Señor Director:

Además de las emociones que actúan sobre esa trilogía mencionada por Francisco -corazón, mente y manos- que miramos estos días conmoverse y agitarse, lo que de formas distintas ha de perdurar, escuchamos y vimos lecciones muy importantes. Al estilo propio de este Papa, querido y respetado en todo el mundo, mezclando siempre conceptos y signos.

Desde aquel password entregado a los jóvenes en la secuela de Alberto Hurtado para reconectarse ("¿Qué haría Cristo en mi lugar?"), hasta las reflexiones ofrecidas al mundo de la cultura en la Universidad Católica acerca de cómo avanzar en un mundo en que todo se volatiliza y pierde consistencia. Desde la hondura conceptual y existencial del perdón proclamado en la cárcel de mujeres, hasta su personal reconocimiento de vergüenza acompañado de un valiente pedido de perdón como cabeza de la Iglesia por el abuso sexual con niños perpetrado por sacerdotes, dicho simbólicamente en el palacio del gobierno, en su primera alocución pública. Las referencias podrían ser muchas.

Hay una, entre tanto, que como hijo de la Compañía de Jesús -y aunque en el actual existir volatilizado esto se olvide- era muy atendible esperar. Dice relación con la naturaleza esencial de la Iglesia de la que es cabeza en nombre de Cristo. ¿Qué tenía que decirnos de ella? Que estaría enferma si sus fieles y sacerdotes no estuviesen unidos a su obispo. Que fue Jesús quien quiso esa unión. Que es en el obispo donde se hace visible el vínculo de cada Iglesia con los apóstoles, unidos al resto y al Papa "en la única Iglesia del Señor Jesús, que es nuestra Santa Madre Iglesia Jerárquica" (Audiencia General, Plaza San Pedro, 5.XI.14).

Puede decirse que el recuerdo de esta enseñanza estuvo implícito en todas sus palabras y muy evidentemente en toda la liturgia de los actos de culto que presidió. Pero como Francisco no solo enseña a través de conceptos y ritos, aguardó pacientemente el desarrollo de una ficticia polémica organizada por lobbies en combinación con fugaces opinólogos y estrellitas de TV para, antes de partir, como el mismo Jesús con los pies bien puestos en la arena del desierto, decir la verdad última de la cuestión, sin arredrarse ante la corrección política impuesta por el sanedrín: la Madre Iglesia es jerárquica. Se apoya en una piedra y no está en su tradición declinar la verdad que conoce como tal y acobardarse ante los poderes del mundo que quieran condicionarla.

Pretensión absurda es suponer que el primer Papa de la Compañía de Jesús en la historia fuese a olvidar hacer presente esta nota esencial.


Jaime Antúnez Aldunate, Director revista HUMANITAS

La visita del Papa Francisco admite miradas muy distintas si se la analiza desde lo público, o bien desde su impacto propiamente religioso. El Papa vino, en realidad, a cumplir este último propósito, reanimar la fe que comparte la mayoría de los chilenos, porque la evidencia del último tiempo mostraba el desgaste de la Iglesia local, con situaciones que la afectaron muy severamente.

Sin duda influyeron, en el clima previo a la visita, los temas vinculados a este pasado negativo. Para algunos sectores ciudadanos y medios de comunicación, fue difícil prestar atención a otras temáticas ajenas a esa controversia dentro del mensaje total del visitante. Aunque él pidió perdón en términos inéditos por los abusos sexuales de algunos miembros del clero, reuniéndose con un grupo de víctimas, algunos permanecieron casi desinteresados de lo que no se relacionara directamente con el "caso Barros". Por eso, en términos también inéditos, el propio Papa Francisco tuvo que subrayar en Iquique la presunción de inocencia del obispo que justifica su apoyo. Solo al concluir la visita, se pudo tener una vista más integral del contenido que Francisco quiso marcar en Chile, tocando crudamente las realidades de los más desamparados, mujeres recluidas, migrantes y pueblos originarios. Del mismo modo, el Papa actualizó con fuerza la misión que toca a los constructores de la sociedad, y a los jóvenes -mostrando una cercanía admirable con ellos-, para no mencionar a la misma Iglesia local, interpelada en la catedral en cuanto a la tarea y estilo que hoy corresponde a pastores y laicos. Carisma distinto el de Francisco -que expresamente impide en los actos litúrgicos cualquier signo de "espectáculo", ajeno al recogimiento-, pero al mismo tiempo paulatinamente penetrante por su sobriedad y sencillez evangélica, la coherencia más deseable en un pastor universal.

