Blaise Pascal, quien nació hace cuatro siglos en Clermont, Francia, es conocido como un pensador brillante en diversos campos de la ciencia y la filosofía. Su genio lo llevó, sin embargo, al deseo de entregarse al servicio de los más necesitados, puesto que vio en la caridad “el único objetivo de la Escritura”, a tal punto que llegó a reconocer en ella una equivalencia sacramental. Pascal buscó la senda hacia una auténtica y más profunda vida cristiana, pasando de estar involucrado en la disputa penitencial en contra de los jesuitas, hasta la teología y posteriormente la devoción.

Imagen de portada: Retrato de Blaise Pascal.

Humanitas 2023, CV, págs. 504 - 521

Dice Steinmann en su biografía ya clásica de Pascal[1] que, en sus últimos días, presintiendo la cercanía de la muerte, le rogaba a su hermana Gilberta que le trajera al sacerdote próximo de St. Etienne-du-Mont para recibir la comunión. Los médicos –entre los que se encontraban quienes trataban al Rey–, sin embargo, desestimaban una y otra vez la urgencia, “no había la menor sombra de peligro”[2]. A pesar de las convulsiones y los dolores, no creían que fuese a morir tan pronto. Pascal ideó entonces la siguiente compensación: quiso que un indigente de la misma parroquia fuera atendido en su propia casa con el cuidado y la solicitud con que lo era él mismo, de manera de que “se me dé el consuelo de saber que hay un pobre tan bien tratado como yo…”[3]. Como no encontraron tal indigente, pidió que lo trasladaran al hospital de los incurables, algo que los médicos desde luego desaconsejaron. Según los recuerdos que dejó Gilberta, habría dicho expresamente, “ya que no se quiere acordarme esta gracia (la de recibir la comunión), yo quiero suplirla por alguna buena obra, y no pudiendo comulgar con el jefe, desearía comulgar con los miembros”[4]. Eucaristía y caridad se encuentran, así, en una misma realidad sacramental, y una podría suplir a la otra.

¿Cómo llegó Pascal a tal comprensión de la caridad, al punto de reconocer en ella una equivalencia sacramental? Es difícil decirlo. Al final de su corta vida –moriría solo unos días después de esta escena con el beneplácito de la última comunión, teniendo menos de cuarenta años–, asediado por las disputas teológicas que lo mantuvieron en el borde de la disciplina eclesiástica, se dedicó enteramente a gozar de la vida religiosa como lo puede hacer un laico que entregó prácticamente todo lo suyo a los pobres y vivió como un menesteroso vagando por las calles de París de iglesia en iglesia. Steinmann ofrece la imagen de un hombre que “ama las ceremonias, el agua bendita, los cirios encendidos, las letanías que monótonamente canta la muchedumbre” y que le gusta mezclarse con la fe sencilla del pequeño pueblo que venera las reliquias y la memoria de los santos. Un hombre que por fin logró en una existencia despojada y algo áspera –también usaba un cinturón de cuero con puntas y se abstenía del vestido y de la comida con algún exceso– poner en práctica lo que consideraba un modo de vida conforme a la exigencia cristiana.

Según los recuerdos que dejó Gilberta, [Pascal] habría dicho expresamente, “ya que no se quiere acordarme esta gracia (la de recibir la comunión), yo quiero suplirla por alguna buena obra, y no pudiendo comulgar con el jefe, desearía comulgar con los miembros”. Eucaristía y caridad se encuentran, así, en una misma realidad sacramental.

En su Comparación entre los cristianos de los primeros tiempos y los de hoy (1657), Pascal se lamenta del estado del cristianismo de su época, reducido a una mera costumbre: “en aquel entonces sólo se entraba a la iglesia después de muchos esfuerzos y persistentes deseos. Ahora se está sin ninguna dificultad, sin cuidado y sin esfuerzo”[5]. Entonces, la instrucción precedía el bautismo (cuando existía el bautismo de adultos), mientras que ahora se bautiza sin instrucción (el bautismo de niños), y aunque la Iglesia encarece que se instruya a los niños, no se hace o se hace apenas. Bremond[6] dice que el padre de Pascal fue más creyente que religioso, y más religioso que devoto. Por ende, Pascal fue educado en la costumbre –huérfano de madre, carente de la sensibilidad religiosa de la niñez–, tuvo su noche de fuego (1654) y descubre tarde al Dios de Moisés, “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob” (Ex 3, 6.15), es decir, al Dios que conduce a Jesucristo a través de las Escrituras, muy de la mano de la experiencia de su hermana Jacqueline, que había profesado como religiosa en el célebre monasterio de Port Royal, santuario del rigorismo católico de aquellos años.[7]

Pascal avanzará –siempre según Bremond–, desde la religión hacia la devoción, en procura de una auténtica y más profunda vida cristiana. Esto lo llevará desde la polémica, plasmada en sus dieciocho cartas denominadas Provinciales, escritas en el fragor de la disputa penitencial contra los jesuitas; hasta la teología, presente en los Pensamientos, una colección de fragmentos de filosofía y teología cristiana escritos por un laico sin formación escolástica en ninguna de esas materias, y los Escritos Espirituales, todavía una obra más fragmentaria con comentarios y notas escritas en su esfuerzo postrero por comprender los evangelios, la verdadera fuente de la sabiduría cristiana.

