Al cumplirse el 40º aniversario de la magna asamblea conciliar, nos ha parecido útil para nuestros lectores entresacar de los principales documentos conciliares algunos textos en los que destaca la centralidad de Cristo en la Iglesia y en la historia.

El 11 de octubre de 1962 Juan XXIII inauguraba la gran asamblea conciliar, un don extraordinario de Dios a la Iglesia y a los hombres, un hito importantísimo en la marcha de la Iglesia por los caminos de la historia. El concilio, inaugurado por el Papa Juan y clausurado por el Papa Pablo, ha marcado significativamente estos cuarenta años últimos del segundo milenio cristiano. Los 16 documentos conciliares: 4 constituciones, 9 decretos y 3 declaraciones han sido el faro luminoso que ha guiado la travesía de la Iglesia por el mar de los acontecimientos y de las vicisitudes del mundo actual.

Tanto Juan XXIII como Pablo VI no dejaron de señalar los fines del concilio, que fueron cuatro: el incremento de la vida cristiana, la reforma de las instituciones mudables de la Iglesia, el ecumenismo y el diálogo con el mundo. La reforma de las instituciones tiene como finalidad la renovación de los cristianos. Los cambios no obedecen a adaptaciones acomodaticias al espíritu del mundo, sino a que la Iglesia viva más arraigada en Jesucristo muerto y resucitado. Una Iglesia más fiel promoverá la unidad entre todos los cristianos, y esta comunión de los cristianos será un signo evidente para atraer y encaminar los hombres hacia Dios. Para conseguir estos fines, los Padres conciliares, estimulados por una famosa intervención del cardenal de Malinas, Leo Suenens (4 de diciembre de 1962), trazaron la estructura arquitectónica de toda su labor sinodal: “Sea el concilio un concilio de Ecclesia y tenga dos partes: de Ecclesia ad intra – de Ecclesia ad extra”. En esta frase está el núcleo de todos los documentos conciliares. A los fines y a la estructura añadamos el espíritu que habría de animar a los Padres al tratar los diversos temas propuestos: fidelidad, modernidad y pastoralidad. Ser fieles a los orígenes y a la tradición eclesial, actualizar el patrimonio del pasado para caminar como creyentes al paso de la historia, y ofrecer una línea pastoral a toda la reflexión de los Padres para acercarse al hombre de hoy, acortando distancias de cualquier género.

¡Un concilio de Ecclesia! ¿No significa esto un desplazamiento axial del cristianismo desde Cristo a la Iglesia? ¿No habrá el concilio corrido el peligro de olvidarse de su verdadero centro, que es Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios viviente? Un cristianismo eclesiocéntrico, ¿no desvirtúa la esencia de la fe? Estos planteamientos sirvieron de trasfondo al discurso que Pablo VI pronunció en la apertura de la segunda sesión del concilio (29 de septiembre de 1963). Decía el Santo Padre: “¡De dónde, venerables hermanos, sale nuestro camino? ¿Qué camino hay que andar…? ¿Cuál es la meta fijada a nuestro camino?... Estas tres preguntas, tan fáciles y tan importantes, tienen tan sólo una respuesta que, en esta hora tan solemne y en esta asamblea, queremos repetir y proclamar a todo el mundo. La respuesta es Cristo. 

Cristo es nuestro principio, nuestro guía, nuestro camino; Cristo es nuestra esperanza y nuestro fin”.

De nuevo, en el discurso de apertura de la tercera sesión del Concilio (14 de septiembre de 1964) Pablo VI volvió a insistir sobre Cristo como origen, centro y meta del hombre y de la Iglesia. La intervención pontificia consta de tres puntos: en el primero se establece una relación entre la Iglesia y Cristo: “La Iglesia quiere contemplarse a sí misma, o mejor, examinarse a sí misma con la mirada de Jesucristo, su divino Fundador. Es lo mismo que rendir homenaje a la sabiduría y amor de Jesucristo y reiterarle respetuosamente su fe y fidelidad, y hacerse así más apta para realizar la obra de la salvación, que es el motivo de su fundación”. A continuación el Papa Montini subraya que haciendo esto la Iglesia no se olvida de Cristo: “Nadie crea que la Iglesia, al hacer eso, se recrea con placer en sí misma y se olvida de Cristo, del que recibe todo y al que debe todo, ni del género humano para cuyo servicio nació”. Finalmente, el obispo de Roma resalta la centralidad de Cristo en la Iglesia: “La Iglesia está situada en medio de Cristo y de los hombres, sin complacerse en sí misma, sin ser un cuerpo opaco que impide ver, sin ser un fin en sí misma, sino más bien constantemente preocupada de ser totalmente de Cristo, en Cristo y a favor de Cristo”.

