* Párrafos seleccionados del artículo con el mismo título publicado en La Civiltà Cattolica n° 3930, 13 de marzo de 2014

De los gobiernos a los pueblos

Otra lección que Francisco aprendió de su maestro, el beato Juan Pablo II, fue que la paz no se basa tanto en los gobiernos como en los pueblos. En Europa, un siglo atrás, la paz depen-día del equilibrio estratégico entre las diversas potencias, pero cualquier equilibrio es inestable. Después de la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial, políticos de visión amplia, como Schuman, Adenauer y De Gasperi, comprendieron que era preciso seguir otra política, consistente en unir los pueblos. Por dar un ejemplo, las excursiones en grupo de jóvenes franceses y alemanes dieron origen a numerosos matrimonios “mixtos”. Para esas familias, una guerra entre sus países era impensable, y sigue siéndolo ahora para los 28 países de la Unión Europea.

Cuando Juan Pablo II inició su mediación para el Canal Beagle (1978), designó como delegado al cardenal Samoré. No se visua-lizaba un punto de encuentro entre las posiciones de Argentina y Chile. Se pronosticaba incluso el fracaso de la mediación. Pero Samoré dijo: “Veo una pequeña luz al final del túnel”. Todos buscábamos esta “pequeña luz”, que parecía únicamente un deseo piadoso. Bergoglio era en esa época provincial de los jesuitas, y todos nosotros, sus coetáneos, vivimos esos momentos de angustia.

En esa circunstancia, Bergoglio aprendió lo que es el liderazgo moral asumido por Juan Pablo II, cuyo fundamento es la fe en Dios, que es Padre y Madre de la familia humana. Y esa “pequeña luz al final del túnel”, vista por el cardenal Samoré al iniciar su misión imposible, la percibió también Francisco en el túnel de la situación siria. El político debe basarse en cálculos seguros, para actuar sin exponerse al fracaso, mientras el líder moral percibe, en sentido profético, una “pequeña luz” creciente.

Otro momento de gran angustia vivido por nosotros, los argentinos, fue la guerra de las Malvinas/Falkland, en 1982. El padre Bergoglio ya no era provincial, sino superior local. La “recuperación” de las islas por los argentinos parecía basarse en una justa causa.

En caso de triunfo, el general Galtieri habría obtenido be-neficios inmensos, y tal vez no se habría hablado más de los miles de desaparecidos. En definitiva, los argentinos perdieron la guerra, pero ganaron en democracia. La interpretación de la historia, cuando se hace a la luz de la fe, es profética, por cuanto puede despertar la esperanza. El Padre Bergoglio, en los años más difíciles para Argentina, aprendió a contribuir en una interpretación profética, no basada en denuncias apocalípticas, sino en expectativas llenas de promesas.

Un liderazgo de discernimiento

El jesuita Bergoglio no era el profeta-líder que determinaba lo que debía hacerse. Del mismo modo, el Papa Francisco no será el profeta que sustituye a los gobernantes. El jesuita contribuía con elementos para una interpretación profética. En la Iglesia, comunidad profética por excelencia, todos podemos aportar algo, gracias a los dones que hemos recibido. Estos no se suman como el dinero de una colecta: se entretejen. Así expresó San Pablo este concepto hablando de los carismas: “Si no hay quien interprete, cada cual de ellos (quienes tienen el don de lenguas) guarde silencio” (1 Cor 14,28).

El liderazgo moral del Papa Francisco comenzaría a disolverse si no siguiese entretejido con el del Colegio Episcopal y de la comunidad de teólogos. El Obispo de Roma no es un personaje que sobresalga por encima de los fieles, como los héroes de la antigüedad; es un pastor acompañado por otros pastores.

En el caso de Medio Oriente, el liderazgo moral del Papa Francisco se alimenta también de vínculos de amistad con dirigentes judíos y musulmanes. Si tomara distancia con respecto a unos u otros, no sería reconocido en su condición de guía.

