Fragmento del prefacio del libro de Rocco Buttiglione.

Comunión a los divorciados que se han vuelto a casar

Compartimos un fragmento del prefacio del cardenal al libro de Rocco Buttiglione “Respuestas amigables a los críticos de «Amoris laetitia» (ediciones Ares, en las librerías italianas a partir del 10 de noviembre): publicado por el periódico La Stampa de Italia. «La tensión entre el estatus objetivo del “segundo” matrimonio y la culpa subjetiva» puede abrir el camino a los sacramentos «mediante un discernimiento pastoral»

Con la exhortación apostólica «Amoris laetitia», el Papa Francisco, apoyándose en los dos Sínodos de los obispos sobre la familia de 2014 y 2015, ha tratado de ofrecer una respuesta tanto teológica como pastoral de la Iglesia a los desafíos de nuestro tiempo. De esta manera, ha querido ofrecer su apoyo materno para superar, a la luz del Evangelio de Cristo, la crisis del matrimonio y de la familia.

En general, este amplio documento de nueve capítulos y 325 artículos ha sido recibido positivamente. Es deseable que muchos esposos y que todas las jóvenes parejas, que se preparan a este santo sacramento del matrimonio, se dejen introducir a su amplio espíritu, a sus profundas consideraciones doctrinales y a sus referencias espirituales. El buen éxito del matrimonio y de la familia abre la vía hacia el futuro de la Iglesia de Dios y de la sociedad humana.

Es mucho más lamentable la áspera controversia que se ha desarrollado sobre el capítulo 8, que se titula «Acompañar, discernir e integrar la fragilidad» (arts. 291/312). La cuestión sobre si los «divorciados que se han vuelto a casar por lo civil» (una connotación problemática desde el punto de vista dogmático y canónico) pueden tener acceso a la comunión, aunque siga existiendo un matrimonio sacramental válido, en algunos casos particularmente connotados o incluso en general, ha sido elevada, falsamente, al rango de cuestión decisiva del catolicismo y piedra angular ideológica para decidir si uno es conservador o liberal, si uno está a favor o contra el Papa. El Papa, en cambio, considera que los esfuerzos pastorales para consolidar el matrimonio son mucho más importantes que la pastoral de los matrimonios que han fracasado (AL 307). Desde el punto de vista de la nueva evangelización, parece que el esfuerzo para que todos los bautizados participen, los domingos y en las fiestas de precepto, en la celebración de la eucaristía es mucho más importante que el problema de la posibilidad de recibir la comunión legítima y válidamente por parte de un grupo limitado de católicos con una situación matrimonial incierta.

En lugar de definir la propia fe a través de la pertenencia a un campo ideológico, el problema es, en realidad, el de la fidelidad a la palabra revelada por Dios, que es transmitida en la confesión de la Iglesia. En cambio, se confrontan entre sí tesis polarizadoras que amenazan la unidad de la Iglesia. Mientras por un lado se pone en duda la rectitud de la fe del Papa, que es el supremo Maestro de la cristiandad, otros aprovechan la ocasión para jactarse de que el Papa consiente un radical cambio de paradigma de la teología moral y sacramental por ellos mismos deseado. Somos testigos de una paradójica inversión de los frentes. Los teólogos que se enorgullecen de ser liberal-progresistas, que en el pasado, por ejemplo, en ocasión de la encíclica «Humanae Vitae», cuestionaron radicalmente el Magisterio del Papa, ahora elevan cualquiera de sus frases (pero que les agraden) casi al rango de dogma. Otros teólogos, que se sienten en el deber de seguir rigurosamente el Magisterio, ahora examinan un documento del Magisterio según las reglas del método académico, como si fuera la tesis de uno de sus estudiantes.

