No recuerdo haber leído en los últimos años un documento tan estimulante como la encíclica Fides et ratio, publicada hace algunos meses por Juan Pablo II.  Su patente rigor conceptual e histórico no es un obstáculo o freno para la decisión con que aborda una de las cuestiones más acuciantes y problemáticas del pensamiento actual, cuyas raíces penetran hasta los primeros siglos de la era cristiana, y que -planteada de manera muy diversa- se remonta hasta la dialéctica griega de mito y logos.

Curiosamente, sin embargo, dos de los primeros comentarios globales que se hicieron a este documento ponían en duda la novedad de sus aportaciones y la relevancia de su mensaje.

“esta encíclica no dice nada nuevo”: así reza la primera impresión que tuve oportunidad de recoger en boca, sobre todo, de católicos conocedores de la doctrina de la Iglesia sobre las relaciones entre fe y razón.  Obviamente, la observación quería expresar algo más que la acostumbrada tranquilidad con la que los creyentes suelen acoger un escrito magisterial, del que lo único que no esperan es que proceda a una variación sustancial de la postura católica sobre cuestiones que afectan a la moral o al dogma.  Lo que traslucía era, más bien, una cierta decepción al no encontrar en este texto perspectivas innovadoras o puntos de vista no formulados anteriormente.  Ahora bien, tal sentimiento de deja vu resulta engañoso.  Según tendremos ocasión de apreciar, la encíclica Fides et ratio responde a una situación mental nueva, caracterizada por el relativismo cultural y por el consiguiente cuestionamiento de una verdad con validez universal; postura que no se daba -por ejemplo- a la altura del Concilio Vaticano I o de la encíclica Aeterni Patris, y que, en cambio, ya se registra en un documento mucho más reciente cuál es la Veritatis splendor.  Como es lógico, al ser diferentes los problemas, también lo son las líneas de solución, por más que -insisto- la doctrina de fondo no haya cambiado ni pueda, en rigor, cambiar.  La segunda impresión viene de parte no católica y tiene, esta vez, nombre, lugar y fecha.  Se trata de una afirmación de Paolo Flores DíArcais, en su artículo Aut fides aut ratio, aparecido en el número 5/98 de la revista MicroMega.  A parte de otras tesis, que comentaré más adelante, se mantiene allí que la cultura católica oficial -como es la de la encíclica- no tiene nada que decir al hombre de hoy.  También en este caso hay una primera lectura trivial del aserto en cuestión, a saber: que el enjuiciamiento que la Iglesia hace de la actual situación cultural no coincide con la visión del mundo propia del hombre tardomoderno, aquejado de un interno desfondamiento intelectual y de un escepticismo ético que le impiden aceptar un mensaje tan contundente como es el de la Fides et ratio.  Naturalmente, Flores DíArcais pretende decir algo mucho más desfavorable y, por expresarlo así, corrosivo: que el enfoque católico acerca del actual momento de la historia de la razón está irremediablemente superado y presenta rasgos de un infantilismo inaceptable para una actitud radicalmente crítica y desconfiada, como es la propia de los intelectuales maduros que están a la altura de la hora presente.  Ahora bien, es justo este enfrentamiento el que confiere relevancia cultural a un conjunto de tesis que pretenden ser parte de la solución en lugar de repetir cansinamente los términos -tal vez sesgados- del mismísimo problema.

Estos dos ecos, tomados casi al azar entre la gran variedad de reacciones inmediatas suscitadas por la encíclica, resultan ilustrativos para valorar el espesor de la costra intelectual que el mensaje de la Fides et ratio tiene que taladrar para alcanzar las mentes y los corazones de sus interlocutores postmodernos.  Pero no es otra su pretensión.  Como ha señalado Fernando Inciarte, Profesor de la Universidad de Münster, este documento pontificio se enfrenta con una cuestión que tiene una solera de siglos, pero la enfoca desde un ángulo rigurosamente actual.  Estamos en un mundo que se hace cada vez más pequeño, a la vista de la globalización de la economía y de la inmediatez de las comunicaciones.  Mas tal universalización tiene como contrapartida la fragmentación de las formas de vida que trae consigo el multiculturalismo y que es visible en las calles de cualquiera de las grandes metrópolis occidentales.  Y el multiculturalismo, a su vez, parece implicar la relativización de la verdad y la pérdida del sentido de la existencia.  De manera que el objetivo de la encíclica no es tanto el de resolver de una vez por todas el sutil problema conceptual de las relaciones razón y fe, entre filosofía y teología, sino más bien el de buscar los recursos intelectuales y religiosos para relanzar el sentido universal de la verdad y su incidencia profunda en la vida de cada persona.

Difícil tarea, ciertamente, para la que el actual margen de maniobra resulta muy escaso, ya que es preciso avanzar -según se lee en nuestro texto- “entre los condicionamientos de una mentalidad inmanentista y las estrecheces de una lógica tecnocrática” (n.15).  Ya Max Weber pronosticó que el tipo humano del siglo XX tardío sería el de especialistas sin alma y vividores sin corazón, panorama hace tiempo confirmado por filósofos como Husserl y sociólogos como Daniel Bell.  La gran ausente en este horizonte quebrado es precisamente la razón humana desplegada en toda su envergadura, es decir, lo que antes se llamaba metafísica.  Y reivindicar la actual validez de este realismo sapiencial no es, desde luego, empresa trillada, trivial o irrelevante.

Juan Pablo II diagnóstica así tal situación: “(…) Han surgido en el hombre contemporáneo, y no sólo entre algunos filósofos, actitudes de difusa desconfianza respecto de los grandes recursos cognoscitivos del ser humano.  Con falsa modestia, se conforman con verdades parciales y provisionales, sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento último de la vida humana, personal y social.  Ha decaído, en definitiva, la esperanza de poder recibir de la filosofía respuestas definitivas a tales preguntas” (n.5). “hasta el punto de que una de las mayores amenazas de este fin de siglo es la tentación de la desesperación” (n.91).  Ante este panorama relativista y escéptico, Karol Wojtyla está convencido -e intenta convencernos en esta encíclica- de que “lo más urgente hoy es llevar a los hombres a descubrir su capacidad de conocer la verdad y su anhelo de un sentido último y definitivo de la existencia” (n.102).

El propio Max Weber había anticipado que, además del politeísmo de los valores -esa especie de astillamiento de requerimientos y finalidades que hoy nos desgarra-, el final del llamado “siglo breve” o siglo XX se caracterizaría por un fenómeno marcado por la crisis de sentido.  Pues bien, en el n. 81 de la encíclica se describe esta tesitura cultural con extraordinaria lucidez: “Los puntos de vista, a menudo de carácter científico, sobre la vida y sobre el mundo se han multiplicado de tal forma que podemos comprobar cómo se produce el fenómeno de la fragmentariedad del saber.  Precisamente esto hace difícil y a menudo vana la búsqueda del sentido.  Y, lo que es aún más dramático, en medio de esta baraúnda de datos y de hechos entre los que se vive y que parecen formar la trama misma de la existencia, muchos se preguntan si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido.  La pluralidad de las teorías que se disputan la respuesta, o los diversos modos de ver y de interpretar el mundo y la vida del hombre, no hacen más que agudizar esta duda radical, que fácilmente desemboca en un estado de escepticismo o en las diversas manifestaciones de nihilismo” (n.81).

Por primera vez -que yo sepa- se desarrolla en el Magisterio de la Iglesia Católica una reflexión teológica sobre el papel de la filosofía en el mundo actual, algo así como una “teología de la filosofía”.  Y esto sí que es una novedad, incluso desde el punto de vista académico. (Con el significativo precedente, señalado en su día por Alasdair MacIntyre, de la encíclica Veritatis splendor, documento de un alto nivel de reflexividad, en el que se acomete la tarea de realizar una suerte de “teología de la investigación moral”, en la que los componentes de la propia vida espiritual de los investigadores cobran una inesperada vigencia, como se manifiesta sobre todo en la hermenéutica del episodio evangélico del joven rico, que sirve de marco existencial para el contenido doctrinal de aquel decisivo discurso).  En nuestro caso, lo más sorprendente es que tal meditación teológica lleva precisamente a subrayar, con enfática insistencia, la necesidad de que la filosofía sea fiel a su naturaleza de tendencia sapiencial humana y no abdique ante las tentaciones de un racionalismo menguado o de un fideísmo curvado sobre sí propio.  La misma esencia del cristianismo -que estriba en el misterio de la Encarnación, en la adhesión intelectual y vital a Jesucristo, el Verbo hecho carne- incluye en su seno, como requisito imprescindible, un confiado recurso a la razón humana ejercitada con autonomía y rigor, es decir, a ese estudio radical de la realidad al que llamamos filosofía.  La índole paradójica de este empeño- una reivindicación del valor de la razón desde el horizonte de la fe- adquiere, a su vez, plenitud de coherencia y de sentido cuando se advierte que la fuente última de este arrojo racional no es otra que la receptiva actitud de obediencia a la manifestación de Dios a través del don de la realidad creada y del Don increado del Espíritu de Jesús.

Tres son, a mi juicio, los motivos por los que esta época nuestra constituye un momento oportuno, un kairós, para hacer tan insólito “cántico a la filosofía”.

