“Permanece viva en toda la Iglesia la memoria de mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI, que murió aquí, en Castelgandolfo, hace veinte años. El tiempo no ha disminuido su recuerdo; al contrario, con el paso de los años resulta cada vez más luminosa su figura, y cada vez más actuales y sorprendentes sus proféticas intuiciones apostólicas. Además, este año, la celebración del centenario del nacimiento de este Pontífice, guía sabio y fiel del pueblo cristiano durante el concilio Vaticano II y el difícil período posconciliar, nos hace sentir más familiar el recuerdo de su persona y más fuerte el testimonio de su amor a Cristo y a la Iglesia.”

(Juan Pablo II, 6 de agosto de 1998)

Nacido el 26 de septiembre de 1898 del matrimonio cristiano formado por Giorgio Montini y Giuditta Alghisi, Juan Bautista mostró una temprana vocación sacerdotal que se concretó el 29 de mayo de 1920, al ser ordenado en la catedral de Brescia, de manos de Mons. Giacinto Gaggia. Ese mismo año ingresó al Colegio Lombardo de Roma, donde obtuvo los grados de doctor en Teología y Derecho Canónico.

En 1923 inició su marcha en las esferas diplomáticas del Vaticano, al ser incorporado a la Nunciatura Apostólica de Polonia en calidad de agregado. Al año siguiente fue trasladado de nuevo al Vaticano para integrarse a la Secretaría de Estado en donde actuó como “minutante” y, al mismo tiempo, conciliario nacional de la Federación Universitaria Católica en donde enfrenta las fricciones con el Estado Fascista de Mussolini. Luego de la disolución de ese organismo continuó hasta 1933 como capellán de los estudiantes italianos.

En diciembre de 1937, y por recomendación del cardenal secretario de Estado, Eugenio Pacelli (electo Papa en 1939 y que con gran sabiduría gobernó a la Iglesia con el nombre de Pío XII), fue designado sustituto de la Secretaría de Estado para Asuntos Ordinarios. En 1952 Juan Bautista Montini renunció a la púrpura cardenalicia y fue designado prosecretario de Estado: dos años más tarde se trasladó a la Diócesis de Milán, tras ser consagrado arzobispo en San Pedro, por el cardenal Eugenio Tisserant.

En la Arquidiócesis de Milán se caracterizó por su celo pastoral; ahí realizó un intenso apostolado entre obreros de esa importante ciudad industrial, conquistados en gran parte por el Partido Comunista. Su predicación social lo llevó a condenar por igual al capitalismo liberal y al marxismo; sin embargo, pronto fue señalado como uno de los prelados progresistas de Italia. A pesar de no ser cardenal, fue mencionado como uno de los posibles papables durante el consistorio que eligió, sorpresivamente por otra parte, a Su Santidad Juan XXIII.

En 1958 fue designado canciller de la Universidad Católica del Sagrado Corazón, y ese mismo año recibió la púrpura cardenalicia de manos de S.S. Juan XXIII.

En la década de los sesenta, el cardenal Montini tuvo oportunidad de conocer la problemática social y religiosa de Estados Unidos, Brasil y África, y realizó la visita ad Limina Apostolorum Petri et Pauli.

El 12 de octubre de 1962 integró parte de la lista de los prelados que participaban en la primera etapa del Concilio Vaticano II, y el 21 de junio de 1963, setenta y nueve cardenales reunidos en Cónclave lo eligen Papa, cargo que acepta y asume con el nombre de Pablo VI.

Pablo VI no es Montini

Lo que hace distinto a un Papa no es su cultura, su dominio de idiomas, su experiencia pastoral o su trabajo diplomático: un Papa no es sólo un hombre. Al dejar a un lado todo celo particular y recibir el honor y responsabilidad de ser Vicario de Cristo sobre la Tierra, carga la cruz al calvario de este valle de lágrimas, hasta que llegue la plenitud de los tiempos. Un Papa, como hombre, se transforma por la visión universal que adquiere de la Iglesia y por la responsabilidad que representa por su cargo; pero si el hombre cambia, es fundamentalmente por la acción del Espíritu Santo que le guía para cumplir su misión de naturaleza sobrenatural. Por eso Juan Bautista Montini fue un hombre, lleno de virtudes y quizá polémico para algunos. Pero Pablo VI fue otro distinto y al empuñar el timón de la Nave fue fiel a su misión.