En medio de estas tentaciones cismáticas y de esta confusión dogmática tan peligrosa para la unidad de la Iglesia, que se basa en la verdad de la Revelación, Rocco Buttiglione, como un auténtico católico de comprobada competencia en el campo de la teología moral, ofrece, con los artículos y ensayos reunidos en este volumen, una respuesta clara y convincente. No se trata aquí de la compleja recepción de «Amoris laetitia», sino solamente de la interpretación de algunos pasajes controvertidos en el capítulo 8. Con base en los criterios clásicos de la teología católica, ofrece una respuesta razonada y nada polémica a los cinco «dubia» de los cardenales. Buttiglione demuestra que el duro reproche al Papa de su amigo y compañero de tantos años de luchas, Josef Seifert, que dice que el Papa no presenta correctamente las tesis de la justa doctrina o incluso que las calla, no corresponde a la realidad de los hechos. La tesis de Seifert es semejante al texto de 62 personajes católicos «correctio filialis» (24-09-2017).

En esta difícil situación de la Iglesia, he aceptado de muy buen grado la invitación del profesor Buttiglione de escribir una introducción a este libro. Espero ofrecer, de esta manera, una contribución para que se restablezca la paz en la Iglesia. Efectivamente, todos debemos estar armoniosamente comprometidos en sostener la comprensión del sacramento del matrimonio y ofrecer una ayuda teológica y espiritual para que el matrimonio y la familia puedan ser vividos «en la alegría del amor», incluso en un clima ideológico desfavorable. Su tesis se compone de dos afirmaciones fundamentales, con las que concuerdo con absoluta convicción:

1. Las doctrinas dogmáticas y las exhortaciones pastorales del 8o capítulo de «Amoris laetitia» pueden y deben ser comprendidas en sentido ortodoxo.

2. «Amoris laetitia» no implica ningún cambio magisterial hacia una ética de la situación y, por lo tanto, ninguna contradicción con la encíclica «Veritatis Splendor» del Papa san Juan Pablo II.

Nos referimos aquí a la teoría según la cual la conciencia subjetiva podría, considerando sus intereses y sus particulares situaciones, situarse a sí misma en lugar de la norma objetiva de la ley moral natural y de las verdades de la revelación sobrenatural (en particular sobre la eficacia objetiva de los sacramentos). De esta manera, la doctrina de la existencia de un «intrinsice malum» y de un actuar objetivamente malo se volvería obsoleta. Sigue siendo válida la doctrina de «Veritatis splendor» (art. 56; 79) incluso con respecto a «Amoris Laetitia» (art.303), según la cual existen normas morales absolutas a las que no se da ninguna excepción (cfr. el «dubium» n. 3;5 de los cardenales).

Es evidente que «Amoris Laetitia» (art. 300-305) no enseña y no propone creer de manera vinculante que el cristiano en una condición de pecado mortal actual y habitual pueda recibir la absolución y la comunión sin arrepentirse por sus pecados y sin formular el propósito de ya no pecar, en contraste con lo que dicen «Familiaris consortio» (art. 84), «Reconciliatio et poenitentia» (art. 34) y «Sacramentum caritatis» ( art. 29) (cfr, el «dubium» n.1 de los cardenales).

El elemento formal del pecado es el alejarse de Dios y de su santa voluntad, pero existen diferentes niveles de gravedad según el tipo de pecado. Los pecados del espíritu pueden ser más graves que los pecados de la carne. El orgullo espiritual y la avaricia introducen en la vida religiosa y moral un desorden más profundo que la impureza que deriva de la debilidad humana. La apostasía de fe y el adulterio; y luego, el adulterio entre casados pesa más que el de los no casados y el adulterio de los fieles, que conocen la voluntad de Dios, pesa más que el de los infieles (cfr. Tomás de Aquino, S. th. I-II q.73; II-II q.73 a.3; III q.80 a. 5). Además, para la imputabilidad de la culpa en el juicio de Dios hay que considerar los factores subjetivos como la plena conciencia y el deliberado consenso en la grave falta contra los mandamientos de Dios que tiene como consecuencia la pérdida de la gracia santificante y de la capacidad de la fe de hacerse eficaz en la caridad (cfr. Tomás de Aquino S.th. II-II, q.10 a.3 ad 3). 