En primer lugar, se encuentra esa caída hacia el escepticismo nihilista que el final de los grandes sistemas de la razón ha traído consigo.  Es interesante señalar que, en un panorama teñido de relativismo, la Iglesia Católica es hoy la única institución que reivindica el inexcusable papel de una filosofía con pretensiones de ultimidad y universal validez.  En cambio, una filosofía puramente formal o funcional, empequeñecida por sus propios tecnicismos o asfixiada por una erudición que llega al minimalismo ridículo, conduce al espíritu humano a sujetarse a “una forma de pensamiento ambiguo, que lo lleva a encerrarse todavía más en sí mismo, dentro de los límites de su propia inmanencia, sin ninguna referencia a lo trascendente.  Una filosofía carente de la cuestión sobre el sentido -añade el Pontífice- incurriría en el grave peligro de degradar la razón a funciones meramente instrumentales, sin ninguna auténtica pasión por la búsqueda de la verdad” (n.81)

Una de las consecuencias más graves de esta pérdida contemporánea de la dimensión sapiencial de la filosofía es la tendencia -favorecida por una interpretación simplista y errónea del Concilio Vaticano II- a que la teología prescinda de su apoyo en la razón metafísica y antropológica.  Y éste constituye, a mi entender, el segundo motivo por el que el Papa Wojtyla ha considerado urgente reafirmar la necesaria cooperación entre la filosofía y la teología para encaminar rectamente el anhelo de verdad que habita, no sólo en todo cristiano, sino también en cada hombre.  Sólo un modo naturalista de pensar ha podido conducir a una actitud en la cual parece mantenerse que la fuerza de la teología se vería favorecida por la debilidad de la filosofía, o a la inversa.  El naturalismo en cuestión se traduciría en una imagen mediocre de las respectivas ciencias, que vendrían a ocupar un “lugar” privilegiado tras desplazar a otras que previamente lo ocuparan, como si el ámbito epistemológico tuviera vigencia una especie de principio de impenetrabilidad de los cuerpos.  Ahora bien, esta ingenua trivialidad presenta consecuencias fatales para el cultivo de la sabiduría cristiana.  “Con sorpresa y pena -dice Juan Pablo II- debe constatar que no pocos teólogos comparten este desinterés por el estudio de la filosofía” (n.86).  Desapego cuyos efectos formativos y pastorales son graves y notorios.  Por eso el Papa insiste categóricamente: “Deseo reafirmar que el estudio de la filosofía tiene un carácter fundamental e imprescindible en la estructura de los estudios teológicos” (n.62).  Ahora bien, la filosofía a la que la teología ha de recurrir no puede ser simplemente un sistema ad hoc, que no hiciera más que ilustrarlo o articular retóricamente resultados a los que ya se hubiera llegado por una presunta reflexión puramente teológica.  La encíclica es muy clara, también en ese punto: “La Iglesia no propone una filosofía propia ni canoniza una filosofía en particular con menoscabo de otras.  El motivo profundo de esta cautela está en el hecho de que la filosofía, incluso cuando se relaciona con la teología, debe proceder según sus métodos y reglas; de otro modo, no habría garantía de que permanezca orientada a la verdad, tendiendo a ella con un procedimiento racionalmente controlable.  De poca ayuda sería una filosofía que no procediese a la luz de la razón según sus propios principios y metodologías específicas.  En el fondo, la raíz de la autonomía de la que goza la filosofía radica en el hecho de que la razón está por naturaleza orientada a la verdad y cuenta en sí misma con los medios necesarios para alcanzarla.  Una filosofía consciente de este “estatuto constitutivo” suyo, respeta necesariamente también las exigencias y las evidencias propias de la verdad revelada” (n.49).  en cambio, una presunta filosofía que unilateralmente se basara en la teología vendría a plantear una cuestión de principio.  Por lo demás, trastocaría la posición católica clásica, según la cual la gracia no destruye la naturaleza ni la sustituye, sino que la eleva y la perfecciona.  Incluso la tarea de servicio que a la filosofía le corresponde con respecto a la teología sería imposible si la filosofía no se distinguiera de la teología.  Sólo diferenciándose -que no separándose- de ella puede prestarle la necesaria ayuda.  “En realidad -afirma la encíclica-, la teología siempre ha tenido y continúa teniendo necesidad de la aportación filosófica.  Siendo obra de la razón crítica a la luz de la fe, el trabajo teológico presupone y exige en toda su investigación una razón educada y formada conceptual y argumentativamente.  Además, la teología necesita de la filosofía como interlocutora para verificar la inteligibilidad y la verdad universal de sus aserciones” (n.77).

El tercer motivo que, según creo, hace relevante a la Fides et ratio en el panorama cultural de nuestro tiempo es la “tentación racionalista” (cfr. N.54), es decir, la pretensión exclusivista de una razón que se considera autosuficiente y no admite el obsequio racional, el regalo sorprendente e iluminador, que la fe ofrece a quien le presta obediencia, es decir, a quien permanece atento a la escucha de una voz que no por provenir de un origen misterioso es menos y reveladora.  La cerrazón antropocéntrica del racionalismo acaba por ser como una pescadilla que se come su propia cola.  Y lo que manifiesta, en el fondo, es un miedo a enfrentarse con lo que no está supuestamente controlado por nosotros mismos (como si el propio control tuviera algún mágico poder para discernir tajantemente lo racional de lo irracional).  Contrasta con tal empequeñecimiento -tan propio del cientificismo y el pragmatismo, que ya tuvieron su hora- la magnanimidad humanista de quien clama así:  “Pido a todos que fijen su atención en el hombre, que Cristo salvó en el misterio de su amor, y en su permanente búsqueda de verdad y de sentido.  Diversos sistemas filosóficos, engañándolo, lo han convencido de que es dueño absoluto de sí mismo, que puede decidir autónomamente sobre su propio sentido y su futuro confiando sólo en sí mismo y en sus propias fuerzas.  La grandeza del hombre jamás consistirá en esto.  Sólo la opción de insertarse en la verdad, al amparo de la Sabiduría y en coherencia con ella, será determinante para su realización.  Solamente en este horizonte de la verdad comprenderá la realización plena de su libertad y su llamada al amor y al conocimiento de Dios como realización suprema de sí mismo” (n.107).  Podría pensarse que un llamamiento de este tipo entra en contradicción con la exigencia de autonomía que la filosofía implica.  Pero sucede justamente lo opuesto.  Precisamente porque es autónoma y no está constreñida por ninguna atadura que le venga impuesta desde fuera, la filosofía es capaz de abrirse a una luz superior y acogerla en sí misma, sin que ello vaya en detrimento de su propia metodología y de su índole racional.  Al salir fuera de sí propia y recibir datos y estímulos de una Revelación que no contradice a la verdad racional, sino que la prolonga y potencia desde dentro, la filosofía responde a su más alta vocación de servicio a la verdad y de acceso a la trascendencia.  Y, a sensu contrario, una filosofía que se declare programáticamente agnóstica, que rechace de antemano la posibilidad de aceptar un mensaje que proviene del más profundo núcleo del misterio del ser que ella debería investigar, es una filosofía autodisminuída, truncada en su propia racionalidad.  Pero conviene que nos detengamos en este punto, porque en él se detecta el núcleo problemático de la encíclica, de manera que no es extraño que constituya el foco de la polémica de fondo sobre la validez de su mensaje.  En el artículo ya mencionado, Flores DíArcais acusa de contradicción a la Fides et ratio, precisamente porque parece atribuir a la filosofía una autonomía que después le niega.  Claro aparece, a mi juicio, que el concepto de autonomía racional de este autor es unívoco y, en su desmesura, está más teñido de pathos que de logos.  Ya en su uso corriente -por ejemplo, en política o en dirección de empresas- el significado del término autonomía se distingue claramente del significado del término independencia.  Decimos que una comunidad regional es autónoma, que lo es una universidad o determinado departamento de una compañía, y al decirlo no pretendemos en modo alguno afirmar que tales entidades no puedan recibir influencias exteriores o estar sometidas -además de a las propias- a otras normas que provengan de un nivel superior.  En rigor, nada ni nadie en este mundo es completamente autónomo, porque la entera realidad forma una urdimbre de interacciones y entrelazamientos.  Desde luego, no hay ciencia que sea del todo autónoma, ya que todas dependen de la realidad estudiada, de los primeros principios del saber y de las leyes generales de la lógica, aparte de encontrarse (y hoy más que nunca) en continuo contacto interdisciplinar con otros conocimientos.  Lo que este tipo de proclamas racionalistas parece más bien evocar, con algún retraso, es -por utilizar fórmulas kantianas- el rechazo ilustrado de toda tutela autoimpuesta, la emancipación de quien se atreve a pensar por cuenta propia y liberarse así de una culpable minoría de edad intelectual.  Pero a estas alturas ya sabemos diagnosticar eso que Gadamer llamó “el prejuicio contra todo prejuicio”.  Para mal o para bien, no es posible partir de cero ni evitar todo preconcepto.  Lo que nos interesa, entonces, es ser conscientes de nuestras propias actitudes fundamentales y procurar que, al menos, sean razonables y abiertas.

Pero esto nos vuelve a situar en la paradoja antes detectada.  El pensador cristiano no puede ni debe prescindir de su fe a la hora de filosofar.  Más aún, es su propia fe la que incita al creyente a no autoimponer límites previos a sus indagaciones racionales.  En tal sentido se puede decir que es más libre quien se empecina en su cerrado racionalismo.  Pero ¿qué sentido tiene que el pleno uso de la razón venga imperado desde una instancia no puramente racional? ¿No habíamos dicho que, a su vez, la ciencia de la fe ha de recurrir necesariamente a la ayuda de la propia filosofía?