En la Cátedra de Pedro no hay, como mentes ajenas al ministerio de la Iglesia pretenden hacer creer, progresistas o conservadores. El Papa, como heredero de San Pedro, está por encima de toda clasificación humana, puesto que es el depositario de las llaves que tiene poder de atar y desatar, y por quien Cristo, El Salvador, ha orado al Padre para que persevere en la Fe. Como hombre, en materias humanas y en expresiones de carácter, cada Papa es único; pero como Vicario de Cristo, guardián de la Fe, de la doctrina y de la moral, nunca ha fallado un pontífice y con esa certeza el mundo católico recibió la designación de Juan Bautista Montini como Papa, a quien respetó y amó como Pablo VI.

Esa transformación sobrenatural del hombre al asumir el pontificado, fue expresada por Pablo VI a Jean Guitton cuando éste le propuso escribir sus “Diálogos con Pablo VI”. Le expresó, en efecto: “Montini ha desaparecido. Pedro lo ha sustituido”.

Tres meses después de asumir el Pontificado, S.S. Pablo VI presidió el inicio de la segunda etapa del Concilio Vaticano II, y al año siguiente inicia el primero de los múltiples viajes que realizará por los cinco continentes. Llegó y besó Tierra Santa, el misterioso escenario de la Encarnación y Redención, donde los cristianos veneran las memorias del drama de la Pasión. Ahí se encuentra por primera vez con el Patriarca Atenágoras, en el abrazo ecuménico que el Papa siempre dio sin reservas, pero sin renunciar a la integridad de la fe, y cuya expresión inmediata fue la institución en 1964, del Secretario para los No Creyentes, convertido hoy en el Pontificio Consejo de Cultura.

Defiende la vida sobrenatural

El 6 de agosto de 1964, catorce años exactamente antes de su muerte, Pablo VI publica su primera Encíclica, Eclessiam Suam, que constituye un programa de acción y una orientación en la ruta hacia el diálogo con el mundo, con los hombres y con otras doctrinas.

El 21 de noviembre de 1964, al clausurar la tercera etapa del Concilio Vaticano II, el Papa Pablo VI sorprende a los padres al proclamar a la Virgen María, Madre de la Iglesia, rechazando así las pretensiones de quienes, so pretexto del ecumenismo, o porque el culto a Ella supuesto opacaba el debido a Dios, pretendían negarle su homenaje. Esta declaración sería complementada más tarde con la Encíclica Mense Maio, el 25 de abril de 1965, en la que invita a rezar el rosario y pide oraciones a María por el éxito del Concilio.

En el mismo año de 1965 el Papa publicó su tercera Encíclica, Misterium Fidei, sobre la Eucaristía, en la que pone un alto a la corriente progresista, proveniente principalmente de los Países Bajos, que pretendían negar la presencia real de Cristo en la Eucaristía y bordeaba en el error protestante de la imagen simbólica. El Papa ratificó la doctrina tradicional: Cristo está realmente en las Sagradas Formas, y el pan y el vino se transforman sustancialmente con las palabras de la consagración, a pesar de conservarse los accidentes. De esta manera, defendía la vida sobrenatural de los fieles, garantizando la integridad de los sacramentos, alimento del alma.

Pablo VI, el Papa del diálogo

En Pablo VI el diálogo no es sólo una de las más sublimes expresiones de la persona humana: es la forma de vivir el Bautismo. Juan XXIII había roto con algunos hábitos protocolarios y emprendió el primer viaje de un Papa, probablemente desde que Pío VII había ido a París a la coronación de Napoleón Bonaparte (1804). Juan XXIII viajó a Asís y Loreto, a dos horas de Roma. Pablo VI, en cambio, irá a Jordania, Tierra Santa (el único Papa que la ha visitado desde que San Pedro salió de Roma), Bombay, Nueva York, Fátima, Turquía, Bogotá, Ginebra (Consejo Mundial de las Iglesias Protestantes), Uganda, Irán, Pakistán, Filipinas, Samoa, Australia, India, Hong Kong y Sri Lanka; todo, en el curso de seis años. Cuando va a la Asamblea de la ONU (1965), podemos verlo por la televisión mexicana que transmite desde el extranjero en vivo, vía microonda por segunda vez en su historia; la primera transmisión de este tipo había sido la del funeral del presidente de EE.UU. John Kennedy, en 1963.

