la vida pública, cada vez más estrechado por la confusa visión estatalista y burocrática de la posmodernidad.


Notas:

[*] Las ilustraciones de este artículo corresponden a óleos de Ferdinand Léger.
[1] Para el estudio de la tradición recomiendo los trabajos de A. MacIntyre (1994) J. Pieper (2000) P. Rieff (2007) I. Rowland (2003). John Henry Newman (1890).
[2] El cambio que lleva a cabo Weber en el sentido del carisma, ha sido estudiado con agudeza por Ph. Rieff.
[3] En el libro de Akerlof y Schiler Animal Spirits se cuenta la anécdota de que John F (Jac) Welch, famoso CEO de General Electric, sostenía que las decisiones se “tomaban con las tripas” si se puede traducir así la expresión inglesa usada por ese personaje, algo que a Keynes le habría encantado saber.

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