Si conforme a la convocatoria de Aparecida hemos de recomenzar desde Cristo, el discipulado y la misión tendrán que expresarse también en creaciones intelectuales del genio católico que señalen las metas y tracen la ruta hacia la plena realización de nuestro continente en la verdad, la justicia y el amor, como una Patria grande de estos pueblos bautizados que permanecen en el regazo de la Iglesia y aman a María.

Quinque iam saecula Christi Crux Americam illuminat: Hace ya cinco siglos que la Cruz de Cristo ilumina a América. Así puede leerse en la medalla oficial del pontificado acuñada en 1992. Juan Pablo II quiso otorgar relieve universal a aquella celebración del quinto centenario de la evangelización de nuestro continente, advirtiendo que se trató de un acontecimiento providencial, por la incorporación del nuevo mundo a la ecúmene de los pueblos y por la extensión de las fronteras de la Iglesia.

Aquella primera evangelización de América se vio favorecida muy pronto por el movimiento espiritual, apostólico y cultural de la Reforma Católica impulsada por el Concilio de Trento. Como en otras gestas evangelizadoras que señalaron con rasgos insignes momentos cruciales de la vida eclesial, la siembra de la Palabra y la gracia sacramental produjeron frutos de santidad y la creación de una cultura en la que se encarnaron los valores del Evangelio. La evangelización aportó valores cristianos a aquel dramático encuentro de culturas que fue el descubrimiento y la conquista. El filósofo argentino Alberto Caturelli explica que América alcanzó entonces un sentido y una unidad de la que antes carecía. Para la conciencia primitiva, América como tal no existía, pues era una atomización que se ignoraba en virtud de su inmersión en el todo mítico-mágico previo a la conciencia crítica de continentalidad y nacionalidad. Lo indígena y lo hispano se fusionaron en un descubrimiento progresivo que fue al mismo tiempo emersión de lo originario. Mediante el mestizaje, la erección de ciudades, el establecimiento de las instituciones de gobierno y cultura, España funda sobre lo originario la originalidad del Nuevo Mundo; pero no funda ni puede hacerlo sola sino con el mundo precolombino. Esta fusión es, pues, fundación y esta fundación equivale a la fundación de América.

El resultado fue una cristiandad mestiza, en la que junto a magníficas realizaciones hubo también grandes deficiencias, sobre todo en lo que respecta a la encarnación de los valores cristianos en la dimensión cultural, social y política de la vida de nuestros pueblos. Se puede afirmar también que en el plano de la evangelización algo quedó pendiente y abierto hacia el futuro. La idea de una nueva evangelización se entronca, aquí, en el proceso iniciado en Jerusalén la mañana de Pentecostés, según el destino señalado a los discípulos por el Señor antes de volver al Padre: recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra (Hech. 1, 8). Los confines de la tierra son también los confines del tiempo, hasta que Él retorne para clausurar la historia.

Las repúblicas de la América Latina se conformaron bajo el influjo de la Ilustración. La cultura, sobre todo en las clases dirigentes, se fue impregnando de racionalismo, liberalismo y laicismo; se impuso el divorcio de la razón y la fe, propio de la modernidad. Desde el poder político se promovió activamente la secularización de las costumbres, en un intento de alejar a los pueblos de la tradición cultural fundante. En muchos casos, la ruptura de los gobiernos con la Santa Sede y el sucesivo aislamiento de las iglesias locales unido a la falta de sacerdotes produjeron un vacío pastoral que menoscabó la formación de los fieles y la presencia efectiva de la Iglesia en los centros donde se gestaban las nuevas vigencias culturales. En las últimas décadas del siglo XIX se manifestó una recuperación pastoral de la Iglesia, como fruto del Concilio Vaticano I, con el aporte de nuevas congregaciones religiosas empeñadas en la misión popular, en la educación y en los múltiples servicios de caridad. Aparecieron también grupos de laicos ilustrados que brindaron un buen testimonio e hicieron presente la cosmovisión cristiana en el contexto de las discusiones ideológicas y políticas de la época. Así se configuró una nueva corriente intelectual y cultural católica, a la que hay que sumar la reacción de intelectuales no católicos que, desencantados de los efectos de la ideología surgida de la Revolución Francesa, y refractarios al influjo de la tradición puritana de América del Norte, procuraron expresar un vínculo con la memoria histórica de los pueblos latinoamericanos.

