El Papa considera justamente tarea de la fe llamar a la razón a tener nuevamente la valentía de la verdad. Sin la razón, la fe va hacia la ruina; sin la fe, la razón corre riesgo de atrofiarse.

Sería absurdo estimar posible tratar en breve espacio de las 14 encíclicas de nuestro Santo Padre. Cada una de ellas debería examinarse detalladamente para poder comprender la estructura del conjunto y captar sus núcleos temáticos y la línea de su enseñanza. La elección de cuáles aspectos destacar es necesariamente unilateral y podría haber sido distinta. Además, una evaluación completa debería incluir también los otros textos magisteriales del Papa, que a menudo son de notable peso y forman parte sin más del conjunto de afirmaciones doctrinales del Santo Padre.

Dicho lo anterior, es preciso comenzar dividiendo las encíclicas en grupos de temáticas afines. Deberíamos recordar en primer lugar el tríptico trinitario de los años 1979-1986, con las encíclicas Redemptor hominis, Dives in misericordia y Dominum et vivificantem. Pertenecen a la década 1981-1991 las tres encíclicas sociales: Laborem exercens, Sollicitudo rei socialis y Centesimus annus. Luego se encuentran las encíclicas que abordan temáticas eclesiológicas: Slavorum apostoli (1985), Redemptoris missio (1990) y Ut unum sint (1995). También podemos asignar al ámbito eclesiológico la última encíclica hasta ahora del Papa, Ecclesia de Eucharistia (2003), así como en cierto sentido la encíclica mariana Redemptoris Mater (1987). En su primera encíclica, el Papa ya había vinculado estrechamente los temas de la madre Iglesia y la Madre de la Iglesia, extendiéndolos al ámbito histórico-teológico y neumatológico: «Suplico sobre todo a María, la Madre celestial de la Iglesia, para que en esta plegaria del nuevo Adviento de la humanidad se digne perseverar con nosotros, que formamos la Iglesia, es decir, el Cuerpo místico de su Hijo unigénito. Yo espero que gracias a semejante oración podremos recibir al Espíritu Santo, que desciende sobre nosotros (ver Act 1,8) y llegar a ser de este modo testigos de Cristo «hasta los extremos de la tierra» (id.). Para el Papa, en la mariología se encuentran todos los grandes temas de la fe, y cada una de sus encíclicas termina con una alusión a la Madre del Señor. Por último, tenemos tres grandes textos doctrinales, que pueden asignarse al ámbito antropológico: Veritatis splendor (1993), Evangelium vitae (1995) y Fides et ratio (1998).

La primera encíclica, Redemptor hominis, es la más personal, punto de partida de todas las demás. Sería fácil demostrar que en ella ya se encontraban alusiones a todos los temas sucesivos: el tema de la verdad y el vínculo entre verdad y libertad se aborda de acuerdo con toda la importancia que tiene en un mundo que desea la libertad, pero considera la verdad como una pretensión contraria a la libertad. La pasión ecuménica del Papa surge ya en este primer gran texto magisterial. Los aspectos recalcados con gran énfasis en la encíclica eucarística –eucaristía y sacrificio, sacrificio y redención, eucaristía y penitencia– ya están presentes a grandes rasgos en este documento. El imperativo «no matar» –el gran tema de Evangelium vitae– se expresa al mundo con vigoroso clamor. Como ya hemos visto, la orientación del cristianismo hacia el futuro, típica del Papa, está vinculada con el tema mariano. Para el Papa, la relación entre la Iglesia y Cristo no es un nexo con un pasado, una orientación hacia atrás, sino más bien el vínculo con aquel que es futuro y lo da e invita a la Iglesia a abrirse a un nuevo período de la fe. Se manifiesta con evidencia el compromiso personal, la esperanza y también su profundo deseo de que el Señor pueda darnos un nuevo presente de fe y plenitud de vida, un nuevo Pentecostés, cuando de él prorrumpe esta invocación casi como una explosión: «Y la Iglesia de nuestro tiempo parece repetir con fervor cada vez mayor y con santa insistencia: ‘¡Ven, oh, Espíritu Santo!’ ¡Ven! ¡Ven!» (18).

