“El príncipe de este mundo está condenado”, dice el Evangelio de hoy (Jn 16, 5-11). Se refiere al diablo: está condenado, ¡pero no está muerto! Podemos decir que está moribundo y derrotado, pero no es fácil darse cuenta, porque el diablo es un seductor, sabe qué palabras usar, ¡y a nosotros nos gusta ser seducidos! Tiene esa capacidad de seducir. Por eso, es tan difícil entender que esté derrotado, porque se presenta con gran poder, te promete tantas cosas, te lleva regalos –bonitos y bien envueltos: “¡Qué bonito!”–, pero no sabes lo que hay dentro. “Ya, pero el envoltorio es muy bonito”. Nos seduce con el paquete sin dejarnos ver lo que hay dentro. Sabe presentar a nuestra vanidad, a nuestra curiosidad, sus propuestas.

Los cazadores dicen que no te acerques al cocodrilo que se está muriendo porque, con un golpe de cola, te puede matar. Pues así el diablo, que es peligrosísimo: se presenta con todo su poder, pero sus propuestas son todas mentiras, y nosotros, que parecemos tontos, nos las creemos. El diablo es el gran mentiroso, el padre de la mentira. Sabe hablar bien, es capaz hasta de cantar para engañarnos. Es un derrotado, pero se mueve como un vencedor. Su luz es brillante como los fuegos artificiales, pero no dura, se apaga, mientras que la del Señor es mansa pero permanente.

El diablo nos seduce, sabe tocar nuestra vanidad, la curiosidad, y nosotros se lo compramos todo, es decir, caemos en la tentación. Es, pues, un derrotado peligroso. Debemos estar atentos al diablo, como dice Jesús, vigilando, rezando y ayunado. Así se vence la tentación. Por eso, es fundamental no acercarse a él porque, como decía un Padre de la Iglesia, es como un perro rabioso, encadenado, pero al que no se le puede hacer una caricia, porque muerde. Si yo sé que, espiritualmente, si me acerco a ese pensamiento, si me acerco a ese capricho, si voy a esa parte o a la otra, me estoy acercando al perro rabioso y encadenado, por favor, no lo hagas. “Tengo una gran herida” – “¿Quién te la ha hecho?” – “El perro” – “¿Pero estaba encadenado?” – “Sí, pero he ido a hacerle una caricia” – “¡Pues tú te lo has buscado!”. Es así: no acercarse nunca, aunque esté encadenado. Dejémoslo ahí encadenado.

También debemos estar atentos para no dialogar con el diablo, como hizo Eva: se creyó la gran teóloga, y cayó. Jesús no lo hizo: en el desierto, responde con la Palabra de Dios. Expulsa a los demonios, algunas veces les pregunta el nombre, pero no dialoga con ellos. Con el diablo no se dialoga, porque siempre nos gana, ya que es más inteligente que nosotros. Se disfraza de ángel de luz, pero es un ángel de sombras, un ángel de muerte. Es un condenado, está derrotado, está encadenado y a punto de morir, pero es capaz de hacer estragos. Por eso, hay que rezar, hacer penitencia, no acercarnos, ni dialogar con él.

Y al final, acudir a la madre, como los niños. Cuando los niños tienen miedo, van a su madre: “Mamá, mamá, tengo miedo”, cuando tienen pesadillas, van a su madre. Pues ir a la Virgen; Ella nos protege. Los Padres de la Iglesia, sobre todo los místicos rusos, dicen: “en tiempo de las turbaciones espirituales, refugiarse bajo el manto de la gran Madre de Dios”. Acudir a la Madre. Que Ella nos ayude en esa lucha contra el derrotado, contra el perro encadenado, para vencerlo.


Fuente: Almudi.org

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