El nuevo Papa hace desaparecer otros hábitos protocolarios: la Tiara Papal, la Silla Gestatoria y la Corte Pontificia. Establece la costumbre de las Alocuciones o Catequesis del Papa todos los miércoles, y la de dirigir la Homilía en todas las Misas públicas que celebra. ¿Podemos imaginar hoy a un Papa que no le habla todas las semanas a la Iglesia? Sus biógrafos lo llaman el “primer Papa moderno”, esto es, en sintonía con la sensibilidad del hombre contemporáneo.

En Manila (1970) es atacado por un loco que alcanza a herirlo levemente con un puñal en el pecho. Su secretario privado le salva la vida inmovilizando al atacante; con la ropa tinta en sangre, Pablo VI continúa con el evento y el viaje. Habrá puñaladas mucho más graves en su vida.

Pablo VI se ha sentado a dialogar con el mundo. Con el vasto mundo que aún no conoce a Cristo o que lo ha rechazado, o que ha rechazado a Su Iglesia, frecuentemente por culpa de los mismos cristianos; y con el mundo cristiano de su tiempo al que hay que impedirle, a toda costa, que vuelva a caer en las tenazas de la Ilustración. Al primero le dedica dos obras cumbres del pensamiento social cristiano: La Encíclica Populorum Progressio (El progreso de los pueblos, 197) y la Carta Octogessima Adveniens (1971). Al mundo creyente le dedica su último documento importante, que iluminará la acción pastoral de la Iglesia por los siguientes cien años: la Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi (El anuncio del Evangelio, 1975), en donde precisa: “La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda el drama de nuestro tiempo…·.

Defiende la vida

El año de 1968 fue crucial en el pontificado del Papa Pablo VI. El 25 de julio, tras una prolongada meditación y después de haberse reservado para sí la decisión sobre el problema moral que representaba el uso de los anticonceptivos, el Papa publicó un hermoso y decisivo documento: la Encíclica Humanae Vitae, fundamental en la concepción cristiana del matrimonio y de la vida misma. Condenó el uso de anticonceptivos, defendió la ley natural y marcó el aborto como un crimen abominable.

La ortodoxia católica aplaudió unánimemente el documento. Demasiadas especulaciones de la prensa internacional hicieron creer poco antes, que la Encíclica sería favorable al control natal, cuando lo que propugnaba era una paternidad auténticamente responsable que se iniciaba en el respeto a la vida.

Pero los intereses económicos afectados, la prensa internacional, y los hombres víctimas de un hedonismo generado poco a poco por la sexualización de la sociedad, rechazaron el documento. Una campaña internacional de información se lanzó en contra del Papa, quien ya en el texto mismo de la Encíclica preveía que la Verdad no sería agradable a todos, y en la que se dirigía, a pesar de todo, a los hombre de buena voluntad, incluso a los gobernantes, para que respetaran la santidad del matrimonio y de la vida humana. ¡Cuánto dolor debió sentir el Papa cuando en el seno mismo de la Iglesia se levantaron algunas voces disidentes! A pesar de la claridad de lo expresado, y escuchados en las afirmaciones pontificias en el sentido de que la decisión de los hijos era un problema de conciencia rectamente ilustrada de los padres, no faltaron sacerdotes, e incluso prelados, que expusieron enseñanzas contrarias al espíritu y a la letra de la Encíclica. El propio Papa, ante el silencio cobarde de quienes debieron respaldarlo de inmediato, especialmente los seglares integrantes de agrupaciones de matrimonios, tuvo que ser el apologista constante de su Encíclica.

¿Cuál fue el peso de toda la campaña contra la Humanae Vitae? Sólo Pablo VI, que lo sufrió, y Dios que fue su roca, lo saben. Pero quienes pudimos observar entonces la reacción de la prensa, constatamos que fue una oposición sistemática que rebasó el rechazo al documento, y que se orientó en contra del Papa mismo. Campaña mundial contra Pablo VI, que fue reflejo de la preocupación de círculos católicos que observaron el mismo fenómeno, de lo que fue expresión la carta firmada por Etiene Gilson, Francois Mauriac, Henri Follet, Gabriel Marcel, André Piettre y otros, en la que expresaban su “tristeza y nuestro escándalo ante los ataques de que son objeto vuestra persona y vuestra doctrina”.