Todos estos temas, que anticipan, como ya dijimos, la totalidad de la obra magisterial del Papa, se mantienen unidos por una visión a partir de la cual debemos al menos procurar que surja la dirección fundamental. Con ocasión de los ejercicios que en 1976 predicó a Pablo VI y la Curia romana en calidad de cardenal arzobispo de Cracovia, relataba cómo en los primeros años de la posguerra los intelectuales católicos polacos habrían procurado inicialmente refutar el carácter absoluto de la materia en oposición al materialismo marxista convertido ya en doctrina oficial; pero el centro del debatese desplazó al cabo de muy poco tiempo: ya no estaban en tela de juicio las bases filosóficas de las ciencias naturales (aun cuando este tema siempre conserva su importancia), sino la antropología. La interrogante había llegado a ser «quién es el hombre». La cuestión antropológica no es puramente una teoría filosófica sobre el hombre por cuanto tiene un carácter existencial, y detrás de ella se encuentra el tema de la redención. ¿Cómo puede vivir el hombre? ¿Quién tiene la respuesta a la interrogante sobre el hombre –esta interrogante tan concreta–, quién está en condiciones de enseñarnos a vivir: el materialismo, el marxismo o el cristianismo? Por consiguiente, la cuestión antropológica es de carácter científico y racional, pero al mismo tiempo es también de orden pastoral: ¿cómo podemos mostrar a los hombres el camino hacia la vida y hacer comprender asimismo a los no creyentes que sus preguntas son también las nuestras y que ante el dilema del hombre de hoy y otrora, Pedro tenía razón cuando dijo al Señor: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). Filosofía, pastoral y fe de la Iglesia se funden en esta tensión antropológica.

En su primera encíclica, Juan Pablo II resumió, por así decir, los frutos del camino recorrido hasta ese momento en su calidad de pastor de la Iglesia y como pensador de nuestra época. Su primera encíclica gira en torno a la cuestión del hombre. La expresión «el hombre es el primero y fundamental camino de la Iglesia» se convirtió prácticamente en un lema; pero al citarla se olvidó con demasiada frecuencia que poco antes el Papa había dicho: «Jesucristo es el camino principal de la Iglesia. Él es nuestro camino ‘a la casa del Padre’ (ver Jn 14, 1 ss) y es también el camino a cada uno de los hombres». Por lo tanto, también la fórmula del hombre como primer camino de la Iglesia continúa de este modo: «...camino trazado por Cristo mismo, camino que inmutablemente pasa a través del misterio de la Encarnación y la Redención». Para el Papa, antropología y cristología son inseparables. Quién es el hombre y adónde debe ir para encontrar la vida es precisamente lo que apareció en Cristo. Este Cristo no es puramente una imagen de la existencia humana, un ejemplo de la forma cómo se debe vivir, sino que está «en cierto modo unido a cada hombre». Él se reúne con nosotros desde adentro, en la raíz de nuestra existencia, convirtiéndose así, desde adentro, en el camino para el hombre. Rompe el aislamiento del yo, es garantía de la dignidad indestructible de cada individuo, y al mismo tiempo es aquel que supera el individualismo en una comunicación a la cual aspira toda la naturaleza del hombre.

Para el Papa, antropocentrismo es al mismo tiempo Cristo centrismo, y viceversa. Contrariamente a la opinión según la cual sólo puede explicarse qué es el hombre mediante las formas primitivas del ser hombre (partiendo de abajo, por así decir), el Papa sostiene que únicamente partiendo del hombre perfecto es posible comprender qué es el hombre, y que precisamente desde este punto de vista se puede vislumbrar el camino del ser hombres. Al respecto, podría haber citado a Teilhard de Chardin, que decía: «La solución científica del problema humano de hecho no la ofrece exclusivamente el estudio de los fósiles, sino una observación atenta de las características y posibilidades del hombre de hoy, que determinarán al hombre de mañana». Naturalmente, Juan Pablo II va mucho más allá de SU esta diagnosis: en definitiva sólo podemos comprender quién es el hombre mirando a aquel que realiza totalmente la naturaleza del hombre, que es imagen de Dios, él, el Hijo de Dios, Dios desde Dios y luz proveniente de luz. Así, corresponde perfectamente a la orientación intrínseca de la primera encíclica el hecho de que la misma, en la prosecución del Magisterio papal, haya crecido para constituir junto con otras dos encíclicas el tríptico trinitario. La cuestión del hombre no puede separarse de la cuestión de Dios. La tesis de Guardini, que sólo quien conoce a Dios conoce al hombre, encuentra clara confirmación en esta fusión de la antropología con la cuestión de Dios.

