LA MODA EN LA POSTMODERNIDAD

MONTSERRAT HERRERO

En HUMANITAS Nro.27

 

La moda ya no es algo meramente relativo al vestir. La moda es, según la conocida tesis, un fenómeno social total. Por eso, esforzarse por comprenderla supone ampliar la reflexión al contexto sociocultural y antropológico.

Que la moda sea total quiere decir que se ha convertido en el modo de irrumpir toda realidad en el ámbito social. Constituye el fenómeno mismo de lo social. Ese carácter totalizante de la moda es el resultado de la confluencia de tres características de nuestro mundo:

En primer lugar, de la necesidad imperiosa de generar artificialmente un espacio común en un mundo cada vez más amplio y más vacío en virtud de la incomunicación personal de fondo de los individuos que lo habitan. Hoy es necesario establecer la comunicación entre personas muy diversas y muy distanciadas, en la medida en que la sociedad se ha hecho pluricultural y globalizada. Esta situación aumenta la necesidad de tipificar la realidad para poder establecer con cierta precisión los sujetos del diálogo social y los términos del consenso. Los medios técnicos para lograr ese artificio son la imagen y las telecomunicaciones. En un mundo en que la mediación espacio-temporal se ha hecho muy compleja, la imagen se muestra como el vehículo inmediato de la comunicación: aquello que compartimos se hace de imágenes tipificadas repetidas, de lugares y sentidos comunes, que se hacen comunes en virtud justamente de su repetición. Pasado un tiempo, cambian las imágenes y con ellas nuestra existencia común.

En el espacio intercontextual generado artificialmente, la moda ha venido a ser el nuevo lenguaje básico[1]. No un “pérfido” lenguaje, sino quizás el único posible en las condiciones actuales de la existencia social. La palabra y el diálogo han sido sustituidos por la imagen y la moda: es ahí fundamentalmente donde nuestros espíritus comunican. Algunos de los oráculos de nuestro tiempo lo diagnostican con claridad: así G. Lipovetsky en su conocido ensayo El imperio de lo efímero, considera la imagen como el artífice máximo de la civilización superior que ha tenido lugar en la historia. También J. Baudrillard estaría de acuerdo en considerar la moda como fenómeno cumbre de la civilización. Por su parte M. Kundera se refiere a la imagología, es decir, la capacidad de creación de simulacros y sucedáneos, como el milagro materialista de nuestro tiempo[2].

La moda en su combinación con la imagen ha llegado a convertirse, por tanto, en el fenómeno del renacer a la realidad de cualquiera de los aspectos de nuestra existencia. Consideramos algo como real cuando aparece ante nuestros ojos y puede ser contemplado por todos al mismo tiempo y en el mismo sentido, no importando a los efectos de la realidad si proviene de la imaginación o del sueño. En efecto, como bien expresa G. Vattimo, máximo representante de la postmodernidad filosófica: “eso que llamamos la realidad del mundo es algo que se constituye como contexto de las múltiples fabulaciones”[3].

La moda es por tanto, una categoría de la existencia individual y colectiva, que en la misma medida en que se ha hecho total ha venido a ser universal.

En segundo lugar, el carácter totalizante de la moda se ha hecho posible por el economicismo capitalista, que ha venido a configurar el orden en que tienen lugar todas nuestras acciones. Como sugiere M. Rivière “la moda ha ayudado a construir el paraíso del capitalismo hegemónico”[4]. Sin duda, capitalismo y moda son realidades que se retroalimentan. Ambos son un motor del deseo que se expresa y satisface consumiendo; ambos cuentan de modo especial con emociones y pasiones, con la atracción por el lujo, por el exceso y la seducción. Ninguno de los dos conoce el reposo, avanzan según un movimiento cíclico no-racional, que no supone un progreso. En palabras de J. Baudrillard: “No hay un progreso continuo en esos ámbitos: la moda es arbitraria, pasajera, cíclica y no añade nada a las cualidades intrínsecas del individuo”[5]. Del mismo modo es para él el consumo un proceso social no racional. La voluntad se ejerce –está casi obligada a ejercerse– solamente en forma de deseo, clausurando otras dimensiones que abocan al reposo, como son la creación, la aceptación y la contemplación. Tanto la moda como el capitalismo producen un ser humano excitado.

En tercer lugar, el condicionamiento de toda la realidad por el progreso técnico, que hoy en día es un fin en sí mismo independiente de la vida humana, ha afectado a la moda. Al igual que el arte, la moda sigue las leyes del progreso técnico y se hace autónoma respecto a la belleza, al bien y a la verdad[6]. Para el caso del vestir, por ejemplo, comprobamos en la actualidad la autonomía del vestido respecto al cuerpo –el caso tan conocido del tallaje– y respecto del diseño e incluso respecto del vestir mismo: las últimas tendencias consisten justamente en deconstruir el vestido[7].

Todos estos fenómenos contribuyen a configurar una estética de la frivolidad que lleva aparejada una moral de la frivolidad, tal como la entiende por ejemplo Rorty, las cuales son la expresión misma del pensamiento contemporáneo postmoderno, para el cual la moda parece constituirse en la expresión misma del pensamiento, puesto que pone de manifiesto de modo fenoménico su debilidad.

Para darse cuenta de lo que esto quiere decir basta mencionar a G. Lipovetsky para quien “la mayor lección de la moda es que nos hace comprender, en las antípodas del platonismo, que, actualmente la seducción es lo que reduce el desatino, lo artificial favorece el acceso a lo real, lo superficial permite un mayor uso de la razón, lo espectacular lúdico es trampolín hacia el juicio subjetivo”[8]. Aunque Lipovetsky quizá no lo expresa del todo claramente, lo que parece estar detrás es la tesis nietzscheana, recogida por los filósofos postmodernos, de que lo aparente es lo real.

Lo característico de la frivolidad es la ausencia de esencia, de peso, de centralidad en toda la realidad y, por tanto, la reducción de todo lo real a mera apariencia: es una nueva sofística en la que, al igual que aquella con la que combatió Sócrates, la retórica erística prima sobre la verdad[9].

En efecto, la moda es una suerte de retórica-sofística que nos hace sumergirnos en una orgía de la apariencia. J. Baudrillard diría incluso en una post-orgía, en la que toda la realidad se nos presenta como pura exterioridad absolutamente manipulable. Ya la modernidad fue una orgía, un momento explosivo en que se consiguió la liberación en todos los campos. ¿Qué hacer después de la orgía? Fingir –dirá este autor postmoderno–. “Ya sólo podemos simular la orgía y la liberación, fingir que seguimos acelerando en el mismo sentido, pero en realidad aceleramos en el vacío”[10]. Sabemos que no somos libres, pero fingimos la liberación. La moda viene a ser el concepto de esa liberación sin libertad: posibilidad, transformación sin resistencia sobrepasando todos los límites sin nunca dejar de tener necesidad de liberarse de alguno. El proceso de liberación al infinito se muestra como la mayor atadura. De ahí la necesidad de vivir en la ficción: en la ficción de la liberación.

En la era de la apariencia cada uno busca su look, que es como su identidad de plástico. “Como ya no es posible definirse por la propia existencia –dirá J. Baudrillard–, sólo queda por hacer un acto de apariencia sin preocuparse por ser, ni siquiera por ser visto. Ya no: existo, estoy aquí; sino: soy visible, soy imagen –look, look! –. Ni siquiera narcisismo, sino una extroversión sin profundidad, una especie de ingenuidad publicitaria en la cual cada uno se convierte en empresario de su propia apariencia”[11].

Creo que no se puede describir mejor el actual significado de lo que aquí queremos decir con la expresión “moda total”. En esta situación de apariencia total, se disuelven las diferencias entre bien y mal, verdad y falsedad, lo mismo y lo otro, interioridad y exterioridad. Es la confusión total en la que tampoco hay espacio para el humor, porque como dice acertadamente M. Kundera, “el humor sólo puede existir allí donde la gente distingue la frontera entre lo relevante y lo irrelevante. Y esa frontera se ha vuelto hoy imposible de distinguir”[12].

En lo que hace relación al vestir, la forma de indiferencia, de liberación, más básica para entender la moda actual es la homologación del cuerpo a los objetos, en el sentido de que el cuerpo no pasa a primer plano como lo haría en un naturalismo, sino como impregnado de artificiosidad. Como apariencia y pura exterioridad no hay modo de diferenciar el cuerpo humano de los demás objetos[13]. Uno y otros son presa del poder de la técnica, que es lo único que queda de poder y de dominio en el contexto de la debilidad del pensamiento y la voluntad. La reconversión artificial del cuerpo se constituye de hecho en una nueva religión.

