Dentro de todo el esplendor y variedad de la vida social, se insinúan líneas de la cultura de la muerte que se apoyan en armas filosóficas, culturales, políticas, mediáticas y técnicas, y cuyo común objetivo es un empobrecimiento de la vida humana, hasta que quede despojada de toda su auténtica belleza, hasta que el hombre no sea sino uno más entre los entes, hasta que se consume esa homogeneización de la realidad que es como la muerte de lo humano. 

Al cumplirse veinticinco años de Pontificado de Juan Pablo II, resalta el hecho de que uno de los temas más importantes de su magisterio ha sido el de la vida humana. Como otros pontífices, él ha puesto de relieve lo que se le debe a la persona humana, pero además ha acentuado la condición corporal del ser humano, y por ende aquellos aspectos que necesariamente la acompañan y que comparten su propia dignidad. El amor humano, la vida sexual, la generación de la vida, el trabajo, la vida en sociedad, el sufrimiento físico, la decadencia física y la muerte han sido temas recurrentes, de alocuciones, cartas, homilías y encíclicas. Ha hablado con especial afecto a los inválidos y discapacitados, acogiéndolos en sus visitas pastorales y en las grandes ceremonias litúrgicas como si su propio estado los hiciera acreedores a una mirada de predilección. La sola presencia de los niños ha hecho que su sonrisa iluminara el ambiente en innumerables actos apostólicos. Ha desafiado la opinión de los poderosos para defender los derechos de minorías y etnias postergadas, o perseguidas, para reafirmar los derechos de pueblos agredidos y para llamar a la moderación a los agresores, para pedir justicia y equidad en las relaciones internacionales. Más aún se ha pronunciado a favor de los desterrados de la sociedad, hablando por los condenados a muerte, y cuestionando sin agresividad pero sin debilidad posturas complacientes de los que tienen el poder o la influencia.

En esa misma perspectiva, el Papa ha librado una lucha incansable a favor de los más indefensos de la sociedad humana, que son los no nacidos para los cuales sus madres piden o consienten la muerte; junto a los ancianos desvalidos que se han hecho cargas inútiles para la sociedad, a los dementes, a los enfermos terminales, amenazados por una especie de conjura de los poderosos, o al menos de los aptos y capaces en contra de los débiles. Frente a un mundo que rechaza el sufrimiento como una carga intolerable, que debe ser sacudida a cualquier costa, el Papa, testigo de Jesús y heraldo de la verdadera vida, ha escrito «…al mismo tiempo Cristo le ha enseñado al hombre a hacer el bien por su sufrimiento y a hacerles el bien a los que sufren…» (SD, 30).

Esas palabras fueron escritas en 1984, en un tiempo en que la Iglesia y el mundo se habían acostumbrado ya a la delicada preferencia del Santo Padre por los enfermos y discapacitados que eran como huéspedes de honor en su presencia. Casi veinte años después vemos el efecto del ejemplo personal del Papa incluso ante una sociedad que valoriza el bienestar y la salud por sobre cualquier cosa. Son legiones los que acuden no sólo a escucharlo, sino simplemente a verlo, atraídos en forma misteriosa por la luz que emana de su propio sufrimiento y que ilumina su mensaje haciendo atractiva su enseñanza para jóvenes y viejos de todas las latitudes. Son seguramente muchos los políticos y conductores de pueblos que aspirarían a llegar al corazón de las muchedumbres en la forma simple y directa en que lo hace Juan Pablo II sin otra arma de convicción que su aceptación sobrenatural del sufrimiento y su consagración al servicio generoso de toda la humanidad, signos por los cuales da testimonio del verdadero valor de la vida humana que es «…el sincero don de sí mismo a los demás…»

En esa forma, la enseñanza se ha entrelazado con un testimonio conmovedor de aceptación de la limitación y la enfermedad, y de su transformación en alabanza a Dios y en servicio, no sólo al pueblo cristiano, sino a toda la humanidad.