Al cumplirse el 40º aniversario de la magna asamblea conciliar, nos ha parecido útil para nuestros lectores entresacar de los principales documentos conciliares algunos textos en los que destaca la centralidad de Cristo en la Iglesia y en la historia. Los textos seleccionados están tomados de las cuatro constituciones: la constitución sobre la Liturgia, sobre la Iglesia, sobre la Divina Revelación y sobre la Iglesia en el mundo. A estos textos fundamentales añadimos otros dos, entresacados de los decretos sobre el ministerio y la vida de los presbíteros y sobre la actividad misionera de la Iglesia.

Sacrosantum Concilium 7

Comenzamos con la constitución sobre la sagrada liturgia por ser el primer documento aprobado por el Concilio, el 4 de diciembre de 1963, por 2.158 votos a favor y 4 en contra. Cuatro son las preocupaciones de los Padres al aprobar esta constitución: exponer la naturaleza de la liturgia y su importancia en la vida de la Iglesia; afirmar con claridad que la liturgia es patrimonio de todo el pueblo cristiano; dar más amplio acceso en la liturgia a la palabra de Dios, y por último la voluntad de enlazar mediante la liturgia con el hombre actual y concreto. En el contexto de la naturaleza de la liturgia, en la que se renueva y actualiza la obra redentora de

Nuestro Señor Jesucristo, se coloca el texto que incluimos a continuación:

Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt., 18,20).

Realmente, en esta obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por Él tributa culto al Padre Eterno.

Con razón, entonces, se considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro.

En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia.

Lumen Gentium 3 y 48

Esta constitución es el eje de donde parte y hacia el que se ordenan todos los demás documentos. Es verdad que el misterio trinitario tiene prioridad objetiva en el cristianismo; de él viene y hacia él llama Cristo. Pero, cronológicamente, en la vida concreta del cristiano, lo primero y decisivo es la Iglesia, como lugar en que encuentra la salvación de Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo. La Lumen Gentium tiene una larga prehistoria, en la que se entrecruzan ideas, movimientos históricos, realizaciones misioneras y ecuménicas, y tres proyectos o esquemas que culminaron en la constitución promulgada por Pablo VI el 21 de noviembre de 1964, con 2.151 votos a favor y 5 en contra. Los ocho capítulos del documento están ordenados a modo de díptico. Los dos primeros exponen el misterio de la Iglesia en su radicalidad trinitaria (I) y en su realización histórica (II); los dos siguientes presentan la constitución de la Iglesia, su estructura originaria querida por Cristo: jerarquía (III) y laicado (IV); la santidad como vocación de la Iglesia es el objeto de los capítulos V (santidad cristiana) y VI (la vida religiosa, como un camino particular y privilegiado de santidad; finalmente, la consumación de la Iglesia en su totalidad (VII) y en su individualidad: María santísima (VIII). El n. 3 se encuentra en el primer capítulo y sitúa a Cristo en el misterio trinitario. En el n. 48 se presenta la Iglesia que aspira a Cristo glorioso en el cielo.

Misión y obra del Hijo

Vino, pues, el Hijo, enviado por el Padre, que nos eligió en Él antes de la creación del mundo, y nos predestinó a la adopción de hijos, porque en Él se complació restaurar todas las cosas (cfr. Ef. 1, 4-5,10). Cristo, pues, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio, y efectuó la redención con su obediencia.

La Iglesia, o reino de Cristo, presente ya en el misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios. Comienzo y expansión manifestada de nuevo tanto por la sangre y el agua que manan del costado abierto de Cristo crucificado (cf. Jn., 19-34), cuanto por las palabras de Cristo alusivas a su muerte en la cruz: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todos a mí” (Jn., 12-32).