Observemos una vez más las otras dos tablas del tríptico trinitario. El tema de Dios Padre aparece, por así decir, oculto en primer lugar bajo el título Dives in misericordia. Es justificable creer que el input para esta temática haya surgido en el Papa a partir de la devoción a la religiosa de Cracovia Faustina Kowalska, a la cual posteriormente elevó al honor de los altares. El gran deseo de esta santa mujer había sido poner la misericordia de Dios en el centro de la fe y la vida cristiana. Con la fuerza de su vida espiritual, ella destacó la novedad del cristianismo, precisamente en nuestra época, marcada por el carácter despiadado de sus ideologías. Es suficiente recordar que Séneca, un pensador del mundo romano bastante cercano al cristianismo, dijo en una ocasión: «La compasión es una debilidad, una enfermedad». Mil años después, Bernardo de Clairvaux, en el espíritu de los padres, encontró esta maravillosa fórmula: «Dios no puede padecer, pero puede compadecer». Encuentro maravilloso que el Papa haya ubicado su encíclica sobre Dios Padre en el tema de la misericordia divina. El primer subtítulo de la encíclica es «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Ver a Cristo significa ver al Dios misericordioso. Nótese que en esta encíclica la digresión sobre la terminología bíblica de la divina misericordia en el Antiguo Testamento ocupa tres páginas completas, y en ella se explica también la palabra rahamin, proveniente de la palabra rehem = vientre materno, y se atribuye a la misericordia de Dios los rasgos del amor materno. El otro punto central de la encíclica es su profunda interpretación de la parábola del hijo pródigo, en la cual la imagen del Padre resplandece en toda su grandeza y belleza.

Una palabra más en torno a la encíclica sobre el Espíritu Santo, en la cual surge el tema de la verdad y la conciencia. Según el Papa, el don verdadero y propio del Espíritu Santo es «el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención» (31). Por consiguiente, en la raíz del pecado se encuentra la mentira, el rechazo de la verdad: «La desobediencia como dimensión originaria del pecado significa rechazo de esta fuente (= ley eterna), por la pretensión del hombre de convertirse en fuente autónoma y exclusiva en el decidir sobre el bien y el mal». La perspectiva fundamental de Veritatis splendor se manifiesta ya aquí con toda evidencia. Es claro que, precisamente en la encíclica sobre el Espíritu Santo, el Papa va más allá de la mera diagnosis sobre nuestro ser en peligro, emitiéndola con el fin de abrir el camino hacia la curación. En la con-versión, el afán de la conciencia se transforma en amor que sana y sabe padecer: «El dispensador de esta fuerza salvadora es el Espíritu Santo...».

Me he detenido largamente en el tríptico trinitario por cuanto contiene el programa completo de las encíclicas posteriores y lo vincula nuevamente con la fe en Dios. A pesar mío, tendré que dedicar únicamente un pequeño número de alusiones esquemáticas a las demás encíclicas. Las tres grandes encíclicas sociales aplican la antropología del Papa a la problemática social de nuestro siglo. Él destaca la preponderancia del hombre sobre los medios de producción, la preponderancia del trabajo en relación con el capital y la preponderancia de la ética por encima de la técnica. En el centro se encuentra la dignidad del hombre, que siempre es un fin y jamás un medio, a partir de lo cual se aclaran las grandes cuestiones de actualidad de la problemática social en contraposición crítica tanto con el marxismo como con el liberalismo.

Las encíclicas eclesiológicas merecerían una esmerada consideración. Mientras Ecclesia de Eucharistia considera a la Iglesia desde el interior y desde lo alto, captando así su capacidad de crear comunión, y Redemptoris Mater trata sobre la prefiguración de la Iglesia en María y el misterio de su maternidad, las otras tres encíclicas de este grupo presentan los dos grandes ámbitos de relación en que vive la Iglesia: el diálogo ecuménico, como búsqueda de la unidad de los bautizados de acuerdo con la autoridad del Señor y la lógica intrínseca de la fe, enviada al mundo por Dios como fuerza de unidad, y el primer ámbito de relación, que el Papa, con toda la fuerza de su pasión ecuménica, hace entrar en la conciencia de la Iglesia con Utunum sint. Slavorum apostoli es también un texto ecuménico de particular belleza, que por una parte se sitúa en la relación entre Oriente y Occidente y por otra muestra la relación entre la fe y la cultura y la capacidad de crear cultura de la fe, que va hasta el fondo de sí misma y experimenta una nueva dimensión de la unidad. El otro ámbito de relación corresponde a los hombres que profesan religiones no cristianas o viven sin religión, para anunciarles a Jesús, sobre el cual Pedro dijo a los fariseos: «En ningún otro hay salud, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos» (Act 4, 12). El Papa explica en este texto la relación entre diálogo y anuncio. Él muestra que la misión, el anuncio de Cristo a todos aquellos que no lo conocen es siempre una (...) obligación, puesto que todo hombre espera en el fondo de sí mismo a aquel en el cual Dios y hombre son uno, aquel que es el «Redentor del hombre».

