Para celebrar y conmemorar los 20 años de Fides et Ratio, Ediciones UC reeditó la encíclica integrando comentarios de cuatro académicos que abordaron la relación fe y razón desde las ciencias naturales, las ciencias sociales, la filosofía y la teología.

A continuación compartimos el comentario del Decano de la Facultad de Teología UC, Joaquín Silva.

La Teología ante los desafíos de la Fe y la Razón: Aportes para una fe más adulta del Pueblo de Dios

La relación entre fe y razón no ha sido fácil a lo largo de la historia; pero, como se muestra desde los primeros números de la Encíclica Fides et Ratio, la necesidad de esta relación y el pensarla críticamente ha acompañado toda la historia de la cultura occidental cristiana. En nuestros tiempos, marcados por profundos cambios de orden económico, social y político, que contribuyen a la configuración de nuevas formas de comunicación y de relaciones interpersonales e institucionales, se vuelve a levantar la pregunta por las condiciones y posibilidades para una relación fecunda entre fe y razón. Es la misma pregunta de siempre, pero condicionada por los desafíos del tiempo actual.

Queremos abordar la pregunta muy específicamente desde el campo de la teología, desde el cual observamos obstáculos que dificultan una adecuada relación o, simplemente, la imposibilitan. En Fides et Ratio, el Papa Juan Pablo II identifica cinco corrientes de pensamiento actuales que hacen particularmente difícil la relación entre fe y razón: el eclecticismo; historicismo; modernismo; cientificismo; y el pragmatismo (cf. nn. 86 y ss.). Me parece que el común denominador de estas formas del pensar es la ilusión de la razón de poder construir la totalidad de la realidad por medio del concepto, del número, la fórmula. La realidad queda reducida al campo del concepto, de la observación, de la medición, de la cuantificación, de la sistematización. Por cierto, esta racionalidad ha permitido el avance de las ciencias y, sobre todo, de la técnica. Sin embargo, la realidad se resiste a ser sometida al predominio de la razón instrumental, de la razón técnica, de la razón positiva. La realidad también es postulado de sentido, es pregunta ética, es experiencia simbólica, mística y espiritual, es impredecible, es azarosa, y gratuidad; la realidad no es unidimensional, como diría Marcuse. En la misma realidad, en la vida de todos los días, –no fuera, ni más a allá de ella- habita la fe: el creer, el apostar por un sentido y un futuro, el creer en sí mismo, en los otros, en la posibilidad de un origen que nos ha regalado la vida, que nos ama y nos invita a vivir en plenitud.

Pero los obstáculos a la relación entre fe y razón no sólo provienen de una razón que reduce las múltiples expresiones del ser, sino que también pueden surgir desde la misma fe religiosa. En efecto, la experiencia religiosa –de modo análogo a como ocurre en experiencias como la amistad o el amor- no se deduce de un razonamiento lógico, de una observación empírica, de un cúmulo de información teórica sobre Dios. La fe religiosa nace de la experiencia de admiración, de gratitud, de amor, de misericordia y de sentido que nos ofrece Aquel que reconocemos como principio y fundamento de cuanto es. A quien es el que es, le llamamos Dios; a él oramos, cantamos, bailamos; lo buscamos, lo llamamos, dejamos encontrarnos por Él. Este carácter personal, místico, simbólico, sensible e inaprensible de la experiencia de fe muchas veces ha llevado a pensar que la fe es lo totalmente otro de la razón, que se distancia total y absolutamente de ella, que incluso se opone a toda posible injerencia en el acto del creer. Este modo –paradójicamente- de pensar se ha conocido tradicionalmente como fideísmo, como negación de las capacidades de la razón para participar crítica y creativamente del acto del creer (cf. Fides et Ratio, 55).

La teología debe superar tanto el racionalismo de una razón que reduce la realidad al concepto, como el fideísmo que rechaza las posibilidades del intelecto humano para alcanzar una comprensión siempre mayor de Aquel a quien ama como origen y destino de todo cuanto es. Ya en el mismo Vaticano I, hace ya casi 150 años, se nos advertía que la fe no era un “impulso ciego”, sino que debía ser “conforme a la razón” (DH 3009).

