La profunda fe en el misterio de la Encarnación que une, en cierto sentido, a Cristo con cada uno de los seres humanos, ofreciéndoles la posibilidad de llegar a ser “hijos en el Hijo”, es el sello más profundo del magisterio de Juan Pablo II.

Como escribió en su testamento y recordó Benedicto XVI en la homilía de la misa por su beatificación, Juan Pablo II definió la época de su gobierno pastoral de la Iglesia como el gran adviento del tercer milenio cristiano, cuyo centro sería el Jubileo del año 2000, y que él consideraría como un “umbral de esperanza”, puesto que nos haría recordar y renovar de manera particular, como señaló en su primera encíclica Redemptor hominis: “la conciencia de la verdad-clave de la fe, expresada por San Juan al principio de su evangelio: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros»”. [1]

Su profunda fe en el misterio de la Encarnación que une, en cierto sentido, a Cristo con cada uno de los seres humanos, ofreciéndoles la posibilidad de llegar a ser “hijos en el Hijo”, es el sello más profundo de todo su magisterio. Para él, no se trataba más que de la aplicación del Concilio Vaticano II y de sus constituciones, las que habían inaugurado una nueva época eclesial, especialmente rica en esperanza después del siglo trágico de las guerras mundiales y de los regímenes totalitarios que pisotearon brutalmente la dignidad de la persona humana. El advenimiento del nuevo milenio cristiano proponía así un nuevo horizonte a la historia humana, fundado en la esperanza de que en Cristo, la vocación humana se había cumplido en plenitud. Esta perspectiva sobre la historia fue la consecuencia de la antropología cristológica y trinitaria que alimentaba su visión del hombre y de la realidad social. Por ello, repitió tantas veces con la Gaudium et spes, que “el misterio del hombre sólo se esclarece a la luz del misterio del Verbo encarnado”. [2] Enseñó que el cristianismo es esencialmente un acontecimiento: en el hombre Jesús de Nazaret se manifestó la plenitud de la vida divina, y por su resurrección de entre los muertos y la acción de su Espíritu continúa presente hasta el fin de los tiempos. Al manifestarse en este hombre la plenitud de la divinidad, se reveló también en él la plenitud de la humanidad, es decir, la vocación para la que Dios creó al hombre desde el principio. Su antropología surge, en consecuencia, de la contemplación de este acontecimiento que, por gracia divina y no por mérito humano, continúa haciéndose visible en la comunión de la Iglesia.

Como ha recordado el Papa Benedicto XVI, lo que más impresionaba de Juan Pablo II era la fuerza de su fe viva que exhortaba a todos los hombres a “abrir de par en par las puertas a Cristo”. Todo cristiano sabe que la fe es una virtud teologal, que no procede del hombre sino de Dios, y que la regala de manera distinta y con diversos grados de profundidad a las personas que la solicitan. En Juan Pablo II destacaba por su fuerza, su firmeza, su profundidad y su fidelidad. Humanamente hablando, tal vez se deba al profundo abandono que experimentó en su vida, por una orfandad temprana, por un seminario clandestino, por el constante atropello del nazismo a la dignidad humana, por su arriesgada solidaridad con sus amigos judíos perseguidos, por una constante presión del régimen comunista a favor del ateísmo. Fiel hijo de la nación polaca, encontró el apoyo necesario para el desarrollo de su vocación en su cultura, que siempre reservó a la Iglesia el lugar más destacado. Pero tan significativa como esta historia de dolor y abandono que exigía una fe fuerte y la confianza en su pueblo, es su consagración a María (“Totus tuus ego sum”), puesto que en ella se contempla de manera inmediata la “teodramática” de la libertad divina infinita que sale al encuentro de la libertad humana finita para solicitarle que acepte el don de sí, su misericordia, haciendo posible que Dios habite entre los hombres. Veía así la presencia del misterio divino y la dignidad de la vocación humana en todas las personas que encontraba. La profundidad de su mirada traspasaba las personas y las cosas, las volvía transparentes, es decir, les comunicaba el resplandor de la fe que lo consumía. Por ello, tenía una mirada serena, paternal, llena de paz, pero con la profundidad de un horizonte infinito.