Pero esto no significa que ahora «Amoris Laetitia» (art. 302) sostenga, frente a lo afirmado en «Veritatis splendor» (81), que, debido a circunstancias atenuantes, un acto objetivamente malo pueda volverse subjetivamente bueno (es el «dubium» n.4 de los cardenales). La acción en sí misma mala (la relación sexual con una pareja que no sea el legítimo cónyuge) no se vuelve subjetivamente buena debido a las circunstancias. Pero en la valoración de la culpa, puede haber atenuantes y las circunstancias y elementos accesorios de una convivencia irregular semejante al matrimonio pueden ser presentadas también ante Dios en su valor ético en la valoración de conjunto del juicio (por ejemplo el cuidado de los hijos en común que es un deber que deriva del derecho natural). 

Un análisis atento demuestra que el Papa en «Amoris laetitia» no ha propuesto ninguna doctrina que deba ser creída de manera vinculante y que esté en contradicción abierta o implícita con la clara doctrina de la Sagrada Escritura y con los dogmas definidos por la Iglesia sobre los sacramentos del matrimonio, de la penitencia y de la eucaristía. Se confirma, por el contrario, la doctrina de la fe sobre la indisolubilidad interna y externa del matrimonio sacramental con respecto a todas las demás formas que lo «contradicen radicalmente» (AL 292) y tal doctrina es situada como fundamento de las cuestiones que se relacionan con la actitud pastoral que hay que tener con personas en relaciones semejantes a la matrimonial. Aunque algunos elementos constitutivos del matrimonio se encuentran realizados en convivencias que se parezcan al matrimonio, la transgresión pecaminosa en contra de otros elementos constitutivos del matrimonio y contra el matrimonio en su conjunto no es buena. La contradicción con el bien nunca puede convertirse en una de sus partes ni en el inicio de un camino hacia el cumplimiento de la santa y santificante voluntad de Dios. En ninguna parte se dice que un bautizado en condición de pecado mortal puede tener el permiso de recibir la Santa Comunión y que reciba de esta manera, de facto, su efecto de Comunión de vida espiritual con Cristo. El pecador, de hecho, opone consciente y voluntariamente al amor hacia Cristo el cerrojo (obex) del pecado grave. Aún cuando se dice que «nadie puede ser condenado para siempre», esto debe ser comprendido más desde el punto de vista del cuidado que nunca se rinde por la salvación eterna del pecador que como negación categórica de la posibilidad de una condena eterna que presupone la obstinación voluntaria en el pecado. Hay, en las categorías de la Iglesia, pecados que por sí mismos excluyen del Reino de Dios (1 Cor. 6, 9-11), pero solo hasta que el pecador se opone a su perdón y rechaza la gracia del arrepentimiento y de la conversión. Sin embargo, la Iglesia en su materna preocupación no renuncia a ningún hombre que sea peregrino por esta tierra y deja el juicio final a Dios, único que conoce los pensamientos de los corazones. A la Iglesia le toca la predicación de la conversión y de la fe y la mediación sacramental de la gracia que justifica, que santifica y sana. Dios, de hecho, dice: «Yo no deseo la muerte del malvado, sino que se convierta de su mala conducta y viva» ( Ez. 33,11). 

El tema específico sobre el que trata el capítulo 8 es el cuidado pastoral por el alma de los católicos que, de alguna manera, conviven en una cohabitación que se parece a un matrimonio con una pareja que no es su legítimo cónyuge. Las situaciones existenciales son muy diferentes y complejas, y la influencia de ideologías enemigas del matrimonio a menudo es preponderante. El cristiano puede encontrarse sin su culpa en la dura crisis del ser abandonado y de no lograr encontrar ninguna otra vía de escape que encomendarse a una persona de buen corazón y el resultado son relaciones semejantes a las relaciones matrimoniales. Se necesita una particular capacidad de discernimiento espiritual en el fuero interior por parte del confesor para encontrar un recorrido de conversión y de re-orientación hacia Cristo que sea adecuado para la persona, yendo más allá de una fácil adaptación al espíritu relativista del tiempo o de una fría aplicación de los preceptos dogmáticos y de las disposiciones canónicas, a la luz de la verdad del Evangelio y con la ayuda de la gracia antecedente. 