Vida y enseñanza enraizadas en el Evangelio distinguen el magisterio del Papa sobre la vida, frente a todos los criterios contemporáneos que ponen énfasis en la «calidad de vida» y que rehúsan aceptar la existencia de un orden querido por Dios, y en verdad la existencia de Dios mismo. El magisterio del Papa se ha referido muchas veces a la absolutización de la libertad humana y a su disociación de la verdad. En el campo del magisterio sobre la vida se hace particularmente visible el contraste entre un hombre omnímodamente libre, y ese mismo hombre sujeto a la abrumadora tiranía de sus propios impulsos. Esa contradicción se manifiesta en una especie de fuerza negativa que llega a contradecir y aun a anular los mismos progresos en los que la humanidad cifra su orgullo y pone su esperanza.

Esa fuerza negativa («…soy el espíritu que siempre niega…»,hace decir Goethe a Mefistófeles) se percibe en la tendencia a dejarse arrastrar por el declive que lleva a la negación de lo humano, siguiendo como una trágica progresión que empaña y mancha tantos progresos que deberían ser fuentes de alegría. Se puede ilustrar ese declive mirando el destino que les ha cabido a algunas cuestiones de interés social que han empezado como desviaciones puntuales para llegar a convertirse en amenazas para el mismo sentido del hombre.

Una de ellas sería el aborto y su prolongación en la experimentación embrionaria. No hace tanto tiempo que el aborto era descalificado socialmente en el mundo occidental. Se toleraba por algunos el llamado «aborto terapéutico». Pero parecía monstruosa la legislación soviética que abría desde los años veinte un ancho camino al aborto con los más variados pretextos. Aun después de la Guerra Mundial, el aborto quedó limitado a las llamadas «democracias populares» obligadas a seguir las orientaciones soviéticas. Luego en los años setenta se rompió el dique hacia Occidente. Una evaluación ideológicamente condicionada del embrión en Inglaterra, y una distorsión de los derechos de la mujer sobre su cuerpo en los Estados Unidos, provocaron una vertiginosa difusión de legislaciones abortistas hasta el punto de que la ayuda médica al aborto se transforma en obligación profesional y las le-yes protegen un acto que no hace mucho era considerado nefando. Los cambios en la legislación son seguidos por cambios en la valoración social del acto. Si la ley reconoce al aborto como legítimo, y lo ampara de diversas maneras, es inevitable que el público llegue a ver el aborto como un derecho, y a pensar que quien se opone a esa legislación está denegando un derecho. Así pues, por la vía de la legislación y de la educación el hecho del aborto llega a significar un cambio cultural. Pero si se devalúa así la vida de los fetos, es forzoso que la utilización de sus órganos y tejidos llegue a ser perfectamente aceptable, y que la vida de embriones más jóvenes y menos diferenciados que los fetos abortados, pase a ser mirada como un objeto legítimo de experimentación. Por mucho que se diga que a los embriones se les brinda «un especial respeto», resultará imposible a la larga que una sociedad que sacrifica frívolamente a los fetos respete la vida de los embriones y no se deje tentar por el camino de experimentar en ellos.

