Sobre el encuentro de las conferencias episcopales del mundo para enfrentar el problema de los abusos sexuales del clero.

El Encuentro de febrero sobre la protección de los menores en la Iglesia que reunió a todas las conferencias episcopales del mundo en la sede vaticana constituye un hito en la manera como la Iglesia ha decidido enfrentar el problema de los abusos sexuales del clero. Por primera vez, el problema adquiere plenamente ante la conciencia eclesial el carácter de una crisis global que exige una respuesta conjunta, un problema “muy extendido en todos los continentes”, dijo el Papa Francisco en la oración dominical una vez terminado el encuentro, motivo por el cual “he querido que lo abordáramos juntos, de manera corresponsable y colegiada, como Pastores de las Comunidades Católicas en todo el mundo”.

En las conversaciones que sostuvo Benedicto XVI con Peter Seewald a comienzos de la década, el Papa reflexionaba acerca de la crisis norteamericana de los abusos sexuales admitiendo que pudo haberse dicho entonces “Fijaos si las cosas son así también en vuestro caso”, exhortando a todas las iglesias a considerar seriamente el asunto antes de que este terminara saliendo lastimosamente a la luz (Luz del Mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos, Herder, 2010).

El Papa Francisco ha dado el paso que Benedicto lamenta no haber dado en aquellos años. Ha convocado a todas las iglesias del mundo para advertir que la crisis ha adoptado un carácter global y que requiere una respuesta en esa misma escala. El caso chileno ha jugado un papel considerable en esta nueva toma de conciencia. La crisis de los abusos sexuales del clero estuvo originalmente radicada en la iglesia norteamericana, aunque pronto se extendió hacia otras iglesias de raigambre anglosajona (Alemania, Irlanda, todavía en el pontificado de Benedicto; Australia en el actual), pero reaparece casi en los mismos términos en una iglesia de impronta muy diferente, como la iglesia chilena, y existen indicios de que se extenderá por todas partes.

Benedicto XVI todavía pensó que la crisis podía localizarse en algunas iglesias, especialmente la norteamericana, y permanecer relativamente focalizada en aquellas que se desenvuelven en ambientes de acusado relativismo moral. Según Benedicto XVI los abusos eran básicamente una acción de responsabilidad personal que se originaba en una disposición de determinados individuos (bajo la forma de enfermedad, mal o pecado). Estuvo pronto a admitir, sin embargo, que esa disposición podía alimentarse con el relativismo moral de la sociedad contemporánea que oscurece la diferencia entre el bien y el mal, y sostuvo que la respuesta de los obispos podía verse dificultada por la renuencia a castigar (y en particular aplicar las disposiciones de la ley canónica) que atraviesa también la mentalidad actual que habitualmente contrapone el castigo con las exigencias del amor y de la caridad.

El estallido de la crisis irlandesa (que Benedicto enfrentó muy valerosamente con su carta a los obispos de la Iglesia de Irlanda de 2010) ofreció un primer motivo de vacilación: la misma crisis aparecía en una iglesia nacional e implantada en una cultura que solo mostraba los primeros indicios de secularización. Es el caso irlandés –y también las denuncias que aparecieron inesperadamente en la iglesia alemana– el que introduce la duda que Benedicto reconoce a Seewald: quizás hubiera sido entonces el momento adecuado para ofrecer una respuesta global que el Papa Francisco se esfuerza por conseguir ahora.

Al Papa Benedicto se le debe admirar por ser el primero en aplicar una política de “tolerancia cero” respecto de los abusos, que incluyó el develamiento y sanción de Marcial Maciel y la aplicación decidida de la norma que exigía conocer los casos de abusos de menores en la sede vaticana. También comprendió claramente que los abusos constituían una “crisis” para la Iglesia, un término utilizado inicialmente por la prensa y controvertido por esto, aunque guardó la esperanza de que la crisis no se hiciera global. Francisco ha debido afrontar esta cruda realidad.

Es posible que la visibilidad de la crisis en las iglesias que se desenvuelven en países liberales provenga de disposiciones propias que favorecen la independencia de los medios de comunicación y que poseen estados y judicaturas mucho menos deferentes respecto de las iglesias. Hoy se admite mucho mejor que la crisis está incubada en el seno mismo de las estructuras eclesiales y que debería, tarde o temprano, emerger en todo el orbe, aunque sea en grados y modalidades diversos. El problema central entonces es la capacidad que tengan los obispos y los encargados de instituciones religiosas de hacerla aparecer debidamente y afrontarla sin vacilaciones ni dobleces. Según Marie Keenan (Child Sexual Abuse & the Catholic Church, Oxford University Press, 2012), la gran limitación de la respuesta vaticana bajo el pontificado de Benedicto XVI fue que no se establecieron mecanismos de rendición de cuentas para los obispos que fallaban en el manejo del problema y comprometían gravemente la credibilidad y prestigio de la Iglesia en sus respectivas comunidades. Muchos obispos actúan de buena fe, pero lo hacen equivocadamente siguiendo la manera tradicional de responder frente al abuso sacerdotal: guardar completa reserva del asunto (según la tradición del secretum pontificium), evitar a toda costa el contacto con las autoridades civiles, y asegurar el debido proceso a los sacerdotes denunciados cuando los delitos son acreditados como verosímiles. Es evidente que esta manera de responder desfavorece claramente a las víctimas. También resulta claro que esta manera tradicional de afrontar los problemas solo puede sostenerse donde no hay prensa independiente (capaz de sobrepasar el secretum pontificium) y donde el Estado es excesivamente deferente respecto de las iglesias y hace la vista gorda, dos condiciones que son cada vez más difíciles de encontrar hoy en día en cualquier país democrático.

La exigencia del Papa Francisco de “dar la prioridad a las víctimas” (que se convirtió en la frase emblemática de este Encuentro) significa expresamente que se debe evitar el sigilo e informar adecuadamente las denuncias (que se acogen a la evidencia de que la inmensa mayoría de las denuncias son ciertas, y no se puede exagerar con la presunción de inocencia), se debe cooperar en todo lo que sea necesario con las autoridades civiles (sobre todo, acreditando los abusos como delitos que deben ser juzgados por tribunales correspondientes cuando corresponda) y se debe dar adecuada atención, asistencia y acompañamiento a las víctimas en su búsqueda de justicia. La quinta recomendación del Encuentro es realmente la decisiva. El Papa la reseña de esta manera: “Reforzar y verificar las directrices de las Conferencias Episcopales, es decir, reafirmar la exigencia de la unidad de los obispos en la aplicación de parámetros que tengan valor de normas y no solo de orientación”. Ya no se trata de reforzar orientaciones, sino de entregar normas susceptibles de verificación en lo que cabe a su implementación y cumplimiento. Un paso decisivo en la manera de enfrentar esta crisis que requiere una pronta y decidida acción de parte de los obispos.


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