Llegamos finalmente a las tres grandes encíclicas en que la temática antropológica se desarrolla bajo diversos aspectos. Veritatis splendor no enfoca puramente la crisis interna de la teología moral en la Iglesia, sino también participa en el debate de dimensiones mundiales sobre el ethos, que ha llegado a ser en la actualidad un asunto de vida o muerte para la humanidad. Contra una teología moral que en el siglo XIX se había reducido en forma cada vez más preocupante y casuística, en las décadas anteriores al Concilio ya se había activado un decidido movimiento de oposición. La doctrina moral cristiana debía considerarse nuevamente en su gran perspectiva positiva a partir del corazón de la fe y no como una lista de prohibiciones.

La idea de la imitación de Cristo y el principio del amor se desarrollaron como ideas guías fundamentales, a partir de las cuales podían surgir orgánicamente cada una de las doctrinas. La voluntad de dejarse inspirar por la fe como luz nueva que da transparencia a la doctrina moral había determinado un alejamiento de la versión iusnaturalista de la moral a favor de una construcción de corte bíblico e histórico-salvador. El Concilio Vaticano II había confirmado y repetido estos enfoques; pero la tentativa de construir una moral puramente bíblica resultó impracticable ante los requerimientos concretos de la época. El biblicismo puro, precisamente en la teología moral, no es un camino posible. Así, de manera sorprendentemente rápida, tras una breve etapa en que se intentó dar a la teología moral una inspiración bíblica, tuvo lugar la tentativa de una explicación puramente racional del ethos; pero quedó obstruido el retorno al pensamiento iusnaturalista: con la corriente antimetafísica, que tal vez ya había desplegado un rol en la tentativa biblicista, el derecho natural parecía un modelo anticuado y no actualizable en lo sucesivo. Se permaneció a merced de una racionalidad positivista que ya no reconocía el bien como tal. «El bien es siempre –decía entonces un teólogo moral–, sólo mejor que...». Quedaba como criterio el cálculo de las consecuencias. Moral es aquello que parece más positivo una vez consideradas las consecuencias previsibles. No siempre se aplicó en forma tan radical el consecuencialismo. En todo caso, en definitiva se llega a una construcción tal que se desecha lo que es moral por cuanto el bien como tal no existe. Para semejante tipo de racionalidad, ni siquiera la Biblia tiene algo más que decir. Ella puede proporcionar motivaciones, pero no contenidos. Pero si así están las cosas, el cristianismo como «camino» –eso debería y querría ser– es descartado. Y si inicialmente se refugió en la ortopraxis a partir de la ortodoxia, ahora la ortopraxis se convierte en trágica ironía, porque en el fondo no existe.

Por el contrario, el Papa, con gran decisión, ha dado nuevamente legitimidad a la perspectiva metafísica, que es sólo una consecuencia de la fe en la creación. Una vez más, partiendo de la fe en la creación, logra vincular y fundir antropocentrismo con teocentrismo: «la razón obtiene su verdad y su autoridad de la ley eterna, que no es sino la Sabiduría divina misma... La ley natural de hecho..., no es sino la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios». Precisamente por el hecho de estar de parte de la metafísica en virtud de la fe en la creación, el Papa puede entender la Biblia también como Palabra presente, vinculando la construcción metafísica y bíblica del ethos. El gran pasaje sobre el martirio constituye una perla de la encíclica, significativa tanto filosófica como teológicamente. Si deja de existir algo por lo cual valga la pena morir, en ese caso también la vida se vuelve vacía. Sólo si existe el bien absoluto, por el cual vale la pena morir, y el mal eterno, que jamás se convierte en bien, el hombre es confirmado en su dignidad y estamos protegidos de la dictadura de las ideologías.