La controversia penitencial

Pascal participó activamente en la controversia penitencial del siglo XVII a través de las Provinciales, las cartas anónimas que fustigaron la técnica confesional de los jesuitas de la época. Todo esto se remonta a la decisión del Concilio de Letrán IV (1215), que hizo obligatoria la confesión anual, auricular y detallada –después de Trento no remunerada– bajo la pena del infierno para quienes sucumbieran inconfesos o en pecado mortal. Desde el comienzo, sin embargo, se adoptó una actitud indulgente frente a la confesión debido a la reticencia que despertaba el acto de confesar los pecados –la vergüenza de declarar pecados sobre todo sexuales que inhibía la confesión, de un modo incontrarrestable en las masas rurales y no alfabetizadas de todas las épocas–. Los confesores adoptaron un aire tranquilizador y sereno y advertían acerca de la misericordia de Dios para que el penitente se explayara con confianza.

A diferencia de los confesores de los primeros tiempos o después de san Alfonso de Ligorio, cuya benevolencia penitencial se formó en las misiones interiores y en el contacto con la gente del campo, los más reticentes a la confesión, los jesuitas fueron confesores de corte, en particular del rey francés –cuyo estilo de vida era visible y ostentosamente poco cristiano–, y llevaron la indulgencia cada vez más lejos. La reacción puritana del jansenismo de Port Royal es considerada por algunos sociólogos como expresión de una nobleza de toga, es decir, burguesa, que reaccionaba contra el lujo, el ocio y la vida disipada de la nobleza cortesana que se formaba a la sazón en torno a Versalles, el gran dispositivo de domesticación de la nobleza guerrera francesa ideada por los luises del siglo XVII[8]. No fue casual que aparecieran voces más exigentes frente a una confesión relativamente laxa que se hacía de manera rápida y general –contraviniendo su carácter detallado– y que absolvía con facilidad, bajo la forma de una confrontación con la orden confesional por excelencia, la jesuita.

3.3. La abadia de Port Royal des Champs. Grabado de Louise Madeleine Cochin s. XVIII Bibliotheque nationale de France

La abadía de Port-Royal des Champs. Grabado de Louise-Madeleine Cochin (s. XVIII) Bibliothèque nationale de France.

La distinción entre atrición (confesarse por temor de Dios) y contrición (hacerlo por amor de Dios) era antigua, pero se utilizó por doquier en la controversia penitencial que arreció en los tiempos de Pascal. El atricionismo admitía que el temor de Dios y la disposición de escapar del infierno podía ser una fuente genuina de arrepentimiento y propósito de enmienda, y por consiguiente un primer paso en el camino que conduce a Dios, sin contar con los efectos benéficos de la propia absolución, que liberaba al penitente del peso de la culpa. Pero el debate penitencial se fue endureciendo con el tiempo, de lo que dan cuenta las Provinciales de Pascal (1656-1657) y también el libro de Arnault sobre la comunión frecuente[9]. El atricionismo fue acusado de laxismo. En la carta décima se resumen bien las objeciones de Pascal y del entorno de Port Royal a los padres jesuitas. Se habían suavizado demasiado los rigores de la confesión, al punto que se hacía todo lo posible por atenuar la vergüenza de confesar los pecados –recurriendo hasta a un segundo confesor anónimo para los pecados mortales, en un mundo donde los confesores conocían personalmente a sus feligreses– o se pasaban por alto las circunstancias que permitían establecer la gravedad del delito –se obligaba solamente a declarar las circunstancias que cambian la naturaleza de la falta, porque es diferente quebrar el ayuno cuaresmal comiendo algo de más que hacerlo comiendo carne–. Los confesores atenuaban las penas para hacer que la gente volviera al confesionario porque había algunos incluso que debido a su horror y reticencia ante la confesión preferían pagar en el Purgatorio antes que en este mundo y someterse al juicio de Dios y no al de un sacerdote. Bastaba una declaración simple del penitente para dar por bueno el dolor que causaba la falta (compunción) y la resolución de no volver a cometerla; el sacerdote relajado se obligaba a creerle aun cuando se tratara de faltas recurrentes o no hubiera manera ni disposición de evitar la ocasión en que se había cometido –se podía absolver a una dama que ha pecado con un hombre, un inquilino, por ejemplo, del que no puede deshacerse, sin embargo, honestamente, o al que debe retener por una buena razón, por ejemplo porque vive de ese alquiler–. Los atricionistas pueden llegar al extremo –dice Pascal, que en tono polémico exageró muchas veces el laxismo jesuita– de absolver a quien confiesa que la esperanza de ser absuelto le ha llevado a pecar con más facilidad que si esa esperanza no hubiera existido[10]. Una absolución expedita se convertía en incentivo al pecado.

La distinción entre atrición (confesarse por temor de Dios) y contrición (hacerlo por amor de Dios) era antigua, pero se utilizó por doquier en la controversia penitencial que arreció en los tiempos de Pascal.