La Encíclica Humanae Vitae fue la piedra del escándalo. A partir de ese momento la contestación subió de tono, y las expresiones del progresismo en cuestiones de fe, liturgia, disciplina y doctrina social aumentaron en forma escandalosa. La prensa ventiló por todos los rincones de la Tierra las tesis contestatarias; esa misma prensa inventó personalidades y “expertos” a los cuales acudía sistemáticamente para asestar golpes a la Iglesia y al Papa. La revista Time dedicó entonces una portada en la cual las llaves de San Pedro aparecían rotas. Otras revistas del orbe también abordaron el tema con el mismo tono.

¿Pensó el Papa que ésa fuera su última Encíclica, o fue la reacción mundial y el dolor que debe haberle provocado el rechazo casi general, la causa de que nunca más emitiera un documento de esa naturaleza? Lo cierto es que desde entonces el Papa redobló su campaña a favor de la vida, que continuaría -incluso- en el texto mismo de su testamento, y que habría de intensificarse con el tiempo. Pero la campaña mundial contra el hombre subió de tono. Del uso de los anticonceptivos, que eran utilizados aun por muchos católicos, a pesar de la Encíclica, pronto se dio el siguiente paso: la legalización del asesinato masivo de inocentes con la “legalización” del aborto. Herodes, los Herodes de todos los tiempos emergieron victoriosos.

La ineficiencia lógica de los anticonceptivos –pus la naturaleza se defiende- provocó embarazos de hijos indeseados, y con las conciencias adormecidas que no habían escuchado la defensa de la vida, de la dignidad humana, hecha por el Papa Pablo VI, aceptaron con facilidad el desliz hacia el aborto. Muchas naciones vieron cómo, en poco tiempo, se otorgaba carta de legalidad a esa injusticia, en una de las aberraciones jurídicas más grandes de la historia. Y el Papa tuvo que vivir -y quizá eso aceleró su muerte- la tragedia de la permisividad legal del aborto en Italia, su amada patria. Lo mismo que la aceptación del divorcio y la corrosión de lo femenino con la mal llamada “liberación”.

Pocos, muy pocos, escuchaban al Papa.

El Papa de la angustia

Angustia es una palabra de origen alemán cuya raíz angst sirve para designar el desasosiego del alma humana frente a lo desconocido.

Pablo VI conduce el timón de la Barca de Pedro cuando en el mundo se comienzan a manifestar las primeras señales que indicaban el próximo fin da la Modernidad. Las incertidumbres crecientes desmoronaban las viejas certezas y en estas aguas turbulentas parecía flaquear la Fe de algunos, que atrapados en visiones exclusivas y excluyentes, escenificaron un nuevo conflicto entre Fariseos y Saduceos, llamados ahora Integristas y Progresistas. El pesimismo apocalíptico y milenarista de unos descalificaba el optimismo iconoclasta y milenarista de los otros. Con cuánta razón el teólogo francés Ives Congar podía decir: “Lo que más se parece a un integrista, es un progresista”. Un vocero del progresismo antropocéntrico, Malachi Martin, se atrevió a escribir: “Pablo VI es el Príncipe de la Agonía… Todo examen de Montini como Príncipe de la Agonía debe tomar en consideración la escena humana, tal como él encuentra hoy la situación de facto de su Iglesia… Aquí se halla la base de la Agonía de Montini. Tiene que contemplar dentro de la Iglesia el ir y venir de las fuerzas desatadas por el Concilio de Roncalli. No sabe exactamente qué es lo que debe enfatizar. No tiene ninguna carta de triunfo para jugar”. (Cf. Malachi Martin. “Tres Papas y un Cardenal”. Pág. 333).

Pero para Pablo VI, hombre de su tiempo, pero sobre todo hombre de Dios, los cristianos deben asumir la conducción de la humanidad en esta transición hacia un orden nuevo, y así en su Homilía del 5 de marzo de 1973 dice: “No penséis jamás que estáis fuera de la vida real, fuera de la historia, por el hecho de que vuestras personas y vuestras ideas tienen una forma propia modelada por la experiencia autorizada de la Iglesia; pensad más bien en cómo vosotros, tan ligados a la Iglesia de Pedro, estáis en la vanguardia de los grandes movimientos que arrastran a la humanidad hacia sus evidentes y para ella tan difíciles destinos, queremos decir, la unidad, la hermandad, la justicia, la libertad en el orden, la dignidad personal, el respeto a la vida, el dominio de la tierra sin quedar prisionero de ella, la cultura sin quedar desorientados”.