Todo parece indicar que nos encontramos en un círculo vicioso, según el cual la fe y la razón se reclaman mutuamente y mutuamente se apoyan.  Robert Spaemann se ha enfrentado derechamente con este problema medular y le ha dado una respuesta que se anuncia ya en el título de su reflexión –“Fides et ratio: Der hermeneutische Zirkel”- publicada en la versión germana de L’Osservatore romano correspondiente al 29 de enero de 1999.  Según Spaemann, el problema cultural con el que ha de enfrentarse la vivencia y la transmisión de la fe cristiana en el siglo XX es precisamente el de la hermenéutica radical de signo nietzcheano, que cierra el acceso a la aceptación de una verdad válida para todos o, al menos, para todos los que están intelectualmente preparados para acceder a ella.  “¿Qué es entonces la verdad?”, se pregunta Nietzsche.  Y responde: “Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal”.  La verdad es una ilusión; es la clase de error sin el cual una cierta especie de vivientes -los humanos- no sabrían vivir.  Cuando se ha descubierto y denunciado que así son las cosas, nos encontramos ante la terrible situación de tener que anunciar la “muerte de Dios”, lo cual equivale a no atribuir a la verdad ningún carácter divino.  La verdad se disuelve en sus múltiples interpretaciones, en los intereses a los que sirve, en el poder que valiéndose de ella se busca, en las vicisitudes históricas en las que ilusoriamente parece brillar.  Es preciso entonces, deducen los deconstruccionistas actuales, desmontar las grandes narraciones, los discursos solemnes que pretenden situarnos ante la realidad misma.  Porque la realidad nunca se presenta en su inmediatez, sino que siempre está mediada por nuestras construcciones, por nuestros valores ocultos, por nuestros modos de interpretar los datos empíricos.  Se trata de desmontar la ilusoria lógica de nuestro lenguaje, en el cual la aceptación de Dios y, por tanto, de la verdad encuentra su último reducto.  No en vano decía el propio Nietzsche: “Me temo que no nos vamos a desembarazar de Dios porque aún creemos en la gramática”.

Frente a este intento de desenmascarar las mediaciones “demasiado humanas que simulan lo mediado por ellas, la Iglesia sostiene que es posible una hermenéutica cultural que no conduzca al relativismo, que no sea una circularidad perversa, sino que consista en un “círculo del comprender” (un Zirkel des Verstehens, en expresión de Spaemann).  En términos de la epistemología actual, se podría decir que la postura católica mantiene un cognitivismo moderado.  Sabe -como reconoce la propia encíclica- que “ninguna forma histórica de filosofía puede legítimamente pretender abarcar toda la verdad, ni ser la explicación plena del ser humano, del mundo y de la relación del hombre con Dios” (n. 51).  Pero está lejos de defender, como pretende la hermenéutica radical, que no hay auténtica comprensión de la naturaleza de lo real.  No es cierto que todo presunto conocimiento conduzca al error más que a la verdad.  El conocimiento no genera de suyo error, sino que -de diversas formas y en diferentes medidas- nos acerca a la verdad, aunque sea siempre de una manera limitada, que precisa ulteriores confrontaciones e indagaciones de variada índole.  Y es aquí donde se inserta la circularidad virtuosa del comprender.  Desde la razón avanzamos hacia una comprensión más plena de la fe, mientras que la fe misma nos aporta un discernimiento crítico de nuestras pretensiones racionales.

Así pues, la encíclica afronta el problema cultural más candente de la actualidad en su propio terreno, que no es otro que la cuestión epistemológica de la interpretación de nuestros discursos acerca de la realidad.  Sólo que en vez de derivar hacia un relativismo débil eleva su enfoque hasta la metafísica del conocimiento.  No estamos, por lo tanto, ante una mera repetición de posturas consabidas.  Y, en consecuencia, tampoco nos sirven ya los modelos conceptuales que se utilizaron en un pasado próximo para debatir problemáticas que presentaban otro sesgo.  Como ha señalado Inciarte, el paradigma tectónico, que ordenaba estáticamente los diversos saberes en capas horizontales superpuestas, es escasamente útil, distorsionador incluso, para habérselas con planteamientos de tipo hermenéutico.  Ahora hemos de acudir más bien a un esquema vertical y dinámico, que posibilite el tránsito de la fe a la razón y de la razón a la fe, como un discernimiento progresivo y mutuamente enriquecedor, no abocado a paradojas insuperables ni, mucho menos, a circularidades viciosas.  Todo lo contrario: la relación actual entre la fe y la razón -sostiene Juan Pablo II -exige un atento esfuerzo de discernimiento, ya que tanto la fe como la razón, en su respectivo aislamiento, se han empobrecido y debilitado la una ante la otra.  “La razón, continúa el Papa, privada de la aportación de la Revelación, ha recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de vista su meta final.  La fe, privada de la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal.  Es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición.  Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser. No es inoportuna, por tanto, mi llamada fuerte e incisiva para que la fe y la filosofía recuperen la unidad profunda que les hace capaces de ser coherentes con su naturaleza en el respeto de la recíproca autonomía” (n. 78).  Aquí se inserta, a mi juicio, la enseñanza más profunda y original que esta encíclica proporciona en particular a los filósofos.  A saber:  que los misterios de la fe no son una frontera para la razón, sino que ofrecen justamente la posibilidad de ruptura de un horizonte cerrado, la apertura a algo que está más allá de lo que la filosofía podría alcanzar con sus solas fuerzas, pero que puede llegar a vislumbrar sin perder su propia identidad ni tergiversar sus métodos característicos.  Cuando parece que la filosofía ya no da más de sí, que ha tropezado con enigmas indescifrables, que se ha consumido en sus propias sospechas, y que tiene que replegarse melancólicamente sobre sí misma, sobreviene el destello que abre perspectivas insospechadas y -en cierto sentido- ilimitadas.  Lo cual no es un piadoso desiderátum, sino lo que estrictamente ha sucedido en la historia del pensamiento humano.  Quienes siguen contraponiendo el cristianismo a una “visión científica del mundo” no se paran a pensar que la propia ciencia positiva, tal como modernamente se entiende, no habría sido posible sin la desacralización de la naturaleza que se sigue inmediatamente de la concepción creacionista del mundo.  Y otro tanto sucede con la historia.  “Fue el cristianismo el que inventó la historia”, dice taxativamente Umberto Eco en sus diálogos con el Cardenal Carlo María Martini.  Y otro tanto acontece con las nociones de libertad, persona, espíritu, verdad, inmortalidad, amor, providencia, virtud, tolerancia, respeto y Dios personal, entre otras muchas, que no habrían podido ser comprendidas como hoy lo hacemos si no hubiera mediado la tradición cristiana que -por supuesto- incluye la historia salvífica del pueblo judío.  Todos estos conceptos y realidades han sido considerados por la filosofía desde una perspectiva racional y, en no pocos casos, ha podido alcanzar un acceso estrictamente filosófico a ellos.  La grandeza del hombre queda patente cuando es capaz de elaborar “una filosofía en la que resplandezca la verdad de Cristo, única respuesta definitiva a los problemas del hombre” (n.104), porque -como dice el Concilio Vaticano II- “realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (Gaudium et spes, n. 22).

Juan Pablo II entiende, por tanto, que el “recuerdo” de la misión de la filosofía resulta muy oportuno en la hora actual.  Pero no se trata de un enfoque coyuntural, sino profético: de una perspectiva de inteligibilidad superior, que hace de la filosofía una de las claves de esta encrucijada histórica, enigmáticamente cifrad en el fin del milenio.  “La Filosofía, que tiene la gran responsabilidad de formar el pensamiento y la cultura por medio de la llamada continua a la búsqueda de lo verdadero, debe recuperar con fuerza su vocación originaria.  Por eso -añade el Romano Pontífice- he sentido no sólo la exigencia, sino incluso el deber de intervenir en este tema, para que la humanidad, en el umbral del tercer milenio de la era cristiana, tome conciencia cada vez más clara de los grandes recursos que le han sido dados y se comprometa con renovado ardor en llevar a cabo el plan de salvación en el cual está inmersa su histori”" (n. 6).

Tal vocación ha sido desgranada por la encíclica en una impresionante serie de textos que nos hacen ver como la fe cristiana y la propia teología empujan al pensamiento humano a trascender se a sí mismo. “El hombre se encuentra en un camino de búsqueda, humanamente interminable: búsqueda de la verdad y búsqueda de una persona de quien fiarse: La fe cristiana le ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta de ser realizado el objetivo de esta búsqueda” (n. 33).  Parece difícil, casi inviable, dar con un sentido último de la realidad, en medio de un panorama cultural que parece no reconocer más verdad que la del consenso logrado por la neutralización de los valores, y que se niega muchas veces a admitir algo que no sea convencional y provisional. “No obstante, a la luz de la fe, que reconoce en Jesucristo este sentido último, debo animar a los filósofos, cristianos o no, dice el Papa, a confiar en la capacidad de la razón humana y a no fijarse metas demasiado modestas en su filosofar.  La lección de la historia del milenio que estamos concluyendo testimonia que éste es el camino a seguir: es preciso no perder la pasión por la verdad última y el anhelo de su búsqueda, junto con la audacia de descubrir nuevos rumbos.  La fe mueve la razón a salir de su aislamiento y a apostar de buen grado por lo que es bello, bueno y verdadero.  Así, la fe se hace abogada convencida y convincente de la razón” (n. 56).

