Este pasaje del Evangelio de Juan (cfr. Jn 3,16-21), el diálogo entre Jesús y Nicodemo, es un auténtico tratado de teología: aquí está todo. El kerigma, la catequesis, la reflexión teológica, la parénesis*; está todo en este capítulo. Y cada vez que lo leemos, encontramos más riqueza, más explicaciones, más cosas que nos hacen entender la revelación de Dios. Sería bueno leerlo muchas veces, para acercarnos al misterio de la redención. Hoy señalaré solo dos puntos de todo esto, dos puntos que están en el pasaje de hoy.

El primero es la revelación del amor de Dios. Dios nos ama, y nos ama –como dice un santo– como locura: el amor de Dios parece una locura. Nos ama: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito» (Jn 3,16). Dios dio a su Hijo, envió a su Hijo, y lo envió a morir en la cruz. Cada vez que miramos el crucifijo, vemos ese amor. El crucifijo es precisamente el gran libro del amor de Dios. No es un objeto para ponerlo aquí o allá, más bonito o no tanto, más antiguo o más moderno… no. Es la expresión del amor de Dios. Dios nos amó así: envió a su Hijo, se anonadó hasta la muerte de cruz por amor. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo» (Jn 3,16).

Cuánta gente, cuántos cristianos pasan el tiempo mirando el crucifijo, y ahí lo encuentran todo, porque han entendido –el Espíritu Santo les ha hecho entender– que ahí está toda la ciencia, todo el amor de Dios, toda la sabiduría cristiana. Pablo habla de esto, explicando que todos los razonamientos humanos que él hace sirven hasta cierto punto, pero el verdadero razonamiento, el modo de pensar más hermoso, y que más lo explica todo, es la cruz de Cristo, es “Cristo crucificado que es escándalo” (cfr. 1Cor 1,23) y locura, pero es el camino. Y eso es el amor de Dios. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo» (Jn 3,16). ¿Para qué? «Para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). El amor del Padre que quiere a sus hijos consigo.

Mirar el crucifijo en silencio, mirar las llagas, mirar el corazón de Jesús, mirar el conjunto: Cristo crucificado, el Hijo de Dios, anonadado, humillado por amor. Este es el primer punto que hoy nos muestra este tratado de teología, que es el diálogo de Jesús con Nicodemo.

El segundo punto es un punto que también nos ayudará: «La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas» (Jn 3,19). Jesús retoma esto de la luz. Hay gente –también nosotros, muchas veces– que no pueden vivir en la luz porque están acostumbrados a las tinieblas. La luz les deslumbra, son incapaces de ver. Son murciélagos humanos: solo saben moverse en la noche. Y también nosotros, cuando estamos en pecado, estamos en ese estado: no toleramos la luz. Es más cómodo vivir en las tinieblas; la luz nos abofetea, nos hace ver lo que no queremos ver. Y lo peor es que los ojos, los ojos del alma, de tanto vivir en tinieblas se habitúan de tal modo que acaban ignorando qué es la luz. Pierdo el sentido de la luz, porque me acostumbro más a las tinieblas. Y tantos escándalos humanos, tantas corrupciones nos indican esto. Los corruptos no saben qué es la luz, no la conocen. Lo mismo nosotros cuando estamos en pecado, en estado de alejamiento del Señor, nos volvemos ciegos y nos sentimos mejor en las tinieblas, y así vamos, sin ver, como ciegos, moviéndonos como podamos.

Dejemos que el amor de Dios, que envió a Jesús para salvarnos, entre en nosotros y “la luz que trae Jesús” (cfr. Jn 3,19), la luz del Espíritu entre en nosotros y nos ayude a ver las cosas con la luz de Dios, con la luz verdadera y no con las tinieblas que nos da el señor de las tinieblas.

Dos cosas, hoy: el amor de Dios en Cristo, en el crucificado, en lo cotidiano. Y la pregunta diaria que podemos hacernos: “¿Yo camino en la luz o camino en las tinieblas? ¿Soy hijo de Dios o he acabado por ser un pobre murciélago?”.


Fuente: Almudi.org

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