La causa de los padres de Teresa fue abierta en 1857 y el 19 de octubre de este año, día de la Jornada Mundial de las Misiones, la Iglesia elevó a los altares a Louis y Zélie en la basílica de Lisieux, situando en la cumbre de la gloria a un matrimonio que vivió cara a Dios en su vida corriente. Desconocidos para la mayoría de los hombres de su tiempo, pero llamados a cambiar la historia desde lo profundo.

La reciente beatificación de los padres de Santa Teresita de Lisieux, Louis Martin y Zélie Guerin, rinde un renovado testimonio de cómo Dios teje la historia paralelamente a los designios humanos. Basta con contemplar cómo en un pequeño pueblito francés crecía inadvertidamente para la mayoría de los hombres la que Pío X llamó «la santa más grande de los tiempos modernos». Mientras el mundo se debatía entre guerras y un ambiente de progresismo cientificista, Dios se encargaba de resguardar con especial predilección a una familia de santos cuya silenciosa vida sería decisiva.

La causa de los padres de Teresa fue abierta en 1857 y el 19 de octubre de este año, día de la Jornada Mundial de las Misiones, la Iglesia elevó a los altares a Louis y Zélie en la basílica de Lisieux, situando en la cumbre de la gloria a un matrimonio que vivió cara a Dios en su vida corriente. Desconocidos para la mayoría de los hombres de su tiempo, pero llamados a cambiar la historia desde lo profundo. De ellos dijo alguna vez su hija menor, Teresa: «El Señor me concedió un padre y una madre más dignos del Cielo que de la tierra». Como en un bello jardín las semillas sembradas por las manos de un matrimonio santo relucen en sus frutos más próximos, en este caso cinco hijas, todas entregadas a una vida religiosa y en particular Teresita, doctora de la Iglesia y lirio blanco de aquel jardín, quien cautivó al mundo con sus enseñanzas en torno a la infancia espiritual como camino a la santidad.

La juventud

Louis nació el 22 de agosto de 1823 en Burdeos, ciudad en la que se encontraba la familia debido al oficio militar del padre. Lejos de seguir esa carrera, a los 19 años decidió convertirse en relojero, y con esta vocación que respondía a su modo de ser meticuloso y paciente se inició como aprendiz viajando por ciudades como Rennes, Estrasburgo y París bajo la directriz de distintos maestros. Desde su juventud, Louis se caracterizó por su talante reflexivo y amante del silencio dotado de una precisión matemática; a la vez que demostraba una paralela inclinación a la aventura, a los viajes, gustando en especial de la contemplación del mundo y de la literatura romántica.

En 1845 Louis se encaminó al corazón de Los Alpes, hasta el Hospicio de San Bernardo el Grande donde los monjes se consagran a la vida de oración y al rescate de los viajeros perdidos en las montañas. Seguro de estar respondiendo a una llamada vocacional, pidió la admisión, pero el prior le advirtió que entre los requisitos estaba el saber latín.

Louis volvió a Alençon, decidido a sortear este obstáculo, pero los tardíos estudios fueron infructuosos, por lo que se vio forzado a renunciar al proyecto. Tiempo después compró una casa en el número 15 de la calle del Puente Nuevo de Alençon donde instaló su taller y una tienda de relojería que llegaría a ser un próspero negocio. Zélie Guerin, ocho años menor, nació en 1831. Sus padres la criaron con especial dureza y exigencia, un rasgo notoriamente marcado en la madre de Zélie. Es por eso que ya mayor, en noviembre de 1875, Zélie escribía a su hermano recordando su severa educación: «Mi niñez, mi juventud, han sido tristes como una mortaja, porque, si mi madre te mimaba a ti, para mí, tú lo sabes, era demasiado severa; aun siendo tan buena, no sabía tratarme; por eso mi corazón ha sufrido mucho». A pesar de aquella tristeza infantil, Zélie creció para transformarse en una mujer trabajadora, activa, de espíritu práctico y corazón transparente. Lograría santamente evitar seguir la actitud de su madre en la crianza de sus propios hijos.

Coincidiendo en sus aspiraciones con su futuro marido, también creyó estar llamada por Dios a la vida religiosa. A los 19 años quiso entrar a las Hermanas de la Caridad y dedicarse al cuidado de los enfermos, pero ante la negativa de la superiora, quien le aseguró que ella no tenía esa vocación, Zélie desistió obedientemente y se orientó al matrimonio.