En esta extraordinaria Encíclica de Juan Pablo II se hacen dos afirmaciones que se deben entender complementariamente. La primera: “Es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición”. La segunda: “Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser” (n.58). La fe requiere de la razón, pero no de una razón débil, ideológica, funcional a propósitos piadosos. La razón requiere de la fe, pero no de una fe cualquiera, sino de una fe adulta, que la desafíe a pensar más radicalmente.

Pensamos que la teología ha contribuido a una fe adulta, capaz de articular adecuadamente las relaciones entre fe y razón. Más aún, en respuesta al llamado que ha hecho el Papa Francisco al Pueblo de Dios que peregrina en Chile, la teología encuentra su sentido y misión contribuyendo a que cada integrante de este Pueblo alcance la dignidad y libertad de su condición de Hijo de Dios. Para ello, sin duda, son necesarias múltiples formas de gracia y de colaboración humana a ella. La teología puede también contribuir a la adultez en la fe, justamente, articulando diversas relaciones entre fe y razón, favoreciendo un encuentro crítico y dinámico entre ellas. Esta es la idea fundamental que queremos desarrollar en estas breves páginas, inspirándonos para ello en Fides et Ratio.

El objeto

“Dios, como fuente de amor, desea darse a conocer, y en el conocimiento que el hombre tiene de Él culmina cualquier otro conocimiento verdadero sobre el sentido de la propia existencia que su mente es capaz de alcanzar” (n.7). Lo primero es el amor de Dios: Padre, creador del cielo y la tierra, de lo visible e invisible; Hijo, Lógos de Dios, que fue enviado por el Padre como Camino, Verdad y Vida; Espíritu, dador de vida, que nos lleva a la plenitud del amor y la verdad. Porque Dios es comunión de amor compartido, es fuente de verdad y plenitud de vida, se puede llegar a afirmar que “sólo el amor es digno de fe”, como reza el título de un pequeño libro de un gran teólogo: von Balthasar. Se trata de una advertencia crítica a la razón; pero, a la vez, nos muestra cómo en el amor tampoco queda excluida la razón, el entendimiento, la comprensión humana. El amor no es un impulso ciego, una mera pulsión, una sola pasión. Ante él siempre puede nacer la pregunta por la autenticidad o veracidad de aquello que llamamos amor, puesto que sabemos que en ocasiones lo que llamamos amor, no es más que necesidad de autoafirmación, posesión y dominio. La razón no es capaz de “producir” el amor; este siempre trasciende toda experiencia, raciocinio, o concepto. Sin embargo, el amor busca conocer: “el intelecto debe ir en búsqueda de lo que ama: cuanto más ama, más desea conocer” (Fides et Ratio, 42).

El teólogo protestante, Paul Tillich, comprendió que la teología se ocupa de aquello que nos concierne en forma última, definitiva, incondicionada. Porque Dios es amor que se nos regala y entrega como verdad que nos hace libres (Jn 8,32), nos concierne de modo último y definitivo. Hacer teología es pensar este acontecimiento extraordinario del amor, la verdad y la libertad. En este sentido, la teología ejerce también una función crítica, por cuánto pregunta por aquello que de facto nos concierne de modo último y definitivo, advirtiendo o desenmascarando cualquier forma de idolatría, cualquier intento de utilizar a Dios, para esconder anhelos de dominio y poder, en contra del hombre y de la creación de Dios.

La comunión eclesial

Para realizarse, la teología requiere vivir de la fe, por cuanto ella es un momento segundo en el único dinamismo de la fe. La fe nace como respuesta a la iniciativa de Dios, como respuesta libre del hombre a Dios, para vivir en comunión con Él y con los demás, como una acogida de la invitación que nos hace a vivir en la amistad con Jesús, según su Evangelio. Esta fe, vivida como amistad con Jesús, como como testimonio de su Evangelio, tiene un carácter histórico, mediado; y, por tanto, comunitario y eclesial. No se trata de una dimensión añadida a la dimensión personal y subjetiva, sino que es inherente ella. Dios no nos ha querido salvar individualmente, sino como un Pueblo (LG 9).