En lenguaje teológico podría caracterizarse esta forma de mirar desde la profundidad de la fe como una mirada escatológica, es decir, como aquella que tiene la capacidad de anticipar al presente, al aquí y ahora de la finitud humana, la plenitud del tiempo, el sentido último de todo. Personalmente, me estremece la inteligencia hasta sus fundamentos, leer incansablemente el que considero como el más penetrante texto de su magisterio: “Cuando san Pablo habla del nacimiento del Hijo de Dios lo sitúa en «la plenitud de los tiempos» (cf. Gal 4, 4). En realidad el tiempo se ha cumplido por el hecho mismo de que Dios, con la Encarnación, se ha introducido en la historia del hombre. La eternidad ha entrado en el tiempo: ¿Qué «cumplimiento» es mayor que éste? ¿Qué otro «cumplimiento» sería posible?”. [3] La fe de Juan Pablo II tenía la peculiaridad de ser la conciencia viva de este cumplimiento de la plenitud del tiempo en la historia de cada ser humano, si como María, se disponía a abrir su corazón y su libertad a la aceptación del don de Dios.

La verdad de la redención la expresaba entonces como la realización en Cristo del cumplimiento de la vocación humana. “¿Qué otro cumplimiento sería posible?”. Sin embargo, el conocimiento de este misterio que la fe hace posible no despoja a esta certeza de su propio misterio. La palabra misterio significa también “sacramento”, imagen visible de la realidad invisible. San Pablo había hablado de Cristo como imagen de Dios invisible [4] y Juan Pablo II aplica esta misma categoría a la comprensión del misterio del ser humano redimido. Por ello, afirmará en la catequesis sobre el cuerpo humano que el cuerpo es el sacramento de la persona y en su discurso ante la Unesco que “hay que considerar íntegramente, y hasta sus últimas consecuencias, al hombre como valor particular y autónomo, como sujeto portador de la trascendencia de la persona. Hay que afirmar al hombre por él mismo, y no por ningún otro motivo o razón: ¡únicamente por él mismo!”. [5] Con la misma mirada defendió apasionadamente la vida humana de los no nacidos y la vida de los enfermos y ancianos hasta su fin natural, [6] el valor del trabajo humano porque el sujeto que lo realiza es una persona, [7] la dignidad de toda cultura porque pertenece al ser del hombre. [8] Todos estos hermosos textos sobre la dignidad humana del hombre redimido enmudecen, sin embargo, ante lo que enseñó a la Iglesia y al mundo con su propia forma de esperar la muerte, sin ocultar su debilidad y su dolor, su impotencia de no poder ya hablar y sin renunciar a la misión pastoral que le había sido encomendada con el ministerio pontificio y que él la entendió hasta el fin, precisamente, como el cumplimiento de su persona. Me llamó la atención que cuando el Papa Benedicto proclamó la beatitud de este hombre, no lo haya hecho refiriéndose a Karol Wojtyla, sino a Juan Pablo II, Papa. Quisiera poder interpretar este gesto como un reconocimiento del cumplimiento de la vocación de este hombre hasta el último instante de su vida, como Papa.

