100 años del ingreso de San Alberto Hurtado a la Universidad Católica

© Humanitas 89, año XXIII, 2018, págs. 576 - 580.   

El 20 de agosto, en el marco de la celebración de los 100 años del ingreso de San Alberto Hurtado como estudiante de Derecho en la UC, fue renombrado su Salón de Honor con el nombre del santo chileno. Presentamos en esta sección el discurso de Carlos Frontaura, decano de la Facultad de Derecho. La ceremonia comenzó con una intervención del rector Ignacio Sánchez, hubo un panel en el cual diferentes expertos compartieron pensamientos y acontecimientos de la vida del santo chileno, y finalizó con la bendición de la nueva placa ubicada a la entrada del Salón de Honor San Alberto Hurtado, realizada por el Vice Gran Canciller, Tomás Scherz.


“(…) la primera ley fundamental de mi vida debe ser la humildad, que corresponde a quien es nada, indigente, mendigo absoluto que necesito de Dios para vivir, para moverme, para ser” [1].

Estas palabras de San Alberto Hurtado resuenan con fuerza precisamente hoy que nos juntamos a conmemorar el centenario de su paso por nuestra Universidad y honramos su legado, nombrando nuestro Salón de Honor, el aula más importante de nuestra Universidad, con su nombre.

El varón más importante que ha nacido en esta tierra desde que tengamos conciencia, prudentemente declara su insignificancia y la nadería de todo su ser y tener. Pero, entonces, ¿por qué no cayó en el desaliento? ¿Cómo fue posible que llevara a cabo, del modo que lo hizo, tareas titánicas que iban desde la diligente actividad emprendedora hasta la reposada meditación intelectual?

Las dos cosas eran posibles, es decir, “conciencia de no ser nada” y “espíritu inquieto y optimista”, justamente, porque San Alberto Hurtado entendió que el centro de su existencia era buscar a Dios, abandonarse en él y darse entero al prójimo, especialmente al más pobre. Al hacer esto, al ofrecerse completamente, sin tasa ni medida, por amor, su pequeñez se convertía en instrumento eficaz en manos de Dios para transformar el mundo [2]. Este es el gran secreto de San Alberto Hurtado, lo que explica su grandeza, su empuje y la extensión de su trabajo.

Por eso, si hoy estuviera con nosotros esta mañana, muy probablemente sonreiría con indulgencia ante este homenaje y protestaría firmemente, haciéndonos ver que es a Cristo a quien debiéramos dirigir todo nuestro respeto y reconocimiento. No obstante, podríamos también decirle que precisamente honrarlo de este modo es hacer presente la inconmensurable bondad y eficacia de Nuestro Señor cuando encuentra un corazón dispuesto, como el de Alberto Hurtado, para llevar a cabo la tarea que nuestro santo señala como la más propia de un católico, identificarse con Cristo y, por tanto, hacerse cargo de “a quienes Cristo nos recomienda en forma especial: a sus pobres (…) [puesto que] El prójimo, el pobre en especial, es Cristo en persona” [3].

Esta sala, entonces, implica hacer ver que San Alberto, uno de los Patronos de nuestra Facultad de Derecho, sigue presente entre nosotros, como lo ha estado desde el primer día que cruzó el umbral de Casa Central para estudiar Derecho. Y tenerlo presente es trabajar incansablemente por aquellos a quienes él se consagró en vida: los pobres, los humildes y excluidos.

Alberto Hurtado no fue solo un destacado estudiante de derecho y un activo participante de nuestro cuerpo estudiantil, sino que siguió ligado toda su vida a la Universidad Católica: se desempeñó como profesor y asesor espiritual; organizó múltiples retiros para miembros de nuestra comunidad; dictó conferencias, participó en congresos y en nuestra Semana Universitaria. Tanta fue su conexión con nuestra Universidad que pasó sus últimos días de vida en nuestro Hospital Clínico, hace ya 66 años, cumplidos el sábado recién pasado.

Hemos venido aquí, a este lugar, para erigir concretamente un homenaje físico y permanente al mejor de los nuestros, a aquel que, habiendo transitado por los mismos pasillos que cruzamos diariamente, ofrendó su vida entera al Señor. Lo hacemos no solo para rendirle un reconoci-miento humano, sino, sobre todo, para implorar su intercesión ante el Padre por todos nosotros, por quienes trabajamos y estudiamos en esta querida Universidad, para que seamos capaces de compenetrarnos de su mensaje y entender cuál es nuestra propia vocación. San Alberto no solo vivió plenamente su relación con la Universidad Católica, sino que, en sus palabras y escritos, delineó cuál es la profunda misión del universitario. Justamente en este mismo lugar hace 73 años, remarcó que ella consistía en un deber social de traducir las enseñanzas de Cristo, concretamente la del amor, a nuestra vida pública. Ello debía hacerse buscando soluciones técnicas que hicieran realidad la justicia y la caridad; con “ojos abiertos al mal no para deshacerse en crítica estéril, sino para remediar y construir” [4]; y, en definitiva, siendo cristianos integrales, lo que implica darse cuenta que “el mundo entero es un lugar de oración” [5], abandonando el espíritu del paganismo que “solo piensa en Dios en el sitio de culto” [6] y se encierra en un egoísmo infecundo.

