Por su incorporación al misterio de la Cruz, nuestros Mártires obraron la auténtica inculturación del Cristianismo en Japón. El esfuerzo y el sacrificio de los fieles sostuvo a la Iglesia Japonesa cuando faltaron los sacerdotes; los sacerdotes japoneses sellaron con su sangre su fidelidad a Cristo y a su pueblo y la fe transmitida en la familia, esa «pequeña Iglesia», llegó íntegra hasta nuestros días.

El día 1 de Junio de este año 2007, S.S. Benedicto XVI firmó el Decreto que abre la puerta a la Beatificación de Pedro Kibe y 187 compañeros mártires. Repartidos según el lugar del martirio entre nueve de las Diócesis de Japón –si miramos también el sitio de nacimiento y población donde realizaron su vida– cubren casi toda la geografía japonesa.

Las fechas de sus muertes van desde el año 1603 al 1639, es decir, pertenecen todos a la persecución por los Shogun Tokugawa, y no pocos de ellos a la época más dura de esa persecución. Aunque separados de nosotros por más de 350 años, sus vidas y sus muertes son un magnífico ejemplo para nuestra sociedad. He aquí una sencilla presentación de esos hermanos nuestros.

Pedro Kibe y sus 187 compañeros mártires son bien conocidos en la Iglesia de Japón y en sus poblaciones de origen, pero generalmente desconocidos fuera de este país. Por eso naturalmente surgen las preguntas: ¿Por qué ahora? y ¿por qué tantos? Las respuestas son sencillas: cuando fueron canonizados los 26 Santos (1862) y beatificados los 205 mártires de la persecución por los Shogun Tokugawa (1867), la Iglesia de Japón como tal no existía. En Japón los cristianos supervivientes vivían una vida de catacumbas, y todavía vendría sobre ellos la última persecución durante los cinco primeros años de la era Meiji (1868-1873). En Japón no había obispos ni sacerdotes japoneses que pudiesen hablar en nombre de aquella Iglesia Mártir.

El número de mártires conocidos pasa fácilmente de los 10 mil; pero cuando los procesos se realizaron en Roma, las diversas Órdenes religiosas que habían trabajado en Japón presentaron en primer lugar a sus miembros mártires y a sus colaboradores japoneses. En tiempos modernos los dos únicos procesos llevados a cabo han sido promovidos por dos Órdenes religiosas. Siguen en la sombra los cristianos que sufrieron todo el peso de la persecución, los más crueles tormentos, los que tomaron la responsabilidad al morir los últimos misioneros y transmitieron la fe que ha llegado hasta nuestros días.

Cuando en 1865 Japón abre otra vez, aunque limitadamente, sus puertas al mundo y tiene lugar el «Descubrimiento» de los cristianos ocultos, comienza nuevamente el interés por esos mártires, se investigan los archivos, se recogen las tradiciones locales y comienza a surgir ante nuestros ojos esa dolorosa y bella historia. Con ocasión de la Visita Pastoral de S.S. Juan Pablo II, «Peregrino de los Mártires», a Nagasaki (febrero 1981), nace la idea de reunir a un grupo de los más destacados mártires de aquella persecución y presentarlos a la Iglesia actual. Era el deseo expresado por uno de ellos, Ogasawara Kenya, en carta a un amigo días antes de morir con toda su familia, después de unos 18 años de cárcel: «El camino que estamos recorriendo no es comprendido y todos piensan que nuestra muerte es una locura. Mas estoy seguro de que llegará el día en que seamos comprendidos».

En este proceso, iniciado en ese año 1981, se ha procurado escoger a aquellos mártires sobre cuyo sacrificio hay claros testimonios, que representen a un mayor número de regiones de Japón, que tengan ya monumentos o sitios de martirio bien conocidos y que como grupo sean significativos a la sociedad japonesa de entonces: hombres y mujeres, ancianos y niños, personajes de la clase dirigente, inválidos, mendigos. De los 188 escogidos, cuatro son sacerdotes, un hermano religioso y 183 cristianos laicos.