El acto más decisivo del contricionismo fue diferir la absolución para cerciorarse de la voluntad de enmienda o incluso para observarla en acto a través de actos reparatorios –por ejemplo, devolver lo robado o restaurar la honra afectada de alguien–. También hubo controversias ácidas acerca de la reincidencia. ¿Cómo confiar en un propósito honesto de enmendar la conducta en aquel que recae continuamente? Pero la absolución limpia y entierra el pecado, de manera que no se puede hacer valer una vez más ni se puede reprochar otra vez. La confesión en artículo de muerte fue un dolor de cabeza para el rigorismo penitencial: habitualmente no había tiempo para demostrar ni reparar nada. También diferir excesivamente la absolución dejaba al penitente sin la posibilidad de comulgar, lo que era también un pecado. Pero el problema de fondo fue siempre la eficacia sacramental de la penitencia y la articulación entre la enmienda moral y la gracia sacramental.

Los dos extremos, sin embargo, caían también en sus propias contradicciones. El atricionismo pudo haber llegado hasta el punto de exculpar a muchos de pecados manifiestos […] y terminaba banalizando la pecaminosidad de lo humano y su disposición hacia el mal. El contricionismo, por su parte, reprendía tan severamente y adjudicaba tal responsabilidad en el conocimiento y reparación del mal que no se sabe qué papel podría jugar la gracia.

Tanto empeño moral disminuía los bienes que entrega ex opere operato el sacramento mismo de la confesión, la gracia inmerecida que es la forma de la misericordia divina, aquel que perdona incluso los peores pecados y todavía a quienes no han dado señales evidentes de arrepentimiento y sincera corrección –como en la escena evangélica de la mujer adúltera–. Tanta gracia sacramental, por otro lado, no modificaba la conducta de nadie y volvía al cristianismo una religión acomodada e irrelevante, incapaz de impulsar a una rectificación de la vida hacia el auténtico amor de Dios. Los dos extremos, sin embargo, caían también en sus propias contradicciones. El atricionismo pudo haber llegado hasta el punto de exculpar a muchos de pecados manifiestos –el asesinato pasional, por ejemplo, cuando se trataba de un hombre engañado, o lavar una afrenta al honor con el asesinato del rival– y terminaba banalizando la pecaminosidad de lo humano y su disposición hacia el mal. El contricionismo, por su parte, reprendía tan severamente y adjudicaba tal responsabilidad en el conocimiento y reparación del mal que no se sabe qué papel podría jugar la gracia, según Arnault el problema más delicado y difícil de la teología que profesaba[11]. En ambos casos, la absolución se tornaba superflua. ¿Qué sentido tenía absolver una falta inexistente o nimia? Y, ¿qué sentido podía tener absolver una falta que ya había sido enteramente asumida e incluso reparada a través del ejercicio de la propia libertad?

Con razón, las autoridades religiosas condenaron ambos extremos penitenciales y recomendaron seguir el camino medio entre la responsabilidad personal y la gracia. Lo más sensato –dentro de tanta insensatez– fue siempre la posición de Duns Escoto, que según Delumeau aconsejaba aligerar “el peso de la confesión otorgando un peso inmenso a la absolución sacerdotal. Esta lo perdona todo y, además, suple las insuficiencias de la contrición”, aunque “no extiende esa benevolencia a la calificación de las faltas”[12], pues del pecado habrá siempre que decir lo que realmente es. Mirar el mal de frente con los ojos bien abiertos, pero al mismo tiempo confiar en la misericordia de Dios. Posteriormente fue también la opinión de san Alfonso de Ligorio, quien adopta la vía media cuando la marea rigorista comienza a retirarse en el siglo XVIII y siguientes.

El debate penitencial se había enredado todavía más con la condena del probabilismo, que admitía la posibilidad de guiarse en una controversia moral por cualquiera de las opiniones con tal de que tenga alguna plausibilidad, generalmente otorgada por una opinión docta en su favor, aunque no sea la opinión más socorrida o probable. El probabilismo refleja una sociedad en que despunta el pluralismo teológico, religioso y moral y en la que el consenso en torno a la ley natural (que todos deberíamos reconocer al unísono) se comienza a desdibujar. La manía rigorista de subsumir todos los pecados que se les ocurrían bajo la ley natural y la ampliación del catálogo de pecados hacia faltas discutibles hizo lo suyo en el descrédito de la teología natural, algo que no se puede imputar a Pascal en todo caso, que nunca recurrió a la teología escolástica. Con el probabilismo la disidencia o la minoría deja de ser tratada como error, y se admite una probabilidad veritativa en un concierto amplio de opiniones. Es el despunte de la conciencia personal como sede del juicio, en que cada uno puede decidir conforme a su conciencia por dónde orientar su juicio y dónde poner la verdad, al menos en el marco de opiniones con probabilidades diferentes de verdad, pero todas ellas plausibles.