Ahora bien, a la hora de juzgar el efecto de la visita en nuestro espacio público, ostensiblemente pesa en muchos que la vivieron la comparación con la primera visita de un Pontífice, hace más de treinta años. Pero lo que ocurrió en Chile en 1987 no es en absoluto comparable con lo vivido esta semana. No se trata solo del enorme cambio en las condiciones de vida y ánimo de los chilenos respecto de entonces. En un país fracturado, Juan Pablo II contactó emocionalmente a los cientos de miles de chilenos agolpados a su paso. Por encima de todo, supo enhebrar la identidad cristiana de la nación chilena, tan contraria a la violencia, con la tensa situación política de ese momento. Su visita decantó el clima que hizo posible construir en breve plazo una transición pacífica ejemplar a la democracia, cuando ya le debíamos a él, nada menos, que el logro de conjurar la guerra con Argentina por el diferendo austral. La energía torrencial del Papa volcó todos los ánimos al espíritu de un reencuentro, y solo así fue posible gestar un clima político gradualmente proclive a los acuerdos.

En esta visita se ha hecho hincapié en el menor número de participantes en las misas masivas, especialmente en Temuco e Iquique. Variadas son las circunstancias que probablemente influyeron en este fenómeno, más allá del relativo decrecimiento de los católicos. En el mismo Parque O'Higgins, Juan Pablo II afrontó impasible, a metros suyos, la más desatada violencia de un grupo extremista, sin que se afectara la conclusión normal del acto religioso. En la visita de esta semana, en cambio, siempre predominó la seguridad, la cual se hace imposible de cautelar sin imponer restricciones incómodas y que se perciben ajenas al carácter abierto propio de toda manifestación religiosa. Hubo que aceptar los tickets de entrada, los ingresos parcializados de madrugada, el cierre de puertas con horas de antelación, y en Temuco, una caminata para todos obligada de varios kilómetros a la ida y de otros tantos al regreso, muy difícil para la gente mayor, mientras que en Iquique se escogió un sitio muy alejado de la ciudad. Es imposible desconocer el trabajo ímprobo de la comisión organizadora, pero el grado de aplicación de los códigos de seguridad actuales, sugeridos o impuestos por las policías, se enmarca en una banda ancha de alternativas posibles, y la flexibilidad, en este caso, no fue su sello.

Se ha hecho hincapié en el menor número de participantes en las misas masivas. Varios factores influyeron en este fenómeno, pero sin duda la preponderancia que adquirieron los aspectos de seguridad obligó a antipáticas restricciones, cuya aplicación además fue poco flexible.

El mensaje principal

En la rica variedad de exhortaciones del Papa entre nosotros, hay algunas que revisten la mayor inmediatez, visto que iniciamos un nuevo ciclo político. Recalcó así Francisco que cada generación debe hacer suyas las luchas y los logros de las pasadas, porque el bien se conquista cada día, y no de una vez para siempre. Lo que oímos es lo contrario del código rupturista de los movimientos que, sea en España o sea en Chile, pretenden partir de cero, abominando de todo, para cumplir un sueño que tiene mucho más de negativo que de constructivo y propositivo, elementos estos últimos que son los que contribuyen a buenas políticas públicas y a una política, en general, más sana.

En Temuco, en la zona convulsionada por los atentados violentistas, el Papa hizo presente, como era esperable, un rechazo enfático a la violencia, la que termina, dijo, "volviendo mentirosa a la causa más justa". Pero entregó, al mismo tiempo, una lección magistral de política moderna cuando advirtió que otra cara de la violencia es la decepción y desesperanza provocada por las promesas que no se cumplen, cuando la palabra dada en lo público se desvaloriza, y las comisiones dedicadas a resolver una crisis desembocan en nada.

Advirtió que otra cara de la violencia es la decepción y desesperanza provocada por las promesas que no se cumplen, cuando la palabra dada en lo público se desvaloriza, y las comisiones dedicadas a resolver una crisis desembocan en nada.


Fuente: El Mercurio

El Papa Francisco dejó nuestro país. De inmediato comenzaron los análisis en clave política y de “redes sociales”, algunos hablan de la falta de espectacularidad y falta de “hitos simbólicos”.

