La Navidad de 1886 es la noche de conversión de tres franceses que habrían de marcar surcos en la Iglesia de finales de aquel siglo, proyectándose hacia el Vaticano II. Charles de Foucauld muere a su vanidad y a sus ambiciones militares para transformarse en desprendido servidor; Paul Claudel jamás olvidaría aquella columna de la catedral de Notre Dame junto a la cual ocurrió su camino a Damasco. Y Teresa, de 14 años, aquella misma noche se despediría de su “extremada sensibilidad”, situando allí el momento de “la gracia de mi completa conversión”.

La Navidad de 1886 es la noche de conversión de tres franceses que habrían de marcar surcos en la Iglesia de finales de aquel siglo, proyectándose hacia el Vaticano II.

Charles de Foucauld muere a su vanidad y a sus ambiciones militares para transformarse en desprendido servidor, en un cierto rebrote original del poverello de Asís.  Paul Claudel jamás olvidaría aquella columna de la catedral de Notre Dame junto a la cual ocurrió su camino a Damasco.  Su vida fue zarandeada también en tormentosos amores, una pasión adúltera llegó a arrastrarlo como barquichuelo de papel.  Pero jamás conmovió la fe que se le regalase cual un rayo.  El mismo Claudel estaba consciente del parentesco cronológico: “La Hermana Teresa del Niño Jesús ha tenido su ´conversión´ definitiva el mismo día que yo: Navidad de 1886”.

Teresa misma usó con cierta fruición el vocablo conversión.  Necesita hacerlo para expresar un cambio radical que, si bien tenía antecedentes y maduraciones, la situaba en una esfera tan inédita que ella lo sintió como un ´desde ahora´ novísimo.

Pero, ¿cuál era el Egipto que quedaba atrás de esa Pascua? ¿De qué se despidió aquella noche al volver de la Misa del Gallo? Teresa se detiene en el Manuscrito llamado A, describiendo una suerte de infantilismo que la acosaba, reteniendo el crecimiento de su libertad dolorosamente.  Ella confiesa: “Mi extremada sensibilidad me hacía insoportable”. Califica esa parálisis como un estar “todavía en los pañales de la niñez pueril”.  Era un vivir al borde de las lágrimas incontinentes, llegando a llorar “por haber llorado”.  Ella lidiaba contra tal labilidad, pero era impotente.  Por ello, va a describir la gracia de esa noche en términos de vigor: “En esta noche en la que él se hizo débil… a mí me hizo fuerte y valerosa.  Me revistió de sus armas… nunca más fui vencida en ningún combate sino que marché, por el contrario, de victoria en victoria, y comencé, por decirlo así, ¡una carrera de gigante!”

El suceso mismo es significativo.  Luis Martin, el padre, había retornado a la idílica casa de Les Buissonnets -una retocada tarjeta postal del Romanticismo francés- para prolongar la Eucaristía navideña en una íntima celebración familiar con sus dos hijas menores.  Está ya fatigado de alguno de los ritos cordiales con los cuales debe atender, como padre viudo, a esas dos adolescentes tan femeninamente sensibles.  Le preocupa y le satura la expresividad de Teresa.  Por ello, cuando las dos hermanas están todavía en la escalera que lleva a los dormitorios, Luis, ahí en el confortable salón burgués entibiado por la chimenea, da una mirada a los zapatos que guardan los presentes como a la espera del ceremonial reiterado desde la primera de las cinco hijas.  Tiene la secreta esperanza que, al cumplirse los catorce años de Teresa, ya no necesite hacer ese juego que él siente como un resto tardío e inadecuado.  Entonces exhala unas palabras que las dos jóvenes alcanzan a oír bien: “!por suerte es el último año!”.

Celina teme lo peor.  Ahora, Teresa no parará de sollozar e hipar toda la noche.  Pero fueron sólo unas lágrimas fugaces humedeciendo los hermosos párpados marfileños de su hermana menor.  Justo entonces viene el golpe de la gracia como a Claudel, como a Foucauld.  Teresa llama a aquella irrupción del cielo “la gracia de mi completa conversión”.