León XIII, el Papa de la Aeterni Patris y de la Rerum novarum, convocó en 1899 el Concilio Plenario de América Latina. Esta asamblea reivindicó el carácter y las raíces católicas de nuestros pueblos y favoreció la creación de una conciencia de comunión entre las iglesias particulares del continente. Quedaba así de manifiesto la realidad eclesial forjada por la precedente obra evangelizadora, que había sido menospreciada y combatida por los gobiernos liberales y las logias masónicas. El Concilio latinoamericano, además de su obra de afirmación doctrinal y de organización disciplinar, puso en tensión las fuerzas vivas de la Iglesia para renovar el impulso pastoral y misionero.

Las grandes tragedias del siglo XX han mostrado el fracaso de la fe en el progreso, tanto en su versión liberal-burguesa como en la etapa revolucionaria de inspiración marxista. La ideología inmanentista ha encerrado la razón en sí misma, privándola de su apertura propiamente humana a las fuerzas salvadoras de la fe y al consiguiente discernimiento entre el bien y el mal. Sin referencia a la verdad, la libertad –otra de las banderas características de la modernidad– ha perdido su fundamento y su meta (cf. Spe salvi, 23). En la confusa encrucijada de la posmodernidad se empantana el pensamiento filosófico; el divorcio de la razón y la fe desemboca en la pérdida de sentido del hombre tecnológico. Los Estados democráticos se rehúsan a reconocer un fundamento trascendente de la moral social. Proclaman su neutralidad ética, y la de las instituciones, y la justifican ideológicamente como pluralismo, soslayando la referencia a un orden moral objetivo, imprescindible para afirmar la dignidad de la persona humana y su trascendencia. La modernización que se procura con ahínco se presenta ante todo como eficiencia económica, medida con criterios cuantitativos; el mecanismo del mercado se extiende a todas las áreas de la vida social y penetra en el ámbito de la familia y en la intimidad de la vida personal. En este contexto ideológico, social y político, la Iglesia ha de empeñarse en una nueva evangelización, contando con el valor del sustrato cultural cristiano de los pueblos de América latina.

El Concilio Vaticano II recogió la obra de los movimientos de renovación que estaban en curso en la Iglesia desde la segunda mitad del siglo XIX. La visión conciliar de la presencia cristiana en la cultura de los pueblos se expresó como discernimiento de las corrientes históricas y en una ponderada valoración de su vigencia y de sus consecuencias. Sobre todo, se transmite en los documentos conciliares una aguda percepción de los cambios producidos en la cultura y de la aceleración de los mismos. La intención del Concilio se expresaba claramente en estas frases de la Constitución Gaudium et spes: “La fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la mente hacia soluciones plenamente humanas. El Concilio se propone, ante todo, juzgar bajo esta luz los valores que hoy disfrutan de máxima consideración y enlazarlos de nuevo con su fuente divina” (GS. 11).

Las conferencias generales del episcopado latinoamericano se sitúan en la continuidad del Concilio y como propósito de concretar su aplicación en el continente. En las asambleas de Medellín, Puebla, Santo Domingo y Aparecida se asume y expresa la conciencia del sustrato cultural que procede de los orígenes y el aprecio de sus valores, que han subsistido, aunque debilitados, a pesar del embate de la ideología de la Ilustración y de los procesos políticos y sociales de los siglos XIX y XX.