Pero paralelamente a este declive, podemos observar el de la fecundación in vitro hacia la clonación. La fecundación in vitro fue vista inicialmente como un medio para superar algunos casos de infertilidad. Pero cualesquiera que sean las intenciones que animen a quienes la practican, ella -la fecundación in vitro- significa la sustitución del acto humano de la procreación, realizado en la intimidad del abrazo conyugal por los padres sus responsables y custodios, por un proceso industrial en el cual los padres son clientes y los técnicos sanitarios son agentes, y que se acompaña a menudo de la selección de embriones y del descarte y la muerte de los que no se emplean. Esa industrialización de la procreación humana utiliza dadores extraños de gametos y madres sustitutas, así como procedimientos anómalos de fecundación como es el ICSI, y en años recientes lleva a la proposición de la clonación humana, que desde el punto de vista industrial significa un logro importante. Se trata de producir seres humanos según las especificaciones del fabricante, sin importar que no estén ligados a la humanidad por ningún vínculo normal, que no tengan ni padres ni hermanos y que lo único que interese en ellos sea la determinación genética. Y la producción puede tener el objetivo de «fabricar» seres humanos por esta vía anormal, o bien –lo que es mucho más probable– el de proporcionar una fuente de células y tejidos de genoma conocido con el fin de realizar tratamientos de reemplazo: en buenas cuentas la producción de un embrión humano con el solo fin de destruirlo y utilizar sus restos. Todo el mundo advierte las consecuencias muy graves que se pueden derivar de estas situaciones; pero no se advierte con igual claridad que a ellas se ha llegado siguiendo una pendiente suave pero inexorable que ha conducido desde el aborto terapéutico y la «cura» de la infertilidad por fertilización in vitro, hasta el abismo de la clonación, la fabricación de seres humanos con el fin de destruirlos.

El camino ha sido siempre parecido: se admite un acto cuestionable, se lo introduce en la legislación y en el discurso ético, y se lo encuentra al final arraigado en la cultura ambiente. Los delitos se transforman en derechos.

Se podrían dar otros ejemplos. Pero más que eso interesa preguntarse por qué acontece esto. Por qué se produce este deslizamiento hacia la muerte que mancha la belleza y el empuje de la sociedad contemporánea. Es esa disposición favorable a la destrucción de lo humano lo que se puede llamar «cultura de la muerte».

En medio de tantos signos positivos de progreso no sólo material, se extienden estas formas de «eclipse del valor de la vida» que significan que en el fondo «hay una profunda crisis de la cultura que engendra escepticismo en los fundamentos mismos del saber y de la ética, haciendo cada vez más difícil ver con claridad el sentido del hombre, de sus derechos y deberes». (EV,11). El Papa señala que el problema incorpora ciertamente a los casos individuales, pero que los trasciende «…estamos frente a una realidad más amplia, que se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad que en muchos casos se configura como verdadera ‘cultura de la muerte’» (EV,12). Es esa realidad la que favorece y aun estimula tanto el pensamiento como las políticas y los actos que buscan frustrar la vida humana. En la raíz de esa cultura advierte el Papa en primer lugar a aquella mentalidad «…que tergiversando e incluso deformando el concepto de subjetividad, sólo reconoce como titular de derechos a quien se presenta con plena o al menos con incipiente autonomía…» (EV,19), postura que contraría la tantas veces exaltada condición del hombre como «ser indisponible» y que hace tabla rasa del concepto mismo de derechos humanos. En el origen de la contradicción entre la solemne afirmación de los derechos del hombre y su negación práctica para tantos indefensos, se halla «…un concepto de libertad que exalta de modo absoluto al individuo… Y más al fondo todavía, la negación de que la libertad tenga un verdadero vínculo constitutivo con la verdad….» (EV,19).