Entre estos cristianos destacan familias enteras de mártires. Por ejemplo la familia de Gaspar Nishi, de la isla Ikitsuki de Hirado, noble samurái convertido en catequista, que muere con su esposa y su primogénito y que da otros dos hijos mártires, uno de ellos ya canonizado, Sto. Tomás Nishi O.P.. Otro ejemplo, el ya citado Ogasawara Kenya, mártir con su esposa Miya (María) y sus nueve hijos, alguno de ellos nacido en la cárcel, bautizado y educado allí. Magnífico ejemplo es también el de los tres catequistas de Yatsushiro (Kumamoto), Joaquín Watanabe, Miguel Mitsuishi y Juan Hattori, hombres del pueblo, que viven modestamente de su trabajo, pero cuando el Daimyo, Kato Kiyomasa, expulsa a los misioneros de su territorio, toman la responsabilidad de esa Iglesia, dirigen a los cristianos, ayudan a otros mártires, rescatan sus cuerpos, y apresados por esos en dura cárcel, continúan desde allí por varios años su apostolado, educan a sus hijos pequeños y finalmente mueren con ellos. El martirio de Pedrito Hattori, con cinco años de edad, es una página conmovedora por la actitud del niño.

Entra en este Proceso el «Gran Martirio de Kioto», en el que 52 mártires son quemados vivos por orden expresa del Shogun Hidetada (1619). Entre estos mártires hay muchas madres con hijitos pequeños: es el «Martirio de los Inocentes» de la Iglesia Japonesa, descrito con estas palabras por el Factor de la Empresa Inglesa de Hirado Richard Cooks, que estaba en Kioto en esa ocasión: «Entre los Mártires había niños pequeños de cinco o seis años, quemados en los brazos de sus madres, las cuales clamaban: Jesús, recibe sus almas». En ese grupo destaca por su fervor la familia Hashimoto: Padre, madre y cinco hijos, de 3 a 14 años.

También hay magníficas figuras individuales. Por ejemplo Miguel Kusuriya (farmacéutico). Provisor de la Hermandad de la Misericordia, el «Buen Samaritano» de Nagasaki. Toda su vida dedicada a las obras de caridad, hecho confirmado por el texto de su condena a muerte: «Por reunir limosnas y con ese dinero ayudar a los pobres, en especial a las viudas y huérfanos de los mártires, y por dar alojamiento a los misioneros ocultos». Miguel muere quemado vivo en la colina Nishizaka y entre el humo y las llamas resuena su voz cantando el Salmo: «Alabad al Señor todos los pueblos».

Es muy atractiva la figura del trovador ciego Damián. Nace en la ciudad de Sakai (1560), pobre y ciego va por los caminos tocando su laúd y cantando para ganarse la vida. En la ciudad de Yamaguchi, en 1587, entra en contacto con su oprimida Iglesia, se bautiza, se casa y activo con buen sentido de humor y su prodigiosa memoria, se convierte en el catequista y columna de aquellos cristianos sin pastor. Por esa causa muere en la noche del 19 de agosto de 1605. En 1590 fue hasta Nagasaki para confesarse y comulgar; en ese año había bautizado 120 adultos. Cuando a medianoche, para evitar el concurso de cristianos y con el pretexto de ir a otra ciudad lo llevan al sitio de las ejecuciones, él, a mitad de camino, detiene su caballo y dice: «Este no es el camino», y sonriendo explica a sus admirados ejecutores: «Para mí todos los caminos están iluminados de día y de noche». Al llegar al sitio determinado, baja del caballo, se arrodilla y en oración espera le corten la cabeza.

En la población de Arima tres nobles samuráis iban a ser ejecutados junto con sus familias. Para ir de la fortaleza al lugar del martirio tenían que cruzar el río Arima. Para las mujeres habían preparado barcas; los hombres pasan el río con el agua al pecho. Un soldado compasivo quiso pasar al niño Diego Hayashida llevándolo a hombros; él rehúsa. ¿Por qué no quieres?, le pregunta. «Porque Jesús fue al Calvario a pie», responde.

En los pozos de agua ardiente del volcán Unzen, los líderes de las diversas poblaciones de la Península de Shimabara, después de atormentados largo rato, cuando finalmente los arrojan en esa agua sulfurosa, sellan su vida con esta invocación: «Alabado sea el Santísimo Sacramento». Eran miembros de la Congregación del Santísimo.