Otros escudriñan sesudos análisis sociales para señalar que el Papa ya no arrastra multitudes debido a la secularización de la sociedad chilena, y poco menos que Chile ya “maduró”, por lo que vemos la visita del Santo Padre con la distancia de un adulto y no con ojos de niños, tal como vimos a Juan Pablo II.

Esto sin mencionar la vergonzosa cobertura periodística y de análisis que pusieron al Obispo Barros en el centro de la visita. Creo que en la centralidad de la figuración de Obispo de Osorno hay mucha responsabilidad del periodismo.

Falta mucho por entender a qué vino el Papa cuando se trata de una visita apostólica. La elite de opinión (periodistas y analistas) parece que esperaban que Francisco llegara crucifijo en mano a juzgar los grandes temas de la coyuntura criolla.

Poco menos que a decir ex cátedra si quienes tenían la razón eran la Machi Linconao o los Luchsinger; los que escribieron “El otro modelo” o los que afirmaban su profundización; si el Obispo Barros se queda o se va (como si se tratara de la visita del presidente de una compañía ante los trabajadores de una sucursal); si le sonreía más a Bachelet o a Piñera…tan liviano llegó a ser cierto nivel de análisis que un reconocido periodista-indignado esperaba que el Papa se pronunciara en la UC, una de las universidades católicas más importantes del mundo, sobre la responsabilidad de haber tenido egresados vinculados al caso Penta.

Livianito…livianito.

Rafael Gumucio señaló que “hacer una misa igual que en una capilla, pero frente a miles de personas, es una estupidez”. Para mi este es el corolario de no entender a qué vino un Papa como Francisco.

Me atrevo a afirmar que justamente ese sería el mejor elogio para el Sumo Pontífice: hacer notar que, aunque 450.000 personas en el Parque O´Higgins estén en presencia del Papa, la centralidad es la Eucaristía y no él; que el auto más pequeño de la comitiva tenía que ser el suyo; que era tan importante el encuentro en la Cárcel femenina como el de la Universidad Católica.

Y es porque el mismo Papa le ha pedido a la Iglesia “ser pastores con olor a oveja”. Creo que la visita de Francisco fue eso, un mensaje de fe y de esperanza a las conciencias de las familias cristianas. Dedicó su homilía en Santiago a las bienaventuranzas, recordando que Jesús viene a decirnos “Bienaventurados vos y vos…y a cada uno de nosotros”.

Les dijo a los Jóvenes “salgan al tiro al encuentran de sus amigos (…) sean ustedes, se los pido por favor, los jóvenes samaritanos que nunca abandonan a nadie”… recordó que tenemos que mirar al inmigrante igual que a la Sagrada Familia, cuando ellos también fueron inmigrantes en la huída a Egipto.

El Papa no vino a hablar como político, no vino a hablarle a los políticos, habló a los corazones mansos de creyentes y no creyentes que lo quisieran escuchar. Habló del encuentro con Jesús, de evitar el consumismo que produce el egoísmo… habló de construir la paz.

Curiosamente, leí en un vespertino que las riñas en la cárcel femenina se detuvieron (hasta el momento de escribir esta columna) luego del mensaje de Francisco. Creo que cosas como estas sólo podría conseguirla el Papa. Pero claro, esas cosas no están en la pauta de la elite de opinión.

Como dijo Jesús, quien tenga oídos (y corazón) para oír… que oiga.

La visita fue extraordinaria.


 Máximo Pavez, abogado UC


 Fuente: Cooperativa.cl

El Papa Francisco ha visitado nuestra universidad en el marco de su visita a Chile. Hemos convocado a representantes del mundo de la cultura, la educación -escolar y universitaria-, las diferentes iglesias, los medios de comunicación, actores políticos y sociales. Más de tres mil personas lo esperábamos en tres dependencias de la UC, con miembros de la comunidad universitaria -profesores, estudiantes, administrativos, profesionales y ex alumnos-, junto a un gran número de invitados. Nuestro objetivo fue abrir la universidad a diferentes representantes del quehacer nacional, para que su presencia y su mensaje se recibieran por un significativo número de personas.