Esta situación aparece descrita de un modo muy claro en el libro de M. Rivière, Lo cursi y el poder de la moda: “La utilización masiva de instrumentos para la transformación del cuerpo es una verdadera religión, supone un ritual, requiere unos sacrificios, unos dogmas y normas morales cuyo objetivo es el acceso a un nirvana terreno: la eterna juventud, el desafío de la muerte. La religión del culto al cuerpo promete una nueva vida en sus ritos y en su magia, presentándose como un desafío al reinado del mal, entendiendo por mal lo natural, hasta que esa nueva vida artificial se convierta en la encarnación del nuevo mal. El narcisismo resulta una expresión excesivamente liviana para reflejar la realidad del nuevo hombre artificial. El maquillaje del yo, machacando al cuerpo en el fundamentalismo laico de su culto para adaptarlo a la identidad soñada, no pretende otra cosa que hacer del hombre un dios de la realidad nueva y esplendorosa que ese hombre trata de inventar”[14].

Es decir que, curiosamente la única forma de dominio que se ejerce es aquella del sacrificio para adaptarse a la apariencia cambiante y sin sentido. Y ese sacrificio pertenece a la única forma de culto posible para el mundo de la exterioridad y es el culto de la figura. Las diosas de ese culto, sin duda, son los y las modelos.

Como decíamos, la estética de la frivolidad lleva aparejada una ética de la frivolidad. El fenómeno de la moda total cuestiona el yo, tal como se había entendido en la modernidad: una identidad racional, definida individualmente, subjetivizada al máximo, con un poder ilimitado sobre su entorno. El yo rortyano postmoderno nos aparece, por el contrario, como un yo infinitamente revisable y compatible con una multiplicidad de identidades incoherentes, es caleidoscópico, especular y puede adquirir en sociedad distintos roles confundentes entre sí. La sociedad consiste entonces en un conjunto de yoes descentralizados constituidos por múltiples piezas de retazos culturales deconstruidos[15]. Como vimos, exactamente igual que el vestido. Desde esta interpretación del yo, no es posible una integración de la experiencia, no podemos hallar una continuidad en la acción que permita hablar de perfección, de cumplimiento de la propia personalidad, sin la cual toda ética no es más que una ética fingida, una ética puramente superficial sin interioridad, una ética frívola.

En la orgía de la apariencia, lo imaginario ha triunfado sobre lo real, pero aún cabe preguntarse dónde queda la realidad. La realidad queda mediada por la ficción, la cual presta al yo postmoderno un gran número de servicios. Veamos cuales son.

Quizás la función clave que ejerce la moda al yo en este contexto general es procurarle una oferta de identidades. La moda es una especie de “supermercado del yo”[16]. La creación de los diferentes looks, no es más que una tecnología de la identidad. Ajusta mis deseos momentáneos proyectados en la imaginación a un tipo social que se me ofrece en el mencionado supermercado: así hoy voy de romántico, mañana de hippie, pasado de mujer fatal, etc. Los constructores del supermercado deciden en su agenda las posibilidades de mi identidad. Lo grave del caso es que además el look supone una identidad definida exclusivamente por la exterioridad, por la apariencia, y reflejada de un modo particular en el vestido, aunque también en los lugares, las costumbres, el lenguaje. Es lo que ocurre hoy con la estética de la delgadez. Se ha impuesto como modelo de identidad contemporánea por antonomasia. Es un componente meramente exterior de la identidad, pero en el que nos reconocemos y fuera del cual, experimentamos un rechazo.

Curiosamente por muy alienante que parezca la identidad prefabricada en nuestra decripción, es un valor en alza. “El éxito de la identidad prefabricada –dirá M. Rivière– es que cada uno se la organiza de acuerdo con lo que previsiblemente triunfa”[17]. Permite por eso la moda un uso utilitarista de la propia personalidad.

Todo eso, sin embargo, no tiene generalmente nada que ver con la historia personal, es más, puede llegar a ocultarla, a hacerla imperceptible a mis propios ojos. La identidad se configura desde fuera de nosotros mismos. Cuantos más ojos tienen los demás para con nosotros, menos capacidad de mirarnos desde nuestro interior nos queda. Los ojos de los demás nos hacen olvidar que somos también protagonistas de nuestra propia historia, que somos más que una mera función del cambio social. No podemos distinguirnos a nosotros mismos de nuestro disfraz. ¿Cómo es posible entonces la ansiada liberación? La salida de ese disfraz es el camino interior. Consiste en alumbrar el propio nombre, es decir, la verdad del propio ser desde lo profundo de cada uno y contando con la propia historia. También entonces la moda tiene un papel relevante, a saber: expresa la identidad, pero no la constituye.

Un segundo servicio que presta la moda al hombre contemporáneo, y que me parece también extralimitado en nuestro mundo postmoderno, es el de ser el espejo social por antonomasia y, en esa misma medida, distorsionar la inclinación natural a la imitación que reside en todo ser humano. Toda situación social se ha convertido en una pasarela. Casi no podemos elegir a nuestros héroes, porque han quedado ocultos tras el brillo de esos escenarios.

En tercer lugar, la moda supone para el ser humano una redefinición del tiempo desde el ciclo de la moda: las famosas “temporadas”. Al final de cada una de ellas se crea una especie de vértigo en espera de lo nuevo. El tiempo queda redefinido otra vez desde la exterioridad. Lo nuevo es puramente cambio y viene a quitar el peso del aburrimiento existencial de las imágenes que se repiten: cambian las formas, los colores, los estilos, las identidades. No soportaríamos que no se diera ese cambio, la existencia se convertiría en algo demasiado pesado.

A la inconstancia del yo le corresponde una inconstancia del tiempo. La moda redefine las dimensiones del tiempo y las reduce a una, que es fundamentalmente el presente. No existe el pasado, porque la moda es efímera. Se desvanece totalmente en cuanto es sustituida. El futuro existe en forma de expectativa, de deseo en presente[18].

El tiempo queda marcado en función de unas expectativas meramente aparentes que, a mi modo de ver, falsean la disposición del ser humano a la esperanza. Y ésta es la siguiente función. Con la recreación del tiempo, queda redefinida la esperanza. La verdadera esperanza que supone, en el ejercicio del espíritu, el descubrimiento de la riqueza del ser de las cosas en la experiencia de lo mismo, de la repetición, queda sustituida por el dejarse sorprender por la novedad. En cualquier caso al no ser radical novedad se agota en muy poco tiempo y de nuevo aparece el aburrimiento y el vértigo, la dependencia de la oferta.

Un servicio de la moda añadido a los anteriores, y éste de gran interés para la clase gobernante, consiste en formar parte de la educación política, de la democratización. Todos los diseñadores se esfuerzan por decirnos, y hasta nos lo hacen creer, que “la moda está en la calle”. Esa afirmación, que a los consumidores de moda siempre nos sorprende, tiene un carácter eminentemente democrático. Desde el periodo de entreguerras, con el surgimiento del prêt à porter, la moda del vestir no ha hecho más que avanzar en un continuo proceso de democratización. El primer paso consistió en que toda la población tuviera acceso a la moda del vestir. El segundo es la posibilidad de manipular esa realidad humana en favor de la aceleración del proceso democrático. En este sentido la moda es un instrumento democrático más para lograr el consenso social. Un medio, por otro lado dudoso, pues, bajo la apariencia de una gran pluralidad y liberalidad genera una indiscutible homogeneidad, como señalaba A. Fikielkraut[19] en un artículo de La Vanguardia de hace ya algunos años.

Por último, el vestir adquiere un papel relevante en la redefinición de las relaciones humanas, que en el contexto de la moda total consiste fundamentalmente en seducir. Aquí viene al caso la conocida afirmación de Yves Saint-Lauren: “La gente ya no quiere se elegante, quiere seducir”[20]. Y eso es ejercer un poder. Lo característico de la elegancia es conservar siempre una cierta distancia para no perturbar la intimidad del otro. Es una forma de respeto. Generalmente la elegancia invita, pero no impone. Por el contrario, la seducción se impone, conduce generalmente a donde no se quiere ir: es un engaño.

La seducción reduce así fácilmente las relaciones humanas al nivel de la inmediatez que se mueve fundamentalmente por impulsos, apetitos, impactos, emociones, sentimientos, comodidad. En ese nivel de la inmediatez todos somos iguales y es muy fácil la manipulación: El “material humano” se hace así tremendamente previsible y, por tanto, flexible para las intenciones del poder.

Ahora bien, siendo tantos los servicios que la moda presta al ser humano de nuestros días –aunque, realmente lo serían si hallasen la medida entre la apariencia y la realidad–, ¿no es cierto que ha descuidado algunas de las dimensiones humanas a que afecta? Vayamos ahora a ellas.