En la situación global, en la que prácticamente ya no hay ambientes homogéneamente cristianos que ofrezcan al cristiano el apoyo de una mentalidad colectiva y en la «identificación solo parcial» con la fe católica y con su vida sacramental, moral y espiritual que deriva de ella, se plantea acaso también para los cristianos bautizados pero no suficientemente evangelizados el problema, «mutatis mutandis», de una disolución de un primer matrimonio contraído «en el Señor» (1 Cor. 7, 39) «in favorem fidei». 

Para la doctrina de la fe un matrimonio válidamente contraído por cristianos, que debido al carácter bautismal siempre es un sacramento, sigue siendo indisoluble. Los cónyuges no pueden declararlo nulo e inválido por su iniciativa y tampoco lo puede disolver desde el exterior la autoridad eclesiástica, aunque fuera la del Papa. Pero puesto que Dios, que ha instituido el matrimonio en la Creación, funda en concreto el matrimonio de un hombre y de una mujer mediante los actos naturales del libre consenso y de la íntegra voluntad de contraer matrimonio con todas sus propiedades («bona matrimonii»), este concreto vínculo de un hombre y de una mujer es indisoluble solo si los cónyuges aportan en esta cooperación del actuar humano con lo divino todos los elementos constitutivos humanos en su entereza. Según su concepto, cada matrimonio sacramental es indisoluble. Pero en la realidad un nuevo matrimonio es posible (incluso mientras el cónyuge legítimo sigue con vida), cuando, en lo concreto, debido a la falta de uno de sus elementos constitutivos el primer matrimonio en realidad no subsistía como matrimonio fundado por Dios debido a la falta de uno de sus elementos constitutivos. 

El matrimonio civil es irrelevante para nosotros solamente en la medida en la que, en la imposibilidad física o moral de observar la forma pedida por la Iglesia del consenso frente a un sacerdote y dos testigos, constituye un público atestado de un real consenso matrimonial. Pero la comprensión del «matrimonio» en las legislaciones de muchos estados se ha alejado notablemente en muchos elementos sustanciales del matrimonio natural y aún más del matrimonio cristiano, incluso en sociedades que una vez fueron cristianas, de manera que aumenta también entre muchos católicos una ignorancia crasa sobre el sacramento del matrimonio. 

En un procedimiento de nulidad matrimonial, por la tanto, juega un papel fundamental la real voluntad matrimonial. En el caso de una conversión en edad madura (de un católico que sea tal solo en el certificado de Bautismo) se puede dar el caso de que un cristiano esté convencido en conciencia de que su primer vínculo, aunque se haya dado en la forma de un matrimonio por la Iglesia, no era válido como sacramento y de que su actual vínculo semejante al matrimonio, alegrado con hijos y con una convivencia madurada en el tiempo con su pareja actual, es un auténtico matrimonio frente a Dios. Tal vez esto n pueda ser demostrado canónicamente debido al contexto material o por la cultura propia de la mentalidad dominante. Es posible que la tensión que aquí se verifica entre el estatus público-objetivo del «segundo» matrimonio y la culpa subjetiva pueda abrir, en las condiciones descritas, la vía al sacramento de la penitencia y a la Santa Comunión, pasando a través de un discernimiento pastoral en el fuero interior. 