Cuantas veces se renueva sobre el altar el sacrificio de la cruz, en que nuestra Pascua, Cristo, ha sido inmolado (1 Cor, 5,7), se efectúa la obra de nuestra redención. Al propio tiempo, en el sacramento del pan eucarístico se representa y se produce la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo (cf. 1 Cor, 10,17). Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos.

La Iglesia en camino hacia Cristo Glorioso

La Iglesia a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección sino cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas” (Act., 3,21) y cuando, con el género humano, también el universo entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovado (cf. Ef., 1.10: Col., 1.20; Pe., 3, 10-13).

Porque Cristo levantado en alto sobre la tierra atrajo hacia Sí a todos los hombres (cf. Jn., 12,32): resucitando de entre los muertos (cf. Rom.,6,9) envió a su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por Él constituyó a su Cuerpo que es la Iglesia, como Sacramento universal de salvación; estando sentado a la diestra del Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombres a su Iglesia y por Ella unirlos a Sí más estrechamente, y alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre hacerlos partícipes de su vida gloriosa. Así que la restauración prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, en tanto que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos nuestra salvación (cf. Flp., 2,12).

Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el sello del Espíritu Santo, “que es prenda de nuestra herencia” (Ef., 1,14), somos llamados hijos de Dios y lo somos de verdad (cf. 1 Jn., 3,1); pero todavía no hemos sido manifestados con Cristo en aquella gloria (cf. Ol., 3,4), en la que seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es (cf. 1 Jn., 3,2). Por tanto, “mientras habitamos en este cuerpo, vivimos en el destierro lejos del Señor” (2 Cor., 5,6), y aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (cf. Rom.,8,23) y ansiamos estar con Cristo (cf. Cor., 5,9), y nos revestimos de la armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas del demonio y poder resistir en el día malo (cf. Ef., 6, 11-13).

Y como no sabemos ni el día ni la hora, por aviso del Señor, debemos vigilar constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cf. Hb., 9, 27), si queremos entrar con Él a las nupcias merezcamos ser contados entre los escogidos (cf. Mt., 25, 31-46); no sea que, como aquellos siervos malos y perezosos (cf. Mt., 25, 26), seamos arrojados al fuego eterno (cf. Mt., 25,41), a las tinieblas exteriores en donde “habrá llanto y rechinar de dientes” (Mt., 22, 13-25, 30). En efecto, antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer “ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada cual según las obras buenas o malas que hizo en su vida mortal” (2 Cor., 5, 10); y al fin del mundo “saldrán los que obraron el bien, para la resurrección de vida; los que obraron el mal, la resurrección de condenación” (Jn., 5, 29; cf. Mt., 25, 46). Teniendo, pues, por cierto, que “los padecimientos de esta vida presente son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros” (Rom., 8, 18; cf. 2 Tim., 2, 11-12), con fe firme esperamos el cumplimiento de “la esperanza bienaventurada y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo” (Tit., 2, 13), quien “transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante al suyo” (Flp., 3, 21) y vendrá “para ser” glorificado en sus santos y para ser “la admiración de todos los que han tenido fe” (2 Tes., 1.10).

Dei Verbum 4

La constitución sobre la divina Revelación fue, sin duda, la de más difícil y de largo camino en las sesiones conciliares. Su primer esquema fue discutido en la primera sesión conciliar y el texto definitivo sólo poco antes de que concluyera el concilio Vaticano II: 18 de noviembre de 1965. De los Padres Conciliares, 2.344 votaron a favor y 6 en contra, indicio claro de que el trabajo realizado en tres años resultó fructuoso. La constitución constituye la Charta Magna de la Iglesia sobre la Revelación de Dios oral y escrita, que ha de ser alimento diario de todos los cristianos. En los tres primeros capítulos se desarrolla la Revelación divina, su transmisión mediante la Escritura y la Tradición y la inspiración e interpretación de la Escritura. En los capítulos IV y V se exponen el Antiguo y el Nuevo Testamento. En el último, el sexto, los Padres conciliares quisieron poner de relieve “La Escritura en la vida de la Iglesia”. El n. 4, que tomamos de este documento, forma parte del capítulo primero sobre la naturaleza de la revelación y presenta a Cristo culmen de ella:

Después que Dios habló muchas veces y de muchas maneras por los Profetas, “últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo”, pues envió a su Hijo, es decir, al Verbo eterno, que ilumina a todos los hombres, para que viviera entre ellos y les manifestara los secretos de Dios; Jesucristo, pues, el Verbo hecho carne, “hombre enviado, a los hombres”, “habla palabras de Dios” y lleva a cabo la obra de la salvación que el Padre le confió. Por tanto, Jesucristo -ver al cual es ver al Padre-, con su total presencia y manifestación personal, con palabras y obras, señales y milagros, y, sobre todo, con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos; finalmente, con el envío del Espíritu de verdad, completa la revelación y confirma con el testimonio divino que vive en Dios con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos a la vida eterna.

La economía cristiana, por tanto, como alianza nueva y definitiva, nunca cesará, y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo (cf. 1 Tim., 6, 14; Tit., 2,13).

Gaudium et Spes 22 y 45

Este documento, junto con Lumen Gentium, forman los dos pilares sobre los que se construyeron los demás documentos conciliares, Gaudium et spes posee una doble novedad: el hecho de ser una constitución pastoral, no dogmática, y el dirigida “no sólo a los hijos de la Iglesia y a cuantos invocan el nombre de Cristo, sino a todos los hombres” (GS 2). Fue solemnemente aprobada y promulgada el 7 de diciembre de 1965 con 2.309 votos a favor, 75 en contra y 7 nulos. Es el último documento del concilio, que fue clausurado al día siguiente. Los capítulos que componen la constitución pastoral pueden agruparse en dos partes: la primera, de carácter general, se titula “La Iglesia y la vocación del hombre”, y la segunda, que aborda temas particulares, bajo el título “Algunos problemas urgentes”. En la primera parte, después de una introducción sobre el hombre en el mundo actual, se tocan cuatro puntos: la dignidad de la persona humana, la comunidad humana, la actividad humana en el mundo y la función de la Iglesia en el mundo actual. Los problemas urgentes que se tratan en la segunda parte son: la dignidad del matrimonio y la familia, la promoción del progreso de la cultura, la vida económico-social, la comunidad política, y el fomento de la paz y la promoción de la comunidad de los pueblos. Seleccionamos en esta pequeña antología cristológica el n. 22, que está en el capítulo I de la primera parte y el n. 45 con el que termina la parte doctrinal.

Cristo, el Hombre Nuevo

En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona.
El que es imagen de Dios invisible (Col 1, 15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual.

El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado.

Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En Él Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20).
Padeciendo por nosotros, nos dio ejemplo para seguir sus pasos y, además, abrió el camino, con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido.

El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre muchos hermanos, recibe las primicias del Espíritu (Rom 8, 23), las cuales le capacitan para cumplir la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es prenda de la herencia (Eph 1,14), se restaura internamente todo el hombre hasta que llegue la redención del cuerpo (Rom 8,23). Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8, 11).

Cristo, alfa y omega

La Iglesia, al prestar ayuda al mundo y al recibir del mundo múltiple ayuda, sólo pretende una cosa: el advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la humanidad. Todo el bien que el Pueblo de Dios puede dar a la familia humana al tiempo de su peregrinación en la tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es “sacramento universal de salvación”, que manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre.

El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones. El es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos. Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: Restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra (Eph 1,10). He aquí que dice el Señor: Vengo presto, y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin (Apoc 22, 12-13).

Presbyterorum Ordinis 2

Entre los esquemas trabajados en la fase preparatoria del conocimiento había uno titulado de clericis, de carácter práctico y empírico. Los Padres conciliares sintieron la necesidad de anteponer a la parte práctica una doctrinal, que completara y precisara la doctrina sobre el ministerio sacerdotal ya expuesta en la Lumen Gentium. El texto fue elaborado, según Mons. Marty, a partir de esta proposición dogmática: “El sacerdote, en virtud de la ordenación sacramental que ha recibido, participa del sacerdocio de Cristo y por la misión apostólica que le ha sido concedida está revestido de la triple potestad que le capacita para cooperar con su obispo en la edificación de la Iglesia”. El n. 2 que extraemos del decreto trata precisamente de la institución del ministerio presbiteral por parte de Cristo.