En los Ejercicios Espirituales, San Ignacio nos recuerda varios métodos para tomar una decisión. Uno de los más utilizados consiste en anotar las razones a favor y en contra de un proyecto; pero como no se trata de cantidad, sino de calidad, este método puede ser manipulado para justificar acciones inaceptables, destacándose en forma unívoca muchas “ventajas” mezquinas. San Ignacio, en cambio, desarrolla un método ya conocido, pero menos aprovechado: el método de las desolaciones y las consolaciones, de las tristezas y las alegrías. Hablamos de tristezas solidarias cuando acompañamos a los que sufren, y de alegrías auténticas, que nos permiten alegrar a otros. Existen también, sin embargo, sufrimientos traumáticos, que nos bloquean, y alegrías engañosas, que nos enajenan. Brindar en una fiesta corresponde a una alegría compartida. Beber solos, en cambio, como sería drogarse, nos enajena y deshumaniza.

En su entrevista al Papa Francisco, el padre Antonio Spadaro, director de La Civiltà Cattolica, escribe: “Me dice que cuando empezó a darse cuenta de la posibilidad de ser elegido, el miércoles 13 de marzo al almuerzo, sintió descender sobre él una profunda e inexplicable paz y un consuelo interior junto con una oscuridad total y profunda en todo el resto. Y estos sentimientos lo acompañaron hasta la elección” (1). El percibir un profundo consuelo interior, así como una oscuridad total con respecto al resto, era una señal del hecho de que el Espíritu introducía al Padre Bergoglio en una experiencia mística. Todos podemos haber experimentado algo así, en la celebración del matrimonio, en la ordenación sacerdotal, en la profesión religiosa: se trata de una emoción profunda, de una especie de estremecimiento místico.

Pero nuestro pan cotidiano consiste habitualmente en desolaciones, más que consolaciones. Durante el conflicto del Beagle, al cual ya nos referimos, el pueblo argentino cayó en la desolación cuando se enteró de la proposición de Juan Pablo II (1980): las islas disputadas se reconocían como chilenas. Esa proposición parecía dejarnos sin nada. Un general me dijo: “No nos queda ni siquiera un metro cuadrado de tierra en el Cabo de Hornos para conservar nuestros derechos en el mar”. Pero el Papa nos ofrecía otros beneficios en el mar, entre ellos el hecho de que el límite descendía hacia el sur por el meridiano del Cabo de Hor-nos. A partir de esa proposición, continuaron las negociaciones.

Cuando se llegó a un acuerdo, el presidente Alfonsín hizo una consulta popular. Sorprendentemente, hubo 81% de los votos a favor de la ratificación del acuerdo. La desolación del primer momento se transmutó en consolación, y no porque se dispusiese de mejor información: la población fue invadida por un sentimiento de confianza en el Papa y en los obispos argentinos que lo apoyaban. Resultaba claro que estos últimos procedían como argentinos de buena voluntad y no como obispos obligando a los católicos.

El método del discernimiento mediante consolaciones y desolaciones no es fácil de utilizar y requiere contar con un maestro. Los argentinos siguen sin encontrar este maestro en relación con la cuestión Malvinas/Falkland, y siguen en estado de amarga desolación por la pérdida de las islas (2).

Algo análogo ocurre en relación con el tema de los desa-parecidos durante el régimen militar. Los obispos hablan de “reconciliación”, pero estas palabras son rechazadas por el Gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner como si equivaliesen a un indulto para los represores del régimen militar. El presidente Menem concedió el indulto a muchos, pero posteriormente eso se declaró nulo: a las antiguas heridas se sumaron otras, por la severidad del trato a los represores. La dificultad para comprender qué significa “reconciliarse” nos produce gran desolación.

El obispo Bergoglio aprendió que la búsqueda de la paz debe comenzar por el camino interior y el alivio del dolor. En este sentido, su paso de la sede de Buenos Aires a la de Roma no requirió un cambio de actitud: la visita a los refugiados de la isla de Lampedusa se dio en plena continuidad con sus visitas a los barrios marginales de la periferia de la capital argentina.


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