Este punto es fundamental también para la encíclica Evangelium vitae, que el Papa escribió al solicitárselo encarecidamente el episcopado mundial, pero es también expresión de su apasionada lucha por el respeto absoluto de la dignidad de la vida humana. La vida humana se convierte en objeto del cálculo de las consecuencias cada vez que es considerada como mera realidad biológica; pero el Papa, junto a la fe de la Iglesia, ve en el hombre –en cada hombre–, por grande o pequeño, débil o fuerte que sea, por útil o inútil que pueda parecer, la imagen de Dios. Cristo, el Hijo mismo de Dios hecho hombre, murió por todos los hombres. Esto otorga a cada uno de los hombres un valor infinito, una dignidad absolutamente intangible. Precisamente por existir en el hombre algo más que el mero bios, también su vida biológica resulta ser infinitamente preciosa. No está a disposición de quien quiera, por cuanto está revestida de la dignidad de Dios. No hay consecuencias, por nobles que sean, que puedan justificar experimentos con el hombre. Después de todas las experiencias crueles de abuso con el hombre, por mucho que las motivaciones pudiesen parecer altamente morales, ésta era y es una palabra necesaria. Resulta evidente que la fe es el refugio de la humanidad. En la situación de ignorancia metafísica en que nos encontramos, que al mismo tiempo se vuelve atrofia moral, la fe aparece como lo humano que salva. El Papa, como portavoz de la fe, defiende al hombre contra una moral aparente que amenaza aplastarlo.

Finalmente, debemos considerar la gran encíclica Fides et ratio sobre la fe y la filosofía. El tema de la verdad, que marca claramente toda la obra magisterial del Santo Padre, se desarrolla aquí en todo su dramatismo. La afirmación del carácter cognoscible de la verdad, o sea, anunciar el mensaje cristiano como verdad reconocida, es vista hoy en gran medida como un ataque a la tolerancia y al pluralismo. La verdad llega a ser hasta una palabra prohibida. Pero aquí precisamente entra en juego, una vez más, la dignidad del hombre. Si el hombre no es capaz de verdad, entonces todo cuanto piensa y hace es puramente convencional, mera «tradición». Sólo le queda, como ya hemos visto, el cálculo de las consecuencias. ¿Pero quién puede realmente cubrir con la mirada las consecuencias de las acciones humanas? Si es así, todas las religiones son puramente tradiciones, y naturalmente también el anuncio de la fe cristiana es una pretensión colonialista o imperialista. En éste no hay contradicción con la dignidad del hombre únicamente si la fe es verdad, puesto que ésta a nadie perjudica, y por el contrario es el bien que nos debemos recíprocamente. A raíz de los grandes éxitos en el ámbito de las ciencias naturales y la técnica, la razón ha perdido ánimo ante las grandes interrogantes del hombre sobre Dios, la muer-te, la eternidad y la vida moral. El positivismo se extiende como una catarata sobre el ojo interior del hombre. Ahora bien, si estas interrogantes decisivas en último término para nuestra vida se relegan al ámbito de la mera subjetividad y por tanto, en último análisis, de la arbitrariedad, nos hemos vuelto ciegos en lo tocante al ser hombres. Partiendo de la fe, el Papa pide a la razón valentía para reconocer las realidades fundamentales. Si la fe no está a la luz de la razón, cae en la mera tradición y de ese modo declara su profunda arbitrariedad. La fe necesita contar con la valentía de la razón por sí misma. No está en contra de ella, pero la llama a aspirar por sí misma a las grandes cosas para las cuales fue creada. Sapere aude: con este imperativo, Kant describió la naturaleza del iluminismo.

Podría decirse que el Papa recurre de una nueva manera a una razón que ha adquirido un carácter metafísicamente pusilánime: ¡Sapere aude! ¡Aspira por ti misma a poder hacer grandes cosas! Estás destinada e esto. La fe, como nos dice el Papa, no desea hacer callar a la razón, pero quiere liberarla del velo de la catarata que ante las grandes interrogantes de la humanidad se halla extendido ampliamente sobre ella. Una vez más se ve que la fe defiende al hombre en su ser hombre. Josef Pieper expresó una vez la idea de que «en la época final de la historia, bajo el señorío de la sofística y una seudofilosofía corrupta, la verdadera filosofía podrá reagruparse en la unidad primordial con la teología» y así, al final de la historia, «la raíz de todas las cosas y el significado último de la existencia –que significa: el objeto específico del filosofar– sólo será visto y considerado por los que creen».

Ahora bien, nosotros no estamos, hasta donde es posible saberlo, en el final de la historia; pero corremos el riesgo de negar a la razón su verdadera grandeza. Y el Papa considera justamente tarea de la fe llamar a la razón a tener nuevamente la valentía de la verdad. Sin la razón, la fe va hacia la ruina; sin la fe, la razón corre riesgo de atrofiarse. Esto atañe al hombre, pero para que el hombre se redima se necesita al Redentor, necesitamos a Cristo, hombre, que es hombre y Dios, «de manera no confusa e indivisa», en una única persona. Redemptor hominis.


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