Hay varios momentos preparatorios.  Una fecha clave había sido la del 13 de mayo de 1883, cuando el desplome nervioso tenía a la niña de diez años al borde de la alienación e incluso de la muerte.  El doctor había declarado: “Ya no hay nada que hacer”.  Cuando le querían dar a beber las medicinas, ella gritaba llena de pavor: “Me quieren envenenar”.  Los fenómenos de una neurosis retardataria la estaban destrozando.  Fue entonces cuando, en ese Pentecostés del 13 de mayo, la niña desesperada exclamó: “!mamá, mamá!” La imagen que presidía su cuarto de huérfana enferma se transformó con un rostro que respiraba una benignidad y una terneza inefables.  “Pero lo que… penetró hasta el fondo del alma fue la sonrisa encantadora de la Santísima Virgen.  Entonces, todas mis penas se desvanecieron”.

Los estudios del doctor Gayral, de la Facultad de Medicina de Toulouse, hablan de una “névrose pithiatique infantile”, caracterizada por una regresión afectiva que se acompaña de constante lucidez: el niño huye refugiándose en la enfermedad para ser acariciado, transformándose en un bebé.  Se trata de una auténtica y grave enfermedad originada por una dramática cadena de frustrantes destetes.  En ella se cortaron cuatro eslabones, esfumándose en vacío cuatro experiencias de ternura materna.

Durante dos meses, Celia, la madre, trata de alimentar a esta niña y le prodiga toda su calidez de normanda generosa; quería salvarla de la muerte prematura que le había descuajado cuatro hijos.  Pero la infante sigue en una debilidad peligrosa.  Por ello, la envía a Semallé, una grana donde la robusta Rosa Taillé amamantaba a su cuarto hijo.  Esa partida fue el primer corte que Teresa registra en la oscuridad muda de su inconsciente.  En Semallé permanece junto a la nodriza un año y un mes.  El mundo imaginario interno recibe impresiones indelebles: olores del heno, gallos matutinos y la temperatura de esa Rosa que le dejara una estela imborrable de certeza y confianza primigenia.

Pero viene el segundo destete.  Es el Jueves Santo de 1874.  En algún entresijo del alma, se esconde una laceración de nostalgia.  Retorna a la casa de Alecon y Celia la vuelve a mimar con las mil argucias de la solicitud de madre ya experimentada.  Pero será por poco más de tres años, hasta ese 28 de agosto, cuando Luis la invita: “Ven a abrazar por última vez a tu pobre madrecita”.  Muerta Celia, la menor de la casa registra una desollante sensación: “Apenas muerta Celia nadie tenía tiempo de ocuparse de mí.  Además, bien veía yo cosas que habrían querido ocultarme”.  Tercer corte con una madre.

Y el cuarto, precisamente por ser ya cuarto, es el más patético y expresivo.  El 2 de octubre de 1882, Paulina deja el hogar de Les Buissonnets para irse al Carmelo.  Teresa tiene el dolor agregado de enterarse por la escucha pasajera de una conversión.  No comprende bien todas las palabras, pero sí entiende el centro del drama: “Yo iría a perder mi segunda madre… en un instante yo comprendí lo que la vida era: un sufrimiento y una continua separación”.  No podía no experimentarlo sino como el quiebre agolpado de experiencia materna.  Por ello será la sonrisa de María la que la sana, recobrándola para la sonrisa que se le había escamoteado a los cuatro años con la muerte de Celia.

La luz recobrada por el sonreír curativo de la Virgen, permitirá que el oído escuche la ternura del padre, cuando la llama “m apetite reine”.  Habrá posible los juegos gozosos entre su fragilidad y aquél a quien acaricia en el alma llamándolo “Quiero Rey de Francia y de Navarra”.  Ese apelativo de “reinita” tiene trama contradictoria.  Por una lado, la aúpa hacia la existencial seguridad fundante de ser amada, hacia el semblante paterno de Dios y, por otro, la retiene todavía en una ligazón que la regresa a un cautiverio del yo infantil.  Esta es la prisión por la que ella se duele cuando la hiere la menor brisa de desatención amorosa.

Este estado pueril del alma fue sanado por el Espíritu Santo en la noche de la “completa conversión”.  Ahora, el cauterio no baja hacia la zona de la relación con la madre, como en el Pentecostés del 83, sino que viene a liberar, perfeccionando pascualmente -con muerte y resurrección- el vínculo de amor con que su padre terreno le refleja el dinamismo de abrigo del Padre de los cielos.  Sólo entonces podrá, la reinita Teresa, encaminarse a ser “Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz”.  Ella estaba llamada a anunciar “el pequeño camino” de la infancia espiritual que es la antípoda del infantilismo y de todas las formas pueriles de religiosidad.  Porque había vivido la opresora esclavitud, podrá ser un Moisés hacia la tierra prometida de una infancia que es ser hijo-niño en el Hijo Jesucristo.