En un sentido físico, el ser humano se viste para aislarse y protegerse del medio. Por eso, cuando no necesita protegerse deja de cubrirse: los pueblos primitivos de las regiones tropicales viven más o menos desnudos. Hay que distinguir aquí, sin embargo, el cubrirse del vestirse. En las diferentes culturas los seres humanos nos cubrimos de diferente modo, según las necesidades que nos impone el medio. Es ésta una necesidad física. Ahora bien, por encima del fenómeno de cubrirse está el de vestirse, que es más que cubrirse, es algo espiritual.

Interesan más aquí, desde el punto de vista antropológico, los rasgos espirituales del vestir.

En primer lugar hay que decir, siguiendo en este punto el análisis de Rafael Alvira[21], que le vestirse es una forma de habitar el mundo, una forma de “tener”.

Como absoluto el hombre pertenece a la esfera del ser, como relación a la esfera del tener. Porque necesariamente el hombre hace referencia a la alteridad, el hombre “tiene”. Su forma de relacionarse con las demás cosas es poseerlas, simplemente porque es en algún sentido superior a ellas. Con las personas la lógica de la posesión es diferente y se llama amor, que es el poseer por medio de dejarse poseer. Tener es ser capaces de añadir algo al propio ser. El hombre, al poseer la realidad, configura el entorno a su medida, según es él mismo. O, lo que es igual , puede “alargar”, “prolongar” su interioridad en todo lo que le rodea. Muy especialmente configura el entorno inmediato donde vive, la casa y el vestido.

Supone, por tanto, una relación entre una interioridad y una exterioridad. Precisamente, porque el ser humano tiene interioridad, y porque cada ser humano es una persona única, hay una infinita modelación del entorno por parte del hombre. Todo lo que tiene que ver con la acción humana puede adquirir muchas formas, aunque no todas, sin dejar de ser humano.

Nos vestimos al caer en la cuenta de que estamos presentes ante otros, que son ajenos a la propia interioridad. Ante esa mirada del otro configuro mi exterioridad como expresión de lo que soy. Esto nos enriquece, porque añade a nuestro ser corporal nuevos significados que expresan la riqueza interior, dándole así a nuestra apariencia externa una gran profundidad. El vestir dice algo de nosotros, pero no nos desvela completamente, de modo que siempre queda algo por conocer. Es la mediación necesaria para el trato social. Nos da la posibilidad de entrar en diálogo con los demás en la clave en que nos hayamos propuesto en cada caso. Los demás se dirigen a nosotros según nos presentemos. El vestir es una invitación al diálogo y al tipo de diálogo que buscamos[22]. En que sea simplemente una sugerencia para ello consiste, como mencionamos más arriba, la elegancia. Esa sugerencia se caracteriza por el respeto a quienes me ven y con los que quiero dialogar. Así no supone una violenta interferencia en su intimidad.

La elegancia no es el lujo o la ostentación, y ni siquiera la riqueza del vestido, sino que es la finura en el trato con los que nos rodean; la elección adecuada para el diálogo adecuado.

El hecho de que exista moda en el vestir nos habla de otro fenómeno espiritual, que tiene que ver con el ya mencionado diálogo, y es la necesidad que tenemos de asemejarnos y distinguirnos de los demás. Ya hacía referencia a ello G. Simmel en la definición que da de la moda: “Así la moda no es otra cosa que una de la formas de vida en las cuales la tendencia a la igualdad social y a la diferenciación individual y a la variedad se conjugan en un hacer unitario”[23].

Las personas necesitamos reconocernos en los demás para no sentirnos solos, pero al tiempo nos queremos distinguir, porque de hecho, somos diferentes en nuestra individualidad. Esa posibilidad de distinción en el contexto de igualdad nos la da, entre otras cosas, el vestido y la moda. Con la mediación del vestido podemos al tiempo acercarnos y marcar las distancias precisas.

El vestir supone, por tanto, una relación entre la interioridad y la exterioridad; entre el ocultamiento y el aparecer. Sin ese claroscuro no hay lugar para una experiencia verdaderamente humana en el ámbito del vestir. El vestido, por tanto, representa la necesidad de ocultar la intimidad a la mirada de los demás y, al mismo tiempo, -pues sólo se puede comunicar lo que de algún modo está oculto- la necesidad de comunicarla “medialmente”, es decir, la necesidad de modelar la propia exterioridad. En este diálogo del ocultamiento y del aparecer hallamos otro significado netamente espiritual del vestir que hace relación a la sexualidad humana: es el pudor.

El pudor no sólo hace referencia al ámbito de la sexualidad humana, sino a todos los ámbitos tocantes a la conservación de la propia intimidad[24]. Pero, sin duda, el hecho de que el ser humano tenga un carácter sexuado hace que el fenómeno del pudor sexual tenga que ver con el vestido. Porque mi cuerpo, soy yo.

Se habla hoy continuamente de “moda unisex”. La indiferenciación de los sexos pertenece a las nuevas tendencias. Ahora bien, eso de ningún modo elimina el juego de los sexos en el ámbito del vestir, porque de hecho la realidad sigue existiendo y la realidad humana es sexuada, aunque se pueda jugar a que no lo es. Hacerlo, lo único que añade es una sofisticación mayor y, por tanto, una mayor confusión, en el juego social y antropológico de los sexos. Es muy difícil pensar la realidad sin tomar en cuenta los valores masculinos y femeninos, sea quien sea quien los represente.

Dicho esto se entiende que el vestir, en la función de cubrir o descubrir, dependiendo de las culturas[25], juega un papel fundamental para que se haga posible una experiencia humana y no infrahumana en la vivencia de la propia sexualidad.

Como conclusión: la moda no es, sin más, un fenómeno advenedizo a la realidad humana, sino profundamente humano, siempre que se ajuste a su medida, siempre que no se abandone al pseudos. La moda a comienzos del siglo XXI, sin embargo, ha sobrepasado con mucho el sentido pleno que tiene dentro del marco de la experiencia verdaderamente humana y, en su totalización, se ha convertido en uno de los modos de alienación del ser humano. Se hace necesario a comienzos del nuevo siglo volverla a pensar integrándola dentro del sentido global de una vida humana plena. Sólo entonces encontrará la verdadera fuerza que permita para ella un despliegue auténticamente creador.

[1] Ibd. p. 50.

[2] Cfr. M. Kundera, La inmortalidad, Barcelona, Tusquets, 1989.

[3] G. Vattimo, La sociedad transparente, Paidós, Barcelona, 1990, pp. 107-108.

[4] M. Rivière, Lo cursi y el poder de la moda, Espasa, 1992, p. 12.

[5] J. Baudrillard, The Consumer Society, SAGE Publication, 1998, p. 100.

[6] A. Ruiz Retegui, Pulchrum, Rialp. Madrid, 1998, pp. 48-54.

[7] I. Urrea, Desvistiendo el Siglo XX. EIUNSA, Barcelona, 1999. Él título mismo hace referencia a esta idea.

[8] G. Lipovetsky, El imperio de lo efímero, Anagrama, 1990, p. 17.

[9] Cfr. Platón, Gorgias, 471 b-472 c.

[10] J. Baudrillard, La transparencia del mal, Anagrama, Barcelona, 1990. p. 9

[11] Ibd. p. 29.

[12] Cit. en M. Rivière, p. 161.

[13] De ello habla también Baudrillard en The Consumer Society, p. 134. En la sociedad de consumo todos los objetos, también el cuerpo operan funcionalmente.

[14] M. Rivière, p. 122.

[15] Cf. R. Rorty, Philosophical Papers. Objectivity, Relativism and Truth, Cambridge University Press, Cambridge, 1991.

[16] M. Rivière, op. cit. , p. 35.

[17] Ibd. p. 38.

[18] Un análisis filosófico del deseo y el cambio conectados con la vida humana y el comercio, aparece en R. Alvira, Filosofía de la vida cotidiana, p. 98 y ss. Dentro del capítulo “El concepto de corazón”.

[19] Artículo en La Vanguardia/Cultura, 3 de abril de 1990.

[20] Cit. M. Rivière, op. cit. p. 156.

[21] R. Alvira, “Análisis filosófico de la moda”, p. 48.

[22] Una reflexión filosófica sobre la invitación se puede encontrar en R. Alvira, Filosofía de la vida cotidiana, pp. 23-32, en el capítulo “El arte de invitar”.

[23] G. Simmel, “La moda”, en: D. Formaggio y L. Perucchi, Georg Simmel. Arte e civilità, Milan, Isedi, 1976, p. 21.