En el Documento de Puebla se ofrece una buena descripción del real sustrato católico de la cultura latinoamericana: “Esta cultura, impregnada de fe y con frecuencia sin una conveniente catequesis, se manifiesta en las actitudes propias de la religión de nuestro pueblo, penetradas de un hondo sentido de la trascendencia y, a la vez, de la cercanía de Dios. Se traduce en una sabiduría popular con rasgos contemplativos, que orienta el modo peculiar como nuestros hombres viven su relación con la naturaleza y con los demás hombres; en un sentido del trabajo y de las fiestas, de la solidaridad, de la amistad y el parentesco. También en el sentimiento de su propia dignidad, que no ven disminuida por su vida pobre y sencilla” (Puebla, 413). Subrayo otra observación muy justa: esa cultura, que en los sectores pobres de la población latinoamericana se conserva de un modo más vivo y abarcador, está sellada particularmente por la intuición del corazón, y por lo tanto se expresa sobre todo en la creación artística, en la piedad hecha vida y en la convivencia solidaria, más que en las categorías y organización mental características de las ciencias.

El Documento conclusivo de la Vª Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe registra la novedad de los cambios recientes, que tiene un alcance global, fenómeno que afecta la vida de nuestros pueblos y su sentido ético y religioso. Se describe allí la crisis de sentido que se produce en la percepción de la realidad por la falta de unificación de la experiencia ante la masa de información parcializada y el conflicto de las interpretaciones. Nuestras tradiciones culturales se erosionan y ya no se pueden transmitir de una generación a otra con la misma fluidez que en el pasado. En su lugar se quiere imponer una nueva visión de la realidad, una cultura artificial y homogeneizada en todos los sectores, que se caracteriza por la autorreferencia del individuo, la indiferencia por el otro, la información de último momento, el debilitamiento de los vínculos familiares y comunitarios, las expectativas de prestigio y estima social, la afirmación exasperada de derechos individuales y subjetivos, sin referencia a los respectivos deberes y a los derechos sociales y solidarios.

¿Cómo se puede afrontar esta situación comprometida? La respuesta de los obispos reunidos en Aparecida es profundamente teológica y religiosa: “Los cristianos necesitamos recomenzar desde Cristo, desde la contemplación de quien nos ha revelado en su misterio la plenitud del cumplimiento de la vocación humana y de su sentido. Necesitamos hacernos discípulos dóciles, para aprender de Él, en su seguimiento, la dignidad y la plenitud de la vida. Y necesitamos, al mismo tiempo, que nos consuma el celo misionero para llevar al corazón de la cultura de nuestro tiempo, aquel sentido unitario y completo de la vida humana que ni la ciencia, ni la política, ni la economía ni los medios de comunicación podrán proporcionarle. En Cristo Palabra, Sabiduría de Dios, la cultura puede volver a encontrar su centro y su profundidad, desde donde se puede mirar la realidad en el conjunto de todos sus factores, discerniéndolos a la luz del Evangelio y dando a cada uno su sitio y su dimensión adecuada” (Aparecida, 41).

Recomenzar desde Cristo… Esta propuesta enlaza la nueva evangelización, entendida principalmente como evangelización de la cultura, con la primera y fundante, que supo encarnar hondamente valores cristianos en la vida de nuestros pueblos. Me permito señalar algunos objetivos y campos de acción para esta nueva etapa de la misión evangelizadora, que quiere desarrollarse en la forma de una Misión Continental.

Los valores cristianos que aún se pueden reconocer en la tradición cultural de los pueblos latinoamericanos se fundan en el acontecimiento salvífico del bautismo, en el hecho de ser estos pueblos mayoritariamente bautizados. Por el bautismo el hombre se incorpora a la Iglesia de Cristo y se constituye persona en ella: así descubre en plenitud su dignidad de imagen viva de Dios, de hijo suyo en la familia universal de los hijos, en la que todos son hermanos. En América Latina subsiste un fuerte aprecio del bautismo, principio de la iniciación cristiana, pero falta una plena comprensión del valor de la Eucaristía como plenitud y actualización incesante de la condición cristiana y de su proyección cultural y social. En la última década se ha verificado en la Iglesia un nuevo acento en la centralidad de la Eucaristía, en la importancia del día del Señor y su adecuada celebración. Es ésta una urgencia pastoral de primer orden. Los valores evangélicos encarnados en la cultura de América Latina han sido y son transmitidos sobre todo por la piedad popular; de un paciente y esclarecido esfuerzo para vincular y enraizar la piedad popular en la liturgia, de su referencia explícita a la Eucaristía dominical, puede surgir un nuevo vigor de la vivencia cristiana en el seno de las comunidades eclesiales y en el orden secular. Sería la realización más plena del vínculo entre culto y cultura. La Eucaristía es el sacramento de la caridad, que crea comunión y educa para la comunión; la vida eucarística de un pueblo tenderá a expresarse espontáneamente como solidaridad y amistad social (cf. Ecclesia in América, 35). En su discurso inaugural de la Va Conferencia de Aparecida exclamó el Papa Benedicto XVI: “¡Sólo de la Eucaristía brotará la civilización del amor, que transformará Latinoamérica y El Caribe para que, además de ser el continente de la esperanza, sea también el continente del amor!”