El filósofo Karol Wojtyla no pacta con la superficialidad del pensamiento actual.  Pero tampoco remite a la añoranza de un pasado mejor.  Propugna como nadie esta pasión por la verdad en diálogo con las corrientes intelectuales más notorias del momento presente, entre las que -para esta cuestión- resulta especialmente significativa la debilidad postmoderna, que nos invita, con Vattimo por ejemplo, a movernos en la penumbra de un pensamiento postmetafísico para el que la muerte de Dios y la abolición de la dignidad humana son inevitables puntos de partida.

¿De dónde sacar aliento par afrontar un relativismo escéptico tan extendido como anclado en las formas de vida del tardocapitalismo? Para Juan Pablo II, el agua profunda (cfr. N. 16) en la que se puede beber para cobrar energías es, como estamos viendo, la confianza receptiva y abierta a un don inmerecido que queda recogida en esa espléndida expresión paulina que es la obediencia de la fe (cfr. Rom 1,5; 16,26).  ¿Pero no habíamos quedado en que el cristianismo era el gran obstáculo para un libre pensamiento filosófico y para una ciencia que no encontrara continuos obstáculos en las barreras de una ortodoxia autoritariamente impuesta?  Contestación: no, otros muchos y yo nunca nos habíamos plegado -ni siquiera en los momentos duros, cuando, por ejemplo, Althusser afirmaba que el marxismo era la Ciencia- a aceptar esa caricatura tan alejada de la realidad histórica que, a estas alturas, sólo puede mantenerse en fascículos de divulgación científica o en algunos suplementos dominicales.  Lo cierto -insisto- es que los conceptos centrales del pensamiento moderno y la concepción del mundo que está en la base de la ciencia experimental sólo pudieron surgir y desplegarse en el ambiente humanista y no antropocéntrico aportado por la visión del hombre y de la realidad física que el cristianismo lleva consigo.  De hecho, el modo cristiano de pensar ha sido extraordinariamente fecundo para mantener a la razón en vilo y lanzarla a aventuras científicas que hubieran sido inviables desde la sabiduría greco-latina o la meditación oriental (por no hablar de su versión tardomoderna en la forma audiovisual de la new age).

Lo más original e incitante de esta encíclica es que, por vez primera, se obtienen en ella limpiamente las consecuencias que una visión inteligente de la historia intelectual aporta al ejercicio efectivo y actual de la teología y la filosofía.  Ambos saberes se han fertilizado mutuamente.  Porque la comprensión auténtica y profunda de la fe cristiana sólo es posible desde una filosofía con alcance trascendente, que siga empeñada en pasar del fenómeno al fundamento (cfr. N. 83).  Y, a su vez, la filosofía supera su tendencia al narcisismo decadente cuando la Revelación cristiana le abre panoramas insospechados para un racionalismo que, curvado sobre sí, desemboca en una forma u otra de nihilismo, según narraron anticipadamente Kierkegaard, Dostoievski y el propio Nietzsche. Heidegger saca oportuno partido de este “acontecimiento”, pero yerra -incluso desde sus propios planteamientos- cuando mantiene en Introducción a la Metafísica que la expresión filosofía cristiana es un hierro de madera, porque el pensador creyente ya tendría una respuesta (la creación) a la pregunta “¿por qué hay ente y no más bien nada?” (sin advertir que esta contestación debería ser considerada por él mismo como óntica y no ontológica).

El atisbo del misterio rompe la jaula de hierro del pensamiento ideológico y etnocéntrico, de la praxis política totalitaria y de la economía individualista y posesiva.  A correr este bello riesgo le llama Wojtila la audacia de la razón (cfr. N. 48), la cual viene a ser la otra cara de la obediencia de la fe.  El filósofo cristiano se siente hijo de Dios.  Y, a diferencia del siervo, “sabe lo que hace su señor” (Jn 15,15).  Situación que no incita a una comedia prudencia, sino a pensar por todo lo alto, ensayando de nuevo el gran estilo intelectual de una tradición que está para cumplir dos mil años.

“Si el teólogo rechazase la ayuda de la filosofía, previene la encíclica, correría el riesgo de hacer filosofía sin darse cuenta y de encerrarse en estructuras de pensamiento poco adecuadas para la inteligencia de la fe.  Por su parte, si el filósofo excluyese todo contacto con la teología, debería llegar por su propia cuenta a los contenidos de la fe cristiana, como ha ocurrido con algunos filósofos modernos.  Tanto en un caso como en otro, se perfila el peligro de la destrucción de los principios basilares de autonomía que toda ciencia quiere justamente que sean garantizados” (n. 77).  En definitiva, “la Revelación, con sus contenidos, nunca puede menospreciar a la razón en sus descubrimientos y en su legítima autonomía; por su parte, sin embargo, la razón no debe jamás perder su capacidad de interrogarse y de interrogar, siendo consciente de que no puede erigirse en valor absoluto y exclusivo” (n. 79).

Este es el telón de fondo sobre el que el Magisterio de la Iglesia Católica vuelve a destacar la novedad perenne del pensamiento de Tomás de Aquino (cfr. Nn. 43-48), justamente como serena expresión de un modo de pensar desde la fe, en el que filosofía y teología se armonizan sin confusiones y sin estridencias.  A la luz de estas reflexiones, no debe extrañar -ni menos escandalizar- a nadie que el Magisterio haya elogiado repetidamente los méritos del pensamiento de Santo Tomás y lo haya propuesto como guía de los estudios teológicos, así como una orientación de las indagaciones filosóficas que los pensadores cristianos de hoy día no deben poner entre paréntesis.  No es casual que muchos intelectuales conversos de este siglo hayan sentido la necesidad de estudiar a un Tomás de Aquino que la unilateralidad de su formación previa les había impedido conocer.  Tal es el caso de Maritain, Gilson, Chesterton, García Morente, Flannery O’Connor, Alasdair MacIntyre o Santa Edith Stein, entre otros muchos.  Y también recuerda la encíclica que la altura intelectual del Concilio Vaticano II -reflejada espléndidamente en el Catecismo de la Iglesia Católica- se debió a teólogos que, casi sin excepción, se habían formado al calor de la renovación contemporánea del tomismo, para seguir después el camino que a cada uno le marcaban sus propias investigaciones.  Ahora bien, lo que interesa -precisa el pensador Karol Wojtyla- no es “tomar posiciones sobre cuestiones propiamente filosóficas, ni imponer la adhesión a tesis particulares.  La intención del Magisterio era, y continúa siendo, la de demostrar cómo Santo Tomás es un auténtico modelo para cuantos buscan la verdad.  En efecto, en su reflexión, la exigencia de la razón y la fuerza de la fe han encontrado la síntesis más alta que el pensamiento haya alcanzado jamás, ya que supo defender la radical novedad aportada por la Revelación sin menospreciar nunca el camino propio de la razón” (n. 78).

Se felicita Juan Pablo II, con bastante razón, de que el tema de la tradición haya emergido en estas últimas décadas.  Frente a la filosofía de la sospecha radical y sistemática, Gadamer ha abierto camino a una equilibrada hermenéutica que supere tanto las exageraciones del historicismo, como las del criticismo a ultranza.  MacIntyre, por su parte, nos hace ver que es ilusoria la pretensión ilustrada y analítica de pensar fuera de toda tradición y, al mismo tiempo, que toda tradición auténticamente filosófica nos lanza más allá de sí misma, para confrontarse con versiones rivales e intentar decidir cuál es el camino por el que discurre la verdad en la historia.  Mientras que Charles Taylor reivindica la pretensión moderna de autenticidad, pero -en una elaboración muy matizada del “círculo de la comprensión”- advierte que, para no trivializar este anhelo, es preciso interpretar la propia identidad cultural desde valoraciones fuertes de índole ética y religiosa.  La encíclica precisa que “(…) la tradición no es un mero recuerdo del pasado, sino que más bien constituye el reconocimiento de un patrimonio cultural de toda la humanidad.  Es más, se podría decir que nosotros pertenecemos a la tradición y no podemos disponer de ella como queramos.  Precisamente el tener las raíces en la tradición es lo que nos permite hoy poder expresar un pensamiento original, nuevo y proyectado hacia el futuro” (n.85).  La evaluación que la Fides et ratio hace del multiculturalismo es, por cierto, un modelo de rigor y objetividad.  La multiplicidad de culturas vividas simultáneamente en el actual globalidad económica y comunicativa constituye, sin duda, un enriquecimiento si entre ellas se alcanza el nivel de un auténtico diálogo.  En cambio, se convierte en superficial relativismo cuando considera a estas culturas diversas como compartimentos estancos, ignorando sus constantes estructurales y la analogía de sus referencias religiosas.  A la postre, añadiría yo, el multiculturalismo fragmentario es una estrategia de poder que trivializa las variedades y variaciones de los estilos de vida e impone a los débiles las concepciones sin salida de los fuertes.  Y a eso, evidentemente, el actual pensamiento cristiano no quiere jugar.  “Creer en la posibilidad de conocer una verdad universalmente válida -argumenta el Santo Padre- no es en modo alguno fuente de intolerancia; al contrario, es una condición necesaria para un diálogo sincero y auténtico entre las personas.  Sólo bajo esta condición es posible superar las divisiones y recorrer juntos el camino de la verdad completa, siguiendo los senderos que sólo conoce el Espíritu del Señor resucitado” (n.92).  En la Crítica de la Razón pura utiliza Kant la bella metáfora de la paloma que no puede volar en un vacío de datos fenoménicos.  Juan Pablo II es, sin duda, más audaz y mantiene -en el breve exordio a la encíclica- que “la fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva a la contemplación de la verdad”.  Se trata, nuevamente, de la invitación a no tener miedo, a arriesgar un tipo de pensamiento que esté a la altura de la dignidad de la persona humana. Invitación que se hace explícita y solemne en la conclusión de este potente documento: “Mi llamada se dirige, además, a los filósofos y a los profesores de filosofía, para que tenga la valentía de recuperar, siguiendo una tradición filosófica perennemente válida, las dimensiones de auténtica sabiduría y de verdad, incluso metafísica, del pensamiento filosófico.  Que se dejen interpelar por las exigencias que provienen de la palabra de Dios y estén dispuestos a realizar su razonamiento y argumentación como respuesta a ellas.  Que se orienten siempre hacia la verdad y estén atentos al bien que ella contiene.  De este modo podrán formular la ética auténtica que la humanidad necesita con urgencia, particularmente en estos años.  La Iglesia sigue con atención y simpatía sus investigaciones; pueden estar seguros, pues, del respeto que ella tiene por la justa autonomía de la ciencia.  De modo particular, deseo alentar a los creyentes que trabajan en el campo de la filosofía, a fin de que iluminen los diversos ámbitos de la actividad humana con el ejercicio de una razón que es más segura y perspicaz por la ayuda que recibe de la fe” (n. 106).