En el párrafo 305, y en particular en la nota 351 que es objeto de una apasionada discusión, la argumentación teológica sufre de cierta falta de claridad, que habría podido y habría debido ser evitada con una referencia a las definiciones dogmáticas del Concilio de Trento y del Vaticano II sobre la justificación, sobre el sacramento de la penitencia y sobre la manera apropiada para recibir la eucaristía. Lo que está en cuestión es una situación objetiva de pecado que, debido a circunstancias atenuantes, subjetivamente no es imputada. Esto suena como el principio protestante del «simul justus et peccator», pero ciertamente no se concibe en ese sentido. Si el segundo vínculo fuera válido frente a Dios, las relaciones matrimoniales de los dos compañeros no constituirían ningún pecado grave, sino más bien una transgresión contra el orden público eclesiástico por haber violado de manera irresponsable las reglas canónicas y, por lo tanto, un pecado leve. Esto no oscurece la verdad de que las relaciones «more uxorio» con una persona del otro sexo, que no es el legítimo cónyuge frente a Dios, constituye una grave culpa contra la castidad y contra la justicia debida al propio cónyuge. El cristiano que se encuentra en estado de pecado mortal (aquí se trata directamente de la relación con Dios, no de las circunstancias atenuantes o agravantes de un pecado) y, por lo tanto, perseverante en una contradicción conscientemente querida contra Dios, está llamado al arrepentimiento y a la conversión. Solo el perdón de la culpa que, en aquel que es justificado, no solo encubre sino anula completamente el pecado mortal, permite la comunión espiritual y sacramental con Cristo en la caridad. De ello no se puede separar el propósito de ya no pecar más, de confesar los propios pecados graves (esos de los que se es consciente), de ofrecer una reparación por los daños que se han aportado al próximo y al cuerpo místico de Cristo, para poder obtener, de esta manera, mediante la absolución, la cancelación del propio pecado frente a Dios y también la reconciliación con la Iglesia. 

La nota 351 no contiene nada que contradiga todo esto. Puesto que el arrepentimiento y el propósito de ya no pecar, la confesión y la satisfacción son elementos constitutivos del sacramento de la penitencia y son consecuencia de derecho divino, de los que no puede dispensar ni siquiera el Papa (Tomás de Aquino S.th. Suppl. q. 6 a. 6). Gracias al poder de las llaves o al poder de disolver y de vincular (Mt., 16,18; 18,18; Jn., 20,22 y ss.) la Iglesia puede, por medio del Papa, de los obispos y de los sacerdotes, perdonar los pecados de los que el pecador se arrepienta y no puede perdonar los pecados para los que no haya arrepentimiento (que son «retenidos»). Pero esto sucede en conformidad con el orden sacramental que ha sido finado por Cristo y ahora es hecho eficaz por Él en el Espíritu Santo. Pero al pecador arrepentido le queda la posibilidad, en caso de imposibilidad física de recibir el sacramento de la penitencia, y con el propósito de confesar los propios pecados a la primera ocasión, de obtener el perdón en voto y también de recibir la eucaristía, en voto o en sacramento. 

Los sacramentos han sido establecidos para nosotros, porque nosotros somos seres corpóreos y sociales, no porque Dios lo necesite para comunicar la gracia. Precisamente por ello es posible que alguien reciba la justificación y la misericordia de Dios, el perdón de los pecados y la vida nueva en la fe y en la caridad aunque por razones exteriores no pueda recibir los sacramentos o bien tenga una obligación moral de no recibirlos públicamente para evitar un escándalo. 