El Señor Jesús “a quien el Padre santificó y envió al mundo” (Jn. 10, 36), hizo partícipe a todo su Cuerpo Místico de la unción del Espíritu con que Él está ungido: pues en Él todos los fieles se constituyen en sacerdocio santo y real, ofrecen a Dios, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales y anuncian el poder de quien los llamó de las tinieblas a su luz admirable. No hay, pues, miembro alguno que no tenga su cometido en la misión de todo el Cuerpo, sino que cada uno debe glorificar a Jesús en su corazón y dar testimonio de Él con espíritu de profecía.

Mas el mismo Señor constituyó a algunos ministros, que ostentando la potestad sagrada en la sociedad de los fieles, tuvieran el poder sagrado del Orden para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados y desempeñaran públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal a favor de los hombres para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, en que “no todos los miembros tienen la misma función” (Rom., 12,4). Así, pues, enviados los Apóstoles, como Él había sido enviado por el Padre, Cristo hizo partícipes de su consagración y de su misión, por medio de los mismos Apóstoles, a los sucesores de éstos, los Obispos, cuya función ministerial se ha confiado a los presbíteros, en grado subordinado, con el fin que, constituidos en el Orden del presbiterado, fueran cooperadores del Orden episcopal para el puntal cumplimiento de la misión apostólica que Cristo les confió.

Ad Gentes Divinitus 3-5

A las puertas del Concilio, la actividad misionera de la Iglesia estaba sometida a fuertes debates y controversias tanto de carácter teológico como práctico. Al ser este documento aprobado al final de las sesiones conciliares, pudo beneficiarse de los logros y adquisiciones de los cuatro años conciliares. Con su visión histórico-salvífica y trinitaria, retomada de Lumen Gentium, sitúa la misión de la Iglesia en el corazón del plan salvífico de Dios, porque afirma sin ambages que la Iglesia es por naturaleza misionera y que todos los miembros del Pueblo de Dios deben asumir su propia responsabilidad. El decreto fue aprobado el 7 de diciembre de 1965 con 2.394 votos a favor y 5 en contra. De los seis capítulos de que consta el decreto, los tres primeros son fundamentalmente doctrinales: Principios doctrinales, La obra misionera, Las iglesias particulares; los tres restantes: Los Misioneros, La ordenación de la actividad misionera, La cooperación, poseen más bien un carácter pastoral y práctico. En los números 3 y 5 se delinea el lugar de Cristo en el designio salvífico del Padre y en la misión de la Iglesia.

Cristo, enviado por el Padre

Este designio universal de Dios en pro de la salvación del género humano no se realiza solamente de un modo secreto en la mente de los hombres, o por los esfuerzos, incluso de tipo religioso, con los que los hombres buscan de muchas maneras a Dios, para ver si a tientas le pueden encontrar, aunque no está lejos de cada uno de nosotros (Cf. Act. 17,27), porque estos esfuerzos necesitan ser iluminados y sanados, aunque, por benigna determinación del Dios providente, pueden tenerse alguna vez como pedagogía hacia el Dios verdadero o como preparación evangélica. Dios, para establecer la paz o comunión con Él y armonizar la sociedad fraterna entre los hombres, pecadores, decretó entrar en la historia de la humanidad de un modo nuevo y definitivo enviando a su Hijo en nuestra carne para arrancar por su medio a los hombres del poder de las tinieblas y de Satanás (Cf. Col., 1, 13; Act., 10, 38), y en Él reconciliar consigo al mundo (Cf. 2 Cor., 5, 19). A Él, por quien hizo el mundo, lo constituyó heredero de todo a fin de instaurarlo todo en Él (Cf. Ef., 1, 10).