Siendo una mujer enérgica, generosa y de intuiciones claras, a los veinte años, y después de hacer una novena a la Virgen Inmaculada, vio con claridad que debía dedicarse a hacer el famoso punto de Alençon, que entre las labores de encaje era considerada la más bella y refinada. No se quedó en la pequeña ilusión, sino que con amplia perspectiva contrató obreras que tejieran el encaje, mientras ella se encargaba de unir los trozos de manera invisible, junto con dirigir su propia pequeña empresa.

Así encontramos en 1858 a los futuros esposos Martin, guiados por una misteriosa Providencia hacia un destino desconocido, lejano pero no ajeno a la entrega generosa que ambos habían aceptado como el plan divino para sus vidas. Dedicados al trabajo, el relojero y la encajera no sospechaban que estaban en realidad llamados a encontrarse en uno de los puentes que cruzaban por su pueblo para unir sus vidas hasta la muerte.

En el puente de Alençon

La primera mirada fue la decisiva. Un día, al atravesar el puente de San Leonardo en Alençon, Zélie vislumbró a un joven distinguido que caminaba por la calzada. Nuevamente aparece en ella esa clara intuición que iluminaría las grandes decisiones de su vida. Como contaba años después a sus hijas, le bastó la visión de Louis para oír en su interior una voz que le decía: «He aquí a quien he destinado para ti».

Entretanto, la madre de Louis, preocupada por que su hijo se hallaba imbuido en sus ocupaciones e intereses sin considerar seriamente el matrimonio, había visto a Zélie en la escuela de encajes. Inmediatamente pensó en ella como la mujer adecuada para Louis.

Tres meses después de ese primer encuentro, el 13 de julio de 1858, Louis y Zélie se casaron en una ceremonia realizada en la privacidad de la medianoche. Él tenía 35 años y ella 27. Desde ahí comienza a trazarse un camino de santidad común entre los esposos.

Ya en las primeras decisiones se ve la comunidad en la visión del matrimonio Martin. Para empezar, Zélie, aunque siempre había querido tener muchos hijos, no había sido preparada por su madre, respecto a la que guardaba una relación más bien distante, para la vida matrimonial. Se enfrentaba así, sin la guía materna, a un terreno desconocido. Frente a ello, Louis respetó el tiempo de Zélie y sin forzarla decidieron en conjunto vivir sus días en la tierra completamente consagrados al Señor, mientras permanecían dentro del mundo. Esto respondía bien a aquella aspiración vocacional no consumada que ambos habían vislumbrado en la juventud. Respecto a ello, Zélie escribirá a su hija Paulina, recordando el día de su boda y al explicarle cuánto había llorado porque quería vivir una vida fuera del mundo y consagrada al Señor: «Puedo decir que ese día lloré todas mis lágrimas, más de lo que nunca había llorado en mi vida y más de lo que nunca volveré a llorar. Mi pobre hermana no sabía cómo consolarme. Y sin embargo, no me sentía triste por verla allí, no, al contrario, hubiese querido estar yo allí también. Comparaba mi vida con la suya, y arreciaban las lágrimas. Y durante mucho tiempo, mi corazón y mi mente estaban en la Visitación; iba a menudo a ver a mi hermana y allí respiraba una calma y una paz imposibles de describir; y cuando volvía, me encontraba enormemente desdichada por estar en medio del mundo y deseaba esconder mi vida con la suya». Y luego le aclara con conmovedoras palabras el apoyo que encontró en Louis, a pesar de sus tristezas: «Tú que amas tanto a tu padre, mi Pauline, pensarás que yo era infeliz con él, y que me arrepentía del día en que me casé con él. Pero no, él me entendió y me consoló maravillosamente, porque sus gustos eran tan similares a los míos. De hecho creo que nuestro afecto mutuo creció precisamente por su inclinación (a la vida religiosa y al celibato). Nuestros sentimientos siempre han sido uno, y él siempre ha sido mi consuelo y mi apoyo».