Me correspondió recibirlo en la puerta de la Casa Central y desde el primer momento el Papa se mostró alegre y cercano. Me dijo "tenía muchas ganas de visitar su universidad", a lo que respondí "¡imagínese las ganas nuestras, Santo Padre!", y desde ese momento se creó una complicidad y una relación muy cercana, durante los casi cincuenta minutos de visita. Pudimos recorrer lentamente los patios saludando a la comunidad, le conté del gran número de estudiantes que había, de nuestro Centro Down UC, del Programa Acompañares -ambos con un número importante de representantes-, de los miles de dibujos que colgaban de los techos, que fueron realizados por escolares de una red de colegios vulnerables de nuestros Programas Biblioteca Escolar Futuro y Pace. Y el Papa hacía preguntas, se interesaba, estaba conectado de manera completa en la visita, en ese momento no había otras preocupaciones.

Al ingresar a otros recintos saludó con alegría a la multitud congregada que le sacaba fotos y lo vitoreaba. Luego hubo un cambio, se acercó a personas de la comunidad que han tenido problemas serios de salud, los bendijo y rezó con ellos. Fueron segundos de recogimiento que parecieron minutos; en esos segundos solo importaba la persona que sufría y creía en una bendición importante. Nos subimos al escenario que estaba preparado y saliéndose del protocolo -ya que dos guardias suizos lo ayudarían-, se tomó de mi brazo y me dijo: "afirmame, los rectores tienen fuerza...". Ya preparados para iniciar la ceremonia, vino un aplauso de los asistentes que duró varios minutos -es bueno repasar el video-; ahí noté al Sucesor de Pedro emocionado, su rostro cambió y demostró una alegría profunda. Lo mismo me ratificó monseñor Ezzati, Gran Canciller de la UC, con quien compartíamos el escenario.

Su mensaje respecto de la convivencia nacional, profundo y marcador, será citado como un referente en educación superior por muchos años. Nos dijo: "la convivencia nacional es posible -entre otras cosas-, en la medida en que generemos procesos educativos también transformadores, inclusivos y de convivencia. Educar no es tanto una cuestión de contenidos, sino de enseñar a pensar y a razonar de manera integradora". Estos conceptos son muy importantes en un tiempo de reforma y de análisis y sentido crítico de los contenidos curriculares. Nos presentó el concepto de "alfabetización integradora", es decir, una "educación -alfabetización- que integre y armonice el intelecto. Los afectos y las manos, es decir, la cabeza, el corazón y la acción". "La universidad tiene el desafío de generar nuevas dinámicas al interno de su propio claustro, que superen toda fragmentación del saber y estimulen a una verdadera universitas". Un llamado al trabajo interdisciplinario e integrador en que estamos empeñados, ya que la mirada desde diferentes ángulos y disciplinas es complementaria y enriquecedora.

El segundo aspecto que mencionó fue la capacidad de avanzar en comunidad. Nos señaló que "la cultura actual exige nuevas formas capaces de incluir a todos los actores que conforman el hecho social y, por lo tanto, educativo. De ahí la importancia de ampliar el concepto de comunidad educativa". "La universidad se vuelve un laboratorio para el futuro del país, ya que logra incorporar en su seno la vida y caminar del pueblo superando toda lógica antagónica y elitista del saber". Esta invitación a una universidad "en salida" nos presenta el desafío y compromiso de aportar al desarrollo de la sociedad, abordando sus problemas más acuciantes.

Sus palabras nos quedan y resuenan con fuerza. Ha sido un discurso muy inspirador para todas las universidades. Sin embargo, en lo personal, su visita, sus gestos y comentarios perdurarán para siempre. La cercanía con los miembros de la comunidad nos resalta la importancia del encuentro personal. El recuerdo del Papa afirmándose de mi brazo para subir con agilidad las escaleras lo atesoraré por siempre.


Ignacio Sánchez, Rector Pontificia Universidad Católica de Chile


 Fuente: El Mercurio

Éste fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en la ciudad de Caná de Galilea» (Jn 2,11).

Así termina el Evangelio que hemos escuchado, y que nos muestra la aparición pública de Jesús: nada más y nada menos que en una fiesta. No podría ser de otra forma, ya que el Evangelio es una constante invitación a la alegría. Desde el inicio el Ángel le dice a María: «Alégrate» (Lc 1,28). Alégrense, le dijo a los pastores; alégrate, le dijo a Isabel, mujer anciana y estéril...; alégrate, le hizo sentir Jesús al ladrón, porque hoy estarás conmigo en el paraíso (cf. Lc 23,43).