“La misión del universitario —decía— es la del estudioso que traduce esos ideales grandes del hombre de la calle en soluciones técnicas, aplicables, realizables, bien pensadas. Hacerlo es la mayor obra de caridad que puede hacer un hombre, pues es la caridad social, pública” [7]. Por eso, cada profesión debía concebirse a la luz de esta vocación, puesto que “La caridad del universitario debe ser primariamente social: esa mirada al bien común. Hay obras individuales que cualquiera puede hacer por él, pero nadie puede reemplazarlo en su misión de transformación social” [8]. Por ello, para todos nosotros, como decía San Alberto, el estudio y ejercicio de una profesión debe ser asumida como un servicio público, es decir, al bien general. La misma misión social que llevó adelante San Alberto y lo guió, desde el primer día que comenzó sus clases en la UC hasta el último que vivió entre nosotros, a pocos metros de aquí.

Todos —los que tenemos el privilegio de hablar en esta ceremonia, los que hoy están presentes en este salón, los que transitan por los patios de esta Universidad y los estudiantes que están por venir— debemos mirar con atención la vida y el legado de San Alberto. No se trata necesariamente de ser y hacer lo mismo que él, sino de extraer de su acción y vida la médula, es decir, el modelo que nos legó.

Hoy, más que nunca, tenemos la oportunidad de revisitar la vida de San Alberto, leer sus escritos y escuchar sus discursos. De esa manera, debemos intentar comprender el sentido profundo de su paso por nuestra Universidad: él no se limitó a ser un mero receptor, difusor o generador de conocimientos, sino que fue un verdadero constructor de vida, en el amplio sentido del término. Él, que usó cada instancia, cada examen, cada iniciativa, cada clase o cada investigación, para dejar una huella imborrable y demostrar que la Universidad es mucho más que la satisfacción de una vocación profesional o académica, y que todos estamos invitados a desarrollarnos integralmente en ella y a responder, aquí y ahora, al llamado a la santidad.

Decía San Alberto, “No es lo que tenemos, ni lo que tememos, lo que nos hace felices o infelices. Es lo que pensamos de la vida. Dos personas pueden estar en el mismo sitio, haciendo lo mismo, poseyendo igual, y, con todo, sus sentimientos pueden ser profundamente diferentes” [9].

Es evidente que muchos, entre ellos nosotros mismos, nos esforzamos y agotamos en una tenaz y perseverante —y a veces angustiante— tarea diaria, en un constante pulular de aquí para allá. Sin embargo, son muy pocos los que alcanzan la felicidad y el sitial de San Alberto Hurtado. Habremos de reconocer, entonces, que no es la extrema prisa y urgencia, signo exterior, lo que caracteriza el buen trabajo y la satisfacción del deber cumplido. El secreto está en otra parte, en aquello que nuestro santo señalaba al indicar que “El gran apóstol no es el activista, sino el que guarda en todo momento su vida bajo el impulso divino” [10]; es el que comprende que “La caridad nos urge de tal manera que no podemos rechazar el trabajo (…)” [11], pero que “La acción llega a ser dañina cuando rompe la unidad con Dios. No se trata de la unión sensible, pero sí de la unión verdadera, la fidelidad, hasta en los detalles, al querer divino” [12].

Aquí estuvo la raíz de la vitalidad y felicidad de San Alberto Hurtado. Este es el modelo que hemos venido a homenajear, aquel paradigma al que debiéramos acercarnos, cada uno en su ámbito y estado; he aquí lo que nos ha legado nuestro Patrono y lo que como Universidad hemos venido a pedir a Nuestro Señor: intentar ser fieles a aquello que el propio San Alberto identificaba como la clave de la moral católica y el centro de todo, la fuente de la auténtica dicha, “¡Ser Cristo!” [13] para servir como Cristo.

Muchas gracias.


Notas

[1] Hurtado, Alberto “Principio y fundamento”, en Fernández, Samuel (selección) Un disparo a la eternidad. Retiros espirituales predicados por el Padre Alberto Hurtado, S.J., Ediciones Universidad Católica de Chile, Cuarta Edición, Santiago de Chile, 2005, p. 162.
[2] Vid. Hurtado, Alberto, “Pesimistas y Optimistas”; “¿Cómo llenar mi vida?”; y “El obstáculo mayor del optimismo”, en Fernández, Samuel (Ed.) La búsqueda de Dios: conferencias, artículos y discursos pastorales del Padre Alberto Hurtado, S.J. Ediciones Universidad Católica de Chile, Tercera Edición, Santiago de Chile, 2011, pp.79-92.
[3] Ibid. “¿Cómo llenar mi vida?”, p. 86.
[4] Ibid. “La misión social del universitario”, p. 114.
[5] Ibid. p. 104.
[6] Ibid.
[7] Ibid. p. 113.
[8] Ibid. p. 116.
[9] Hurtado, Alberto, Humanismo social. Ensayo de Pedagogía social dedicado a los educadores y padres de familia. Editorial Difusión S.A., Santiago de Chile, 1947, p. 256.
[10] Hurtado, Alberto, “Siempre en contacto con Dios”, en Fernández, Samuel (Ed.) La búsqueda de Dios: conferencias, artículos y discursos pastorales del Padre Alberto Hurtado, S.J. Ediciones Universidad Católica de Chile, Tercera Edición, Santiago de Chile, 2011, p.19.
[11] Ibid. p. 20.
[12] Ibid. p. 22.
[13] Ibid. p. 91. También cuando dice: “La Moral Católica es igualmente un acomodar todo creyente a Cristo; hacer de él «otro Cristo»” en Ibid. p. 102.

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