Después de diez meses en total continencia, el confesor intervino recomendándoles abandonar este régimen de vida común. Los esposos se entregaron al consejo del sacerdote y se dispusieron a recibir los hijos que el Señor les enviara. De este modo Zélie llegaría a cumplir el sueño tan anhelado que brotaba de su especial amor a los niños: «Amo a los niños con locura, he nacido para tener hijos», decía ella misma. Ésto la lleva a explicar en una carta escrita en 1877: «Pero cuando tuvimos hijos, nuestras ideas cambiaron un poco. No vivimos más que para ellos, constituían toda nuestra felicidad y sólo en ellos la encontrábamos. Nada nos resultaba ya penoso y el mundo ya no nos era una carga. Para mí, eran la gran compensación y por eso quería tener muchos, para criarlos para el cielo».

Zélie y Louis tuvieron nueve hijos, y tuvieron que soportar cuatro veces el dolor de la muerte prematura: los dos hijos hombres murieron tempranamente y de las siete mujeres, sólo cinco sobrevivieron la niñez, María Helena murió a los cinco años y Teresa (la primera) en sus primeros días de vida.

Ciertamente la mortalidad infantil era una experiencia más que frecuente durante el tiempo de Louis y Zélie y, sin embargo, no por su asiduidad causó menos impacto en el matrimonio Martin. Leemos en las cartas de la esposa con cuánta intensidad y resignación vivieron los dos estos momentos, en particular al remontarse al suceso de la muerte de Helena: «Esta experiencia me ha afectado tan profundamente, que nunca la olvidaré. No esperaba un fin tan abrupto, y tampoco lo hacía mi marido. Cuando él volvió a la habitación y vio a su pobre hijita muerta, él empezó a llorar, ‘¡Mi pequeña Helena, mi pequeña Helena!’ Después los dos juntos se la ofrecimos al Señor» (febrero 1870). No pasaron desapercibidos esos niños a los ojos de la madre. Aún tiempo después de muertos y a pesar del corto período de cercanía con ellos, Zélie pensaba en sus hijos con gran apego y una fuerte visión sobrenatural. Escribiéndole a su cuñada, quien también había perdido a un hijo, Zélie dice: «Cuando le cerraba los ojos a mis queridos hijitos y los estaba enterrando, experimentaba un dolor muy grande, y sin embargo he aceptado siempre Su voluntad. No me quejé por el dolor y las angustias a las que me tuve que enfrentar por ellos. Mucha gente me decía, ‘habría sido mejor no haberlos tenido nunca’. Yo no podía soportar esa forma de hablar. No creo que todo el dolor y las angustias puedan compararse a la felicidad eterna de mis hijos. Y además, ellos no están perdidos para siempre.

La vida es corta y llena de infelicidad, pero nos veremos otra vez allá arriba» (octubre 1871). La vida de los esposos Martin se desarrolló durante 19 años en medio de la cotidianidad de una familia normal y medianamente acomodada, en la que la jornada se volcaba sobre todo al cuidado de los niños y al trabajo. Esta vida corriente era asumida de modo cristiano, empezando cada mañana a las 5.30 para asistir a la «misa de los pobres» y dando importancia a las prácticas recomendadas por la Iglesia, como los ayunos, la oración y la participación en la Adoración Nocturna. Muchos de los detalles de la vida cotidiana de los esposos los encontramos en estas cartas de Zélie, quien a diferencia de Louis tenía un don especial para componer mensajes que enviaba a sus familiares haciéndoles partícipes de las pequeñas anécdotas que ocupaban a la familia en el día a día. De esta manera se manifiesta en estas cartas un rico testimonio de las relaciones de los Martin. Se ve por ejemplo cómo cuidaba Zélie de complacer los hábitos de su marido cuando le escribe unas palabras con ocasión de uno de los viajes de Louis: «Cuando recibas esta carta, estaré ocupada en ordenarte el banco de trabajo; no te enfades, que no te perderé nada, ni siquiera un viejo cuadrante, ni siquiera un trozo de muelle, lo que se dice nada, y además te lo limpiaré todo por arriba y por abajo. No podrás decir que ‘no he hecho más que cambiar el polvo de sitio’, pues no quedará ni una mota» (1869).

Entretanto, Louis, quien muchas veces es visto como un hombre idealista y sentimental, tenía también un desarrollado sentido práctico, que queda en evidencia cuando él mismo frente al éxito rotundo de la empresa de su esposa, decide abandonar su relojería y dedicarse a manejar comercialmente el negocio de los encajes, logrando un considerable aumento de los beneficios de la empresa.