Desde la visión sacramental de la vida humana que surge de su antropología cristológica, destaca con particular fuerza la experiencia de comunión entre los seres humanos a imagen de la comunión trinitaria. La Iglesia es sacramento de comunión [9] porque lo es la persona misma, llamada a la comunión con Dios y con los demás seres humanos en la verdad y en la caridad. [10] La primera experiencia comunional del ser humano es la familia fundada en el matrimonio. Juan Pablo II dedicó muchas brillantes páginas de su magisterio a este tema, a partir de la enseñanza del propio Jesucristo que, consultado por los fariseos acerca del matrimonio y del repudio del cónyuge, los remite al mismo acto creador de Dios, “al principio”. [11] Tal remisión a la experiencia originaria la interpretó Juan Pablo II como una indicación no sólo relativa a la institución del matrimonio, sino a la comprensión de la naturaleza humana misma, a la constitutiva diferencia entre varón y mujer que, precisamente en virtud de esa diferencia, están llamados a complementarse recíprocamente, a devenir “una sola carne”, una communio personarum. Ciertamente es éste uno de los rasgos más originales del pensamiento antropológico de Juan Pablo II y que responde a algunos de los aspectos más confusos de nuestra época, que oscila entre un hedonismo despersonalizado y un espiritualismo desencarnado. Dado el destino comunional de la existencia humana, Juan Pablo II nunca separó la dimensión antropológica de la dimensión social de la vida, como si bastase remitir la primera al ámbito privado y la segunda a la esfera pública. Por el contrario, fue un defensor de la vida humana en todos los ámbitos y en relación al conjunto de todos sus factores. Esta es la razón por la que habló incansablemente de la solidaridad entre las personas y entre los pueblos, haciendo ver que ella es una fuerza poderosa en el movimiento de la historia, capaz de vencer ideologías y falsos utopismos sustentados en el capricho y en la violencia. La solidaridad es expresión del común destino humano, más allá de cualquier frontera de espacio y tiempo, porque expresa el cumplimiento de la vida humana en la verdad y en la caridad. Este cumplimiento es, en último término, la obra del Espíritu de Cristo que convence al corazón humano de que “el amor es más fuerte”, como dejó grabado en el inconsciente de los chilenos, y conquista la libertad interior de quienes lo siguen con docilidad.

La misma originalidad que se percibe en el magisterio sobre el matrimonio y la familia se encuentra también en su magisterio sobre la cultura. De modo análogo a la familia, la cultura sólo se puede entender desde su raíz antropológica. Nadie escoge dónde nacer, qué padres tener, qué lengua hablar, qué época histórica vivir. Al mismo tiempo, ningún ser humano, cuando viene a la existencia, llega a un mundo despoblado, por hacer o inventar, sino a un mundo humanamente habitado, con sentido, que se ha apropiado de la sabiduría de las generaciones que le han precedido y que se esforzará en transmitir a las generaciones futuras lo que su experiencia e inteligencia haya considerado lo más estimable y valioso. Como enseñó en numerosas ocasiones, la cultura pertenece al ser del hombre antes que a su tener y, por ello, es condición de posibilidad y, simultáneamente, máxima expresión de su libertad. Mediante ella “un pueblo expresa y promueve lo que llamaría su originaria «soberanía» espiritual”, señalará ante la ONU. [12]