Allí se toca lo profundo de la condición humana. Todos los seres humanos nos comportamos como si el conocimiento fuera un bien. Nos parece espontáneamente que vale la pena conocer, y eso es porque lo que conocemos es la verdad sobre las cosas. Pero conocer la verdad me compromete, aun cuando la verdad sea pequeña, y el compromiso mínimo. Somos responsables ante la verdad que conocemos. Pero eso que resulta claro frente a verdades sencillas e inmediatas se ha hecho muy confuso frente a verdades importantes. Ellas parecen ser relativas, como si pudieran ser o no ser, porque poca gente quiere comprometerse con la verdad, aceptarla y actuar conforme a ella. Pero lo mejor que tenemos en la vida es la capacidad de adherir a la verdad. En eso consiste justamente la libertad.Si no hay verdad a la que se haya de adherir, entonces llamamos libertad al impulso que nos lleva a satisfacer nuestros deseos. En el hecho, la verdad se ha reemplazado por la utilidad o conveniencia, que se puede pesar y medir y que no tiene referencia a ninguna verdad. En esa forma se altera el sentido mismo de la ciencia y de la tecnología. Esta es un proc eso básicamente positivo y atrayente que busca modelar las cosas naturales según el conocimiento que de ellas tiene la mente humana. Pero en la sociedad sin verdad ni libertad, la apertura de la realidad en la tecnología se interpreta como si toda realidad fuera indefinidamente modelable según el querer humano, y como si esa fuera la única manera de abordarla y conocerla. Ese es el materialismo, que pone toda la realidad a la entera disposición del hombre, y de un hombre que ha roto el vínculo que funda su existencia en el proceso de la «muerte de Dios». Esta ha traído como consecuencia necesaria la muerte del hombre, el apagamiento de su verdadero sentido y significado. El hombre cree haberse librado de miedos milenarios, cuando lo que parece a ratos es que estuviera procurando liberarse de la esperanza. David Lodge (How far can you go?), cree expresarlo diciendo «…en algún momento en los años sesenta, el infierno desapareció…». Pero esta afirmación yerra el blanco. Lo que verdaderamente desapareció fue el cielo. Cuando el hombre buscó para sí mismo un significado o sentido distanciado de la verdad, lo que perdió fue la esperanza que podía sostener y hacer plena su vida. En un mundo así, lleno de expectativas pero vacío de esperanza, parece acercarse la previsión de Kirilov, el personaje de Dostoievski (Los Poseídos): «…la libertad será completa cuando sea indiferente vivir o morir…» Ese mundo que está asediado a veces sin que él se dé cuenta por la cultura de la muerte, vive sus glorias y progresos acosados por el miedo. Es tal vez la más notable paradoja. Nunca se han dado multitudes tan colmadas de bienes materiales y culturales. Y sin embargo, como nunca está presente un miedo del futuro, de aspecto multiforme. La catástrofe nuclear, el desastre ecológico son formas de horizonte que hasta para los niños tienen realidad. El temor ante el azote de las epidemias, el miedo ante las guerras, la oscura presencia del terrorismo que parece presagiar conflictos interculturales de inesperada crueldad, son cosas que infiltran el espíritu de nuestra sociedad y opacan su alegría de vivir. La humanidad está oprimida por el miedo a esas fuerzas que ella misma ha desencadenado, y que se ciernen sobre su cabeza como un inmenso peñasco cuya caída podría aniquilarla.

La «cultura de la muerte» es agresiva. Tal vez lo es por lo mismo que ella tiene miedo. Es posible que al sentirse cuestionada por la propia realidad de la vida humana, ella busque su desquite atacando a ésta sin tregua en sus mejores expresiones, y es precisamente esta ofensiva la que le da a la cuestión ese carácter de urgencia que tan bien ha visto Juan Pablo II. Basta detenerse un momento para mirar aquellos aspectos de lo humano que son más duramente cuestionados hoy día. Entonces se comprenderá la trágica vitalidad de la amenaza.

Así, sabemos que desde muy antiguo la humanidad ha reprobado el homicidio, tanto como pecado privado cuanto como pecado público y social. Pero por lo general, él ha aparecido como un accidente dentro de la convivencia humana: accidente muy repetido, pero accidente, objeto, al menos nominalmente, del rechazo social. Pero ahora enfrentamos una situación diferente. Desde muchas direcciones brota la demanda por hacer legalmente aceptables, incluso protegidas, las formas más variadas de homicidio. El aborto, la experimentación embrionaria, el suicidio asistido, la eutanasia, la eugenesia «negativa» demandan sus derechos, y los países siguen el tortuoso camino de alterar la Ley, más aún de vaciarla de su sentido, para hacer que la legislación termine amparando el homicidio. Lo ha dicho el Papa: «…una de las características propias de los atentados actuales contra la vida humana consiste en exigir su legitimación como si fueran derechos… y por consiguiente la tendencia a pretender su realización con la asistencia segura y gratuita de médicos y agentes sanitarios» (EV,68). Por el camino de que el juego democrático de las mayorías llegue a violar derechos fundamentales y a exigir de determinados profesionales que los violen, se llegará a que «…a pesar de sus reglas, la democracia (vaya) por el camino de un totalitarismo fundamental» (EV,69).