Un punto importante de «Amoris laetitia», que a menudo no es comprendido correctamente en todo su significado pastoral, y que no es fácil aplicar en la práctica con tacto y discreción, es la ley de la gradualidad. No se trata de una gradualidad de la ley, sino de su aplicación progresiva a una concreta persona en sus condiciones existenciales concretas. Esto sucede dinámicamente en un proceso de clarificación, discernimiento y maduración con base en el reconocimiento de la propia personal e irrepetible relación con Dios mediante el recorrido de la propia vida (cfr. AL 300). No se trata de un pecador empedernido, que quiere hacer valer frente a Dios derechos que no tiene. Dios está particularmente cerca del hombre que se sigue el camino de la conversión, que, por ejemplo, se asume la responsabilidad por los hijos de una mujer que no es su legítima esposa y no descuida tampoco el deber de cuidar de ella. Esto también vale en el caso en el que él, por su debilidad humana y no por la voluntad de oponerse a la gracia, que ayuda a observar los mandamientos, no sea todavía capaz de satisfacer todas las exigencias de la ley moral. Una acción en sí pecaminosa no se convierte por ello en legítima y ni siquiera agradable a Dios. Pero su imputabilidad como culpa puede ser disminuida cuando el pecador se dirige a la misericordia de Dios con corazón humilde y reza «Señor, ten piedad de mí, pecador». Aquí, el acompañamiento pastoral y la práctica de la virtud de la penitencia como introducción al sacramento de la penitencia tiene una importancia particular. Esta es, como dice el Papa Francisco, «una vía del amor» (AL 306). 

Según las explicaciones de Santo Tomás de Aquino que hemos citado, la Santa Comunión puede ser recibida eficazmente solo por quienes se han arrepentido de sus pecados y se acercan a la mesa del Señor con el propósito de ya no cometer más. Puesto que cada bautizado tiene derecho a ser admitido en la mesa del Señor, puede ser privado de este derecho solamente debido a un pecado mortal hasta que no se arrepienta y sea perdonado. Sin embargo, el sacerdote no puede humillar públicamente al pecador negándole públicamente la Santa Comunión y dañando su reputación frente a la comunidad. En las circunstancias de la vida social de hoy podría ser difícil establecer quién es un pecador, público o en secreto. El sacerdote, como sea, debe recordarle a todos en general que no se «acerquen a la mesa del Señor antes de haber hecho penitencia por los propios pecados y haberse reconciliado con la Iglesia». Después de la penitencia y la reconciliación (absolución) la Santa Comunión no debe ser negada ni siquiera a los públicos pecadores, especialmente en caso de peligro de muerte (S.th. III q.80). 

Yo estoy convencido de que los profundos análisis que Rocco Buttiglione propone, a pesar de toda la limitación y de la necesidad de integración de la razón teológica, abren las puertas y construyen puentes hacia quienes critican «Amoris laetitia» y ayudan a superar sus dudas desde dentro. También quienes reflexionan superficialmente sobre «Amoris laetitia» para relativizar la indisolubilidad del matrimonio y sacudir los fundamentos de la moral basada en la creación y en la Revelación están llamados a una seria reconsideración. 

Leamos el capítulo 8 de «Amoris laetitia» con el corazón de Jesús, Buen Pastor y Maestro de la Verdad. Él nos dirige una mirada amigable y dice: «Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido. Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc., 15, 6/7). 

Leamos juntos «Amoris laetitia», sin recíprocos reproches y sospechas, con el sentimiento de la fe («sensus fidei») a la luz de la tradición entera de la doctrina de la Iglesia y con una ardiente preocupación pastoral por todos los que se encuentran en difíciles situaciones matrimoniales y familiares, y necesitan particularmente el apoyo materno de la Iglesia. 

Desde lo profundo del corazón agradezco a Rocco Buttiglione por el gran servicio que hace con este libro a la unidad de la Iglesia y a la verdad del Evangelio.

El libro

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Estará disponible en las librerías italianas a partir del 10 de noviembre el volumen de Rocco Buttiglione “Respuestas amigables a los críticos de «Amoris laetitia»” (ediciones Ares, 208 pp.): el filósofo responde a las críticas dirigidas al Papa Francisco, a los “dubia” y a la “correctio filialis”. El libro comienza con un articulado ensayo introductorio del cardenal Gerhard Ludwig Müller, Prefecto emérito de la Congregación para la Doctrina de la Fe.


Fuente: La Stampa

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