Jean Guitton en sus “Diálogos con Pablo VI” nos señala la fe alegre y tranquilizadora del Papa, reflejada en unas palabras que Guitton supone “debieron haber normado toda su vida y que son expresión de la más pura vivencia cristiana”: “Todo concurre –dice Pablo VI- para mayor bien de quienes aman a Dios. Si Dios está con nosotros, ¿quién puede estar contra nosotros?”.

Esta fe está animada por el amor a la Virgen, camino seguro para acercarse a Cristo y a su Doctrina: “María es el ejemplo de la actitud espiritual hacia los Divinos Misterios. Ella es modelo de la Iglesia en orden a la Fe, la Caridad y la perfecta unión con Cristo”.

“María fue algo del todo distinto a una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad alienante; antes bien, fue mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador de los humildes y de los oprimidos y derriba de sus tronos a los poderosos del mundo”. (Cf. Lc. 1, 51-53).

El mismo año de 1968, crucial en todo el orbe ante las oleadas de agitación de una juventud carente de valores que orientan y dieran sentido a su vida, el Papa sintió la necesidad de confirmar en la fe a sus hermanos, para que pudieran enfrentar la ola de perversidad y volver a las fuentes de la vida. Solemnemente, puesto de pie como para que su luz irradiara más lejos, cuando el mundo menos lo esperaba, dio lectura al Credo del Pueblo de Dios. Ahí respondió, en forma moderna y ortodoxa a la vez a los errores que entonces ya pululaban.

Consciente el Papa de que el final de época que le tocaba enfrentar generaba corrientes que simpatizaban con la idea del progreso científico propuesto como sustituto seguro de la Fe, anunciaba en su catequesis del 4 de marzo de 1973: “Todos estamos convencidos de que nuestra civilización encierra en sí misma tales fermentos, tales impulsos, tales inquietudes, tales aspiraciones, que algunos piensan que ha de producirse por sí misma una renovación profunda, quizá incluso revolucionaria, de ella: basta fiarse de la ley universal del progreso, el cual cambiará el aspecto viejo del mundo haciendo que éste adquiera uno nuevo, sin que tengamos que actuar como precursores de programas renovadores o como profetas de sueños inverosímiles. Es verdad; pero ante esta perspectiva de transformación nosotros preguntamos: ¿Qué será del hombre en esta metamorfosis general? ¡Cuántos fenómenos preconizados como ideales el siglo pasado, han tenido ahora consecuencias funestas en el campo social, sanitario, moral en nuestro siglo!”.

La doctrina social, única vía

El 14 de mayo de 1971 el Papa se dirigió al Cardenal Mauricio Roy, presidente de la Comisión Justicia y Paz, en una importantísima misiva sobre los problemas sociales de nuestro tiempo. La Carta Octoggesima Adveniens puntualizó nuevamente, ante el desconcierto que reinaba en este terreno, que para la construcción de un mundo justo y pacífico las ideologías materialistas no tienen respuestas aceptables para el cristiano. Ni el socialismo, ni el marxismo, ni el capitalismo liberal, puntualizó, pueden ser opción para el cristiano preocupado de los problemas políticos y sociales. Y recordó, además, que es la doctrina social de la Iglesia, cuyo punto de referencia más importante es la Encíclica Rerum Novarum, de S.S. León XIII, de la cual se cumplía 80 años de publicada, la única base a desarrollar en concordancia con el Evangelio y con suficientes respuestas que satisfagan al cristiano.

Al mes siguiente, Pablo VI publica una nueva exhortación: la Evangélica Testificatio, que sirvió de preámbulo a la tercera Asamblea del Sínodo de Obispos.

