Ya hace tiempo que los doctores de la ley y los sumos sacerdotes estaban inquietos, porque pasaban cosas extrañas en el país. Primero ese Juan, que al final dejaron estar porque era un profeta: bautizaba y la gente se iba, pero no había más consecuencias. Luego vino ese Jesús, señalado por Juan. Comenzó a hacer prodigios, milagros, pero sobre todo a hablar a la gente, y la gente entendía y le seguía, y no siempre observaba la ley, y eso inquietaba mucho. “Este es un revolucionario, un revolucionario pacífico… Arrastra a la gente, la gente lo sigue…” (cfr. Jn 11,47-48). Y esas ideas les llevaron a hablar entre sí: “Pues mira, ese a mí no me gusta…”, y así entre ellos había ese tema de conversación, incluso de preocupación. Luego algunos fueron a Él para ponerlo a prueba y siempre el Señor tenía una respuesta clara que a los doctores de la ley ni se les habría ocurrido. Pensemos en la mujer casada siete veces y enviudada otras siete: “Y en el cielo, ¿de cuál de esos maridos será esposa?” (cfr. Lc 20,33). Él respondió claramente y ellos se fueron un poco avergonzados por la sabiduría de Jesús. Y otras veces se fueron humillados, como cuando querían lapidar a la mujer adúltera y Jesús dijo al fin: “Quien de vosotros esté libre de pecado que tire la primera piedra” (cfr. Jn 8,7), y dice el Evangelio que “se fueron, empezando por los más viejos”, humillados en aquel momento.

Esto hacía crecer esa conversación entre ellos: “Debemos hacer algo, esto no puede ser”. Luego mandaron soldados a prenderlo y volvieron diciendo: “No hemos podido prenderlo porque ese hombre habla como nadie”. “También vosotros os habéis dejado engañar” (cfr. Jn 7,45-49): enfadados porque ni los soldados podían prenderlo. Y luego, tras la resurrección de Lázaro –lo que hemos leído hoy (Jn 11,45-57)– muchos judíos iban allí a ver a las hermanas de Lázaro, pero algunos fueron a ver bien cómo estaban las cosas para contarlas, y algunos fueron a los fariseos y les refirieron lo que Jesús había hecho (cfr. Jn 11,45). Otros creyeron en Él. Y esos que fueron, los chismosos de siempre, que viven de chismorreos, fueron a decírselo.

En ese momento, aquel grupo que se había formado de doctores de la ley hizo una reunión formal: “Esto es muy peligroso; debemos tomar una decisión. ¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos –reconocen los milagros–; si lo dejamos continuar así, todos creerán en Él, hay peligro, el pueblo irá tras Él, se separará de nosotros” –el pueblo no estaba apegado a ellos–. “Vendrán los romanos y destruirán nuestro templo y nuestra nación” (cfr. Jn 11,48). En esto había parte de verdad pero no toda, era una justificación, porque había hallado un equilibrio con el ocupador, aunque odiaban al ocupador romano, pero políticamente habían logrado un equilibrio. Así hablaban entre sí. Uno de ellos, Caifás –era el más radical–, el sumo sacerdote, dijo: «No comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera» (Jn 11,50). Era el sumo sacerdote y hace la propuesta: “Quitémoslo de en medio”. Y Juan dice: «Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación… Y desde aquel día decidieron darle muerte» (Jn 11,51-53).

Fue un proceso, un proceso que comenzó con pequeñas inquietudes en tiempos de Juan Bautista y luego acabó en esta sesión de los doctores de la ley y los sacerdotes. Un proceso que crecía, un proceso que era más seguro que la decisión que debían tomar, pero ninguno la había dicho tan clara: “A este hay que eliminarlo”. Ese modo de proceder de los doctores de la ley es precisamente una figura de cómo actúa la tentación en nosotros, porque detrás evidentemente estaba el diablo, que quería destruir a Jesús, y la tentación en nosotros generalmente actúa así: empieza con poca cosa, con un deseo, una idea, crece, contagia a otros y al final se justifica.

Esos son los tres pasos de la tentación del diablo en nosotros y aquí están los tres pasos que dio la tentación del diablo en la persona del doctor de la ley. Comenzó con poca cosa, pero creció y creció, luego contagió a otros, tomó cuerpo y al final se justifica: “Es necesario que muera uno por el pueblo” (cfr. Jn 11,50): la justificación total. Y todos se fueron a casa tan tranquilos. Habían dicho: “Esta es la decisión que debíamos tomar”. Y nosotros, cuando somos vencidos por la tentación, acabamos tranquilos, porque hemos encontrado una justificación para ese pecado, para esa actitud pecaminosa, para esa vida que no es según la ley de Dios.

Deberíamos tener la costumbre de ver ese proceso de la tentación en nosotros. Ese proceso que nos hace cambiar el corazón del bien al mal, que nos lleva por un camino cuesta abajo. Algo que crece y crece y crece lentamente, luego contagia a otros y al final se justifica. Difícilmente nos vienen las tentaciones de golpe, el diablo es astuto. Y sabe tomar esa senda, la misma que tomó para llegar a la condena de Jesús.

Cuando nos encontramos en pecado, en una caída, sí, debemos ir a pedir perdón al Señor, es el primer paso que hemos de dar, pero luego debemos decir: “¿Cómo he llegado a caer ahí? ¿Cómo empezó ese proceso en mi alma? ¿Cómo ha crecido? ¿A quién he contagiado? ¿Y cómo al final me he justificado para caer?”. La vida de Jesús es siempre un ejemplo para nosotros y las cosas que le pasaron a Jesús son cosas que nos pasarán a nosotros, las tentaciones, las justificaciones, la buena gente que está a nuestro alrededor y quizá no la oímos, y a los malos, en el momento de la tentación, intentamos acercarnos a ellos para hacer crecer la tentación. Pero nunca olvidemos: siempre, detrás de un pecado, detrás de una caída, hay una tentación que empezó pequeña, que creció, que contagió y al final encontró una justificación para caer. Que el Espíritu Santo nos ilumine en ese conocimiento interior.


Fuente: Almudi.org

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