[24] Lo esencial del fenómeno del pudor, y sigo en este punto a K. Woityla en Amor y Responsabilidad, Plaza & Janés, Barcelona, 1996, es: “la tendencia a ocultar los valores sexuales mismos, sobre todo en la medida en que en la conciencia de una persona constituyen un objeto de placer” (p. 213). Y esto porque en el ser humano existe un rechazo radical a ser considerado por los demás como un instrumento, como un objeto. Por eso, “el pudor sexual es, en cierta medida, una revelación del carácter suprautilitario de la persona, tanto del hombre como de la mujer”. (Ibd. P. 214). El autor hace una distinción interesante entre los diferentes modos como el hombre y la mujer experimentan el pudor sexual: teniendo en cuenta que para un ser humano normalmente constituido la sensualidad hace considerar el cuerpo del otro como un objeto de placer, se puede decir que en la mujer la afectividad supera la sensualidad y, por eso, ella es menos consciente psíquicamente del cuerpo como objeto de placer. Por esa razón, ella siente menos la necesidad de esconder su cuerpo, objeto posible de placer, y es menos púdica. El hombre, sin embargo, siente interiormente su propia sensualidad, es decir, psíquicamente es más consciente de ella y, por eso, es más púdico. Se da cuenta de lo que puede suponer que “la mujer reaccione ante su cuerpo de modo incompatible con el valor del hombre en cuanto persona” (Ibd. p. 215)

Se puede decir, por tanto, que, y cito de nuevo, “la necesidad espontánea de encubrir los valores sexuales es una manera natural de permitir que se descubran los valores de la misma persona”. (ibd. p. 217).

[25] Ibidem. , p. 212-213: “los pueblos primitivos de las regiones tropicales viven más o menos desnudos. No pocos hechos referidos a sus costumbres demuestran que no identifican la desnude con la falta de pudor. Incluso consideran señal de impudor cubrir ciertas partes del cuerpo. Lo que actúa en estos casos es ciertamente una costumbre, un uso debido a las condiciones atmosféricas. La desnudez es en estos pueblos una función de adaptación del organismo al medio y las condiciones de éste, de manera que no se ve en ella directamente ninguna otra intención; en cambio, semejante intención puede fácilmente asociarse al hecho de disimular las partes del cuerpo que determinan la diferencia de sexos”.

 LA LIBERTAD POSTMODERNA

ALEJANDRO LLANO

EN HUMANITAS NRO.15

 

Como sucede con todos los términos filosóficos relevantes, la libertad se dice de muchas maneras. De múltiples modos la dicen los diversos filósofos y, en el lenguaje corriente, cada uno empleamos esa palabra a nuestro modo. Claro que ni todas las maneras de decirla ni todos los estilos vitales de realizarla son igualmente afortunados. Unos tienen mayor profundidad y alcance que otros. Y no faltan los modos que son, sencillamente, inviables; porque delatan la incoherencia teórica o práctica de quienes utilizan la palabra libertad o intentan llevar una vida que merezca el calificativo de libre. Leibniz decía que la libertad es uno de los laberintos de la filosofía. El otro, la constitución de la materia. La libertad es un laberinto filosófico y vital porque, en su comprensión y ejercicio, participan todas las dimensiones antropológicas y, en especial, la inteligencia, la voluntad y las emociones. Tarea de los que nos dedicamos a escribir de filosofía es intentar encontrar el hilo conductor que nos lleve a la salida del laberinto, esquivando por el camino algún toro bravo que lo eche todo a perder.

La estrategia elegida para este ensayo ha sido la de distinguir tres sentidos diferentes de la libertad: la libertad-de, la libertad-para y la libertad de sí mismo. Sentidos que hago corresponder -de manera no muy estricta, por cierto- a tres etapas históricas: la premoderna, la moderna y la posmoderna. Con la particularidad de que cada uno de estos sentidos tiende a prolongarse en el tiempo, y salirse de su época y de sus límites conceptuales, y a tornarse finalmente inviable, si no se completa y depura. Mientras que, en sentido inverso, la auténtica evolución enriquecedora de la libertad implica superar los anteriores estadios, pero conservando sus hallazgos: es una superación que conserva algo así como lo que Hegel llamaba Aufhebung.

El primer sentido de la libertad, el más simple y obvio, es el que se suele llamar libertad-de. Yo me siento libre cuando estoy exento de constricciones u obstáculos que me impiden hacer lo que deseo realizar. Es lo que los clásicos llamaban libertas a coactione, que no significa que seamos libres por coacción -como algún ignorante ideólogo atribuía a las oscuridades medievales-, sino que estamos libres de coacción, es decir, que a veces no actuamos por coacción, por alguna imposición exterior, sino por propia decisión, por un principio activo que se encuentra en nosotros mismos.

Por eso, se le suele llamar libertad e decisión, libertad de arbitrio o, sencillamente, libre arbitrio. Según ha señalado Millán-Puelles, se trata de una libertad innata y de índole psicológica. Innata porque se nace con ella: nadie puede no ser libre o -dicho más paradójicamente- somos necesariamente libres. Estamos forzados a elegir. Lo cual no es pequeña carga, porque muchas veces desearíamos que otros o el curso de los acontecimientos decidieran por nosotros, quedando así exonerados del peso de la responsabilidad que toda decisión seria lleva consigo. Pero el caso es que no, que a diario nos toca analizar las situaciones, deliberar acerca de las posibilidades de acción y hacer bascular sobre una de las opciones el peso de nuestra decisión que, al cabo, es el peso de nuestro propio yo, porque la libertad tiene un carácter reflexivo: decidir es siempre decidirse (a diferencia del conocer, que no en todos los casos implica conocerse). Precisamente porque -al menos en este supuesto estoy libre de trabas, el origen de la decisión queda remitido a mí mismo: en un momento concreto corto el curso de las deliberaciones y me comprometo con una de las posibilidades. Con los clásicos griegos, puedo decir: “Tengo, no soy tenido”.

La libertad-de presenta, además, una índole psicológica, porque en el desenlace de las deliberaciones intervienen las principales potencias del alma, entre las que no se suele prestar el interés a las emociones o pasiones. De ellas decían los clásicos que refuerzan la libertad cuando se desencadenan conforme a la razón verdadera y a la libertad recta; mientras que la bloquean o impiden su ejercicio cuando ellas mismas, de manera antecedente, disparan el dinamismo psicológico.

En cualquier caso, y con los debidos matices, la presencia de las emociones o sentimientos es signo de la autenticidad de la acción libre, porque dan fe de que el propio ser -desde sus más

íntimas pulsiones- está comprometido con su libertad, de un modo que no se registra en ningún otro comportamiento humano.

Por todo lo dicho, la libertad-de parece teñida de individualismo. Como estoy libre de, soy “como Juan Palomo: yo me lo guiso y yo me lo como”. Individualismo que, por cierto, estaba ausente en la versión originaria de la liberta-de, cuyo ejercicio en la polis griega era la característica distintiva de los ciudadanos, frente a los esclavos o los metecos. Para ser libre, es preciso ser miembro de una comunidad vital, en la que el agente se integra y manifiesta, como dice Hannah Arendt, su carencia de coacciones a través de los discursos en el ágora y sus hazañas en el campo de batalla.

El sesgo más personalista de este primer sentido de la libertad lo aporta la irrupción del cristianismo en la mentalidad occidental. No es que el cristiano se encuentre existencialmente aislado. Todo lo contrario: además de ser miembro de la ciudad profana, donde debe brillar su honestidad, habita en la ciudad santa, la Iglesia, a cuyos miembros les une un ligamen mucho más fuerte que el que reunía a los componentes de la polís griega o de la civitas romana. En el cristianismo se trata de una comunión interior, que apela a la conciencia y que, por tanto, presenta una dimensión personalista apenas presente en las versiones clásicas de la libertad.

La tensión entre ambas “ciudades” ha sido descrita con una inigualada profundidad en la agustiniana Ciudad de Dios. Tensión que nunca deja de tener un cierto sentido dramático, porque las exigencias de una de las dos comunidades aparece a veces como contrapuesta a las exigencias de la otra. Es el caso de la obligación cívica de ir a la guerra (injusta), de pagar impuestos abusivos, obedecer a autoridades mezquinas o soportar la arrogancia del poder. Y también el caso de la pobreza voluntaria, el rechazo de la corrupción generalizada y, en último término, del martirio por lealtad a la fe.

Pero sucede que esta libertad-de, penetrada de sentido personal, se convierte en auténtico individualismo cuando -en la modernidad incipiente- su inspiración clásica y cristiana se ve fuertemente influida por el estoicismo, que los renacentistas rescataron del helenismo tardío y de la enseñanza moral predominante en los autores romanos. A primera vista, el estoicismo parece asemejarse a la ética cristiana: propugna la serenidad interior, la paciencia ante las dificultades, la aceptación resignada de la muerte. Pero quizá no haya otra moral tan opuesta al cristianismo, cuya esencia es la caridad; mientras que la del estoicismo es la indiferencia, la calma del que no siente ni padece por nada que esté en el exterior del individuo en sí mismo encastillado. Yo sólo soy responsable de mis propios actos: los que ocurre por causas naturales, azar o voluntad de otros me tiene, literalmente, “sin cuidado”.