El debate penitencial se había enredado todavía más con la condena del probabilismo, que admitía la posibilidad de guiarse en una controversia moral por cualquiera de las opiniones con tal que tenga alguna plausibilidad, generalmente otorgada por una opinión docta en su favor, aunque no sea la opinión más socorrida o probable.

3.4. Retrato de Jacqueline de Sainte Euphemie Pascal hermana de Blaise Pascal. Anonimo Francia SXIXQue la verdad sea una probabilidad había sido admitida, y en cierto sentido descubierta, por el propio Pascal en su famosa apuesta de Dios. La existencia de Dios no es algo que se pueda demostrar –y las llamadas pruebas de la escolástica nunca le parecieron convincentes–, por lo que Dios pertenece al reino de las opiniones probables. Sin embargo, dirá Pascal, la posición del creyente es mucho más segura que la del ateo; el creyente no pierde nada si Dios no existe, pero gana la vida eterna si existe, mientras que el ateo pierde todo en ambos casos. “Si ganáis, lo ganáis todo; si perdéis, no perdéis nada. Apostad pues que existe, sin vacilar”[13]. En el debate penitencial, el probabilismo tuvo alguna importancia porque abrió cierta libertad al penitente para decidir acerca de la gravedad de su delito y, sobre todo, para admitir la pena impuesta. Ningún confesor debía imponer una pena que no admitiera el penitente. Los confesores se moverían en un terreno más resbaloso en cuanto a la interpretación de las faltas y de las satisfacciones necesarias.

En sus “Pensamientos”, Pascal se propone identificar aquello que es propiamente cristiano y lo que hace verdadero al cristianismo. En su conjunto, se adhiere a la corriente que había redescubierto la teoría agustiniana de la gracia, que pone énfasis en la desproporción que existe entre el hombre y Dios, y que afirma simultáneamente la bajeza de lo humano –afectada de un modo imborrable por el pecado original– y la grandeza de Dios.

San Alfonso de Ligorio decía que “siempre me he esforzado por poner la razón por delante de la autoridad” y “no hay que anteponer nada a los hombres, so pena de falta grave, a menos que la razón para ello no sea evidente”[14]. Recordaba que la obligación de confesión de Letrán pesaba sobre pecados mortales y que cada cual podía calificar sus faltas y decidir si era necesario acudir realmente al confesionario. San Alfonso se movió en los intersticios del rigorismo, abriéndole camino a la benevolencia. Según Delumeau, san Alfonso reconoció la ignorancia invencible como causal de exculpación, pues mucha gente no se da cuenta de la gravedad de su delito –los campesinos italianos nunca hallaron que había nada malo en el adulterio masculino–, contra los rigoristas, que siempre consideraron que el desconocimiento de la ley natural no disminuía la culpa; no consideraba la reincidencia como agravante, puesto que muchas veces existe un propósito sincero de enmienda que no se puede cumplir, y distinguía la ocasión que se puede evitar fácilmente de aquella que no se puede soslayar, a diferencia de los rigoristas, que exigían que el penitente suprimiera de cuajo la ocasión que lo hacía pecar. Paul Ricoeur, en su estudio sobre La Simbólica del Mal, ha llamado “el régimen del pecado” a esta posición de la vía media de Alfonso de Ligorio: el pecado es algo que cada uno de nosotros comete en el ejercicio de su propia libertad, pero del que no es totalmente responsable, sea porque ha sido tentado desde fuera, la serpiente que seduce y engaña como se dice en el relato de la creación, o porque, como decían los griegos, nunca se tiene pleno conocimiento y consentimiento en la falta cometida, o todavía por aquello que dice San Pablo: porque queremos, pero no podemos[15]

 Una teoría de la gracia

Pascal se trenzó en una violenta polémica en contra de los jesuitas que reducían el cristianismo al mínimum moral y le quitaban su mordiente y originalidad más propia. La moral laxa de los jesuitas adormecía el sentimiento de pecado, sea porque disculpaba en demasía o entregaba una absolución demasiado rápida. Obliterar el pecado era reducir la gracia y, por ende, la presencia de Dios en la vida de las personas. En sus Pensamientos, Pascal se propone identificar aquello que es propiamente cristiano y lo que hace verdadero al cristianismo. En su conjunto, se adhiere a la corriente que había redescubierto la teoría agustiniana de la gracia, que pone énfasis en la desproporción que existe entre el hombre y Dios, y que afirma simultáneamente la bajeza de lo humano –afectada de un modo imborrable por el pecado original– y la grandeza de Dios. Mientras más se rebaja lo humano, más se exalta lo divino, y en particular el amor de Dios por una humanidad caída, puesto que el amor de Dios es proporcional a la vileza del hombre. Dios salva a un hombre que no ha hecho ningún mérito para ser amado y no tiene nada que ofrecer a cambio. ¿Pero hacia dónde se torna la mirada? Hacia la miseria de lo humano o hacia el amor divino, porque Dios mira el pecado del hombre, pero sobre todo lo redime.