Por el gran amor que se tenían y en la mutua convivencia diaria entregada con generosidad a favor de sus queridos hijos las personalidades de Louis y de Zélie se fueron limando poco a poco, alcanzando cada uno la perfección heroica de sus caracteres. En el caso de Louis, él llegó a desarrollar un modo de ser lleno de ternura, del cual escribía Teresa más adelante: «Lo que más me sorprendía eran los progresos en la perfección que hacía papá; a imitación de San Francisco de Sales, había conseguido dominar su natural vivacidad, hasta el punto que parecía que poseía la naturaleza más dulce del mundo…Las cosas de este mundo apenas parecían rozarle, y se recuperaba con facilidad de las contrariedades de la vida». Zélie, por su parte, llegó a manifestar una fortaleza y una entrega superior a la de la mayoría de las mujeres.

Cinco hijas para Dios

Sólo cinco hijas mujeres del matrimonio Martin sobrevivieron la infancia: María Luisa, nacida en 1860 y conocida simplemente como María en su hogar; Paulina (1861), Leonia (1863), Celina (1869), que es la séptima hija, precedida por tres hermanos muertos durante esos años: los dos hombres y la pequeña Helena, y finalmente Teresita (1873), quien nació después de otra hermana muerta que llevaba su mismo nombre.

La vida con las hijas es verdaderamente entrañable y se vislumbra continuamente la paz de aquel pequeño jardín familiar cultivado por la mano de unos santos padres. Reflejo de ello es el descanso dominical que Louis respetaba sagradamente, sin jamás trabajar o abrir la tienda ese día. La familia asiste unida a la Iglesia y luego se organizan paseos con las niñas que disfrutan de las fiestas de Alençon, de las cabalgatas y de los fuegos artificiales. En algunas ocasiones al padre le gusta pescar, y esos recuerdos felices aparecen vivos en la memoria de su hija Teresa: «Lo amé entrañablemente. Mi vida giró en torno a su cariño. Paseaba con él. Iba al río con él. Me enseñaba a pescar. Él pescaba con mucha paciencia. Yo no daba nunca con un pez prisionero. Con papá iba a escuchar la música de la banda militar. Y con él iba a misa frecuentemente. Me tomaba de la mano durante la ceremonia. Yo le miraba. Nunca vi a nadie rezar tan profundamente como rezaba él. Cuando escuchaba el sermón del párroco era evidente que le prestaba la atención que se debe prestar a la palabra de Dios. Y cuando sonaba el nombre de Santa Teresa, me decía por lo bajo: ‘fíjate mi reina: están hablando de tu santa patrona’. Un día me llevó también al locutorio del Carmelo. Y me enseñó las rejas de la clausura».

Por su parte Zélie les enseña a ofrecer su corazón cada mañana y a aceptar las pequeñas dificultades de cada día para «contentar a Jesús». Le pide continuamente a la Virgen que sus hijas sean santas: «le pediré que aquellas que ya me ha dado se conviertan en santas, y respecto a mí, que yo pueda quedarme junto con ellas, pero que ellas deben ser mucho mejores que yo»- dice en diciembre de 1875.

El gran objetivo de la vida de Zélie fue educar a sus niños para el cielo, involucrándose enteramente en el largo, paciente y alegre trabajo del proceso de crecimiento de cada uno. A la vez, Louis y ella trabajan arduamente para mantenerlos. La labor de educadora de Zélie es brillante y cotidiana; se ve bien en las frecuentes cartas que le envía a sus hijas mientras están en el internado, pues cada una exuda la sensación de hogar. Envía consejos, relata anécdotas familiares, muchas de ellas divertidas, cuenta cómo crecen día a día sus hermanas, los eventos del vecindario y las preocupaciones de la casa.

Entre las hijas, será Leonia la carga más dura de llevar. Una niña reticente, con dificultades para aprender y de carácter difícil en la que se derramarán todas las oraciones y cuidados pacientes de una madre decidida a sacar adelante a esa alma que tanto parecía fracasar: «Sólo Leonia sigue siendo una cruz muy pesada de llevar. Ojalá tía me obtenga que cambie esta pobre niña, no dejo nunca de esperarlo», decía Zélie en otra de sus cartas. Los frutos de la labor de Zélie en Leonia madurarán después de la muerte de la madre.