Esta dimensión eclesial implica que la teología sea practicada la interior mismo de la comunidad de los creyentes, como un servicio a la inteligencia de la fe de todo el Pueblo de Dios. Para nada reemplaza la fe del pueblo y su propia inteligencia, la cual ha recibido por la misma unción del Espíritu Santo. El sensus fidei fidelium es el don que todos los fieles reciben del Espíritu Santo para una inteligencia de la fe. En el sentido del Vaticano II (LG 12 y 35), el Papa Francisco ha enseñado que “como parte de su misterio de amor hacia la humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la fe –el sensus fidei– que los ayuda a discernir lo que viene realmente de Dios” (Evangelii gaudium, 119). La teología no está por sobre este sensus fidei del Pueblo de Dios, sino que a su servicio. Esto implica que aprende de él, contribuye a su formulación, examina cómo puede contribuir al consenso de la fe.

La dimensión comunitaria y eclesial de la teología tampoco reemplaza en la Iglesia la función que le corresponde al Magisterio eclesiástico, como interprete auténtico de la Palabra de Dios (LG, 25). En efecto, al Magisterio eclesiástico les corresponde oír la Palabra con piedad, guardarla con exactitud y exponerla “con fidelidad” (DV 10). Se trata de una tarea que, en verdad, corresponde a todos los bautizados; pero que, cada uno realiza de modos diversos. Jesús otorgó a los Apóstoles y sus sucesores la misión de enseñar con su misma autoridad, autoridad que ha sido transmitida a los Obispos, sucesores de los Apóstoles. Así, la teología se pone al servicio de función apostólica, pero no la reemplaza. Del mismo modo, la tarea del magisterio eclesiástico, no debe reemplazar a la teología en la función que le compete a esta en la inteligencia de la fe.

El desafío de la razón

Por mucho tiempo, las funciones magisteriales y teológicas no se diferenciaron del todo, por cuanto ambas eran ejercidas por los mismos obispos. No todos los Apóstoles ni sus sucesores fueron teólogos, ni todos los teólogos fueron obispos, pero no podríamos entender el desarrollo en la comprensión del mensaje de Jesús y su universalización sin la teología de San Pablo o de San Juan, y luego de grandes pastores y teólogos como Ignacio de Antioquía, Ireneo, Orígenes, Clemente de Alejandría, Agustín y tantos otros. Los llamados padres de la Iglesia contribuyeron decisivamente a poner las bases teológicas del cristianismo, pero ello no por un afán de especulación teórica, sino por la necesidad de dialogar con la cultura filosófica de su tiempo, por comunicar el Evangelio de Jesús de un modo que fuera plausible intelectualmente para la cultura entonces dominante. Es la fe que se siente nuevamente desafiada a “dar razón de la esperanza” (1 Pe 3,15). Será especialmente a partir de la Edad Media, con el surgimiento de las Universidades, cuando la teología adquiere un carácter de ciencia, de un modo análogo a como se comprendía el carácter científico de la filosofía u otras disciplinas.

En esta búsqueda de inteligencia de la fe la teología no debe perder nunca su vínculo con el sentido de la fe del Pueblo de Dios, ni tampoco su comunión con el magisterio eclesiástico. Pero, a su vez, este vínculo comunitario y eclesial, más fundamentalmente, este vínculo con la fe vivida y compartida comunitariamente, en nada debiera menoscabar el talante racional del quehacer teológico. Si la teología, por una suerte de fidelidad mal entendida, se limitara a repetir “lo que la gente cree”, o “lo que los obispos dicen”, en ese mismo momento ella deja de ser teología y se convierte en ideología; es decir, en un discurso que justifica ideas y prácticas en uso, con la finalidad de darles a estas un sustento teórico que favorezca su consolidación y perpetuación.