Según Bremond, el humanismo devoto y la escuela francesa de espiritualidad se deciden por el amor de Dios, el jansenismo por la miseria humana. Cuando lo que sobresale es la pecaminosidad de lo humano el resultado es el rigorismo, mientras que cuando se enfatiza el amor de Dios, se camina hacia el misticismo cristiano. El jansenismo de primera generación, por ejemplo de Saint Cyran, estaba todavía impregnado de la dulzura del humanismo devoto de san Francisco de Sales y de la indulgencia de los jesuitas que lo habían educado. Pero después se siguió el consejo de Vicente de Paul, que no tenía nada de jansenista, pero que expresaba el punto de vista de la época: la severidad produce siempre más fruto que la indulgencia.

Pascal está repleto de afirmaciones rigoristas, sobre todo de frases desoladoras sobre la condición humana. Ninguna religión como la cristiana ha acentuado tanto la miseria humana y lo hace rudamente a través del misterio del pecado original –“nada choca más a la razón” que un pecado que se derrama independientemente de la responsabilidad de cada cual y que puede llegar a condenar a un niño al fuego eterno–. Pascal camina generalmente por la cornisa; de pronto dice que no es necesario inscribir el mal en la naturaleza humana, sino concebirlo como ausencia de gracia: la corrupción no es inherente y puede remontarse a través de la penitencia. Toma en serio la teoría que sostiene que la caída del hombre proviene desde un estado de gracia original en que se disfrutaba de la amistad de Dios, de manera que pareciera que un destello de su gloria pasada quedara inscrito en su corazón. Pero el pecado original es suficientemente demoledor para que ese deseo de Dios solo pueda ser otorgado desde arriba como un don que se entrega graciosamente. ¿A quién se otorga tal don y a cuántos? Otra vez Pascal se adentra en el desfiladero jansenista y bordea una teoría exclusivista de la gracia que lo habría alejado definitivamente del catolicismo. “Dios ha querido rescatar a los hombres y abrir las puertas de la salvación a aquellos que lo buscan. Pero los hombres se hacen tan indignos de ello, que es justo que Dios rehúse a algunos, a causa de su endurecimiento, lo que concede a los otros por una misericordia que no le es debida”[16]. Dios se oculta a algunos, y se descubre a otros. La teología católica afirma que Jesús vino a salvar a todos y que en cada cual existe la disposición para recibir la gracia. Así, nadie está condenado de antemano, de donde proviene la dulzura de la oración católica y su dispendiosa inclinación a otorgar el perdón. La gracia se derrama sobreabundantemente.

La teología católica afirma que Jesús vino a salvar a todos y que en cada cual existe la disposición para recibir la gracia. Así, nadie está condenado de antemano, de donde proviene la dulzura de la oración católica y su dispendiosa inclinación a otorgar el perdón.

Pero Pascal no se deja atrapar por una teoría de la predestinación: “Si no hubiese oscuridad, el hombre no sentiría su corrupción. Si no hubiese luz, el hombre no esperaría remedio”[17]. La oscuridad y la luz no se reparten entre unos y otros, los salvados y los reprobados, sino, como sucede realmente, en la vida de cada cual como dimensiones de una misma existencia. La angustia soteriológica no aparece en Pascal, ninguna inquietud respecto de su futuro celeste, sino una tranquila esperanza de que Dios lo recibirá en su seno, lo que muestra que ni el peso de la pecaminosidad humana ni la vía estrecha hacia la salvación lo agitaron demasiado. Desde un punto de vista teológico, sin embargo, ambas cosas pesaron gravemente en el temperamento jansenista en que se movió Pascal durante toda su vida. Que solo se pueda obrar el bien a través de la gracia –en la teoría de la gracia eficaz hasta ese punto pesaba como una carga ineluctable la pecaminosidad humana– comenzará a chocar con la rehabilitación de la naturaleza humana y de la razón que ya despuntaba entonces, pero que desde luego Pascal no admitió en lo más mínimo. Nuestra naturaleza no tiene por qué ser de suyo corrupta –e incluso puede llegar a ser inherentemente buena–.

3.2. Blaise Pascal en su escritorio grabado de J. Bein 1844

Blaise Pascal en su escritorio, grabado de J. Bein, 1844.

En el confesionario hubo algunas dudas acerca de admitir el goce sensual del mundo que habitamos; por ejemplo, en un jesuita atricionista como Sánchez, que decía que “no se peca comiendo o bebiendo hasta la saciedad por el solo placer de hacerlo, por lo menos mientras no se arruine la salud, puesto que el apetito natural puede gozar de sus operaciones; y el acto conyugal realizado solamente por placer está enteramente desprovisto de falta, incluso de falta venial”[18]. Pero el horror a la concupiscencia siguió siendo invencible en el mundo pascaliano, sobre todo bajo la forma de un rechazo a la sexualidad que se exacerbó en el conjunto de la Iglesia con el desarrollo del celibato sacerdotal postridentino y que adquirió su apogeo quizás en esta época –una vida célibe que el mismo Pascal sobrellevó como un simple laico que se mezcló casualmente en asuntos eclesiásticos–. Tampoco hubo confianza alguna en la razón. La capacidad de la razón de obrar algo bueno, de enderezar y guiar la voluntad hacia fines convenientes se oscureció demasiado. Muchos pensaron que el remedio era simplemente volver a la teología siempre razonable de Tomás de Aquino ante la desmesura agustiniana. El ser humano está provisto de lo necesario para hacer el bien –por ejemplo, amar a los que le han amado–, aunque requiere de la gracia para hacer lo que es excelente –amar a los que no le aman–, es decir, para lo sobrenatural. Esta distinción queda demasiado anulada en la teoría de la gracia eficaz y subsumida en un pesimismo que termina en el rigor penitencial, pero nunca en la caridad, demasiado ocupada como dice San Pablo en asuntos de bebida y de comida, más que en aquellos donde está en juego la justicia y la paz. Si la naturaleza humana es maligna y la razón completamente impotente para obrar nada bueno, ¿qué queda entonces que no sea una gracia que Dios dispensa soberanamente a unos pocos elegidos por razones que nadie conoce? ¿Qué es lo que saca a Pascal de una teología pesimista de la gracia y del rigorismo penitencial de sus compañeros jansenistas?