Pero en otro plano, la cultura de la muerte efectúa una distorsión del sentido de la Medicina. Este se halla históricamente vinculado antes con la benevolencia que con la eficacia. El sentido del juramento hipocrático es precisamente que el médico se debe a su paciente, es decir, a un hombre disminuido y enfermo. Para los griegos, la medicina estaba orientada hacia el «bien», no hacia el «placer», y eso fue siempre mirado como una contribución de la Medicina a una sabiduría sobre el hombre. La exigencia de justificar médicamente prácticas que son malévolas, incluso mortíferas, significa la renuncia o negación del sentido propio de la Medicina.

Pero junto a la distorsión de la Medicina, aparece una más profunda, que afecta el núcleo mismo de la sociedad y que es la distorsión de la maternidad. Se recuerdan las palabras de Teresa de Calcuta, con las cuales ella hacía una durísima crítica de nuestra civilización a propósito del aborto, señalando cuán monstruoso era que las madres llegaran a aborrecer al hijo que llevaban en las entrañas hasta el punto de pedir la muerte para él.

El mundo entero es testigo de la paradójica devaluación que sufre el cuerpo humano, bajo el mentido pretexto de exaltarlo. La reducción de la corporeidad a mecanismos físico-químicos, hace que el cuerpo, «la máquina del cuerpo», se haga exterior al hombre mismo y aparezca como instrumento de una libertad que se define a sí misma como creadora de valores, y quede reducido a las leyes de un determinismo ciego. Así se ha visto luego de que la enorme difusión de las prácticas contraconceptivas, vino a disociar el sexo de su sentido natural en la procreación. Como el hombre no puede admitir actos sin sentido, hubo que asignarle alguno al sexo, y para eso no quedaba otro candidato que el placer, libre de todo límite y restricción, con tal de que no infiriera sufrimiento físico a otros. Es lo que dice David Lodge: «…si compartir el placer sexual es una cosa buena en sí misma, sin consideración por la función procreativa, es difícil ver ninguna objeción, como no sea higiénica y estética, a la sodomía entre adultos, porque ¿a quién se daña si es que ambos consienten? Lo mismo se aplica a la masturbación, ya sea solitaria o en compañía. Desde el momento en que se aceptan orgasmos no procreativos, ¿qué importa cómo se los alcanza?» (How far canyou go?). Es obvio que ese tipo de simplificación que borra todo el aspecto unitivo de la vida sexual había de ser el acompañante obligado de la acción social que la privaba de toda responsabilidad. Y da la impresión de que la revolución sexual se comporta como una de las oleadas más destructoras para la vida en la sociedad humana. Y ello porque el cuerpo y por ende sus principales funciones manifiestan la unicidad e intimidad del ser personal, y porque su condición sexuada es la expresión eminente del llamado a la complementación, a la comunión y a la fecundidad.

Análoga fuerza destructora se ha ejercido contra la familia, cuna de las personas, lugar privilegiado del amor; contra el trabajo donde el hombre revela su condición de imagen del Dios Creador y ha sido presentado ya como servidumbre, ya como mercancía. Estas acciones e instituciones han sido despiadadamente atacadas y minusvaloradas.