Para poder ser un vínculo vital entre fe y razón, la teología requiere vivir en la fe del Pueblo de Dios y en la comunión con los pastores de la Iglesia. A la vez, para que este vínculo sea efectivo, la teología debe estar en concordancia con los estándares de racionalidad propios de nuestra cultura. Por cierto, este es un tema complejo. No existe una sola forma de racionalidad y también las formas del pensar están sujetos a ensayo y error. Con todo, el pensamiento es parte de un desarrollo humano global y, con él, va adquiriendo siempre nuevas formas, exigencias, estándares. Estas exigencias llevaron a la teología, por ejemplo, a interpretar la Biblia según las formas en que la historia, la filosofía o la literatura han interpretado sus propias fuentes. El prestigio de pensamientos como los de Platón o Aristóteles, hicieron inevitable que la teología intentara formular el nexo de la fe con la razón según esas categorías y sistemas filosóficos. Lo mismo sucederá luego con las nuevas formas de racionalidad que surgieron en occidente, vinculadas ya no solo a la filosofía, sino que también a las ciencias naturales, a las ciencias sociales, a las artes, a las sabidurías y culturas de los pueblos que han vivido de tradiciones diferentes a las del occidente cristiano.

La razón teológica, por ser expresión de la racionalidad humana, va asumiendo crítica y creativamente las formas del pensar de los tiempos y lugares en que ella se inserta. Este hecho no constituye un obstáculo a ser inteligencia de la fe; más bien, es la condición para que ello acontezca realmente, para que sea una inteligencia de una fe situada histórica y culturalmente.

El método requerido por el objeto

La teología ayuda al pensamiento a reconocer la apertura de todo conocimiento hacia lo infinito, hacia lo que aún está por conocer más plenamente, más cabalmente, más ampliamente. Este impulso hacia lo “siempre mayor” habita en todo espíritu humano que no se contenta con lo conocido, lo sabido, lo alcanzado. Este impulso hacia lo inédito es lo que hace que el conocimiento se mueva siempre más allá de sus límites, posibilita que la razón siempre quiera conocer más y mejor, es la fuerza que sostiene la búsqueda de la razón para no detenerse nunca en aquello que ya había alcanzado. Como se expresa en Fides et ratio: “El deseo de la verdad mueve, pues, a la razón a ir siempre más allá; queda incluso como abrumada al constatar que su capacidad es siempre mayor que lo que alcanza” (n.42).

Para que la teología sea testimonio de aquello que es siempre mayor, ella misma debe reconocerse como una razón siempre inacabada, como una teología siempre desafiada a conocer más y mejor, en palabras de San Anselmo -como lo recuerda Fides et Ratio (n.14)- como una razón situada ante quien no se puede pensar nada mayor, por ser Él mismo mayor que todo lo que puede ser pensado. Difícilmente la teología podría contribuir a que todo pensar se reconozca en su apertura a lo infinito, si ella misma -que tiene por objeto a Dios- no fuera capaz de soportar el misterio, si se contentara con conceptos y sistemas ya formulados, si se paralizara en sus pseudo certezas. Pensar es siempre una aventura hacia lo desconocido; y si esto vale para cualquier disciplina, cuánto más para la teología que vive de la aventura de la fe, de la experiencia de una amistad que siempre nos sorprende, porque nunca será tal cual nosotros pensamos que es, porque nunca actuará del mismo modo según nosotros queremos que actúe.

Por ello, el rigor metodológico de la razón teológica se funda más en el objeto que en el sujeto. Es Dios mismo quien no tolera la idolatría; tampoco la idolatría del concepto, del sistema, de la razón. Es el objeto de la teología la que le impone a ella el método: un método que parte de la experiencia de la cercanía trascendente y liberadora de Dios en la historia; un método que, por tanto, parte de la escucha del Dios que se auto comunica en la historia, que hablado a los hombres “muchas veces y de muchas maneras” (Heb 1,1), que nos invita a reconocerlo a través de todo cuanto es y acontece, especialmente en su manifestación plena y definitiva en Jesús el Cristo.