El año santo

Un esfuerzo más de conciliación en la unidad lo constituyó el Año Santo, convocado el 9 de mayo de 1973, para dar inicio en las Iglesias locales el 10 de junio siguiente. No era ya necesario, como en otros tiempos, acudir a Toma para recibir los beneficios espirituales queridos por el Papa para esta jornada. Ahora que los medios de comunicación hacían más accesible a Roma, el Papa hacía más accesible a Roma, el Papa hacía más accesible a la Iglesia.

Dentro de este espíritu se realiza la cuarta Asamblea del Sínodo de Obispos, y el Papa publica el 8 de diciembre -Día de María Inmaculada- la exhortación apostólica Paterna Cum Benevolentia, sobre la reconciliación en la Iglesia. Y, por fin, el 31 de diciembre de 1974 inaugura el Año Santo. Fue ése un año de intensa predicación papal. Los brazos del Pontífice estaban abiertos para recibir a quienes, humildemente, acudieran al pastor que reunía a su rebaño.

Y en ese marco del Año Santo, también otro 8 de diciembre, el Papa Pablo VI publicó una nueva exhortación apostólica, la Evangelii Nuntiandi, en la que plasmó en forma definitiva los modos y objetivos de la Evangelización, documento que será base para la predicación de la Palabra de Dios en el mundo moderno.

Los años de 1976 y 1977 fueron constante motivo de especulación. La cercanía de los años 80 del Papa provocaba el renacimiento de las presiones para que Pablo VI dejara el pontificado. Las normas sobre la edad de retiro de los Obispos; el límite en la edad de los Cardenales que podrían participar en la elección del Papa, así como las enfermedades que lo acosaban y lo mantenían visiblemente retraído, eran la causa. Los especuladores no se fijaban en que el Vicario de Cristo continuaba desde la máxima cátedra, sus enseñanzas, “a tiempo y a destiempo”.

La muerte del Papa

Presintiendo y anticipándose a la muerte Pablo VI elaboró Algunas notas para mi testamento.

Así dicen: “Fijo mi atención en el misterio de la muerte, y lo que le sigue, a la luz de Cristo, el único que lo aclara; y por lo tanto, con humilde y serena confianza, reconozco esa verdad que para mí siempre ha estado reflejada en esta vida a través de este misterio, y bendigo a Aquél que conquista la muerte por haber disipado la oscuridad y revelado su luz.

“Por lo tanto, en el umbral de la muerte, la total y definitiva separación de mi vida presente, siento la necesidad de celebrar el regalo, la fortuna, la belleza, el destino de esta existencia temporal.

“Señor, pienso en Ti que me has llamado a la vida, y más aún, que haciéndome cristiano, me has permitido renacer y me has destinado a la plenitud de la vida.

“De igual forma siento la obligación de dar gracias y bendecir a aquellos a través de quienes me fueron dados los premios de la vida por Ti, oh Señor: quienes me presentaron a la vida (¡Oh, qué benditos son mis meritorios padres!), quienes me educaron, me desearon el bien, me beneficiaron, me asistieron, me rodearon de buenos ejemplos, con atención, afecto, lealtad, bondad, cortesía, amistad, fe y respeto.

“Ahora que el día se pone y todo termina y desaparece de esta estupenda y dramática temporal escena terrena ¿cómo te puedo dar las gracias otra vez, oh Señor, por el regalo natural de la vida, y el premio, aún mayor, de fe y de gracia, en los cuales en el final, se refugia de forma única mi existencia eterna? “Saludos y bendiciones a todos los que conocí en mi peregrinaje por esta Tierra; a mis compañeros de trabajo, consejeros y amigos -¡fueron tantos, tan buenos y generosos y queridos!- ¡Bendiciones a aquellos que compartieron mi ministerio, mis hijos y hermanos en Nuestro Señor!

“Mi pensamiento se torna hacia el pasado y crece hacia afuera, y sé bien que esta despedida no sería feliz si no me hubiera acordado de pedir perdón por cuanto pudiera haber ofendido, dejado de servir, amado insuficientemente; y a su vez ofrezco el perdón a cualquiera que lo hubiera deseado de mí. Que la paz del Señor esté con nosotros.

“Siento que la Iglesia me rodea; oh Santa Iglesia, una, católica y apostólica, recibe con mi bendición y mi saludo mi acto supremo de amor. A ti, Roma, diócesis de San Pedro y del Vicario de Cristo, tan amada por este más reciente siervo de los siervos de Dios, recibe mis más paternas y abundantes bendiciones para que tú, la Ciudad del Mundo, siempre recuerdes tu misteriosa vocación, y que con virtud humana y Fe cristiana, sepas responder a tu misión espiritual y universal a través de la historia del mundo”.