2. El segundo objetivo se basa en la confianza que la Iglesia ha depositado siempre en la capacidad racional del hombre para buscar y alcanzar la verdad, para comprender el sentido de la realidad y descubrir la presencia de Dios en el cosmos y en la historia personal y colectiva. En la nueva cultura global rige, exacerbada, la autolimitación moderna de la razón que considera científica únicamente el tipo de certeza que deriva de la sinergia entre matemática y método empírico. En su discurso en la Universidad de Ratisbona, Benedicto XVI advirtió que “si la ciencia en su conjunto es sólo esto, entonces el hombre mismo sufriría una reducción, pues los interrogantes propiamente humanos, es decir, de dónde viene y adónde va, los interrogantes de la religión y de la ética, no pueden encontrar lugar en el espacio de la razón común descrita por la ciencia entendida de este modo y tienen que desplazarse al ámbito de lo subjetivo”. El futuro de una cultura auténticamente humana depende de que pueda superarse la limitación que la razón se impone a sí misma cuando se reduce al ámbito de lo que se puede verificar mediante la experimentación. La tradición católica puede y debe inspirar una pastoral de la inteligencia que muestre la amplitud natural del concepto de razón y el dinamismo inherente a su uso. Así se podrá devolver a la investigación científica el contexto en el cual le corresponde desarrollarse, para que se integre en la universalidad del saber y sirva no sólo para procurar útiles tecnológicos de los cuales el hombre se convierte en apéndice, sino para su plena formación y para el desarrollo humano integral. Esta tarea es propia de la universidad, si ha de ser fiel a su esencia y a su genealogía, que se remonta, más allá de los modelos medievales –referencia que no puede olvidar la universidad moderna–, a la Academia imperial fundada por Teodosio II el año 425 y a la Escuela de Platón, edificada junto al bosquecito de Academos. Es en la universidad donde debe verificarse el diálogo de las ciencias con la filosofía y la teología, ya que no puede excluirse a la metafísica y al pensar propio de la fe del campo de ejercicio de la razón. En el ya citado discurso de Ratisbona decía el Papa: “una razón que sea sorda a lo divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas, es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas”. Este proceso, que parece puramente teórico, es clave para enfocar correctamente los problemas más urgentes de la vida personal y comunitaria, del orden político, económico y social.

3. El ethos tradicional de los pueblos latinoamericanos aparece hoy jaqueado por la difusión global del relativismo, que desconoce la referencia del obrar humano a la naturaleza de la persona y a los principios objetivos y universales que proceden de ella. Los valores del Evangelio presentes en nuestra cultura no podrán ser recreados si no se recupera el sentido de la creación, del orden natural y de la ley de la conciencia que permite distinguir el bien del mal. La ley natural es la expresión, bajo la forma de preceptos, de las inclinaciones naturales del hombre: a la verdad, al bien, a la conservación del propio ser, a la formación de la familia y a la comunicación de la vida, a la vida en sociedad, a la justicia y a la amistad. Estas inclinaciones constituyen la fuente de la libertad, que no es mera indiferencia, sino orientación perfectiva hacia la plena realización de lo que el hombre es según el plan de Dios, hacia la felicidad. Existe una profunda armonía entre la ley natural y la ley evangélica expresada en el Sermón de la Montaña. Más concretamente, las bienaventuranzas presentan los valores evangélicos que integran, en su tenor original, el estilo cristiano de vida, en el cual lo auténticamente humano se realiza en plenitud. Muchos rasgos característicos de la cultura de nuestros pueblos reflejan aún estos valores que brotan de la fe; ellos pueden ser recreados como alternativa a los modelos antropológicos incompatibles con la naturaleza y la dignidad del hombre. En el Documento de Aparecida se encuentra formulado este propósito, que es también una exhortación: “Es necesario presentar la persona humana como el centro de toda la vida social y cultural, resultando en ella: la dignidad de ser imagen y semejanza de Dios y la vocación de ser hijos en el Hijo, llamados a compartir su vida por toda la eternidad. La fe cristiana nos muestra a Jesucristo como la verdad última del ser humano, el modelo en el que el ser hombre se despliega en todo su esplendor ontológico y existencial. Anunciarlo integralmente en nuestros días exige coraje y espíritu profético” (Aparecida, 480). Más aún, podemos agregar, si el anuncio articulado como discurso ético ha de ir respaldado por el testimonio efectivo de una vida según el Evangelio, de discípulos que asumen seriamente su vocación de santidad.

