La introducción de Dios en la escena humana, por la palabra y la presencia, es el hecho central de la historia.

Tiene, últimamente, este pueblo como fin la dilatación del reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que sea consumado por el mismo al fin de los tiempos, cuando se manifieste Cristo, nuestra vida, y la creación misma se vea liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Lumen gentium, 9).

 

La introducción de Dios en la escena humana, por la palabra y la presencia, es el hecho central de la historia. Su motivación es el amor de Dios, estimulado por la situación del hombre, que exigía por su parte una acción extraordinaria para restablecer el orden de la creación.

El análisis de dicha situación nos lo facilita ante todo la misma palabra de Dios y la teología de la historia. Desde ambas es posible practicar una lectio divina de los acontecimientos humanos, una comprensión de los mismos desde la perspectiva de Dios, tanto para nuestra propia ilustración como para la de los otros. Porque es preciso saber orientar al pueblo de Dios en algo tan decisivo como aprender a leer los signos de los tiempos a la luz de quien es el Señor del tiempo y de la historia, su protagonista central y fuente de toda sabiduría.

El extravío

La historia es palabra de Dios y del hombre. Palabra o acción de Dios como magisterio previo o en respuesta a las del hombre; y acción o palabra del hombre, en sintonía o desacuerdo con las de Dios. La historia humana es siempre historia de la salvación y del reino, subyacente a las historias humanas que tejemos cada día.

Uno de los rasgos de esa historia que venimos construyendo es el vértigo que estamos imprimiendo en ella, tanto por su aceleración desmedida como por el trastorno profundo a que la estamos sometiendo. El mundo gira como una peonza loca, bajo los efectos de “un vino de vértigo” (Sal 59, 5), que produce una velocidad y un descontrol desenfrenados. Y es, a la vez, el tiempo del absurdo, que sitúa la acción del hombre fuera de la armonía de su naturaleza, y que ha roto todos los equilibrios morales y sofocado casi todos los gérmenes espirituales. El resultado se traduce en esas ‘obras muertas’ de que habla la Escritura (Heb 6, 1; Sant 2, 17), por tanto en una vida que no corresponde a la ley y al sentido de la vida, y que ha olvidado la advertencia de que “el día que comáis de ese árbol moriréis” (Gn 2, 17).

En realidad, nos hemos desprendido de lo más cualitativo del hombre: la conciencia de ser imágenes de la divinidad, la presencia de la gracia, la santidad, la verdad, la sabiduría, la belleza, del honor y el amor de Cristo, Hijo de Dios e imagen del hombre perfecto, Cabeza de la humanidad. Todo eso que tendremos que volver a rescatar como condición para reencontrarnos con nuestra verdadera condición humana.

En este contexto, hemos borrado la memoria del pasado o la hemos reprobado como tiempo de tinieblas, aunque al hombre debiera producirle zozobra vivir de espaldas a todo lo que ha dado vida a las generaciones anteriores, porque la experiencia de las actuales es bastante más tenebrosa, a pesar de las ‘luces’ y de la ciencia.

No es el hombre el que se da la medida de su propia perfección, como tampoco se ha dado la ley de su naturaleza, es decir, el orden de su existencia física y racional. No nos podemos reinventar cada día, ni a nosotros mismos ni nuestros proyectos. Ni podemos deconstruir lo que ha sido hecho por Dios al margen de nosotros, ni impedir que Otro construya en nosotros si es mayor que nosotros. Podremos ignorarnos o tal vez trastornar nuestra entidad humana, pero no engendrar en nosotros una novedad distinta, según una imagen y semejanza que responda a una nueva dimensión ideada por nosotros. La verdad no es una cuestión de voluntarismo.

La realidad se sostiene en sí misma, no depende del apoyo de nadie. Pertenece a todo tiempo y todo hombre, aun cuando no fuera aceptada por nadie. Sin embargo, el hombre quiere darse un nuevo estatuto, a sí mismo y al mundo. Es la nueva utopía. Pero si el hombre es obra de Dios, este empeño es estéril. Por eso, preferimos pensarnos como obra del azar, a fin de concluir nosotros mismos lo que habría quedado inconcluso: la formación del hombre superior. Llegamos a creer que nuestra palabra vale más que la de Dios y que finalmente hemos terminado sabiendo más que Él. Nos permitimos entonces corregir las obras, las palabras y las leyes divinas y las sustituimos por las nuestras. Nos gustan más y creemos que están más a nuestra medida. En realidad, llegamos a creer que Dios no es más la medida de la realidad, si es que la ha sido alguna vez. De ahí que hayamos vaciado el mundo de la presencia de Dios y lo hayamos llenado de toda clase de fetiches ante los que, como antaño, hemos dicho: ¡estos son tus dioses, Israel!