Quiero mencionar un último objetivo de esta ofensiva, la conciencia moral. En una sociedad materialista y utilitaria ella es mirada como una pesada carga de obligaciones y limitaciones. Allí donde la verdad no tiene sitio, no lo tiene tampoco verdaderamente el bien. Pero esta «carga» es uno de los dones más grandes que Dios le ha hecho al hombre. En el espacio de la conciencia moral, el hombre se enfrenta en diálogo consigo mismo, y en verdad en diálogo con el mismo Dios que es autor de la ley, primer modelo y fin último del hombre. Este bien ha sido recordado en su sumo valor por el Papa en la Encíclica Veritaris splendor. «La conciencia -dice San Buena-ventura- es como un heraldo de Dios, como su mensajero, en realidad testimonio de Dios mismo. La conciencia es el lugar, el espacio santo en el que Dios le habla al hombre. La existencia de este espacio donde es Dios quien habla, da la medida de la belleza y la grandeza de la existencia humana» (VS). Es enorme el empobrecimiento de ella que significa el reducir la conciencia a una facultad que establece una ley puramente humana, acomodada más bien al querer del hombre que a la verdad de las cosas.

De esta manera, dentro de todo el esplendor y variedad de la vida social, se insinúan estas líneas de la cultura de la muerte que se apoyan en armas filosóficas, culturales, políticas, mediáticas y técnicas, y cuyo común objetivo es un empobrecimiento de la vida humana, hasta que quede despojada de toda su auténtica belleza, hasta que el hombre no sea sino uno más entre los entes, hasta que se consume esa homogeneización de la realidad que es como la muerte de lo humano.

Pero el lenguaje del Papa es muy distinto. Pese a todas las apariencias, «…la vida es siempre un bien…» (EV,34). Ella es una realidad sagrada, que constituye un fundamento cierto, sólido para la valoración de las cosas humanas. Pero es siempre un bien precisamente porque ella no es la realidad última; sino realidad penúltima. Ella es la expresión de nuestra condición de criaturas que tienen hasta su propio ser del don gratuito de Dios, de tal modo que ese carácter de «bien» que tiene siempre la vida es un reflejo de la infinita bondad de Dios.

El magisterio de Juan Pablo II está penetrado por la convicción de que esta necesaria defensa de la vida tiene una dimensión social y política. Ella está a cargo de un pueblo enviado al mundo como pueblo para la vida. Es un pueblo que tiene que anunciar el núcleo del Evangelio de la vida, dar «el anuncio de un Dios vivo y cercano que nos llama a una profunda comunión con Él y nos abre la esperanza segura de la vida eterna…»(EV,81); y junto a ese núcleo se trata de señalar « ...todas las consecuencias de este mismo Evangelio que se pueden resumir así: la vida humana, don precioso de Dios, es sagrada e inviolable… no sólo no debe ser suprimida sino que debe ser protegida con todo cuidado amoroso; la vida encuentra su sentido en el amor recibido y dado, en cuyo horizonte hallan su plena verdad, la sexualidad y la procreación humana; en este amor incluso el sufrimiento y la muerte tienen un sentido, y aun permaneciendo el misterio que los envuelve, pueden llegar a ser acontecimientos de salvación; el respeto de la vida exige que la ciencia y la técnica estén siempre ordenadas al hombre y a su desarrollo integral; toda la sociedad debe respetar, defender y promover la dignidad de cada persona humana, en todo momento y condición de vida…» (EV,81).

«El Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres» (EV,10). Esta no puede subsistir si se rompe el lazo de recíproca confianza que liga a los hombres entre sí, que une a la madre con su hijo, al paciente con su médico, al débil con el fuerte. El Papa se sabe llamado a proclamar la necesidad y vitalidad de ese lazo, y a recordar de modo insistente que él es el designio de Dios sobre los hombres, el mensaje de Jesucristo, y que mientras más difícil parezca su defensa en un mundo que a ratos quisiera desplazar a Dios de su seno, más necesario y aun urgente es repetirlo. No estamos creados para prevalecer sobre otros, antes bien «…el Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y el recibir, de la entrega de sí mismo y de la acogida del otro…» (EV,76).

El magisterio de la vida de Juan Pablo II es como una marca providencial. En este tiempo, brillante de realizaciones, pero marcado por la desconfianza, el miedo y un profundo desdén hacia lo humano, el Papa proclama su esperanza y da razón de ella: es el propio Hijo de Dios el que lo ha dicho: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn. 10,10).


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