Esta clave antropológica aplicada a la cultura lo llevó a acuñar también otra expresión muy original y propia de su magisterio: el concepto de “subjetividad de la sociedad”. [13] Aunque no está extensamente desarrollada, me parece evidente su intencionalidad y sentido. La cultura dentro de una sociedad representa aquel espacio interior construido por el protagonismo de la acción humana, que descubre la dignidad moral de los actos humanos cuando ellos contribuyen a la realización de la vocación humana, así como su indignidad cuando prescinden de considerar los actos humanos como realizados por un sujeto con vocación de persona. Esta idea se encuentra, entonces, en continuidad con el concepto de subsidiariedad que plantea que las diferentes comunidades naturales e intermedias con las que se va formando el tejido social deben ser respetadas en su libertad de iniciativa y protagonismo. Tal principio es inmediatamente comprensible en el plano individual: nadie debería sustituir a otro en el ejercicio de su libertad, puesto que cuando lo hace, lo despoja de su condición de sujeto y lo reduce a un objeto. Pero al pasar del plano individual al social muchas veces se olvida, reduciendo el fenómeno humano al juego ciego de fuerzas productivas materiales en el ámbito del mercado, de la innovación tecnológica o de la planificación centralizada de la actividad social. La sociedad actual se organiza cada vez más de manera funcional y especializada, lo que quiere decir que no toma en cuenta la totalidad de la persona, sino que selecciona sólo aquellos aspectos de su conducta relevantes para la función específica de que se trate. Por ello, Juan Pablo II reclama la “subjetividad de la sociedad”. “Según la doctrina social de la Iglesia, la socialidad del hombre no se agota en el Estado, sino que se realiza en diversos grupos intermedios, comenzando por la familia y siguiendo por los grupos económicos, sociales, políticos y culturales, los cuales, como provienen de la misma naturaleza humana, tienen su propia autonomía, sin salirse del ámbito del bien común. Es a esto a lo que he llamado «subjetividad de la sociedad»”. [14] Pero la causa última del abandono de la subjetividad la sitúa en el ateísmo. “Precisamente en la respuesta a la llamada de Dios, implícita en el ser de las cosas, es donde el hombre se hace consciente de su trascendente dignidad. Todo hombre ha de dar esta respuesta, en la que consiste el culmen de su humanidad y que ningún mecanismo social o sujeto colectivo puede sustituir. La negación de Dios priva de su fundamento a la persona y, consiguientemente, la induce a organizar el orden social prescindiendo de la dignidad y responsabilidad de la persona”. [15]

Desde la formación fenomenológica del Papa Wojtyla, la subjetividad se describe como la autoconciencia de quien actúa humanamente, asumiendo la responsabilidad por sus propios actos, en el contexto de una experiencia de encuentro e interrelación con otros seres humanos. Es esta experiencia de la responsabilidad sobre los actos asumidos en primera persona la que pone de manifiesto la moralidad consustancial del vivir humano y de su libertad. El punto de referencia de la moralidad es el sujeto que descubre su vocación al amor, a la communio personarum, como la esencia de su propia dignidad, y que al actuar conforme a ella construye su propia subjetividad.

Tratándose de una experiencia humana elemental que sólo se puede vivir vocacionalmente, en primera persona, no se puede afirmar la dignidad humana sin la defensa irrestricta y total de la vida humana misma. Es la idea fuerza que desarrollará en su encíclica Evangelium vitae. El Dios de Jesucristo es el Dios de la vida, la cual es el regalo más precioso que ha dejado al cuidado del hombre, puesto que su destino es la comunión de amor con Dios. Nadie tiene, pues, derecho a quitarla. Por ello se opuso al aborto, a la eutanasia, a la guerra, especialmente a la denominada “guerra preventiva” en Irak, y aunque no condenó la pena de muerte como tal, la consideró, sin embargo, extemporánea, puesto que las condiciones actuales de seguridad de los penales eran suficientes como para garantizar la tranquilidad de la vida social. [16] Lo que siempre buscó fue poner la vida humana y su intrínseca vocación al amor como criterio de juicio y discernimiento frente a las costumbres, a las acciones y relaciones sociales, y a las situaciones de hecho que debían ser superadas.

Este mismo fundamento es el que aplicó también al trabajo humano. En la visión bíblica de Juan Pablo II, antes que la fatiga y el sudor de la frente está el mandato divino de “dominar” la tierra y de hacerlo en cuanto “imagen y semejanza” del creador. Por ello, el trabajo es también un signo elocuente de la dignidad propia y específica del sujeto humano, que se extiende a todos los dominios de su actividad con la que sale al encuentro de las necesidades materiales de sí mismo, de su familia, de sus conciudadanos y de todos los que participan de la compleja red de intercambio de los productos del trabajo. Pero como sale al encuentro también de su vocación, del cumplimiento y realización de su propia persona, el trabajo lo asimila a una forma de oración, de solicitud a Dios para que se cumpla en la vida humana su designio creador. No siempre se recuerda que, en su visita a Chile, habló del trabajo en el contexto del evangelio sobre la resurrección de Lázaro, poniendo el énfasis en que el trabajo no es para la muerte, sino para la resurrección, para la vida de las personas.