Teresita por su parte será el fruto tardío del amor de Zélie y Louis, cuando ella tenía 40 y él 52 años. Los ecos de la esmerada educación de Zélie resuenan en las enseñanzas de la futura Doctora de la Iglesia. El caminito de infancia de Teresa está sembrado de semillas maternales, a pesar de la temprana muerte de Zélie. Ahí, por ejemplo, encontramos la inspiración de aquel ejemplo de la escalera que utilizaba para enseñar a las novicias. Cuando pequeña, Teresa consideraba especialmente difícil subir por la escalera de su casa. Así que, para hacerlo, se situaba abajo, en el principio del primer escalón y llamaba a su mamá, sin moverse hasta que ella le contestaba diciendo «¡Sí, mi pequeña niña!». La respuesta le daba la fuerza para levantar el pie hasta el primer escalón. Y de esta manera ella necesitaba llamar y recibir aquella respuesta para subir cada uno de los escalones hasta llegar arriba. Después diría a las novicias, que la mejor manera de alcanzar a Dios era llamarlo en cada paso.

La muerte

En 1865 Zélie se percata de la existencia de un tumor maligno en su pecho. Es fruto de una antigua caída, en la que se había golpeado contra el borde de un mueble. Por un tiempo, ni su hermano ni su marido le concedieron importancia, hasta que en 1876 la enfermedad se hizo patente y el médico dictaminó el diagnóstico final: se trataba de un tumor fibroso y no podía operarse.

Zélie afronta la desgracia con valentía, aunque sabe bien el vacío que significará su muerte para la familia. Con cinco hijas en edad de crecimiento y la perspectiva de su amado marido viviendo sin su compañía, Zélie no se desespera. Acude, respondiendo a la insistencia de sus familiares, a un peregrinaje a la Virgen de Lourdes. Pero ante la desilusión de las hijas, el viaje no da resultados. La actitud de Zélie es de total entrega: «¡Qué le vamos a hacer! Si la Santísima Virgen no me cura, es porque mi tiempo se ha acabado y Dios quiere que descanse en un lugar distinto de la tierra…», dice en una de sus últimas cartas.

Zélie muere en agosto de 1877. Teresa escribe algunos recuerdos de la muerte de su madre: «Papá, cuando mamá ya había muerto, me llevó a donde estaba su hermoso cuerpo y me dijo ‘da un último beso a mamá’. Y yo acerqué mis labios y la besé. Cuando le administraron a mamá la unción, yo estaba junto a Celina. Papá la miraba amorosamente. Qué fuerza la suya en aquellos momentos». Louis se queda solo, herido profundamente pero con una santa aceptación y la confianza de que su amada esposa ya se encuentra en el Cielo. En sus manos quedan las cinco niñas, la mayor de 17 y la menor de 4 años. Es el momento de las grandes decisiones. Sin pensar en su bienestar y en toda la vida que deja atrás, Louis decide trasladarse desde Alençon al pequeño pueblo de Lisieux, alentado por la ayuda que le ha prometido a Zélie su cuñada, la señora Guerin, para la educación de las hijas. Es así como el padre de familia abandona todo para mudarse definitivamente.

En este primer gesto de grandeza encontramos la razón de que las niñas huérfanas de madre encuentren en su santo padre todo el amor que les había quitado la muerte de Zélie. «Aquel corazón tierno de papá había añadido al amor que ya poseía un amor realmente maternal», escribirá Teresita más adelante. Será a través del amor paternal, que Teresa superará aquel talante frágil, melancólico y propenso al llanto que le dejó en el alma la temprana muerte de su madre. A la pequeña Teresa dedicará Louis un fervor especial, haciéndola su fiel compañera en las visitas al Santísimo durante las tardes y regalándole el último beso de cada noche. En la entrega de Louis, Teresa encontrará una visión que la remite constantemente a la paternidad divina.

La viudez

La familia vive en la paz y en el silencio, manteniendo vivo el recuerdo de la que el señor Martin llama «vuestra santa mamá». En Lisieux la educación de las niñas es encomendada a las Benedictinas de Nuestra Señora del Prado. En los tiempos libres, Louis sabe recrearlas con idas al teatro, pequeños viajes o estadías en París. Les canta canciones, les recita poesías, les cuenta alguna fábula o hace imitaciones al parecer con un especial don para la mímica que Teresa heredaría.