Alojar la gracia de Dios en la sensibilidad, en el corazón, no en la inteligencia, ese fue el propósito de Pascal, algo que lo acerca a los espirituales, y moderadamente hacia la mística, pero lo aleja del rigorismo moral. […] El amor de Dios no se revela como una certidumbre, sino como un destello fulgurante en una noche de fuego.

Las razones del corazón

3.5. Antonio de Escobar y Mendoza exponente de los jesuitas en la controversia doctrinal sostenida con los jansenistasPascal camina hacia la devoción, hacia lo que Bremond llama la consolación espiritual, la capacidad de percibir sensiblemente el favor de Dios. Alojar la gracia de Dios en la sensibilidad, en el corazón, no en la inteligencia, ese fue el propósito de Pascal, algo que lo acerca a los espirituales, y moderadamente hacia la mística, pero lo aleja del rigorismo moral. Todo esto se remonta a la noche de fuego de Pascal: “Todo el ser de Pascal ha captado con una comprensión única, inmediata, directa, el fuego y el hogar; el signo y la cosa significada; sentía, en lo más profundo de sí mismo, que Dios amaba”[19]. En la disyuntiva de mirar la miseria del hombre o el amor de Dios, Pascal parece tornar la mirada hacia esto último. Es cierto que nunca es posible tener la certeza de la amistad de Dios, Dios siempre se revela y se esconde. No me buscaríais si ya no me hubieses encontrado, dice Pascal. Todos tenemos la gracia de Dios, es decir, la capacidad de buscarlo sinceramente, y buscarlo es comenzar a poseerlo, pero nunca lo poseemos totalmente ni tendremos la seguridad de jamás perderlo. El creyente vive en la esperanza, no en la certidumbre de su propia salvación. Por eso en Pascal no existe ni la verdad del iluminado ni el entusiasmo del salvo, sino una fe tranquila y serena que espera en la misericordia de Dios. El amor de Dios no se revela como una certidumbre, sino como un destello fulgurante en una noche de fuego. Lo esencial en Pascal –y aquello que lo torna decididamente hacia la caridad y lo aleja de una vida puramente penitencial– es su convicción de que ese destello del amor de Dios lo capta el corazón, no el entendimiento. “El corazón tiene sus razones que la razón no comprende” es un famoso Pensamiento de Pascal. “Es el corazón quien siente a Dios, y no la razón. La fe es esto: Dios es sensible al corazón, no a la razón”[20]. En esta afirmación se encuentra de lleno la originalidad de Pascal.

En la poderosa interpretación que hace Von Balthasar de Pascal, el problema con los jesuitas no era que ocultaran el pecado, sino que faltaran al amor de Dios. Los confesores jesuitas llegaron a declarar que el arrepentimiento por amor (contritio) podía ser reemplazado por el arrepentimiento por temor (attritio) como suficiente, o que el mandamiento del amor era una carga excesiva de la que nos había librado el sacrificio de Jesús en la cruz[21]. “De esta manera nuestros Padres aliviaron a los hombres de la dolorosa obligación de amar a Dios”[22]. Los jesuitas dispensaban al creyente del conocimiento y la experiencia de la misericordia de Dios y vaciaban completamente la vida cristiana de su sustancia principal.

Ahora bien, el amor de Dios se descubre con el corazón, no con la razón, dice Pascal. Su teoría de los tres órdenes lo plantea claramente: del cuerpo no se puede deducir el pensamiento, y del pensamiento no se puede deducir el orden de la caridad. “De todos los cuerpos y espíritus no se sabría sacar un impulso de verdadera caridad, esto es imposible y de un orden diferente, sobrenatural”[23]. A Dios se lo conoce por el corazón y un corazón bien dispuesto es indispensable para conocer verdaderamente a Dios.