4. En un continente como el nuestro, en el que perduran tantas y tan graves injusticias, la razón cristiana, el lógos de la fe, no puede sustraerse a una misión específica en el orden económico, político y social. En la encíclica Deus caritas est, Benedicto XVI expresa cuál ha de ser la contribución de la Iglesia a la construcción de un orden social justo: “La Iglesia –dice el Papa– tiene el deber de ofrecer, mediante la purificación de la razón y la formación ética, su contribución específica, para que las exigencias de la justicia sean comprensibles y políticamente realizables” (Nº 28). Esa purificación del “lógos social”, de la razón que organiza la sociedad, afectada de ceguera ética por la preponderancia de intereses mezquinos y del abuso de poder, que se enseñorean en una democracia sin valores, se realiza mediante la iluminación que proporciona la fe. En este punto, afirma el Santo Padre, se sitúa la doctrina social católica, cuyo conocimiento y difusión corresponde sobre todo a los fieles laicos, a quienes cabe la misión de configurar rectamente la vida social. Su acción en este orden ha de ser vivida como caridad social. Las situaciones crónicas de subdesarrollo y los nuevos problemas planteados por el proceso de globalización interpelan a los católicos americanos a encarnar, mediante las mediaciones científicas y técnicas necesarias, los valores de justicia y amor propios del Evangelio en la cultura actual de nuestros pueblos.

En la encíclica Caritas in veritate se expone y explica otro valor evangélico: el principio de gratuidad, la lógica del don, expresión de la gracia de Cristo que rescata al hombre de su reclusión en la autosuficiencia para vivir la fraternidad. La lógica del don aporta una nueva orientación a la vida económica, política y social, para que se ordene efectivamente al bien común, superando la estrechez de la pura lógica del mercado y sus consecuencias de deshumanización e injusticia. La verdad de la economía reclama esa superación hacia expresiones concretas de gratuidad, que pueden abrirse paso, entre el Estado y el mercado, en el ámbito de la sociedad civil: organizaciones productivas con fines mutualistas y sociales que articuladas debidamente con las formas clásicas de organización empresarial, pública o privada, contribuyan a establecer un orden económico más humano, una verdadera civilización de la economía.

Durante el siglo XX, pensadores iberoamericanos –algunos católicos y otros no–, intentaron volver a las fuentes de la identidad y vocación de América. Cito sólo algunos nombres: José Enrique Rodó, Víctor Andrés Belaúnde, Manuel Ugarte, José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña, Joaquín Edwards Bello, Gabriela Mistral, Jaime Eyzaguirre, que como tantos otros buscaron el sentido originario de una posible unión americana. Si conforme a la convocatoria de Aparecida hemos de recomenzar desde Cristo, el discipulado y la misión tendrán que expresarse también en creaciones intelectuales del genio católico que señalen las metas y tracen la ruta hacia la plena realización de nuestro continente en la verdad, la justicia y el amor, como una Patria grande de estos pueblos bautizados que permanecen en el regazo de la Iglesia y aman a María.


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