En Lisieux la gente se acostumbra a ver al distinguido Louis caminando acompañado por una pequeña tropa de jovencitas hacia la iglesia. Entre las niñas llama especialmente la atención la más pequeña que camina tomada de la mano de su padre, con sus rubios cabellos rizados, tal como le gusta a él que los lleve. Ya en la parroquia, cuenta Teresa que la gente solía competir para ofrecerles al menos dos asientos juntos, complacidos de ver a aquel venerable caballero con su pequeña hija. Teresa contará luego cómo al ver a su padre escuchar el sermón, su dulce cara le hablaba más aún que las palabras del sacerdote que predicaba. Ella recuerda especialmente cómo relucían sus ojos y se forzaba a contener las lágrimas de la emoción. En esos momentos, no parecía que su alma estuviera atada a la tierra, sino inmersa en las verdades eternas. «Todo lo que necesitaba era verlo, para saber cómo rezan los santos», dirá Teresita luego.

Con el tiempo aparecerán los frutos del tierno cultivo de ese padre viudo, quien sabía bien cómo compaginar la dulzura de su carácter con una firmeza que su hija Teresa recordará diciendo que nunca la habían malcriado.

Paulina entra al Carmelo de Lisieux en octubre de 1882 y María en octubre de 1886. Leonia intenta sin éxito ser admitida en las Clarisas, y después en La Visitación, donde logrará entrar en 1899 después de dos intentos fallidos. Teresita ingresará al Carmelo a los 15 años en abril de 1888. Dos meses después, Celina le revela a su padre que ella también ha visto una vocación religiosa. Sobrecogido, Louis responde con una sorprendente grandeza de ánimo: «Ven, vayamos juntos ante el Santísimo a darle gracias al Señor por concederme el honor de llevarse a todas mis hijas».

El apoyo dado por Louis a la entrega de todas sus hijas a Dios se refleja en muchos pequeños detalles. Pero quizá uno de los más bellos episodios es el de la florecilla blanca, signo que conservó Teresa en sus escritos y que procede del momento en que ella le confió a Louis su deseo de ir al Carmelo. Cuenta Teresa cómo su querido padre no hizo ningún intento de disuadirla. Aunque le hizo ver que aún era joven para tomar esa crucial decisión, Teresa defendió su causa, y el padre se convenció con rapidez del sincero deseo de su «reinecita». Entonces la llevó a la muralla del jardín y le mostró una pequeña flor blanca parecida a un lirio que crecía entre las piedras, la sacó y se la dio explicándole cuánto había velado Dios por aquella flor manteniéndola viva hasta ese día. La flor, recordaba Teresa después, había sido arrancada de raíz, para transplantarla a una tierra más fértil.

En 1888, con tres de sus hijas en el Carmelo (salvo Celina, quien se quedó algún tiempo al cuidado de su padre, y Leonia que entraría después de su muerte), Louis visita la iglesia en que se había realizado su boda. Después de aquella pequeña peregrinación en la que el beato ve toda su vida, recurre a sus hijas y les dice: «Hijas mías, acabo de regresar de Alençon, donde he recibido tantas gracias y consuelos en la iglesia de Nuestra Señora que he hecho la siguiente plegaria: Dios mío, ¡esto es demasiado! Sí, soy demasiado feliz, no es posible ir al Cielo de este modo, quiero sufrir algo por ti. Así es que me he ofrecido…». De esta manera el patriarca se ha entregado al sufrimiento como víctima. Dios acoge su ofrecimiento y en junio de ese año, aquejado de accesos de arteriosclerosis que afectan sus facultades mentales, Louis desaparece de su hogar. Lo encuentran cuatro días después. Desde entonces la degradación física y mental irá en aumento. En medio de los delirios, y en constante peligro mientras se encuentre en su propia casa, el enfermo es internado en el hospital Salvador de Caen. La situación es humillante, pero en los momentos de claridad que recibe entre los desvaríos, Louis no deja de exclamar: «Todo sea para la mayor gloria de Dios» o «Nunca había sufrido una humillación en la vida, por eso necesitaba una». En el hospital hace apostolado entre los demás enfermos y deja un testimonio imborrable ante aquellos que lo atienden. En 1892, impedido de moverse a causa de una parálisis en las piernas y fuera del peligro de extraviarse, vuelve a Lisieux. En su última visita a sus hijas en el Carmelo, les dirá: «¡Adiós, hasta el cielo!». Louis muere el 29 de julio de 1894, asistido por su hija Celina, quien había demorado su entrada al convento para acompañarlo hasta el fin.


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