La posición de la razón es bien ceñida y delicada en Pascal. No se debe excluir a la razón, pero tampoco admitirla como la última palabra. Fe y razón se entremezclan en la religión tal como sucede en la vida diaria, donde actuamos con fe en que las cosas sucederán de determinada manera, calculamos probabilidades todo el día, y mezclamos por consiguiente la confianza con la información, como se diría hoy en día. La razón tiene un campo cognoscitivo propio; “la existencia y los atributos de Dios, la creación y la providencia, el alma y la inmortalidad son verdades naturales, cognoscibles sin necesidad de la revelación”, pero la fe se requiere para comprender “los misterios de la trinidad y de la encarnación de Dios”[24]. También para apreciar el misterio del pecado original, que repugna a la razón, como hemos visto.

Pascal nunca se dejó convencer por el Dios de los filósofos y de la analogia entis, puesto que Dios no se puede derivar de la naturaleza ni de la criatura, algo que remite a la desproporción radical entre el hombre y Dios. Dios puede tenderle la mano al hombre, pero única y exclusivamente por gracia y misericordia, no porque haya ninguna semejanza ni filiación, perdida irremediablemente con la caída de lo humano en el orden natural. ¿Qué analogía podría establecerse entre la miseria del hombre y la grandeza de Dios? Dice Pascal: “Qué lejos está el conocimiento de Dios de amarle”.[25] Para conocer el amor de Dios se requiere otra facultad distinta de la razón o del espíritu como dicen los franceses. Todavía no se representa completamente el corazón como la sede del sentimiento, y en particular del sentimiento amoroso, sino más bien de la intuición que aprehende todo de un solo golpe, sin razonamiento analítico alguno, y de la capacidad de captar lo sobrenatural y lo misterioso, es decir, de la facultad de creer, sobre todo en aquello que resulta extremadamente improbable e inverosímil: el amor de Dios por cada uno de nosotros, que está contenido en el misterio de la Encarnación.

Pascal nunca se dejó convencer por el Dios de los filósofos y de la ‘analogia entis’, puesto que Dios no se puede derivar de la naturaleza ni de la criatura, algo que remite a la desproporción radical entre el hombre y Dios. Dios puede tenderle la mano al hombre, pero única y exclusivamente por gracia y misericordia.

“¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?” (Salmo 8, 4), dice el salmista para expresar el insondable misterio del amor de Dios. Pascal se entremezclaba al final de su vida con la fe sencilla del pueblo creyente que confiaba en la eficacia de los santos y en los milagros. “No os asombréis de ver a personas sencillas creer sin razonar. Dios les da el amor a Él, y el odio a sí mismos. Inclina su corazón a creer. No se creerá jamás, con una creencia útil y de fe si Dios no inclina el corazón, y se creerá desde el momento en el que Él lo incline”[26]. Esa capacidad de convivir con la religión popular, de visitar interminablemente las iglesias de París para prender una vela y rezar y dejarse conmover por la fe profunda y sencilla de los necios del evangelio es una actitud que vuelve a Pascal entrañablemente católico.

Von Balthasar vuelve sobre la dialéctica de la manifestación y del ocultamiento de Dios. La naturaleza no muestra la imagen de Dios, sino “en todo al Dios perdido”. Nada de la verdad cristiana debe buscarse en la existencia –siempre desdichada–, sino en la revelación. El retorno a las Escrituras es imperativo para todo cristiano. Ahora bien, las Escrituras muestran indefectiblemente al Dios que se oculta, deus absconditus, porque desde el comienzo Dios no se deja ver. Las llamadas pruebas de la existencia de Dios pecan de ingenuidad; Dios no se revela, sino que se oculta en la Naturaleza. Pero “Dios no puede esconderse del todo. En caso contrario no sería posible ninguna fe. Pero tampoco puede manifestarse del todo, porque entonces no habría mérito alguno”[27]. Dice Pascal: “comúnmente se esconde y raramente se manifiesta”; permaneció oculto bajo el velo de la Naturaleza hasta la Encarnación, y luego se ocultó todavía más profundamente envolviéndose en la Humanidad.

¿Por qué Dios se oculta tanto? La respuesta que Von Balthasar hace decir a Pascal es esta: porque desea ser encontrado solo en el amor; si se manifestara tan claramente, podría ser hallado por la razón, porque la claridad plena –la evidencia– es lo que satisface a la  razón. Pero Dios no ha querido ser hallado por sabios, sino por necios.

3.6. Frontispicio del Augustinus escrito por Jansenio y publicado de forma postuma Lovaina 1640¿Por qué Dios se oculta tanto? La respuesta que Von Balthasar hace decir a Pascal es esta: porque desea ser encontrado solo en el amor; si se manifestara tan claramente, podría ser hallado por la razón, porque la claridad plena –la evidencia– es lo que satisface a la razón. Pero Dios no ha querido ser hallado por sabios, sino por necios. La razón es suficiente para rechazar a los recalcitrantes –por ejemplo, la razón podría hacerlos apostar en favor de la existencia de Dios a los que dudan–, pero insuficiente para convencer absolutamente. El encuentro con Dios se realiza no en la inteligencia, sino en la libertad del corazón. Es el retorno pascaliano a las Escrituras que contienen –más que cualquier filosofía– el verdadero conocimiento de Dios. Pero se puede dar un paso más todavía. También Dios se oculta en la Encarnación, porque Dios ha querido hacerse ver en un hombre completamente miserable y solo, que muere abandonado de todos. “De los treinta y tres años, vivió treinta sin aparecer. Durante tres años pasa por impostor. Sus amigos y sus más próximos le desprecian; finalmente, muere, traicionado por uno de los suyos, renegado por el otro y abandonado por todos”[28]. ¿No es esta una manera radical de ocultarse en la humanidad? Jesucristo es el “trasvasije valorativo de la bajeza”[29], es decir, el aprecio por todo aquello que ha sido despreciado y abandonado, justamente aquello que nadie mira y que pasa por alto, lo que no se da a ver sino con los ojos del corazón.