El mensaje del Evangelio es fuente de gozo: «Les he dicho estas cosas para que mi alegría esté en ustedes, y esa alegría sea plena» (Jn 15,11). Una alegría que se contagia de generación en generación y de la cual somos herederos. Porque somos cristianos.

¡Cómo saben ustedes de esto, queridos hermanos del norte chileno! ¡Cómo saben vivir la fe y la vida en clima de fiesta! Vengo como peregrino a celebrar con ustedes esta manera hermosa de vivir la fe. Sus fiestas patronales, sus bailes religiosos —que se prolongan hasta por una semana—, su música, sus vestidos hacen de esta zona un santuario de piedad y espiritualidad popular. Porque no es una fiesta que queda encerrada dentro del templo, sino que ustedes logran vestir a todo el poblado de fiesta. Ustedes saben celebrar cantando y danzando «la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante de Dios. Así llegan a engendrar actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción»[1]. Cobran vida las palabras del profeta Isaías: «Entonces el desierto será un vergel y el vergel parecerá un bosque» (32,15). Esta tierra, abrazada por el desierto más seco del mundo, logra vestirse de fiesta.

En este clima de fiesta, el Evangelio nos presenta la acción de María para que la alegría prevalezca. Ella está atenta a todo lo que pasa a su alrededor y, como buena Madre, no se queda quieta y así logra darse cuenta de que en la fiesta, en la alegría compartida, algo estaba pasando: había algo que estaba por «aguar» la fiesta. Y acercándose a su Hijo, las únicas palabras que le escuchamos decir son: «no tienen vino» (Jn 2,3).

Y así María anda por nuestros poblados, calles, plazas, casas, hospitales. María es la Virgen de la Tirana; la Virgen Ayquina en Calama; la Virgen de las Peñas en Arica, que anda por todos nuestros entuertos familiares, esos que parecen ahogarnos el corazón para acercarse al oído de Jesús y decirle: mira, «no tienen vino».

Y luego no se queda callada, se acerca a los que servían en la fiesta y les dice: «Hagan todo lo que Él les diga» (Jn 2,5). María, mujer de pocas palabras, pero bien concretas, también se acerca a cada uno de nosotros a decirnos tan sólo: «Hagan lo que Él les diga». Y de este modo se desata el primer milagro de Jesús: hacer sentir a sus amigos que ellos también son parte del milagro. Porque Cristo «vino a este mundo no para hacer una obra solo, sino con nosotros –el milagro lo hace con nosotros–, con todos nosotros, para ser la cabeza de un cuerpo cuyas células vivas somos nosotros, libres y activas»[2]. Así hace el milagro Jesús con nosotros.

El milagro comienza cuando los servidores acercan los barriles con agua que estaban destinados a la purificación. Así también cada uno de nosotros puede comenzar el milagro, es más, cada uno de nosotros está invitado a ser parte del milagro para otros.

Hermanos, Iquique es tierra de sueños —eso significa el nombre en aymara—; tierra que ha sabido albergar a gente de distintos pueblos y culturas. Gente que han tenido que dejar a los suyos, marcharse. Una marcha siempre basada en la esperanza por obtener una vida mejor, pero sabemos que va siempre acompañada de mochilas cargadas con miedo e incertidumbre por lo que vendrá. Iquique es una zona de inmigrantes que nos recuerda la grandeza de hombres y mujeres; de familias enteras que, ante la adversidad, no se dan por vencidas y se abren paso buscando vida. Ellos —especialmente los que tienen que dejar su tierra porque no encuentran lo mínimo necesario para vivir— son imagen de la Sagrada Familia que tuvo que atravesar desiertos para poder seguir con vida.

Esta tierra es tierra de sueños, pero busquemos que siga siendo también tierra de hospitalidad. Hospitalidad festiva, porque sabemos bien que no hay alegría cristiana cuando se cierran puertas; no hay alegría cristiana cuando se les hace sentir a los demás que sobran o que entre nosotros no tienen lugar (cf. Lc 16,19-31).