Sobre esta convicción hemos construido ensueños y esperanzas siempre frustradas. La más tentadora de ellas en nuestro tiempo se convirtió en el engaño más devastador del que las masas han sido objeto: el comunismo. Hablando de él escribió Benedicto XVI: “creían poder transformar las piedras en pan, pero han dado piedras en vez de pan” (Jesús de Nazaret, p. 58).

El hombre pierde la memoria de sí mismo cuando pierde la de Dios. Entonces pierde todo referente acerca de sí: no sabe decir nada ni responder de él, ni identificarse a sí mismo frente a ninguna realidad: “fuentes agotadas, brumas arrastradas por la tempestad” (2 Pe, 2, 17). A pesar de que la elaboración de ideas sobre el hombre desborda todo lo imaginable.

La época de las luces ha conducido a la hora de las tinieblas, y la lucha de los titanes contra Dios sólo ha tenido por efecto final el ‘crepúsculo de los dioses’, del hombre pseudodivinizado por sí mismo, pretendido suplantador de Dios. Nos encontramos, pues, extraviados ante el presente y el futuro de la historia humana, crecientemente inhábiles para manejar nuestra historia y resolver los enigmas acumulados, a pesar de que toda la verdad ha sido aclarada ya en el Verbo. Por eso, “somos, de nuevo, los que Tú no gobiernas, los que no llevamos Tu Nombre” (Is 63, 19). Como en el caos primigenio, también hoy la tierra está “desolada y vacía” (Gen 1, 2), desierta de Dios y del hombre.

Pero, entretanto, ¿cómo justificar el derroche de tiempo, de pensamiento y de energía histórica dilapidada en esta tarea de demolición? ¿Quién va a responder de los estragos producidos a consecuencia de esta ofuscación de la imagen del hombre y de las ruinas morales que ha provocado?

Dios en perspectiva

No podemos llegar muy lejos en esta temeraria huida de Dios. Parece evidente que tanto el estado espiritual y moral de la sociedad como la situación global del hombre exigen su transformación integral; parece que el orden de realidades debe ser restablecido, el señorío de la verdad restaurado, el mundo renovado y el hombre devuelto a sí mismo. Ahora bien, esto no está ni en su intención ni, muy probablemente, tampoco a su alcance en las circunstancias presentes. El depósito de creencias y valores primordiales que ha alimentado la historia humana está bajo mínimos y hemos entrado en un estado de demencia tranquila que nos lleva a dar por hecho que la humanidad ha alcanzado por fin la utopía hacia la que ha venido caminando. Sólo la crisis económica actual parece enfriar esa euforia.

A la luz de la Palabra de Dios, hemos de entender que lo único decisivo que se juega en la historia es la realización del hombre en ella en conformidad con el proyecto divino sobre él, porque sabemos que “el plan de Dios es que todo tenga a Cristo por Cabeza” (Ef 1, 10). Por consiguiente, debe llegar la hora de Dios, no necesariamente la final, pero sí la que restablezca el imperio de su voluntad en un tiempo en que hemos conocido la reiteración del pecado del paraíso: la decisión de sustituir los designios de Dios por los del hombre.

Al final de esta larga travesía en la noche también nosotros, como los apóstoles después de aquel intento infructuoso de pesca, nos encontramos exhaustos y vacíos tras un esfuerzo agotador. A pesar de lo cual volvemos a echar la red, cada uno de nosotros, cada generación, con parecido resultado. Y en cada ocasión se nos repite: no os empeñéis en hacer las cosas así; no es eso ni es así; echad las redes en esa otra dirección: la que Yo os he señalado desde el principio; esto es, en la dirección de la única Verdad, de la Libertad y de la Paz que soy Yo mismo. De hecho, todas las iniciativas humanas han tenido siempre un resultado de fracaso hasta que hemos divisado a Dios en la orilla.