La conexión del estoicismo con el moderno individualismo político ha sido destacada por Charles Taylor y por Jesús Ballesteros. El tipo de libertad que se encuentra en la base del individualismo político sigue siendo el de libertad-de. Pero, así como en su versión clásica y cristiana, la libertad de decisión tenía un sentido claramente positivo, en cuanto encaminada a la perfección de la persona y al servicio de la comunidad, la libertad de indiferencia individualista es una libertad negativa, consistente exclusivamente en estar libre de obstáculos externos para hacer lo que yo quiero.

El examen de esta libertad sin metafísica, reductiva y materialista, tal como se presenta en Hobbes, tiene aquí mucha importancia, porque sigue siendo el patrón sobre el que se diseñan las variantes de la libertad contemporánea y, especialmente, de la libertad en sentido postmoderno. La libertad negativa debe su éxito teórico y su pervivencia histórica a su simplicidad conceptual y a su aparente conexión con la vivencia cotidiana de la libertad. Por una parte, en lugar de los complicados esquemas escolásticos de las relaciones entre razón y apetito intelectual o sensible, la concepción individualista del liberalismo moderno sólo exige un requisito: que no haya obstáculos externos. De lo demás, por así decirlo, ya me encargo yo, precisamente porque se postula que soy libre, que sé lo que quiero y, por lo tanto, que –en ausencia de impedimentos exteriores- puedo hacer precisamente aquello que responde a mis apetencias inmediatas. Por otra parte, esta versión tan simple y obvia, parece corresponderse exactamente con mi vivencia diaria de la libertad. ¿Cuándo me siento libre? Cuando ninguna dificultad externa me impida hacer lo que nadie es mejor juez que yo para discernir lo que me agrada y conviene. El ejercicio de la libertad no admite jueces externos, porque nadie es capaz de saber lo que yo siento y, mucho menos, de sentir lo que ahora yo mismo deseo.

Según esta concepción de la libertad negativa, el gran obstáculo para el uso efectivo de mi libertad viene dado por el ejercicio que de su propia libertad hacen los demás hombres. Resto de ese convencimiento es la desgraciada máxima que ha llegado hasta nosotros: “tu libertad termina donde comienza la de los demás”. De manera espontánea, en el “estado de naturaleza”, cada uno barre para su propia casa y quiere el máximo de libertad a costa de la libertad ajena. Es la guerra de todos contra todos. Su única solución es un artilugio conceptual que, desde Hobbes hasta Rawls, se viene llamando “contrato social”. Para constituir un estado político ordenado y organizado, todos y cada uno de los ciudadanos deben transferir, de manera pactada, su libertad -al menos, parte de ella- al gobierno de la ciudad, que se encarga de impedir que nadie ejerza su arbitrio de manera abusiva, es decir, fuera del ámbito de su existencia individual, interfiriendo en espacios de libertad de individuos ajenos. Los ciudadanos cambian libertad por seguridad. Ceden al poder cuasi absoluto del Estado gran parte de su libertad posible, para asegurar ese resto de libertad real que les queda: libertad reducida, ciertamente, pero libertad suya, que es lo que realmente le importa a un individuo moderno que quiere sobrevivir y ser autónomo.

Ahora bien, lo que pasa con esta libertad negativa es no sólo que resulta del todo insuficiente para desplegar en su completa envergadura la libertad personal y social, con el evidente peligro de absolutismo político, sino que resulta realmente inviable. No se puede vivir una libertad-de en sentido negativo y, por lo tanto, cerrado, porque el ejercicio efectivo de mi libertad requiere su inserción en una comunidad de ciudadanos, en la que sea posible aprender a ser libres, a base de enseñanzas y correcciones, de cumplimiento de las leyes, de participación en las empresas comunes y de aprendizaje del oficio de la ciudadanía. Si se acepta -aunque sólo a título de “experimento conceptual”- el “estado de naturaleza”, entonces es imposible dar el salto a una comunidad política, porque no habría apoyo alguno para realizar un pacto cuyos presupuestos -como señaló Durkheim- no pueden ser pactados.

Tal es, por cierto, la gran diferencia entre la Revolución Francesa y la Americana. Por influencia de Rousseau y por la evidencia de que la monarquía absoluta de Luis XVI y sus predecesores era radicalmente injusta, los revolucionarios franceses intentaron regresar a una condición extrapolítica, para poder construir sin presupuesto alguno un Estado racional, igualitario y justo. El resultado es conocido: en perfecta lógica con el planteamiento inicial, la Revolución devoró a sus propios hijos o, mejor, a sus propios padres. Cualquier autoridad política establecida antes de alcanzar el orden de la igualdad y la justicia perfectas, sería ilegítima; y quien la detentara -el caso paradigmático es Robespierre- debería pasar cuanto antes por el trámite de la guillotina. El desenlace sólo podía ser la liquidación final de la situación revolucionaria, llevada a cabo por Napoleón el 18 de Brumario.

Como destaca Hannah Arendt en Sobre la Revolución, el planteamiento en América es totalmente diferente. Por de pronto, no aceptó mentores ideológicos fuera de los clásicos romanos, y, de entre los modernos, valoró sobre todo a Montesquieu. No partió de una presunta situación extrapolítica, sino de las comunidades formadas por los pasajeros del Mayflower y otros emigrantes o exilados, que no buscaban el cambio radical de los modelos políticos europeos, sino vivir en paz y prosperidad, basadas en el mutuo respeto a sus libertades religiosas y cívicas. La guerra colonial, iniciada con el rechazo de impuestos no aprobados por el pueblo (es decir, por la reivindicación de una libertad pre-moderna), desembocó en una guerra “revolucionaria”, que contó con las comunidades ya establecidas: sus representantes elaboraron una Constitución que ha resistido dos siglos, y a la que sólo a última hora algunos sintieron la necesidad de añadir una declaración de derechos del hombre.

Como Tocqueville detectó admirablemente, la base de la “democracia en América” fue el fuerte sentido de pertenencia a una comunidad y el anhelo de participar en su autogobierno. Y éstas son precisamente manifestaciones -no las únicas ni quizá las más relevantes- de ese segundo sentido de libertad, ya genuinamente moderno: libertad-para.

La libertad-para es por excelencia la que podemos calificar de libertad positiva. Las mujeres y los hombres de la modernidad no nos sentimos libres simplemente porque el Estado nos respete un minúsculo recinto de autonomía en el ámbito privado. Como en la polis, en la civitas y en las repúblicas italianas renacentistas -estudiadas por Pocock- el ciudadano libre se considera miembro de pleno derecho de una comunidad política a cuyo gobierno no se atribuye en modo alguno “el monopolio de la violencia”; expresión tan reciente como desafortunada, porque la violencia no es monopolio ni capacidad legítima de nadie, ya que su sentido -si alguno tiene- es netamente extrapolítico, y cuya asimilación al poder político o social supone una trágica confusión conceptual, en la que incurre con frecuencia la ignorancia de tantos políticos, al precio de legitimar indirectamente el terrorismo.

Según decía Edmund Burke, cuando los ciudadanos actúan concertadamente, su libertad es poder. Tal es la esencia de la democracia: el convencimiento de que la fuente del poder político es la libertad concertada de los ciudadanos. Libertad que abarca previamente la autónoma iniciativa en los restantes ámbitos de la vida social, cultural y económica.

Pero en “la idea europea de la libertad”, como la llamó Hegel, en la moderna concepción de la libertad-para o libertad positiva -que es, en buena medida, nuestra idea de libertad- hay un elemento más radical aún, de signo antropológico, desde el cual es posible descubrir las causas profundas por las que la libertad negativa es del todo inviable. Se trata de la exigencia de auto-realización. Es cierto que en Píndaro encontramos ya el mandato “llega a ser el que eres”. Pero el sentido que tiene este antiguo imperativo de alcanzar la propia identidad presenta sólo un carácter comunitario: la sabiduría ancestral ordena al hombre noble que se comporte como la moral heroica de la Grecia pre-clásica establecía, de modo que -en sus discursos y hazañas- estuviera a la altura de sus iguales y fuese uno más entre los de su categoría social. En cambio, el ideal romántico y post-romántico de la auto-identificación me impulsa a ser “yo mismo”, único, auténtico, irrepetible, original. Para ello, no me basta seguir las llamadas genéricas de la moral establecida, sino que tengo que descubrir yo sólo aquello para lo que estoy llamado.

Y es precisamente en este momento cuando mejor se detectan, como ya anticipé, las insuficiencias de la libertad negativa. Porque desde la versión reductiva y no cognitivista de la libertad-de se da por supuesto que, una vez eliminados los obstáculos externos, sólo me resta seguir mis sentimientos, mis emociones inmediatas, para realizarme plenamente.