Ciertamente, el pensador cristiano puede decir con San Pablo que sabe de qué y, sobre todo, de quien se ha fiado.  Sabe que la fe es una obediencia racional que “ilumina a todo hombre que viene a este mundo” /Jn, 1,19), con la condición de que ese hombre -consciente de su profunda debilidad y de su alta vocación -salga de su soledad y se abra audazmente a la aceptación de un don que a la vez potencia y sobrepasa a la inteligencia humana.

Resulta desafiante abordar la realidad del Espíritu Santo, su presencia y rol en el Schema chilense De Ecclesia, que los obispos, encabezados por Monseñor Raúl Silva Henríquez y apoyados por un equipo de asesores destacados como J. Medina, E. Viganó y J. Ochagavía, hicieron circular en el Aula Conciliar en 1963, durante la elaboración de los documentos del Concilio Vaticano II, que desembocaron en la Lumen Gentium y Gaudium et spes[1].  Pues dicho Espíritu- el siempre alliende de la Palabra- se deja reconocer sólo con dificultad en sus contornos propios, distinguibles del Padre y del Hijo, tornándose más bien perceptible como presencia misteriosa a causa de efectos siempre desbordantes en un cuanto más de liberalidad excesiva, que tiende a escaparse de toda delimitación conceptual.

A su vez, el Schema chilense representa un texto de índole excepcional, especie de joya escondida, que sin lugar a dudas es fruto de una singular constelación de buena Teología y efervescencia pastoral impulsante, compartida por pastores y teólogos dentro de la complejidad situacional, que estaba viviendo la Iglesia en Chile durante aquel momento histórico privilegiado, conocido por el mundo como la era Kennedy. Detenerse en dicho documento promete no sólo un mejor conocimiento de los aportes del pasado, sino también donará una inspiración acertada a la invitación del Papa: celebrar el año del Espíritu Santo, a modo de aguas cristalinas que se revelan como tales, en la medida en que uno se acerca a ellas.

Por tanto no interesa aquí el riquísimo contenido del Schema chilense en sí, pulido y afinado en sus líneas conceptuales de fondo, tal como ellas se transparentan en los documentos conciliares definitivos; tampoco preocupan los pasos concretos de su Redaktionsgeschichte, ni de su integración al texto conciliar -esto da para otro estudio- sino lo que se busca es el contacto vivo con las raíces de una Teología del Espíritu Santo, capaz de iluminar el futuro próximo: permite comulgar con las fuentes propias, las cuales desbordaron desde la Iglesia local de aquel entonces hacia el mundo entero.  De este modo se obtendrá mayor claridad para la cuestión ecuménica, cada vez más escabrosa en el medio nuestro -de índole marcadamente pentecostal-, a la vez que se redescubrirá aquella profundidad e identidad católica, desde la cual se gesta la anhelada unidad a través de la diversidad, -expresión ésta no sólo denotadora de una riqueza multifacética querida por Dios, sino también esclarecedora de la perversión pecaminosa del espíritu del hombre, que podrá ser sanada -en definitiva- sólo por el mismo Espíritu Santo.

1. El Espíritu Santo y el origen trinitario de la Iglesia

Si el documento De Ecclesia se abre con la lapidaria constatación “la Iglesia de Dios peregrina en la tierra hacia el Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo”, ello no sólo resalta la índole dinámica de la Iglesia, que más que delimitada por muros acontece “en la tierra”, pues Dios es su propietario, también se explicita un dinamismo abierto -entremezclado de elementos humanos y divinos- que trasciende hacia una meta explícita, no abstracta, ya que ella se muestra con rostro de Padre -ad Patrem- y se articula en un espacio mediador común, también de rostro, el Hijo -in Filio-.  De tal modo, la mención del Espíritu Santo en un mismo nivel -el tercer lugar resaltado ya por los Padres- y con pronombre personal -destacado por san Pablo-no permite dudar de los rasgos faciales suyos, sin que esos sean de índole frontal -como los del Padre y del Hijo- sino más bien de tipo relacional -tanto con respecto de ambas personas divinas cuanto de la Iglesia de Dios- y como tal envolvente y catalizador por su actividad destacada -per Spiritum Scanctum. Esta actividad acentuada del Espíritu -tónica de fondo de todo el documento- compromete no sólo el Misterio escondido desde siglos, también representa por igual su manifestación a través de la Iglesia en el presente.

El Schema, que proyecta de tal modo el origen trinitario del Misterio en el Iglesia in nuce, tal como la Lumen Gentium lo desarrolla ampliamente en los primeros números, no remonta al interior de Dios Uno y Trino, a su realidad inmanente; tampoco Lumen Gentium lo hace -a diferencia de Ad gentes- pero sí precisa su revelación hacia fuera -la económica- de tal modo que a través del Espíritu de Su Hijo de parte de Dios -Padre- trasluce aquella profundidad divina interna, más allá de la cual no hay nada, pero que como tal se hace presente en nuestros corazones: para que tengamos acceso al Padre, insiste el Documento.  De esta manera el texto resalta el envío del Espíritu Santo desde Dios -origen último- y no designa Espíritu de Su Hijo: con esto trasunta aquella relación del Padre y del Hijo, que da origen al Espíritu en Dios.  Queda esbozado el núcleo de eclesialidad -el Vaticano II lo describe como “sacramento de comunión entre Dios y los hombres”- como proveniente del origen intradivino, pero proyectándose en el tiempo hacia un futuro claramente diseñado.

Ese dinamismo trinitario que De Ecclesia proyecta en relación con la Iglesia, percibe al Espíritu Santo como aquel catalizador que se constituye en eje entre la vida de Dios y el corazón humano; no tiende a la dispersión ni se diluye de modo amorfo, se constituye en cuanto única Iglesia: ella es una, porque “Dios es Uno en cuanto Padre de todos, uno solo el Señor Jesucristo y uno solo el Espíritu Santo, como también uno solo es el cuerpo al cual somos llamados, uno solo el bautismo, una sola la fe, esperanza y caridad, uno solo el pan, en que todos participamos, y un solo orden de obispos, una sola roca, sobre la cual se basa todo, Pedro”.  Esta encadenación de elementos diferentes -a modo invertido de Ef 4, 4-6- subraya que la única Iglesia se constituye a partir de una diversidad impresionante de componentes, por cierto, no yuxtapuestos y si compenetrados, que además reflejan un ordenamiento descendente hacia lo cada vez más concreto, ordenamiento en el cual el Espíritu Santo aparece situado en el preciso paso de lo divino a lo humano.

Cuando luego el Schema evoca la designación de la Iglesia como “Pueblo Nuevo de Dios” -en la Lumen Gentium ella complementará la categoría Misterio- que se encuentra “unido por la fe, esperanza y caridad, la jerarquía, predicación y los sacramentos con Cristo en el Espíritu para la gloria del Padre”, la presencia del Espíritu Santo se abre, más allá de lo puntual, como aquel espacio envolvente, que penetra y aúna todo a partir del encuentro de lo divino con lo humano, una dimensión que el texto especifica, en la mención siguiente por el agregado in unitate Spiritus Sanctus.  Pero al destacar el papel mediador de Cristo en relación con esa unidad del Espíritu -Cristo como “camino, verdad y vida conduce a los hombres al Padre”- el texto vuelve, a modo de una recirculación, a su punto de partida: el Padre.

En consecuencia, consta que la presencia unificante y recirculante del Espíritu Santo emerge en aquellos hitos claves del Schema, donde confluyen la eclesiología y la cristología, en cuanto provenientes del misterio trinitario. Esta confluencia se concreta en la descripción de la constitución histórica de la Iglesia en cuanto Esposa y Cuerpo de Cristo, que articulará la realidad del Espíritu Santo con otras facetas nuevas.