La teología desarrolla diversos métodos para registrar y acoger esos testimonios múltiples de la revelación de Dios, pero, a la vez, ella debe auscultar e interpretar los diversos testimonios de la auto comunicación de Dios, para comprender lo que ellos quieren decir a su Pueblo. El método se hace necesariamente crítico, porque sigue siendo Dios y la vida plena del hombre el criterio de juicio de toda comprensión teológica; el método hace que la teología no se detenga en una comprensión de carácter racional, sino que ella se pregunte por el talante salvífico de dicha comprensión; desde este criterio propiamente teológico se examina críticamente el proceso de producción de conocimiento; no basta, por tanto, la coherencia lógica de un enunciado o la observación de los principios de la argumentación racional, sino que, además, es necesario un juicio crítico sobre la consistencia teológica de todo el proceso de producción teórica.

Por ello, finalmente, el objeto de la teología le impone a ella volver a la praxis de la fe; así como la teología nace de la experiencia creyente, ella se realiza en su capacidad para procurar una vida más plena y auténtica de la fe; por ello, es su mismo objeto -Dios- quien interpela a la razón teológica a orientar la vida según el querer de Dios. La razón teológica es razón práctica, busca responder -dirá Juan Pablo II en Fides et Ratio- a la pregunta por el sentido de la existencia, una pregunta instalada en el mismo “sendero de la vida” (Sal 16,11) (cf. FR n. 15). Esta pregunta por el sentido de la existencia no es un apéndice del pensar teológico, una suerte de aplicación de la teoría, una cuestión que pueda ser resuelta en los marcos de la mera razón. Ella es constitutiva de la afirmación misma de su objeto: Dios. Y si Dios es amor, entonces toda reflexión teórica sobre Dios deberá validarse por su capacidad para pensar las condiciones y posibilidades de esta afirmación creyente fundamental: Dios es amor y el que ama ha conocido a Dios (cf. 1 Jn 4,8).

Audacia, libertad y honradez

La Iglesia ha reconocido en Tomás de Aquino un maestro y modelo insigne del quehacer teológico, una práctica teológica en la que se manifiesta de modo privilegiado el encuentro de la fe con la razón. En Fides et Ratio se afirma: “la Iglesia ha propuesto siempre a santo Tomás como maestro de pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teología”. Este reconocimiento es del todo justo; pero, no tanto por los resultados de su producción teórica cuanto por el “modo correcto de hacer teología”. ¿En qué consiste este “modo correcto”?. Para responder esta pregunta, Juan Pablo II se sirve de un texto de Pablo VI escrito con ocasión de los 700 años de la muerte de Tomás. Allí, Pablo VI subraya tres características fundamentales del quehacer teológico de Santo Tomás, que, a mi humilde juicio, deben ser ejemplares de todo quehacer teológico: primero, audacia en la búsqueda de la verdad, segundo, libertad de espíritu para afrontar problemas nuevos y, tercero, honradez intelectual para no rechazar a priori ninguna forma del pensar (Cf. Fides et ratio 43). Tomás ha podido articular teológicamente fe y razón por estas tres actitudes y disposiciones intelectuales fundamentales.

En primer lugar, la verdad no es una cosa que esté allí, un objeto para ser aprehendido por el concepto, una realidad que se sustrae a los modos del conocer. Si la verdad fuera una mera realidad objetiva, que el sujeto debe simplemente aprehender como lo que es, entonces la verdad dejaría de ser un objeto de búsqueda que requiere de la audacia del sujeto. ¿Y por qué audacia? Porque es necesario atreverse a dejar la verdad ya alcanzada, para ir tras esa verdad siempre mayor, más plena, más total. La “doctrina segura” tiene valor, pero no es un fetiche, no es el término del camino, no es excusa para esconder la flojera y mediocridad intelectual. La audacia que nos enseña Tomás está movida por el deseo de conocer, de buscar una verdad que es siempre mayor a lo alcanzado. Se trata de un movimiento que tiene un carácter teológico: en él reconocemos la acción del Espíritu que nos lleva a la verdad plena (Jn 16,13). Como explica el mismo Tomás: “el acto del creyente no termina en el enunciado, sino en la cosa” (actus credentis non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem¸ STh II-II, q. 1, a. 2, ad 2).