Pero, a poco que se piense, se comprueba que las cosas no son así. De entrada, las emociones inmediatas suelen ser superficiales y cambiantes, de forma que no es viable fundamentar sólo en ellas una trayectoria personal que abarque toda mi biografía y confiera a mi curso vital un carácter distintivo, exclusivamente mío. Taylor lo ha visto muy bien.

Es cierto que, en algunas personas, las emociones dominantes determinan su carácter de por vida. Pero, así como esto abre posibilidades a la heroicidad y la grandeza de ánimo, el riesgo también aumenta. Porque tales sentimientos hegemónicos pueden ser engañosos y, de hecho, a veces lo son. No pocas veces prometen lo que no pueden dar. Si, por ejemplo, me dejo llevar siempre por el sentimiento de rencor o venganza -como en el caso de un terrorista-, entonces no me convierto en un héroe que reivindica la libertad patria y hace pagar a los dominadores por ofensas históricas; en realidad, me estoy autodestruyendo a diario, hasta constituir sólo un resorte o rueda de transmisión en la máquina de una violencia irracional y ciega. También hay ejemplos más ordinarios y domésticos: los del alcohólico, el drogadicto, el fumador empedernido, el vanidoso patológico o el play boy consuetudinario. Todos actúan por pulsiones que prácticamente les obligan a comportarse de una manera autodestructiva, a pesar de no tener obstáculos externos para dejar de comportarse racionalmente; o quizá precisamente por no tenerlos, en una sociedad que confunde la libertad con el permisivismo.

A un nivel superficial, se puede decir que una persona de este tipo “hace lo que quiere”; pero eso que, aquí y ahora, quiere -impulsada por un placer o un dolor casi irresistibles- no es precisamente lo que ella misma “quisiera querer”, según aquella reflexividad volitiva a la que antes aludía. Porque lo más significativo de estos casos de emotivismo desbocado es que en ellos se distorsiona la visión de la realidad, se pone como algo esencial lo que -en el mejor de los casos- es sólo accidental, y cada vez resulta más difícil saber cómo son las cosas y quién soy yo. De manera que el individuo se ve paralizado por lo que Aristóteles llamaba la akrasia: la debilidad que proviene del descontrol del apetito sensitivo, de la falta de autodominio corporal y mental.

En cualquier caso, hay siempre como un reducto invulnerable de la propia personalidad -al cual se llama a veces conciencia- que de cuando en cuando deja oír su tenue voz y nos advierte: “No es eso, no es eso”. Al proceder de esta manera no estás desplegando tu propio ser: lo estás vaciando, lo estás hiriendo, no te estás ganando, te estás perdiendo.

Pero lo que aquí nos interesa no es realizar una especie de radiografía de los vicios, ya esbozada por Hegel en su Fenomenología del espíritu, cuando hace ver que la dialéctica del placer lleva al sometimiento-, sino subrayar, con Taylor, que la conquista de la propia identidad y el despliegue de su auto-realización sólo se pueden conseguir por medio de “valoraciones fuertes” (strong evaluations). Para ser libre en sentido moderno, no basta con carecer de obstáculos externos. Hay que estar también libre de los internos. Y, para conseguir esto último y mas decisivo, se necesita cultivar un fondo estable de valoraciones fuertes, a las que se recurra en caso de conflictos éticos personales. Es más, en una sociedad tan compleja y variable como la nuestra, los horizontes vitales están siempre cambiando y aparecen conflictos nuevos de continuo. Como sucedía con una de las Gorgonas, la única manera de librarse de su mirada fatal era cambiar sin cesar de posición, según ha recordado Niklas Luhmann.

Para dirimir tales conflictos, se precisa una estructura de sólidas valoraciones fundamentales, sin la cual la prudencia en la decisión o en el consejo carece de fundamento. Así las cosas, decir que lo que de hecho hago es siempre seguir lo que me gusta, resulta una tesis trivial y equívoca. Porque lo que se llama “gusto” corresponde a una emoción inmediata, que sólo puede ser valorada al trasluz de esasstrong evaluations, que poco tienen que ver con el gusto: en todo caso, el “gusto” -en su sentido más depurado y noble, entendido como satisfacción ética o paz existencial- es un resultado de esas valoraciones fuertes, pero en ningún caso serio constituye su causa. El mal emotivismo es la fuente de los más crasos errores de la ética actual,

como ha demostrado Elisabeth Anscombe en su imprescindible artículo “Modern Moral Philosophy”.

Como en casi todas las discusiones filosóficas de cierto alcance, comparece aquí el problema de las relaciones entre apariencia y realidad o, si se prefiere, entre el sueño y la vigilia, que, como ya advirtió Platón en la República, afecta de modo muy especial a la distinción entre el bien y el mal. Con respecto a las cosas justas y bellas muchos se atienen a las solas apariencias, que no pocas veces son casi indiscernibles de las correspondientes realidades; respecto de las cosas buenas, en cambio, nadie se conforma con las apariencias, todos buscan cosas reales y rechazan las que sólo parecen buenas”.

Así pues, hay una estrecha relación entre libertad y verdad, por una parte, y verdad y ser, por otra. De ahí que una teoría de la libertad no pueda estar hecha solamente de convenciones, pactos, usos culturales, impresiones o ilusiones. Si fuera así, como es el caso de la libertad-de al estilo hobbesiano y del actual relativismo cultural y ético, entonces sencillamente no sería una teoría de la libertad, sino de otra cosa a la que hemos dado en llamar de la misma manera.

Pero la libertad-para también puede salirse de su cauce y anegarlo todo con una concepción dogmática e ilimitada de la auto-realización personal o del progreso cívico. Yo tengo el deber moral y el compromiso civil de dar de mí lo mejor, pero nadie puede exigirme que triunfe en la vida, aunque sólo sea porque, como dice Leonardo Polo, “todo éxito es prematuro”. Intentar ser excepcional y único, además de una ingenuidad, constituye un empeño realmente dañoso para quien se lo propone. Lo que está en mi mano es buscar la verdad, trabajar con esfuerzo, cultivar con paciencia las virtudes intelectuales y éticas, corregir mi conducta al comprobar que me he portado mal. Y todo esto es algo que no se enseña, sino que se aprende; que es preciso conseguir por el método de ensayo y error; que madura con el tiempo y el esfuerzo. Pero está claro que no responde al necesario despliegue de un yo trascendental o dialéctico que, a fuerza de no existir, no deja huellas perceptibles de ese presunto avance necesario ni en la persona ni en la sociedad. Si algo ha quedado patente en este siglo, es que las teorías del super-hombre y del progreso indefinido no tienen fundamento real.

Al perder su apoyo en la objetividad personal y colectiva, las tesis principales de la ideología moderna han entrado en crisis, arrastrando consigo toda una concepción del mundo y del hombre dominante en Occidente durante tres siglos. La visión titánica de la libertad se ha disuelto. Nos hemos percatado de que ese yo infalible y poderoso, lanzado a la conquista de sí mismo y al dominio del mundo, sólo era una fábula, uno más de esos “grandes relatos” míticos que, según los postmodernos, orientan las diversas épocas de la historia. Entramos ahora en la cultura de la sospecha. Cuando surge algo que parece verdadero o bueno, nos preguntamos en seguida si no será falso y malo; y, excavando un poco con las técnicas de la arqueología del saber, descubrimos que lo que llamábamos “libertad” no es más que un afán de poder, libido sublimada, ideología encubierta, olvido del ser o, simplemente, carencia de sentido, como ha señalado K. 0. Apel.

Más claro está aún el aparente fracaso de la libertad-para en el progreso social ininterrumpido que nos prometían la ciencia y la tecnología. Mirando el siglo XX, nos inquieta que haya sido el más sangriento, superando al resto de la historia en muertos por guerras, represiones, hambres, deportaciones, torturas y encarcelamientos. Muchos ataques al medio ambiente parecen irreversibles. Y la distancia entre los países ricos y los países pobres se alarga cada día más.

El proyecto moderno ha fracasado en sus ambiciosos planes de ilustración general, paz perpetua e igualdad económica. Algunos, como Habermas, consideran que es una tarea inacabada por culpa de la reacción y del conservadurismo. Otros, en cambio, piensan que el racionalismo a ultranza está agotado y propugnan el decidido tránsito hacia otra época: la

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San Agustín: mi peso interior no son mis ocurrencias, experiencias o caprichos, de los que más bien he de liberarme; lo que afirma y aporta voluntad de aventura es mi amor personal, definitivo e irreversible.