2. La constitución histórica de la Iglesia y el Espíritu Santo

Sin duda, con la presentación de la Iglesia como única Esposa de Cristo -una imagen que en la Lumen Gentium pasa a ser una entre otras- el Schema resalta la centralidad y profundidad del amor nupcial, que el Antiguo Testamento articula, bajo la imagen de la Alianza de Dios con su Pueblo, y también aquella densidad mayor, asimétrica, que explica el origen histórico de la Iglesia a partir del costado abierto del Crucificado como nueva Eva.  Si el texto hace caso omiso de la mención joánica del Espíritu Santo, y posterga su envío desde la Cruz y Resurrección a Pentecostés, queda a descubierto el esquema lucano de comprender la venida del Espíritu Santo sobre “la comunidad de los apóstoles y discípulos, reunidos en la oración en torno a María”.  No cabe duda, entonces, que está en juego aquel paralelo entre Pentecostés y la Anunciación, conocido por los Padres de la Iglesia y que Juan Pablo II suele invocar con predilección para designar el parentesco intrínseco de la concepción virginal de Cristo por obra del Espíritu Santo con el nacimiento también virginal de su Cuerpo total, la Iglesia, gracias a la venida del mismo Espíritu.

Trasunta aquí uno de los frutos más paradojales de la actividad del Espíritu Santo: una simultaneidad de ser la Iglesia Esposa y Cuerpo de Cristo -envoltura global- a la vez, simultáneamente que se refleja también en la misma persona de Cristo, tanto ser histórico concreto como realidad universal que incluye a todos los hombres.  En definitiva, es la figura concreta de María de Nazaret, que media entre esa Iglesia, cuyo typus es, y Jesucristo, Su Señor, dando a toda la configuración el rostro de mujer singular y madre de todos por medio de una receptividad activa receptiva, ya que es “el mismo Cristo quien quería nacer de una virgen para designar que sus miembros nacieran de la virgen Iglesia según el Espíritu Santo”.  Esto es el “misterio de Pentecostés”, gracias al cual “el Espíritu Santo da a los Apóstoles el hablar en diferentes lenguas, de tal modo que cada uno puede escucharlo en su lengua propia”.

Sin duda, resalta aquí con fuerza que el Espíritu Santo siendo tan poco definible en sus propios contornos concretos, se exprese con una configuración tan perfilada, que más allá de su valor simbólico profundo, se presenta con rasgos nítidos de individualidad, aunque siempre trascendidos por la universalidad.  Por lo mismo, no sorprende encontrarlo del modo connatural en el origen de la institución que el Schema evoca como “comunión de ministerios” en cuanto “los miembros del Cuerpo de Cristo son diversos y tienen diversas y muchas gracias, ya que cada uno es miembro del otro”.  Por lo cual cada uno, ejerciendo sus obras en los diversos ministerios, según la donación del Espíritu Santo, contribuye a la edificación mutua por la caridad, de tal modo que se transparenta el “todo ordenado en la unidad de la jerarquía instituida por Cristo” a través de un principio determinante de la totalidad eclesial, que en su expresión “petrino” complementa el “mariano”, no como aparte de una estructura pneumática, sino profundamente compenetrado por el mismo Espíritu Santo[2].

Dicho ordenamiento jerárquico-pneumático explicita el Schema: primero y de modo preeminente, el Señor constituye el ministerio de los apóstoles, separados de los discípulos como fundamento sobre el cual se edifica la Iglesia, y los envía hacia todas las gentes para convocarlos a la unidad de la comunión por el Evangelio y santificarlos en el Espíritu, de tal modo que ofrezcan la oblación a Dios como ministros de Cristo.  Esta misma misión es propia del “ministerio de los obispos”, una vez recibidos la “unción del Espíritu Santo”.  Ellos poseen “la gracia capital que es principal para la edificación de la Iglesia y por lo cual se ejerce la autoridad, porque el Espíritu Santo los ha puesto a ellos para apacentar y regir la grey de Dios, y para que en su conjunto como colegio ejerciten su misión -munus- común sobre la Iglesia universal, según la inspiración del Espíritu Santo, acorde a las necesidades de la Iglesia y al beneplácito del Romano Pontífice”.

El obispo, sin duda, es maestro-doctor, porque posee el carisma cierto de la verdad, recibido de parte del Espíritu Santo, de manera que puede custodiar fielmente el depósito de la gracia” en cuanto” en cuanto “ministro ordinario de la Confirmación, que perfecciona al Pueblo santo de Dios por la unción del Espíritu Santo”.  Además, constituye a los presbíteros, quienes con él y en nombre suyo consagran el cuerpo y la sangre del Señor y ofrecen el sacrificio en cuanto ministro ordinario del sacramento del Orden.

Por medio de su consagración, el obispo es adornado con el carácter y el don del Espíritu Santo; de tal modo integra el colegio de los obispos y luego es investido con el carisma de la verdad para ejercer, por la jurisdicción recibida, el ministerio de la Palabra imparcial y así pueda ofrecer el culto eucarístico en cuanto Sumo sacerdote, vigilando solícitamente sobre su grey, que preside.  Precisa el Schema, que “la ordenación del obispo” -su constitución en portador del Espíritu- se lleva a cabo, según la tradición en la liturgia de los ritos conocidos en Oriente y Occidente, por la imposición de las manos y las palabras de la consagración episcopal que confiere la gracia del Espíritu Santo, de tal modo que nadie dude que el episcopado es verdadero y propiamente el grado supremo del Sacramento del Orden”.

Por su parte, al diaconado se accede por el rito de la imposición de las manos, que confiere el carácter permanente y la unión del Espíritu Santo para el ministerio.  Los diáconos, unidos a los obispos en el ministerio litúrgico en diversos tiempos y lugares, también implementan el ministerio de los obispos en lo que se refiere a las obras catequéticas, de misericordia espiritual y temporal y en la administración de los bienes temporales de la Iglesia.  Por igual, agrega el Schema, “en todos los tiempos hasta hoy día el Espíritu Santo suscita entre los cristianos apóstoles llamados de modo especial, como sucedió en Antioquía de aquel entonces”.  Estos, sean ellos sacerdotes, religiosos o laicos son enviados de parte del Espíritu Santo a participar de modo especial en la tarea episcopal de la predicación.

La Iglesia, a modo de María -ella, por cierto, singular en su excelencia de Madre de Dios y de los hombres- está “llena de gracia” y puedes ser saludada del mismo modo como María lo fue de parte del Ángel y de Isabel, quien también se encontró “llena del Espíritu Santo”.  No cabe duda que esta Iglesia, constituida en cuanto “repleta de gracia”, es la única Esposa, siempre a la espera de su Señor, que con el Espíritu Santo dice: “Ven, Señor, Jesús”.  Con esto la circulación de vida que se abrió en el costado abierto del Crucificado, y que es perfeccionada por el “misterio de Pentecostés”, vuelve al punto de partida: el de la Anunciación, aunque ahora para lograr una mayor concreción hacia la vida nueva.

3. El Espíritu Santo, principio de vida eclesial nueva.

Cuando el Schema usa la fórmula “alma de la Iglesia” -Anima Ecclesiae- desconocida por la Biblia pero acuñada por los Padres, y aplicada por Sto. Tomás al Espíritu Santo de modo explícito, se refiere al “Espíritu de vida de la criatura nueva”, es decir, al principio vital de la comunidad de los discípulos que creen, esperan y aman, principio “no sólo en el sentido metafísico, sino en cuanto actividad”[3].  En este sentido, resulta significativa la precisión hecha por el Schema al trasluz de Jn 7, 38 respecto del agua que salta a la vida eterna “en cuanto Espíritu Santo, quien resucita con Cristo a los muertos por el pecado”, pues se trata de una actividad del Espíritu destacadamente cristiforme, e impregna la forma de Cristo en aquel que emprende el seguimiento suyo a partir de la Resurrección.

Se trata, sin duda, del mismo Espíritu, que anuncian los Profetas cuando Jer 31, 31 habla del corazón que reemplaza el de piedra, en cuanto corazón “de carne”, es decir, un corazón nuevo y un espíritu nuevo, pues la “creatura nueva” caminará según la ley nueva, la del Espíritu.  Con esto el documento apunta al pacto, la alianza nueva, que más allá de la índole nupcial señalada, se revela a través de su contenido profundo como filiación adoptiva, como una pertenencia más íntima de Dios al interior del “pueblo nuevo” de Dios.

Ello, sin duda, es fruto de la conversión que se produce no desde el hombre mismo -su sabiduría- sino gracias a la fe: surge a partir de la escucha de la Palabra en el Espíritu.  Es este Espíritu quien posibilita el cumplimiento de la Palabra en todos aquellos quienes lo reciben por el Verbo, mediante el bautismo.

Al respecto, el Schema afirma que por medio de la conversión, a la cual invita la predicación de la Palabra y en virtud del Evangelio, el Espíritu rejuvenece la Iglesia y la renueva perpetuamente -en términos de san Ireneo- lo cual conlleva una dura lucha de la carne contra el Espíritu y del espíritu contra la carne.  Además, implica la insurrección de los “espíritus de la mentira, que adoran los ídolos, contra los testigos de Cristo”.  Pero como los que son de Cristo han crucificado su carne con sus vicios y concupiscencias, y caminan según el Espíritu, ellos superan estos ataques por los frutos del Espíritu, tales como caridad, gozo, paz, modestia, continencia y castidad.  De este modo, se constata que la presencia del Espíritu Santo en la vida concreta del cristiano sólo se puede discernir a raíz de sus frutos y efectos.

El Schema da todavía un paso más, cuando sintetiza la vida en el Espíritu a la luz de Rm12,6, como culto espiritual: los que son de Cristo “adoran a Dios sin fin en espíritu y verdad, ofreciendo sus cuerpos como hostia viva y santa al beneplácito de Dios”, como “liturgia espiritual”.  Dicho culto, a su vez, implica una “consagración del mundo material y de sus criaturas, de tal modo que los pueblos se preparan para una ofrenda aceptada y santificada en el Espíritu Santo”.