Unas palabras sobre los cuatro sacerdotes mártires. Todos ellos fueron alumnos del Seminario de Arima, aunque sus patrias fueron diversas regiones de Japón. La historia de cada uno es como una leyenda: su lucha por realizar su vocación; su apostolado incansable bajo la más dura persecución; su martirio durísimo. Del Agustino, Tomás de San Agustín «Kintsuba», dos lugares en la geografía de Nagasaki guardan su nombre: «Valle del Kintsuba», nombre transmitido por generaciones de cristianos ocultos de esa región y relacionado con las cuevas que le sirvieron de refugio. Julián Nakaura es uno de los cuatro jóvenes que en 1582 fueron como Legados a Roma; sacerdote jesuita en 1608, mártir en 1633 después de 19 años de apostolado como misionero oculto. La estatua de su monumento en la aldea donde nació, lo presenta «señalando el camino a Roma». Diogo Yuki Ryosetsu, vástago de la familia de los antiguos Shogun Ashikaga, recorre Japón animando a los cristianos, convirtiendo a otros, penetrando en las cárceles para llevar a los cristianos presos la gracia de los sacramentos. Pedro Kibe, que camina hasta Roma, pasando por Jerusalén, para ser ordenado sacerdote y admitido en la Compañía de Jesús, tiene como principal testigo de la verdad de su martirio al Juez Inquisidor de los Cristianos, Inoue Chikugo: «A Kibe Pedro se lo hizo morir porque se negaba a apostar y animaba a los dos catequistas atormentados a su lado»

De la parte norte de Japón se escogió a un grupo de Mártires de la ciudad de Yonezawa, ciudad de abolengo budista, en la que no había misionero residente y en la que ya avanzada la persecución se formó una cristiandad de familias de samurái, convertidas por el apostolado de algunos de ellos. Cincuenta y tres murieron en el mismo día –iban por familia por grupo– en lo más duro del invierno, y su sangre teñía la nieve del lugar del martirio. Hoy en el sitio donde murieron y fueron enterrados, se levanta un bello monumento, construido ya en 1929. Es un Calvario: la Cruz tiene 3,60 m de altura, las imágenes del Crucificado, de María y de Juan son de tamaño natural. Lugar de oración y de peregrinaciones que nos habla del significado del Martirio: «Si alguno quiere seguir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome a cuestas su cruz y sígame» (Mc. 8,34).

Actualmente y gracias a la pasión de su Iglesia mártir, en Japón gozamos de libertad religiosa; diversas religiones conviven y colaboran pacíficamente; pero frente al relativismo, al hedonismo y a la adoración del dinero, los cristianos tenemos que sostener nuestra fe y dar testimonio de ella. La Beatificación de nuestros Mártires esperamos sea una gracia de Dios que nos ayude a seguir a Jesús. En conjunto estos Mártires forman una de las páginas más bellas de la historia japonesa. En el arduo camino que tuvieron que caminar, Jesús con la Cruz a cuestas es su guía.

Su fe transmitida en esa «pequeña Iglesia» que es la familia, los hizo servidores de esa Iglesia y propagadores del Evangelio. Bajo la acción del Espíritu crean con su actitud ante la persecución, los tormentos y la muerte una auténtica Liturgia del Martirio: acciones, palabras, vestidos, respeto ante las autoridades que los condenan, mansedumbre, alegría. Todo coronado por la palabra clave: «Perdono». Son ciertamente la realización de unas palabras del Vaticano II:

«Predicando el Evangelio la Iglesia consigue que todo lo bueno que se encuentra sembrado en el corazón y en la mente de los hombres y en los ritos y culturas de estos pueblos, no sólo no desaparezca, sino que se purifique, se eleve y perfeccione para la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre». (Lumen Gentium 2, n.17; Ad Gentes, 2,n.9)

Por su incorporación al misterio de la Cruz, nuestros Mártires obraron la auténtica inculturación del Cristianismo en Japón. El esfuerzo y el sacrificio de los fieles sostuvo a la Iglesia Japonesa cuando faltaron los sacerdotes; los sacerdotes japoneses sellaron con su sangre su fidelidad a Cristo y a su pueblo y la fe transmitida en la familia, esa «pequeña Iglesia», llegó íntegra hasta nuestros días.


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