Esta idea de la libertad como liberación de sí mismo procede de Schelling y ha sido actualizada en nuestros días por Fernando Inciarte. No se emparenta con la estrategia estoica del desentendimiento, presente en la expresión juvenil “paso de todo”, ni con el yoga o la meditación trascendental, que conducen al vacío existencial. La libertad de sí mismo se entronca en la más castiza tradición socrática: ningún objeto de este mundo agota la capacidad de asomarse al misterio de lo real. La concepción platónico del Bien se hallaba también más allá de toda representación formal. Y Aristóteles, para quien el alma es en cierto modo todas las cosas, dice que el filósofo es amante de los mitos porque en el fondo de todo late lo maravilloso.

El cultivo de las Artes Liberales conduce a la conciencia de que en el hombre se interpenetran una maravillosa llamada y una profunda debilidad. Es una educación de y para la libertad. Ratzinger sugiere que al empeño de liberación de sí mismo se oponen las concepciones insuficientes de la libertad-de y la libertad-para. El intento de liberarse-de una versión empequeñecida de sí mismo se concibe como un atentado contra la libertad. La propuesta de verdades para que el hombre sea libre, las únicas que hacen posible su plenitud y la recta ordenación de la sociedad, comprometería su autodeterminación. Es la paradoja del ser humano: sólo libre de sí mismo puede ganarse a sí mismo. En la medida en que la educación se adhiere a una neutralidad valorativa, la formación en la libertad se aleja. Se produce un cortocircuito intelectual y moral que convierte el riesgo y la fatiga de conquistarse a sí mismo en la mísera trivialidad de una emotividad enteca, que sólo se manifiesta en el fugaz instante de una espontaneidad inmediata y, por tanto, no cultivada, inculta.

El logro de la libertad emocional es el objetivo de toda educación personalizada. Porque lo que nos mueve es el sentimiento de lo valioso y conveniente, de lo interesante y bello, de lo bueno y favorable. La libertad humana -se lee en Ética a Nicómaco-, es deseo inteligente o inteligencia deseosa. De ahí que al bueno (bien educado) le parezca bueno lo bueno, y malo lo malo; mientras que al malo (al inculto) le parezca bueno lo malo y malo lo bueno. Como dice Mac Intyre -sirviéndose de Flaubert- “toda educación moral es una educación sentimental”. La formación del carácter sólo es posible en un horizonte de verdades sobre el hombre y en el seno de una auténtica comunidad, logra que la persona sienta las cosas como son, de modo que sus sentimientos no sean apariencias, sino manifestación de hábitos que proceden de una libertad conquistada y que, a su vez, la manifiestan.

En cambio, la libertad disminuida surge de un error antropológico tan decisivo como generalizado: la idea de que la libertad se desarrolla por su ejercicio espontáneo, sin atender a bienes, virtudes ni normas. Lo que entonces resulta es la veleidad, la libertad entendida como choice, como si se tratara de elegir productos superfluos o indigestos en las grandes superficies de cualquier supermercado. Y tal veleidad produce individuos valorativamente castrados, que estragan enseguida su vida en los requerimientos inmediatos de la sociedad como mercado.

El logro de la libertad de sí mismo es una hazaña existencial de envergadura, imposible de alcanzar con las propias fuerzas. Necesitamos la ayuda de los otros y del Otro, para lograr esa pureza de corazón que, según Kierkegaard, consiste en “amar una sola cosa”. Es esa agilidad interior que detectamos en las personas más valiosas e interesantes que conocemos: están centradas en una única finalidad, pero, a la vez, permanecen atentas a los que las rodean; no arrastran la carga de frustraciones y resentimientos, sino que viven a fondo, de manera no necesariamente pagana, el carpe diem, la libre intensidad de la hora presente. Al acercarse a la liberación de sí mismo, se rescatan y reasumen las mejores potencialidades de la libertad-de y de la libertad-para .

Porque el que no vive para sí está libre de toda traba existencial y dispuesto a lanzar su vida hacia metas que merezcan tan arduo esfuerzo.

Para lograr esta emocionante liberación de uno mismo, hay que aprender a olvidar y a recordar. lo dijo Carlyle: “Un sabio recordar y un sabio olvidar: en eso consiste todo.

¿Existe una civilización mundial? Los fenómenos parecen se contradictorios. Por una parte, observamos los hechos incuestionables de la globalización. En la base de esta globalización reside como hecho fundamental el trastorno experimentado por la civilización europea a raíz de la ciencia moderna, de Galileo, Descartes y Newton. Esta ciencia sustituye el antropomorfismo de la visión tradicional del mundo por un antropocentrismo radical. El hombre ya no se considera la cima de una pirámide de seres ni los seres no humanos se visualizan como semejantes en mayor o menor grado al hombre, con identidad precisa, una tendencia o un deseo, vivos o al menos existentes como él. Anteriormente la existencia se comprendía por anatomía con la vida. Vivere viventibus est esse, decía Aristóteles. La nueva ciencia, en cambio, reduce las cosas a la exterioridad, a su condición de objetos para el hombre. Es por eso que hablo de un antropocentrismo en reemplazo del antropomorfismo. Se renuncia a comprender el mundo renunciando a la interpretación teleológica de las cosas. Como señala Francis Bacon, dicha interpretación esterilis et tamquam virgo Deo consecrata quae nihil parit. Ahora ya no se necesitan vírgenes consagradas. Conocer una cosa ya no significa, como era para el hebreo y aún para Aristóteles, unirse con ella –intelligibile in actu et intellectus in actu sunt idem- sino fijarla como objeto desde el punto de vista de su eventual manipulación. Conocer algo -dice Thomas Hobbes- quiere decir to know what we can do with it when we have it (saber qué podemos hacer con ello cuando lo tenemos). La técnica moderna nos revela la esencia oculta de la ciencia moderna. Ambas son esencialmente universales, indiferentes ante las condiciones individuales o colectivas de las personas, los grupos, las culturas y las épocas, ya que hacen abstracción de todo cuanto está dotado para la simbiosis del hombre y sus convivientes y coexistentes. Ahora bien, al mismo tiempo, con el dualismo radical de la res cogitans y la res extensa, el hombre descubre que él también es parte tanto del mundo de los objetos como del dominio de la subjetividad. El cuerpo del hombre se percibe como mero objeto, es decir, como máquina; pero muy pronto también su alma, sus sentimientos e incluso su conciencia son sometidos a una objetivación naturalista. Al comienzo de la era moderna, el hombre no se permitía considerar las cosas como seres parecidos a él; al final, se considera parecido a las cosas, es decir, el hombre llega a ser para sí mismo un antropomorfismo. Siendo el antropomorfismo denunciado como ilegítimo, es también ilegítima la consideración humana del hombre y debe ceder su lugar a la visión científica. ¿Y quién es entonces el sujeto de esta ciencia? Si éste desaparece, la ciencia misma se convierte en un hecho natural, en una etapa en el largo camino de una evolución ciega y debe renunciar a su pretensión de verdad.

Hay un fenómeno incompatible con este dualismo del sujeto y el objeto: es la vida. La vida es interioridad y exterioridad al mismo tiempo, es fenómeno objetivo y tendencia vivida. Descartes comprendió esto muy bien cuando le escribió a la princesa Elisabeth señalando que para vivir se requiere dejar de pensar, porque la vida no es una “percepción clara y neta”. Santo Tomás de Aquino había dicho en cambio: Qui non intelligit non perfecte vivit sed habet dimidium vitae. La reducción idealista del mundo a su condición de objetividad con miras a una subjetividad trascendental desconoce el hecho de la vida tanto como la reducción naturalista de la subjetividad a un estado complejo en la evolución de la materia. Cada explicación de la subjetividad, de la interioridad mediante la exterioridad es una petitio principii en cuanto pretende ser una explicación verdadera. No hay verdad sin subjetividad. Ahora bien, por razones de efectividad, se admite desde hace mucho tiempo peticiones de principio. Y por estos motivos la ciencia y la técnica occidentales se han convertido en los hechos fundamentales de una civilización mundial que no podemos negar y cuyos elementos no necesito enumerar. La globalización de los mercados no es sino el último de dichos elementos. Y las guerras mundiales sólo son uno más de los factores. La guerra es también una forma de relación social y asimila inevitablemente las partes beligerantes. Y en definitiva se requiere poner fin a cada guerra mediante un armisticio, negociaciones y un tratado de paz, lo cual no es otra cosa que la mera coexistencia en el mismo planeta. Ahora, esta civilización mundial es inevitablemente una civilización multicultural, ya que la potencia espiritual que reside en la base de la misma es una potencia sin contenido substancial, sin orientación humana, sin moral, cuyo único valor es el incremento del poder humano para cualquier objetivo material, es decir, un poder abstracto. En esta civilización mundial hay una tendencia totalitaria, una tendencia a ocupar el lugar de las culturas tradicionales, a reemplazar los sistemas de fines por un sistema universal de medios en permanente búsqueda de fines, que sólo son medios de los medios. Es una sociedad donde la producción es más importante que el uso y el consumo, lo cual era un horror para la tradición occidental de inspiración platónica.