Con esto, también el tercer movimiento que circula a través de los textos, que se refieren al Espíritu Santo en el De Ecclesia vuelve a su origen, esta vez por medio del culto espiritual, que transforma toda la vida humana cristiana en una oblación agradable al Padre por medio del Espíritu en clara conformación con Cristo. Este mismo círculo no se detiene, sin embargo: se abre nuevamente para una penetración progresiva hacia aquel punto, donde la Iglesia se topa con la capacidad más importante del hombre, su libertad en cuanto autoposesión, su relación con el mundo y la necesidad de ser ella liberada en su dinámica más propia.

4. El Espíritu de la libertad en la Iglesia.

El Schema parte con la afirmación “la ley de la vida según el Espíritu ha liberado al cristiano en Cristo de la ley del pecado y de la muerte”.  Lo cual implica que “los cristianos, a quienes conduce el Espíritu de Dios, en gran medida ya no se encuentran bajo la ley, porque la gracia de Cristo opera para que la ley no se experimente como una imposición desde fuera y como tal odiosa, pues -según Mt 11,28-30- el yugo del Señor es suave y su carga liviana” del mismo modo, como acorde a lo “visto por el Espíritu Santo y los Apóstoles no hay que imponer a los cristianos otra carga fuera de la necesaria”.  Pero el documento insiste: “el principio de la verdadera libertad cristiana es el mismo Espíritu de Dios, quien habita en la Iglesia y distribuye sus dones para la utilidad de ella”, es decir, se trata de una libertad no a modo de libertinaje, ni de mero libre albedrío, sino de una autoposesión a partir de otro y para otro.

A ello obedece que el Schema insista: “todos están llamados a cumplir los mandamientos no con espíritu de esclavo y temor, sino que lleven a cabo las obras de santidad en el Espíritu de libertad y amor”.  “Porque Cristo mismo es la verdad que nos libera, sólo en Él somos verdaderamente libres, pues por Él recibimos la adopción de hijos, cuando Dios envía el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones y nos hace exclamar.  Abba Padre, pues donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” -libertad que se articula en formas generales y válidas para todos los cristianos, pero también especiales como se puede apreciar a continuación.

Subraya el Schema, que “cada uno busque la aplicación de la perfección especial” con docilidad al Espíritu Santo, en la medida en que es llamado a permanecer cerca de Dios.  “Somos pues llamados a la libertad, no para una libertad con ocasión de la carne, sino para aquella según la cual, por la caridad del Espíritu, nos servimos mutuamente”.  Esta libertad expresa la “comunión perfecta con Cristo, inspirada por el Espíritu Santo” y es propuesta a todos los tiempos para la imitación de Jesucristo, quien fue enviado a evangelizar a los pobres, se hizo pobre siendo divino, para que por su pobreza nos hagamos ricos”.  A ello se debe -advierte el Schema- que muchos fieles anhelan, según sus condiciones, la imitación de la vida verdaderamente apostólica en el mismo pueblo cristiano de nuestros tiempos actuales.  E insiste: en esta aspiración se puede diagnosticar con gran certeza la inspiración del Espíritu Santo.

Tal sublime expresión de libertad es complementada en el documento por otra no menos impactante: “todo cristiano lleva en sí a toda la Iglesia si Cristo, cuyo Cuerpo es la Iglesia, vive en él” y por eso, “todo cristiano presente en cualquier lugar y cualquier tiempo lleva en sí la misión de toda la Iglesia.  Como tal cada uno es responsable de la misión de la Iglesia, según la medida de la gracia recibida”.  De este modo, a los hombres “les es ofrecido la sola fe en Cristo y la gracia del Espíritu Santo, de tal manera que se origina en ellos la vida eterna, la restauración de la paz y el verdadero orden humano”.  Concluye el Schema: “poseemos la luz no para ponerla debajo del celemín, sino sobre el candelero, lo cual nos urge a implorar insistentemente al Espíritu de la paz para que seamos lo que es el bien de la paz”.

Pese a toda la insistencia del Schema, en la realidad de la libertad, subjetivamente potencializada por el mismo Espíritu Santo, pero objetivamente ligada a la caridad como su principio estructurante, el texto es muy realista cuando admite que “mientras peregrinamos lejos del Señor, nuestra libertad no es perfecta, porque poseemos tan sólo las primicias del Espíritu en cuanto arras del Espíritu de la libertad”.  Queda evidente a la luz de Rm 8, 23 que “somos salvados en la esperanza, de tal modo que esperamos con paciencia, ya que toda criatura gime y se angustia hasta el momento.  Pero no sólo ella, sino también nosotros que poseemos las primicias del Espíritu estamos esperando la revelación plena de la filiación de los Hijos de Dios”.  Tal herencia eterna prometida de parte del Padre, de facto, es “común a todos aquellos a quienes el Espíritu Santo ayuda a esperar con certeza”.

Pese a que el Padre emerge como origen fontal de todo movimiento liberador siendo el garante último de certeza, el impulso de liberación iniciada por el Espíritu Santo, sin embargo, queda abierto en el presente texto, en cuanto tarea pendiente, sobre todo, en relación con el mundo y sus dimensiones más recónditas.  Y esto vale más allá de los llamados a la perfección especial -los religiosos- para todos los cristianos, quienes, en su diversidad, aspiran la unidad eclesial bajo la inspiración de la libertad.

5. El Espíritu Santo, gestador de unidad abierta en la diversidad.

El Documento, al definir al Espíritu Santo como “alma de la Iglesia”, lo comprende como aquel principio de vida que “crea la unidad del Cuerpo de Cristo”: insiste que de “este mismo Espíritu procede la diversidad y unidad de los carismas y ministerios”: “los dones son diversos, pero uno sólo es el Espíritu y su manifestación en cada uno es para la utilidad común”.  Al trasluz de 1 Co 12, 7 el Schema subraya “todo lo opera el único y mismo Espíritu, entregando a cada uno los dones que él quiere, pero ordenado todo para la edificación del único Cuerpo”.  Y exhorta luego, con el Apóstol, a “conservar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz, continencia, mansedumbre y paciencia, sirviéndose mutuamente en la caridad”.

Emerge así una unidad en la diversidad, de la cual no cabe duda que el mismo Espíritu Santo es su gestador, pues “gracias a los vínculos de tan estrecha interrelación de los dones entregados y recibidos, la comunión verdadera, que se encuentra en lo que se refiere a la oración y de los beneficios espirituales entre todos los cristianos, es una comunicación de gracia en el Espíritu Santo, porque se realiza por la fuerza de ese Espíritu, de tal modo que todos encuentren el camino de salvación en la Iglesia y por la Iglesia”.

Pero resulta válido que esa “misión cristiana no se realiza a modo de los negocios de la sabiduría humana, sino que es inspirada por el Espíritu Santo, que la gracia de ese Espíritu es múltiple y diversa y que todos los bienes entregados por El son para la utilidad de la Iglesia, a fin de que cada uno cumpla su misión según la gracia que le fue dada. El único Espíritu no puede querer distinta cosa salvo la cooperación de todos los miembros en la edificación del único Cuerpo de Cristo”.

De hecho, a partir de la misión recibida en el día Pentecostés “todos se encuentran repletos del Espíritu Santo y son enviados a evangelizar a todos los pueblos, lenguas y naciones.  Pues allí es dado a la Iglesia el poder del Espíritu Santo para predicar a Jesucristo crucificado, que los impulsa hasta los confines de la tierra para colaborar en la edificación de la Iglesia”.  Así la comunión de la Iglesia no termina en sí misma, se abre por su envío a todos los pueblos.  Mediante tal envío todo carisma es ordenado de modo que la Iglesia sea más dócil al Espíritu Santo, quien la envía para que prosiga adelante hasta alcanzar los últimos extremos.  Tal misión no considera sólo unos pueblos, sino la humanidad entera, lo cual no se puede realizar sino en la comunión de trabajos misioneros por realizar y de la comunicación de todos los carismas, que el Espíritu Santo inspira en algún lugar de la tierra.

Con una afirmación escueta -que repite palabras de san Ireneo -el Schema sintetiza el papel gestador de unidad en la diversidad propia del Espíritu Santo, cuando pone de relieve que “allí donde está la Iglesia, está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios allí está la Iglesia y toda gracia y toda primicia de la herencia futura nuestra”.  En esa constatación se trasluce una certeza de presencia única, presente tanto en la Iglesia como tal, como en cada uno de los cristianos en cuanto “templos del Espíritu Santo” y “herederos de la gloria”.

El Documento aún va más lejos: tal certeza trasciende los muros de la Iglesia propiamente tales, por una aspiración viva en muchos hombres, aspiración que Lumen Gentium explicita claramente cuando en los números 14-16 especifica la pertenencia a la Iglesia.  Hay pues, quienes pertenecen a la Iglesia in voto, sin ser contados entre los catecúmenos: aquellos quienes bajo el impulso del Espíritu Santo aspiran por el anhelo consciente y explícito a la Iglesia, pero también aquellos que ignoran la Iglesia Católica como arca y camino de la salvación” y, sin embargo, pertenecen a ella.

Finalmente, el Schema recuerda una vez más a María “como madre y typus de la Iglesia del único Dios”, y subraya el deseo vehemente de ella -cupit- respecto a que de ningún modo aquellos que no recibieron el don del bautismo y actúan en el único Espíritu ignoren que también ellos pueden haber sido redimidos por Cristo, de tal modo que la misma fe y caridad los hace encontrarse interrelacionados tanto con el divino Salvador como entre ellos mismos.  De este modo, la recirculación en el Espíritu, que atraviesa todo el Schema, de modo impresionante e incluso atrevido, queda definitivamente abierta por una gestación de unidad en la diversidad gracias a la esperanza sin límites.