La enfermiza concentración en el ego susceptible y plañidero se articula en una femineidad que con lenguaje medioeval llamaríamos de “voluntas curva”, es decir, un querer que nunca termina fundiéndose por amor en el otro, sino que es flecha desviada hacia el propio ballestero y que acaba clavándose en la espalda del mezquino amador.

Al despuntar el 25 de diciembre de 1886, Teresa comenzó a ser “de la Santa Faz” porque tuvo la mirada generosa del Redentor muriente por sus amigos, el desprendido y enlazado en caridad.  La hija en el Hijo, la del Niño Jesús, la amparada niña en el regazo del Padre, es la única que puede fundir su semblante con la faz de Cristo y transformarse libérrimamente en madre.  Desde esa Navidad señera, pasando por el cumpleaños catorce, el 2 de enero, se inicia un proceso que durará bien exactamente los mismos nueve meses de una gestación, acelerándose entre el 20 de marzo y el 31 de agosto.  Se trata de la conversión del execrado criminal Henri Pranzini, nacido en Alejandría, quien, el 20 de marzo, con sórdida crueldad, asesinó a dos mujeres y una niña.  En esas mismas semanas había crecido un ansia ardiente en Teresa por rescatar pecadores para Cristo.

Un domingo de mediados de julio, en la catedral de San Pedro, le ocurre algo baladí para un cualquier.  Una estampa del Crucificado se desliza, por torpeza, desde su misal a las piedras del suelo.  La adolescente se inclina para recogerla, mientras escucha en el tímpano del alma que Jesús dice aquella palabra del Gólgota: “!Tengo sed!” “Estas palabras encendieron en mí un ardor desconocido y muy vivo.  Yo quería dar de beber a mi Amado, y yo misma me sentía devorada por una sed de almas, sobre todo por la sed de grandes pecadores”.

Teresa no dejará de orar y sacrificarse por la redención en Pranzini en las semanas siguientes.  Lo conocía sólo por la lectura furtiva del diario La Croix y los comentarios de todos.  Pero la joven de catorce años siente una responsabilidad precozmente materna por él.  Le ocupa y preocupa la vida de la gracia en aquel desdichado.  Y triunfa.  Hay parto. El 31 de agosto, ya en el cadalso de la guillotina, “se volvió, cogió el crucifijo que le presentaba el sacerdote, ¡y besó por tres veces sus llagas sagradas!...”, como reporta la misma santa en el Manuscrito A.

Teresa había concatenado directamente el texto de la conversión en la Navidad del 86, con toda la historia del rescate de Pranzini.  Es que hay una ligazón interna, que delata la tensión entre los dos hombres que escogió como carmelita y que, a su vez, señalan su vocación en la Iglesia: “mi vocación es el amor”.  Caridad filial y maternal, niña y madre.  En un lenguaje de sorprendente madurez, ella había llamado a Henri Pranzini, que era un crapuloso asesino de rostro seductor, con un apelativo de exigencia, señalándolo en una plegaria a Jesús: “es mi primer hijo”, la criatura de un parto corredentor al pie de la Cruz.

Pranzini es su primogénito.  La maternidad se hará católica, anchurosa.  Desde el germen de su primerizo, latía ya una pulsación universal.  En efecto, ella nos dice que “habría deseado que todas las criaturas se uniesen a mí para implorar el perdón del culpable”.  Esta amplia convocación en el deseo, se transformaría en una focalización ilimitada en el objeto:  ella rezará por pecadores, por los sacerdotes y por toda la labor misionera de la Iglesia hasta en los más apartados confines.  Tanto se expandirá su amor comprometido que, el 14 de diciembre de 1927, Pío XII la declarará Patrona Universal de las Misiones.  Comparte el patronazgo con un almirante del fuego urgidor de Cristo, un vasco muerto en la isla de Sanchón, de cara al océano que tanto había surcado entre los puertos del Extremo Oriente.  En doce años, este Francisco Javier recorrió miles de kilómetros para predicar y bautizar en India, Indonesia y Japón.  Teresa, la niña, se había enclaustrado en la humedad tuberculosa de un Carmelo normando.  Sus navegaciones y sus bautizos eran de otra agua.  Pero Pío XII la exalta tan madre como padre es “Francisco de Jasu y Xavier”.  Pranzini, después de nueve meses de gestación, era sólo su primogénito, su primera victoria de alteridad cristiana, el primer pájaro anidado en su higuera de femineidad fecunda.

Joaquín Alliende Luco

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