Cristo Jesús fue enviado al mundo como verdadero mediador entre Dios y los hombres. Por ser Dios habita en Él corporalmente toda la plenitud de la divinidad (Cf. Col., 2, 9); según la naturaleza humana, nuevo Adán, lleno de gracia y de verdad (Cf. Jn., 1, 14), es constituido cabeza de la humanidad renovada. Así, pues, el Hijo de Dios siguió los caminos de la Encarnación verdadera: para hacer a los hombres partícipes de la naturaleza divina; se hizo pobre por nosotros, siendo rico, para que nosotros fuésemos ricos por su pobreza (2 Cor., 8, 9). El Hijo del Hombre no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida para redención de muchos, es decir, de todos (Cf. Mc., 10, 45). Los Santos Padres proclaman constantemente que no está sanado lo que no ha sido asumido por Cristo. Pero tomó la naturaleza humana íntegra, cual se encuentra en nosotros miserables y pobres, a excepción del pecado (Cf. Heb., 4, 15; 9, 28). De sí mismo afirmó Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (Cf. Jn., 10, 36): “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió, y me envió a evangelizar a los pobres, a sanar a los contritos de corazón, a predicar a los cautivos la libertad y a los ciegos la recuperación de la vista” (Lc., 4, 18), y de nuevo: “El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc., 19, 10).

Mas lo que el Señor ha predicado una vez o lo que en Él se ha obrado para la salvación del género humano hay que proclamarlo y difundirlo hasta los confines de la tierra (Cv. Act., 1, 8), comenzando por Jerusalén (Cf. Lc., 24, 47), de suerte que lo que ha efectuado una vez para la salvación de todos consiga su efecto en la sucesión de los tiempos.

La Iglesia, enviada por Cristo

El Señor Jesús, ya desde el principio “llamó a sí a los que él quiso, y designó a doce para que lo acompañaran y para enviarlos a predicar” (Mc., 3, 13; Cf., 10, 1-42). De esta forma los Apóstoles fueron los primeros del nuevo Israel y al mismo tiempo origen de la sagrada Jerarquía. Después del Señor, una vez que hubo completado en sí mismo con su muerte y resurrección los misterios de nuestra salvación y de la renovación de todas las cosas, recibió todo poder en el cielo y en la tierra (Cf. Mt., 28, 18), antes de subir al cielo (Cf. Act., 1, 4-8), fundó su Iglesia como sacramento de salvación, y envió a los Apóstoles a todo el mundo, como Él había sido enviado por el Padre (Cf. Jn., 20, 21), ordenándoles: “Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo, y del Espíritu Santo: enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado” (Mt., 28, 19s).

“Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado se salvará, mas el que no creyere se condenará” (Mc., 16, 15-16). Por ello incumbe a la Iglesia el deber de propagar la fe y la salvación de Cristo, tanto en virtud del mandato expreso, que de los Apóstoles heredó el orden de los Obispos con la cooperación de los presbíteros, juntamente con el sucesor de Pedro, Sumo Pastor de la Iglesia, como en virtud de la vida que Cristo infundió en sus miembros “de quien todo el cuerpo, coordinado y unido por los ligamientos en virtud del apoyo, según la actividad propia de cada miembro y obra el crecimiento del cuerpo en orden a su edificación en el amor” (Ef., 4,16). La misión, pues, de la Iglesia de realiza mediante la actividad por la cual, obediente al mandato de Cristo y movida por la caridad del Espíritu Santo, se hace plena y actualmente presente a todos los hombres y pueblos para conducirlos a la fe, la libertad y a la paz de Cristo por el ejemplo de la vida y de la predicación, por los sacramentos y demás medios de la gracia, de forma que se les descubra el camino libre y seguro para la plena participación del misterio de Cristo.

Siendo así que esta misión continúa y desarrolla a lo largo de la historia la misión del mismo Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres, la Iglesia debe caminar, por moción del Espíritu Santo, por el mismo camino que Cristo siguió, es decir, por el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio, y de la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que salió victorioso por su resurrección, pues así caminaron en la esperanza todos los Apóstoles, que con muchas tribulaciones y sufrimientos completaron lo que falta a la pasión de Cristo en provecho de su Cuerpo, que es la Iglesia. Semilla fue también, muchas veces, la sangre de los cristianos.

Nos parece haber mostrado, con esta selección, que verdaderamente el centro de la asamblea conciliar y de todos sus documentos es Jesucristo. Hemos entresacado textos de 4 documentos, entre los 19 que publicó el Concilio. Son tal vez los textos más significativos sobre la centralidad de Cristo, pero no es un atrevimiento excesivo afirmar que Jesucristo, en su persona y en su misterio, inspira todos y cada uno de los documentos conciliares.


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