A modo de conclusión

Cabe finalizar con algunas implicaciones concretas que trasuntan en los aspectos principales descubiertos respecto de la realidad del Espíritu, su presencia y rol en el Schema De Ecclesia.  Impresiona, sin duda, la frecuencia estadística de las menciones del Espíritu Santo -más que 90 en tan sólo 20 páginas-[4], pero sobre todo la aparición de dicho Espíritu en los momentos claves de la argumentación eclesiológica, donde ella se topa con hitos teológicos de peso, ya cristológico-trinitario, ya antropológico escatológicos y hasta creacionales.  Si se acusa al Vaticano II injustamente de una deficiencia pneumatológica[5], ¿no será que el Schema chilense habrá aportado los mayores datos para la articulación de la presencia efectiva del Espíritu Santo en los documentos conciliares? Por lo menos un primer vistazo sobre los schemata restantes -de lengua francesa, germana e italiana- confirman esa apreciación, que habría que demostrar por medio de un análisis minucioso, texto por texto, desde la Synopsis Histórica del Vaticano II.

No cabe duda, respecto de la importancia del hecho, que la argumentación del De Ecclesia se sirve, en gran parte, de textos bíblicos -y de san Ireneo- para articular la realidad del Espíritu como íntimamente ligada con la Iglesia.  Se trata de un aporte eclesiológico- por lo cual emerge no sólo una comprensión nítida y genuina del Espíritu Santo desde las fuentes, sino también el hecho fundamental, de singular relevancia para toda búsqueda de comprender al Espíritu Santo: sólo en la Iglesia y a partir de la experiencia eclesial vivida concretamente, tanto de modo individual como colectivo hay Espíritu, en un sentido amplio: sólo a partir de la comunidad, puede ser reconocida Su Verdad.  Con lo cual no se pretende dar oído a un fanatismo eclesial; por el contrario, llamar la atención sobre la importancia del otro y de los otros para una comprensión originaria de Aquel que tiene su origen a partir de la distinción real de relaciones opuestas: la del Padre y del Hijo -oposición de relación, que se hace notoria por doquier: el Espíritu Santo aparece a través de otros, en otros y detrás de otro- el mismo un tanto oculto a modo de la luz, o mejor a modo del amor humano.  Sólo a través de otros -no mirando la luz directamente o el amor en sí- se descubre la verdadera esencia del Espíritu Santo.

Tal capacidad connatural de dar a conocer al otro, dándose a conocer él mismo, la posibilita la relación y como tal una comunión genuinamente eclesial en una certeza originaria, que no proviene del discurso lógico -que a la vez posee una logicidad profunda- ya que brota de una apertura que adquiere Rostro; tan pronto como el Espíritu se hace lúcido, cabe a sí mismo, a partir del encuentro con el otro: emerge él mismo por medio del Otro, frente al otro en sí mismo.  Esa experiencia originaria, que toca fondo, se expresa a través de efectos visibles, pero en gran parte paradojales: ¿cómo es posible pues que uno exista en el otro, sobre todo, si se trata del amor? ¿Cómo explicar, en este sentido, el ser Iglesia, a la vez esposa y Cuerpo de Cristo?, contenido plenamente en todo fiel o contenida en toda Iglesia local, a la vez que no agota la totalidad eclesial.  De ahí esta singular relevancia: una Iglesia local -la cual existe en Chile- aporta un contenido pneumatológico de tanta riqueza a la Iglesia Universal, a la vez que su inspiración es netamente bíblica.

Cuando el Schema chilense, más allá de esta dimensión básica eclesial de toda experiencia del Espíritu Santo, articula una asombrosa vinculación explícita de este Espíritu con la persona de Cristo y su Misterio, tanto al interior de Su Cuerpo en cuanto principio de vida sacramental, que mueve el mundo sobrenatural desde dentro, cuanto hacía todos los que pertenecen a este Cuerpo sin saberlo explícitamente -no se sabe cómo el Espíritu Santo los interrelaciona con el misterio pascual, afirma Gaudium et spes 22- también, se revela otra faceta congénita del espíritu: se expresa en formas concretas y medidas, pero a modo del regalo, como lo sin medida: nunca agota el significado y el ser profundo de lo que se desea donar, siempre hay algo más hacia lo cual trasciende y desborda la expresión concreta del regalo, con frecuencia humilde y hasta insignificante.  Por eso, no cabe duda, que toda analogía tiene su origen en el Espíritu, lo cual se vislumbra con mayor claridad en la plenitud de carismas y dones particulares que brotan de la totalidad eclesial envolvente, a la vez que contribuyen a su edificación y vitalidad como, sobre todo, san Pablo lo muestra cuando remonta la sobreabundancia de dones explícitamente a su origen trinitario.

Si el Espíritu procede del Padre y del Hijo, el Schema no lo afirma explícitamente -tal vez por respeto a los hermanos separados de la Iglesia oriental- pero sí toda la argumentación está impregnada de un fuerte impulso del Espíritu por hacer volver a todo y a todos, junto con el Hijo, al Padre, también resalta una de las líneas de fuerza más notorias en el De Ecclesia, su impulso ad Patrem, también allí, donde -con el Vaticano II- se podría esperar un a Patre.  Sin duda, en todo el documento prima el impulso de conducir hacia adelante la pregunta por el origen, siempre la escatología ha tenido su peso existencial sobresaliente en América Latina; se trasciende desde la filiación, a la comunión eclesial para desembocar en el Padre como origen fontal de todo.  De este modo, el Espíritu Santo revela su diferencia real con el Padre y el Hijo, quien se posee a sí mismo y hace poseerse como don siempre más, es decir, es libertad por esencia.  Si este Espíritu de libertad se recibe desde Otro y trasciende hacia Otro, no puede haber en Él otra cosa que el permanente ¡ven al Padre! El De Ecclesia aporta, sin duda, los primeros elementos constituyentes de una Teología de la liberación, ya orientada por la dimensión mundana y hasta política, y, sin embargo, se resiste a toda comprensión totalizante, lo cual tendrá su razón en la fuerte ligazón entre libertad, liberación y Espíritu Santo, que prefiere el fragmento, lo concreto, el rostro, a la totalidad abstracta, sin contornos personales.

Queda una última cuestión, tal vez la más intrigante: ¿por qué emerge tanta sensibilidad por el Espíritu Santo en un documento de origen chileno, documento que no sólo influyó decisivamente en la Mariología del Vaticano II, sino también, conjuntamente con otras Iglesias en América Latina, en la comprensión de la relación de la “Iglesia con el mundo” por sus aportes pulsantes respecto a la Gaudium et spes, sobre todo, en relación con la paz y hasta en la temática de los pobres? Por cierto, es fruto de una buena teología y de una pastoral viva y creativa, junto con la valentía de sus pastores de enrostrar el espíritu malo y sus mentiras.  Pero ¿por qué aflora esa disposición más allá de los límites visibles de la Iglesia, de un modo genérico, cuando se presta atención a este hecho llamativo: en Chile los hermanos separados en gran parte son pentecostales, es decir, confiesan una fe entusiasta en el Espíritu Santo?

Pregunta del todo abierta, sin respuesta, salvo que se trate de comprender algunas facetas de chilenidad como analogía del ser que explique su afinidad intrínseca con la manifestación del Espíritu Santo, en cuanto experiencia humana paradojal: el hombre necesita de Dios, pero lo puede alcanzar sólo gratis por medio del Espíritu.  Es este sentido, ¿puede dudarse que un país de contrastes como Chile no tenga, en efecto, una sensibilidad mayor que otros para la manifestación del Espíritu, suave y abrupta a la vez, si desde siempre ha vivido la experiencia vital, incluso devastadora, de lo abrupto con que la brisa suave se transforma en terremoto y temporal súbitamente? ¿O distinta experiencia, si del mismo modo inesperado se enfrenta al otro y logra acogerlo como otro -extranjero o no- en una solidaridad sin igual? ¿O la del genio creativo de sus grandes personajes, que logran expresiones artísticas inauditas a partir de un material y unas intuiciones modestas?

¿Acaso no aflora todavía algo más profundo, si se piensa en este singular anhelo de libertad, que impregna todo este país desde sus orígenes más remotos en una lucha sin igual por el rostro concreto, sus gozos y sufrimientos? ¿No resulta evidente que aquí se debe vibrar con el Espíritu Santo de modo congénito, con Él en cuanto Espíritu de la libertad y de amor?


Notas

[1] El texto original latín se encuentra en G. ALBERIGO, F. MAGISTRETTI (eds.) Constitutionis Dogmaticae Lumen Genium , SYNOPSIS HISTORICA, Bologna 1975, 393-416, cuyo manuscrito fue difundido en el libro que se llama Annotationes genericae in schema constitutionis dogmaticae De Ecclesia.
[2] Resulta significativo como Hans Urs von Balthasar explícita esta verdad a través del principio petrino y su correlación con el principio mariano.
[3] Cf. J. MEDINA, Annotationes genericae in schema constitutionis dogmaticae De Ecclesia, 10ss (=Archivo privado legado por el autor a la Biblioteca de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile)
[4]  Sin contar el adjetivo espiritual, ni las referencias al espíritu humano y al espíritu malo.
[5] Cf. B. J. HILBERTATH, Pneumatología (Biblioteca de Teología, 20) Barcelona 1996, 183.

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