Una de las características de la civilización científica es el hecho de ser una civilización hipotética. La ciencia moderna es una ciencia hipotética en dos sentidos. En primer lugar, sólo formula hipótesis válidas mientras no se pruebe lo contrario. Sus modelos, por estar dotados de ciertas características, son preferibles a otros modelos. La Inquisición era en cierto modo más moderna que Galileo cuando le exigía admitir que su teoría era una hipótesis. Un físico moderno habría respondido: “Eso y nada más, evidentemente”. En segundo lugar, la ciencia es hipotética en cuanto sus proposiciones no formulan conocimientos esenciales, sino relaciones de tipo “Si x, entonces y”. En el fondo, ya no alude a la relación ontológica de causa y efecto, sino a funciones. Y esto se aplica igualmente a las ciencias sociales, que consideran relaciones funcionales, es decir, transforman los contenidos de la vida en hipótesis sustituibles por alternativas equivalentes, o sea, funcionalmente equivalentes. La vida resulta ser hipotética, experimental, sobre todo sin nada definitivo, sobre todo sin verdades absolutas, sin convicciones puestas a disposición de un discurso infinito, sin relaciones personales definitivas. El divorcio, el aborto y la eutanasia son elementos derivados de semejante forma de vida. Los votos religiosos perpetuos son un elemento extraño en una civilización como ésta. La oposición a poner en esa forma cada elemento substancial a disposición de una vita beata se estigmatiza rotulándola con la palabra “fundamentalismo”. No quiero analizar ahora el fenómeno del fundamentalismo. Cada hombre y cada mujer que no sea un canalla es el fundamentalista de algo. Y la patrona de la oposición “fundamentalista” al totalitarismo de una razón funcionalista sigue siendo para siempre Antígona, que rehúsa poner a disposición de un discurso fundamentalista la obligación tradicional de enterrar al hermano. Antígona no hace política. La política es el terreno del funcionalismo, del condicionamiento, y es siempre la corrupción del fundamentalismo si éste adquiere en sí mismo un carácter político. Una Antígona política sería terrorista. Ahora bien, el fundamentalismo de Antígona se expresa en estas palabras: “Estoy presente no para coodiar, sino para coamar”. Así, ella no mata, pero se deja matar. Desde el punto de vista de la moral funcionalista, es decir, utilitaria y consecuencialista, adoptada por lo demás por muchos teólogos católicos, las personas como Antígona o los mártires cristianos son fanáticos fundamentalistas. Los mártires no tenían interés en el porvenir del cristianismo, sino únicamente en la salvación de sus almas; pero precisamente gracias a ellos el cristianismo tenía un porvenir.

Acabo de decir que la civilización mundial es una civilización sin contenido ni fines. No obstante, sugiere un contenido: el hedonismo individualista. El único fin reconocido por ella es la satisfacción de las preferencias individuales. Al no disponer de criterios para evaluar estas preferencias, cada evaluación no es sino la expresión del hecho que los intereses de unos prevalecen sobre los de otros. Éste era precisamente el punto de vista de Karl Marx. Para Marx, la idea de la justicia social no es sino un velo ideológico sobre el hecho de la opresión. Para él, la única posibilidad de establecer armonía entre intereses antagónicos es la eliminación de parte de los mismos en beneficio del resto, la homogeneización de las preferencias y el desarrollo de la sociedad de la abundancia, donde ya no es necesaria la justicia distributiva porque todos pueden contar con cuanto deseen. Evidentemente, la promiscuidad sexual es parte integrante de ese sistema. Y se entiende asimismo que toda identidad histórica, cultural nacional y religiosa debe desaparecer con el fin de hacer posible esta homogeneidad de intereses. Los individuos que conservan preferencias no homogeneizadas son declarados enfermos y en cuanto tales son objetos de la ciencia, mientras las identidades históricas desaparecen ante la mirada de la ciencia.

El escenario que he descrito es evidentemente una abstracción y una extrapolación. Esta extrapolación corresponde a una poderosa tendencia de la civilización científica y técnica a eliminar todo contenido que no se defina en los términos de la ciencia, pero está lejos de ser la realidad. Hasta ahora la realidad es el hecho de que la civilización mundial es una civilización multicultural. En sí misma, no es fuente de sentido. Debe alimentarse de fuentes provenientes de culturas específicas, de tradiciones premodernas. Es muy comprensible el hecho de que dondequiera la civilización mundial gana terreno, al mismo tiempo avanza el regionalismo. Los hombres se aferran a sus propias tradiciones porque éstas les otorgan algo más necesario que el pan de todos los días, que la civilización mundial no puede darles: una identidad. Por el contrario, la civilización tecnocientífica exige la disponibilidad total del individuo, beyond freedom and dígnity (más allá de la libertad y la dignidad), como era el título del famoso libro de Skinner. La idea de la dignidad del hombre es premodema y no puede reconstruirse en términos de la ciencia. No considera al hombre como objeto ni como subjetividad trascendental, sino, por así decir, como subjetividad objetividad, subjetividad que llega a ser fenómeno objetivo, como ser vivo, como persona. La idea de la dignidad humana se transmite en diversos contextos tradicionales y encuentra su representación fenoménica más convincente en culturas arcaicas. Un nómade ante su carpa es una representación más evidente de la dignidad que el astronauta apretado en el asiento de su proyectil. Con todo, no la idea de la dignidad, sino la operatividad de la misma mediante los derechos humanos es una conquista de la cultura occidental y surge en el momento en que esta civilización comienza a adquirir carácter universal como civilización científica.

Esto no debe asombramos. Debemos recordar en primer lugar el hecho de que la cultura europea es desde su origen una cultura de inspiración universalista tanto en la lógica aristotélica como en la idea grecorromana del derecho natural y en el mensaje del cristianismo. En los últimos años ha habido un encarnizado debate en tomo a la interrogante sobre el carácter específicamente europeo americano de los derechos humanos codificados y sobre si la proclamación de su universalidad es una forma de eurocentrismo e imperialismo occidental.

Ahora puedo resumir mi respuesta a esta interrogante. En aquellos lugares donde todavía existen sociedades arcaicas viviendo al margen de la civilización científica técnica, sería imperialismo puro y simple implantar nuestra idea de los derechos humanos destruyendo al mismo tiempo las estructuras que conservan sus propias formas de dignidad, aun cuando esta dignidad sea violada en muchos casos; pero una sociedad que ha ingresado a la civilización global, adoptando la técnica moderna, es decir, la técnica científica occidental, debe necesariamente introducir al mismo tiempo la codificación de los derechos humanos y es preciso exigirle que lo haga, ya que la ciencia objetivista y la técnica científica constituyen una amenaza singular e incomparable a la dignidad humana, a la condición de persona, aun cuando la idea de persona sea de origen europeo. La objetivación progresiva del hombre por la ciencia y por consiguiente por la técnica científica, permite instrumentalizar y manipular al hombre incluso en su estructura genética transgresión que supera todo tipo de humillación del hombre en la historia. En la civilización moderna y global las garantías tradicionales de respeto a la dignidad humana ya no son suficientes, puesto que son progresivamente destruidas por la ciencia. Son demasiado débiles para sobrevivir en medio del discurso utilitarista. Debemos recordar que los antisemitas nazistas de Alemania argumentaban en términos científicos, mientras aquellos que ocultaban a algunos perseguidos eran campesinos o religiosos y religiosas. La codificación de los derechos humanos corresponde con la amenaza a estos derechos por la civilización moderna. El occidente, que exportó la técnica científica, con sus ventajas y horrores, está obligado a insistir en que todo aquel que adquiera el veneno debe adquirir al mismo tiempo el antídoto.


[] Discurso pronunciado con ocasión del acto en que el autor fue recibido como Miembro Honorario de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile.

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En contraposición a una comprensión cognitivista de la empatía, los autores ahondan en la propuesta de una empatía vital a través del pensamiento de autores como Lipps, Stein, Scheler e Ingold. Así invitan a profundizar en el llamado que el Papa Francisco hace en Fratelli tutti, a dejarnos interpelar por la realidad del otro según el modelo del buen samaritano.
En este discurso pronunciado en el Pre-foro interreligioso de la Octava reunión del Foro de los países de América Latina y el Caribe sobre el Desarrollo Sostenible, se expone cómo las religiones, desde su especificidad propia, aportan al auténtico cumplimiento de la Agenda 2030 para el desarrollo sostenible. Los problemas de la pobreza y los derechos humanos, la ecología, la inclusión y la igualdad de derechos, la educación y promoción de la paz, por mencionar algunos temas, son preocupaciones que están o deberían estar en el núcleo de todas nuestras propuestas religiosas.
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