Escapar de Dios es caminar a la nada y al absurdo. Es lo que ocurre cuando se repite la actitud que denunciaba el profeta de Israel: “caminaban según sus ideas; me daban la espalda, no la frente” (Jer 7, 24). El hombre no va a encontrar reposo hasta que se reconcilie consigo mismo, esto es, hasta que se reencuentre con su verdadera imagen, con su realidad original, la que recibió del Creador.

El Concilio nos ha advertido: “Se termina la representación de este mundo, deformado por el pecado, pero sabemos que Dios prepara una nueva morada y una nueva tierra en que habitará la justicia… En el tiempo presente se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo” (Gaudium et spes 39). “Nosotros -dice S. Pedro-, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en los que habite la justicia” (2 Pe 3, 13).

Cada día, Dios se pone en camino hacia el hombre para responder a esa esperanza, pero podría hacerlo también, de forma singular, para recorrer con él, de nuevo, el camino del desierto a fin de llevar a su pueblo a la libertad y a la heredad preparada por él.

Dios volverá para hacer pedazos la falsa imagen que estamos trazando de Él mismo y de nosotros. Vendrá para dar cumplimiento de nuevo a lo anunciado por Isaías: “Yo guiaré a los ciegos por un camino que no conocen, los conduciré por sendas que ignoran; convertiré ante ellos la tiniebla en luz, y lo escabroso en llano” (42, 16).

De hecho, Dios está de nuevo en marcha: “ahora me pongo en pie; ahora me yergo, ahora me alzo” (Is 33, 10). “Silencio en presencia del Señor, que se acerca el día del Señor… Se acerca el día grande del Señor; se acerca con gran rapidez” (Sof 1, 7, 14). Porque ahora, y de nuevo, es la hora de Dios, hora que tiene su ritmo y sus leyes: llamadas a la conversión, ofrecimiento de la misericordia, advertencias y severidad adecuada a la realidad, oferta de nueva alianza.

Este lenguaje, que nos habla en términos tan categóricos de la novedad que está en el horizonte, así como la propia magnitud de la crisis, permite conjeturar que algo nuevo puede acontecer más allá de la intervención de los hombres, a los que parece haberse escapado el control de los acontecimientos humanos: “hacedme caso, pueblos; dadme oído, naciones: de Mí sale la ley; mis mandatos son luz de los pueblos. En un momento haré llegar mi victoria…, mi brazo gobernará los pueblos; me están esperando las naciones, ponen en Mí su esperanza” (Is 51, 4-5). Porque “así dice el Señor al despreciado, al aborrecido de las naciones: Te verán los reyes y se alzarán, los príncipes y se postrarán” (Is 49, 7…). “Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy, pídemelo, te daré en herencia las naciones, en posesión los confines de la tierra… (Sal 2, 7).

Cierto que, al menos en apariencia, el acontecimiento más significativo que está teniendo lugar en este tiempo es el silencio de Dios, quien está dejando al hombre decir su palabra, expresar sin cortapisas sus poderes y saberes, su libertad. Pero el Jinete de las Nubes se está preparando una calzada. Ya se oyen sus pisadas y se perciben sus huellas, aunque es necesario tener oídos para oír y ojos para ver.

En nosotros llevamos la expectativa, a veces inconsciente, de una nueva venida, de un mundo nuevo, de una nueva creación. El que viene nos dice: “Todo lo hago nuevo” (Ap 21, 5), aunque antes de ’edificar y plantar’ sea necesario ‘devastar, destruir y asolar’ (cf Eclo 49, 7) muchas de las obras erigidas por nosotros, porque esas construcciones no han sido levantadas por el Padre. “El día del Señor está cerca” (Is 13, 22), o como leemos en Hbr 10, 37: “un poquito de tiempo todavía, y el que viene llegará sin retraso”, para que se cumpla lo que fue predicho: “verán cara a cara al que traspasaron” (Jn 19, 37).

Dios volverá para revelar su Rostro a todos los hombres, porque Él es la Cabeza de la nueva Humanidad, “el Padre del siglo futuro” (Is 9, 5); porque es necesario que Cristo retorne entre nosotros como Luz y como Ley del mundo.

La liturgia, en el tiempo de Adviento, nos invita a volver la mirada hacia el que viene: ‘Mirando a lo lejos veo venir el poder de Dios; salid a su encuentro.’ Levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación’. Porque Él está a la puerta y llama (cf Ap 3, 20). A ese ‘Rey que viene, al Señor que se acerca, venid, adorémosle’.


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