También Von Balthasar recuerda las acciones de los últimos días de Pascal, cuando se retiró de toda controversia teológica, ofreció los dolores de su enfermedad a Dios y repartió sus bienes a los pobres, en un acto que consideraba equivalente al sacramento eucarístico. Porque, dice Von Balthasar, “el pobre es el ocultamiento de Cristo, pero el amor del cristiano es capaz de ver en él la imagen de la presencia de Cristo, el sacramento de Cristo”[30]

Pascal murió serenamente en medio de una gran consolación espiritual. Dejó estas palabras como testamento de su amor y fidelidad cristiana:

Amo la pobreza porque él la ha amado. Amo los bienes, porque me dan el medio para asistir a los miserables. Guardo fidelidad a todo el mundo. No devuelvo el mal a los que lo hacen; sino que les deseo una condición parecida a la mía, en la que no recibe ni mal ni bien por parte de los hombres. Trato de ser justo, verdadero, sincero y fiel con todos los hombres, y siento una ternura de corazón hacia los que Dios me ha unido más estrechamente.[31]


Notas

*  Eduardo Valenzuela es sociólogo, profesor del Instituto de Sociología y profesor de la Escuela de Gobierno de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Fue decano de la Facultad de Ciencias Sociales entre los años 2013 y 2021.
[1] Blaise Pascal nace en Clermont en 1623 y muere en París a los 39 años, en 1662.
[2] Steinmann, Jean; Pascal. Ercilla, 1957, p. 224. El incidente descrito está tomado de Gilberta Pascal; La Vida de Blas Pascal escrita por la señora Périer, su hermana, incluida en la edición de Pensamientos, Editorial Porrúa, 2015, donde se dice textualmente: “Y no pudiendo comulgar en la cabeza quisiera al menos comulgar en alguno de sus miembros”, p. 146. Para la celebración del cuarto centenario del nacimiento de Pascal, el Papa Francisco dio a conocer su Carta Apostólica Sublimitas et Miseria Hominis publicada en Humanitas 104. Para una biografía reciente véase Le Gall, André; Pascal. Flammarion, 2023.
[3] Steinmann; op. cit., p. 230.
[4] Ibid., p. 229.
[5] Pascal, Blaise; Escritos espirituales. Tecnos, 2020, p. 132.
[6] Cf. Bremond, Henri; Histoire Littéraire du Sentiment Religieux en France. Depuis la fin des guerres de religión jusqu’a nos jours. Volume II. La Priere de Pascal. Éditions Jérome Millon, 2006.
[7] Ibid.
[8] Goldman, Lucien; Le Dieu caché. Étude sur la vision tragique dans les «Pensées» de Pascal et dans le théâtre de Racine. Gallimard, 1956.
[9] En Bremond, Henri; op cit.
[10] Pascal, Blaise; Lettres écrites á un provincial. Flammarion, 1981, p. 139.
[11] Citado de esta manera por Quantin, Jean-Louis; Le Rigorisme Chrétien. Cerf, 2001.
[12] Delumeau, Jean; La Confesión y el perdón. Las dificultades de la confesión siglos XIII a XVIII. Alianza Universidad, 1992, p. 112.
[13] Pascal, Blaise; Pensamientos. Editorial Porrúa, 2015, p. 191.
[14] Delumeau, op. cit., p. 133.
[15] Ricoeur, Paul; Philosophie de la Volonté. Tome II. Finitude et Culpabilité. La Symbolique du mal. Aubier, 1976.
[16] Pensamientos, op. cit., p. 214.
[17] Ibid., p. 235.
[18] Quantin, op. cit., p. 84.
[19] Bremond, op. cit., p. 263.
[20] Pensamientos, op. cit., p. 252.
[21] Von Balthasar, Hans Urs; Pascal en Gloria. Una estética teológica. Tomo III. Estilos Laicales. Encuentro, 2011.
[22] Lettres écrites a un provincial, op. cit., p. 145.
[23] Pensamientos, op. cit., p. 223.
[24] Küng, Hans; “¿Creo, luego Existo? Descartes y Pascal” en la edición Porrúa de Pensamientos, p. 93.
[25] Pascal, Blaise; Pensées. Flammarion, ed. 1976, 280, p. 145.
[26] Pensamientos, op. cit., p. 205.
[27] Von Balthasar, op. cit., p. 223.
[28] Pensamientos, op. cit., p. 223.
[29] Von Balthasar, op. cit., p. 221.
[30] Ibid., p. 232.
[31] Pensées, op. cit., 550, p. 32.

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