Quisiera destacar del legado intelectual y humano de Juan Pablo II, finalmente, la íntima unión que tiene la razón y la fe en su visión de la realidad. Ya se mencionó la fuerza y profundidad de la fe de este hombre. Pero habría que reconocer inmediatamente la sutileza y finura intelectual de su pensamiento para la comprensión de los grandes dilemas que presenta el mundo moderno al entendimiento del ser y del pensar. Son tantos los encuentros en que participó en los cuales dio testimonio de su apertura al diálogo con el pensamiento contemporáneo. Los miembros de la Pontificia Academia de Ciencias Sociales, que él fundó en 1994, y que estábamos en la Plaza de San Pedro para su beatificación, experimentamos un profundo sentido de agradecimiento por la apertura intelectual de este Pontífice a la comprensión científica de la realidad por medio de todas las disciplinas existentes, como también por la invitación que hizo en su maravillosa encíclica Fides et ratio, de transitar constantemente del fenómeno al fundamento, de la mano de la metafísica y de la revelación. Desde la certeza de la fe, que no es otra cosa que la contemplación del Misterio presente, la razón no se ve forzada a afirmaciones arbitrarias, sino más bien se ve estimulada a dejarse asombrar por la realidad y a preguntarse constantemente por el conjunto de los factores que están en juego.

¿Qué es lo que une a la razón y la fe en la contemplación de la verdad? El hecho de que la verdad que anuncia el cristianismo no es una doctrina, un conjunto de enunciados, sino un acontecimiento, [17] la vida, muerte y resurrección de una persona, el misterio de esta persona que, en la Iglesia, se hace contemporánea a los hombres de todos los tiempos. Con una inusual profundidad, desarrolló tanto la dimensión metafísica como moral que la razón humana puede asumir de cara a este acontecimiento. En ello arriesga la razón humana su propia libertad. Que el infinito entre en el tiempo y asuma la condición finita humana es, naturalmente, algo que sobrepasa la razón y requiere de la fe, es decir, del hecho de que el Misterio mismo quiera revelarse. Sin embargo, el deseo humano de saber y la revelación de la sabiduría se llaman recíprocamente.

Con una extraordinaria coherencia en su enseñanza y en los gestos que nacían de ella, Juan Pablo II nos enseñó a comprender el Concilio Vaticano II poniéndolo en el horizonte del Jubileo del año 2000, que él mismo quiso denominarlo como un “umbral de esperanza” por la actualidad de la fuerza de la redención que se ofrece a la libertad de cada ser humano y de todos los pueblos de la tierra como el cumplimiento ya realizado en la plenitud divina y humana de Jesús de Nazaret del designio creador de Dios sobre todos los hombres.


Notas:

[1] Juan Pablo II, Redemptor hominis n.1
[2] Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n.22
[3] Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente n.9.
[4] Col 1,15
[5] Juan Pablo II, Discurso ante la Unesco, París, 2 de junio de 1980, n.10 (el destacado es mío).
[6] Cf. Juan Pablo II, Evangelium vitae.
[7] Cf. Juan Pablo II, Laborem exercens.
[8] Cf. el mencionado discurso ante la Unesco.
[9] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium, n.1.
[10] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes n.24
[11] Mt. 19, 3 ss..
[12] Juan Pablo II, Discurso ante la Asamblea de la ONU, Nueva York, 5 de octubre de 1995, n.8.
[13] La expresión la usó en sus encíclicas Laborem exercens (n.14), Sollicitudo rei socialis (n.15) y Centesimus annus (n.13).
[14] Juan Pablo II, Centesimus annus n.13.
[15] En el mismo lugar.
[16] Cf. Juan Pablo II, Evangelium vitae nn. 27, 56.
[17] Cf. Scola Angelo, Libertad humana y verdad a partir de la encíclica Fides et ratio, Revista HUMANITAS N°15, Santiago 1999, Separata.

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