A la audacia para buscar siempre la verdad se debe unir también la libertad de espíritu para afrontar problemas nuevos. En efecto, para la teología pudiera resultar fácil no sólo quedarse con la verdad ya alcanzada, ya formulada, sino que, además, parapetada en una “doctrina segura”, renunciar a las preguntas y desafíos que le plantea la cultura. A las preguntas de ayer, quizás, basten las respuestas que se dieron ayer. Pero las preguntas de hoy no pueden ser respondidas sólo con las respuestas de ayer. Tomás de Aquino también vivió en un contexto de profundos cambios culturales y tuvo la libertad para hacerse cargo de las preguntas y problemas que esa nueva situación epocal representaba para la inteligencia de la fe. Esta libertad de espíritu sigue siendo una exigencia para los teólogos y teólogas de hoy; se trata de una libertad que no es optativa, negociable, transable. En su Carta al Pueblo de Dios que peregrina en Chile (31 de Mayo 2018) el Papa Francisco nos ha interpelado a desarrollar una “teología que esté a la altura de los desafíos de este tiempo”. Para responder a esta invitación requerimos de esa libertad de espíritu, voluntad para empatizar con los anhelos y esperanzas de todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo, especialmente de los más pobres y de todos cuantos sufren (Cf. GS, n.1). La libertad de espíritu nos permite buscar nuevas maneras de vivir y pensar la fe, nos ayuda a no quedar atados a sistemas doctrinales y pastorales hoy incapaces de ofrecer sentido, nos impulsa a vivir “en salida”, a no quedarnos en “más de lo mismo”, sino que nos dispone a la novedad del Evangelio de la plenitud de la vida.

Y, en tercer lugar, se nos recuerda en Fides et Ratio, el modelo teológico de Tomás de Aquino implica una honradez intelectual que no rechaza nada a priori, por diferente e incluso adverso que ello pudiera parecer. En efecto, esta honestidad intelectual se pudo apreciar de modo muy especial en su lectura e interpretación de Aristóteles, por cuanto fue capaz de aprender de un filósofo pagano, de quien hasta el siglo XII sólo se conocían sus escritos lógicos, pero que ahora -gracias a pensadores árabes como Averroes- se comenzaban a conocer y a comentar sus obras más sistemáticas: la física, la psicología, la metafísica. En estas obras ya no sólo se encontrarán afirmaciones concernientes a la lógica, sino que reflexiones filosóficas respecto del ser del mundo, del hombre y de Dios, que directamente ponían en cuestión las afirmaciones de la Sagrada Escritura. Tomás de Aquino, guiado inicialmente por Alberto Magno, tuvo la audacia y la libertad para entrar en diálogo con la filosofía aristotélica, encontrando en ella importantes impulsos para ahondar en la comprensión y transmisión de la fe cristiana en la nueva situación epocal. Se requiere de honradez intelectual para reconocer la insuficiencia de las propias categorías, los límites del propio método, la parcialidad del propio acceso a la verdad. Más honradez se requiere aún para reconocer que otros, distintos a nosotros, nos pueden enseñar, nos pueden hablar razonablemente de Dios, del mundo, del sentido de nuestra acción.

La teología debe ofrecer una articulación de la fe y la razón que sea significativa para los hombres y mujeres de hoy, para así contribuir eficazmente a la adultez de la fe del Pueblo de Dios. Pero, para lograr este cometido se requiere que cumpla con las siguientes condiciones, según hemos visto a luz de Fides et Ratio: 1) reconocer el profundo nexo entre fe y razón, superando los persistentes racionalismos y fideísmos; 2) enfocarse efectivamente en aquello que nos concierne de modo último e incondicionado; 3) estar en comunión con la Iglesia, especialmente con el sentido de la fe del Pueblo de Dios y con el Magisterio eclesiástico; 4) acoger críticamente los desafíos que le presentan las diversas racionalidades presentes en la cultura actual; 5) proceder metodológicamente conforme a su objeto, esto es escuchando a Dios que se comunica en la historia, interpretando su Palabra en el mismo Espíritu en que ella ha llegado hasta nosotros, juzgando cómo se hace salvífica en nuestro tiempo, provocando una práctica más lúcida en favor del reinado de Dios; y 6), al modo de Santo Tomás de Aquino, la teología deberá proceder con audacia, libertad y honradez.

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