Como María en Caná, busquemos aprender a estar atentos en nuestras plazas y poblados, y reconocer a aquellos que tienen la vida «aguada»; que han perdido —o les han robado— las razones para celebrar; Los tristes de corazón. Y no tengamos miedo de alzar nuestras voces para decir: «no tienen vino». El clamor del pueblo de Dios, el clamor del pobre, que tiene forma de oración y ensancha el corazón y nos enseña a estar atentos. Estemos atentos a todas las situaciones de injusticia y a las nuevas formas de explotación que exponen a tantos hermanos a perder la alegría de la fiesta. Estemos atentos frente a la precarización del trabajo que destruye vidas y hogares. Estemos atentos a los que se aprovechan de la irregularidad de muchos migrantes porque no conocen el idioma o no tienen los papeles en «regla». Estemos atentos a la falta de techo, tierra y trabajo de tantas familias. Y como María digamos: no tienen vino, Señor.

Como los servidores de la fiesta aportemos lo que tengamos, por poco que parezca. Al igual que ellos, no tengamos miedo a «dar una mano», y que nuestra solidaridad y nuestro compromiso con la justicia sean parte del baile o la canción que podamos entonarle a nuestro Señor. Aprovechemos también a aprender y a dejarnos impregnar por los valores, la sabiduría y la fe que los inmigrantes traen consigo. Sin cerrarnos a esas «tinajas» llenas de sabiduría e historia que traen quienes siguen arribando a estas tierras. No nos privemos de todo lo bueno que tienen para aportar.

Y después dejemos a Jesús que termine el milagro, transformando nuestras comunidades y nuestros corazones en signo vivo de su presencia, que es alegre y festiva porque hemos experimentado que Dios-está-con-nosotros, porque hemos aprendido a hospedarlo en medio de nuestro corazón. Alegría y fiesta contagiosa que nos lleva a no dejar a nadie fuera del anuncio de esta Buena Nueva; y a trasmitirle todo lo que hay de nuestra cultura originaria, para enriquecerlo también con lo nuestro, con nuestras tradiciones, con nuestra sabiduría ancestral, para que el que viene encuentre sabiduría y dé sabiduría. Eso es fiesta. Eso es agua convertida en vino. Eso es el milagro que hace Jesús.

Que María, bajo las distintas advocaciones de esta bendecida tierra del norte, siga susurrando al oído de su Hijo Jesús: «no tienen vino», y en nosotros sigan haciéndose carne sus palabras: «hagan todo lo que Él les diga».


Saludo final

Al terminar esta celebración, quiero agradecer a Mons. Guillermo Vera Soto, Obispo de Iquique, las amables palabras que me ha dirigido en nombre de sus hermanos obispos y de todo el pueblo de Dios. Esto tiene algo de despedida.

Agradezco, una vez más, a la señora Presidenta Michelle Bachelet su invitación a visitar el país. Doy gracias de manera especial a todos los que han hecho posible esta visita; a las autoridades civiles y, en ellos, a cada funcionario que con profesionalidad ayudaron a que todos pudiéramos disfrutar de este tiempo de encuentro.

Gracias también por el trabajo abnegado y silencioso de miles de voluntarios. Más de veinte mil. Sin su empeño y colaboración hubiesen faltado las tinajas con agua para que el Señor hiciera posible el milagro del vino de la alegría. Gracias, a los que de muchas formas y maneras acompañaron este peregrinar especialmente con la oración. Sé del sacrificio que han tenido que realizar para participar en nuestras celebraciones y encuentros. Lo valoro y lo agradezco de corazón. Gracias a los miembros de la comisión organizadora. Todos han trabajado, muchas gracias.

Y ahora sigo mi peregrinación hacia Perú. Pueblo amigo y hermano de esta Patria Grande que estamos invitados a cuidar y a defender. Una Patria que encuentra su belleza en el rostro pluriforme de sus pueblos.

Queridos hermanos, en cada Eucaristía decimos: «Mira, Señor, la fe de tu Iglesia y, conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad». Qué más puedo desearles que terminar mi visita diciéndole al Señor: mira la fe de este pueblo, y regálales unidad y paz.

Muchas gracias y pido que no se olviden de rezar por mí. Y quiero agradecer la presencia de tantos peregrinos de los pueblos hermanos, de Bolivia, Perú, y no se pongan celosos, especialmente de los argentinos, porque Argentina es mi patria. Gracias a mis hermanos argentinos que me acompañaron en Santiago, en Temuco y acá en Iquique. Muchas gracias.


[1] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 48.

[2] San Alberto Hurtado, Meditación Semana Santa para jóvenes (1946).


 Fuente: Vaticano

 

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