Pablo VI, fiel instrumento de Dios

El Cardenal Paul Poupard, colaborador próximo de Pablo VI, dice de él: “…Montini eligió desde el primer momento un nombre que lleva implícito el alcance de su Pontificado; Pablo, el Apóstol de los gentiles, el heraldo de la palabra, el viajero incansable, doctor y pastor, el reformador atrevido y avisado que no duda en cambiar las observaciones no esenciales para difundir mejor el mensaje del Evangelio” (González Baladó).

Lo sobrenatural que hay en el Papa no puede ser juzgado, porque se trata del misterio de la asistencia Divina, de un hombre escogido por Dios para que sea el Vicario de Cristo en la Tierra. Todo Papa tiene ese carisma prometido a Pedro, la piedra sobre la cual se sostiene el edificio de la Iglesia.
Sin embargo, en cada Papa hay un hombre. Cada Papa es, como todo cristiano, sujeto de Redención y en el cumplimiento de su vocación, en su capacidad de respuesta al llamado está la posibilidad de llegar a la meta.

Así como la Gracia no destruye la naturaleza humana, la consagración plena de un hombre al servicio de Cristo, de la Iglesia, de sus hermanos y de todos los hombres, no anula lo que el hombre es. Y si bien un Papa, un pontificado, no puede ser juzgado en lo sobrenatural que tiene, sí puede ser analizado en los rasgos humanos que lo distinguen.

El llamado a la cátedra de Pedro dio a Juan Bautista Montini las gracias necesarias para conducir a la Iglesia en tiempos especialmente difíciles. Cristo le otorgó la asistencia del Espíritu Santo para no errar, pero dejó que fueran las cualidades humanas propias del hombre las que realizaran esa tarea, de ahí la grandeza del Papa Pablo VI, uno de los grandes Pontífices de la Iglesia.

Heredó de su Santidad Juan XXIII el Concilio Vaticano II, que como el acontecimiento más importante en la vida de la Iglesia en lo que va del siglo, conmovió a toda la humanidad. Cuando todos los ojos estaban pendientes de lo que ocurría en el Vaticano II y la verdad era deformada, supo él enfrentar las dudas; guiar con suavidad a los Padres Conciliares; responder las interrogaciones que se hacían sobre los temas más importantes de la doctrina y la moral. Puso Pablo VI todas sus virtudes al servicio de la Iglesia: su sabiduría; su amor por el sacerdocio: la devoción a la Virgen María; su vivencia de los sacramentos; sus cualidades diplomáticas para acercar a los hermanos separados, su alegre seriedad para confortar a sus hijos; su amor por la vida para defender la dignidad humana. Pablo VI fue, además, un Papa valiente que supo respetar a los hombres y al mundo moderno, pero predicarles con claridad la firmeza de la verdad, aunque desagradara al hedonismo moderno.

Dentro y fuera de la Iglesia, ante la confusión de las mentes que están alejadas de la vida de la gracia y confunden la verdad con sus pasiones, Pablo VI predicó la doctrina, difundió el humanismo cristiano de raíces divinas, fue sal de la Tierra y luz que guía entre las tinieblas. A nadie ofendió, a todos amó, incluso a los que le ofendieron y se le rebelaron.

Sin embargo, es bien palpable, a Pablo VI tocó cargar una dura Cruz que le había reservado Cristo cuando lo escogió como su predilecto. Quince años de pontificado fueron, a pesar de todo, irradiación de luz, abundancia de enseñanzas, riqueza de fe, de esperanza y de caridad.

Parecía que en medio de la tormenta, Cristo duerme plácidamente; sin embargo, Pablo VI no gritó desesperado “¡Sálvanos, Señor, que perecemos!” Supo bien, y así lo demostró durante su Magisterio, que Jesús es el Señor de la Historia, la Cabeza de la Iglesia; que deja actuar a los hombres, pero que un gesto de Él es suficiente para calmar los elementos. Ahora sólo nos queda decir: ¡Gracias Pablo VI! A ti, sabio Pontífice, debemos el perseverar en la fe; tu luz brillará siempre.


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