Fernando e Isabel recibieron por herencia en 1474 y en 1479 un conjunto de territorios pobres y poco poblados, afectados además por guerras interiores y en consecuencia regidos por gobiernos inestables. A su muerte, en 1504, Isabel dejaba a España unida por una corona de muy hondo arraigo y a una nación en la que impera el orden y domina la justicia.

Hace pocos años, en el clima de celebraciones del tercer milenio adveniente, una consulta dirigida a cerca de un centenar de personalidades de la cultura, en su mayoría extranjeras, les pidió definir cuáles eran las mayores figuras del milenio que terminaba en los ámbitos religioso, artístico y político-social. Las respuestas señaladas para cada uno de estos campos arrojaron respectivamente tres mayorías consistentes: Francisco de Asís con igual número de preferencias que Santo Tomás de Aquino en lo religioso; Miguel Ángel Buonarotti en lo artístico; Isabel la Católica en lo político-social [1].

He aquí el tenor de algunas de las fundamentaciones del voto por Isabel: «Espléndida figura femenina por su carácter, su talento, su profunda religiosidad y su conciencia social. De las ruinas de un pequeño reino llegó a la unidad de España. Desde ahí abre su corazón al Nuevo Mundo de América y a los pueblos que lo habitan, dejando como herencia las ‘Leyes de Indias’. Impulsa el auténtico Humanismo Cristiano, que florece en el renacimiento español, simbolizado en esa pequeña maravilla de San Juan de los Reyes (Toledo) y en la madurez de la lengua castellana. El pueblo estaba con ella». Son palabras llegadas desde Nagasaki, Japón. Otra fundamentación, ahora desde nuestra América: «Su reinado –que compartió en forma equilibrada y prudente con su esposo Fernando– llevó a España desde el caos a la cumbre de su grandeza. Como política fue hábil y sagaz. Como reina, fue enérgica y justiciera. Como mujer fue tan generosa y abnegada, que supo conquistar el corazón de las multitudes. Tal vez la característica más notable de su personalidad fue el poder de la intuición casi adivinatoria. Ella descubrió bajo el hábito de un desconocido franciscano al gran Cardenal Cisneros. En la personalidad conflictiva de un vagabundo soñador intuyó el genio de Colón. Y en la turbamulta de los jóvenes oficiales de la guerra de Granada, distinguió al Gran Capitán, el primer guerrero de su siglo. Las aptitudes que se requieren para ser un gran gobernante son variadas y complejas. Isabel la Católica las tuvo todas y en el más alto grado».

Cinco siglos después, se hace de nuevo aquí realidad lo que Baltasar de Castiglione dijera de la Reina, a quien no conoció, luego de recorrer España a dos décadas de su muerte: «Aunque su vida haya fallecido, su autoridad siempre vive». En su célebre El Cortesano, este prodigioso narrador del ideal renacentista en el siglo XVI, se ocupa de los Reyes Católicos en el libro III de la mencionada obra, con especial insistencia en la Reina Isabel, dejándonos este testimonio único: «Afirman todos los que la conocieron haberse hallado en ella una manera tan divina de gobernar, que casi parecía que solamente su voluntad bastaba por mandamiento, porque cada uno hacía lo que debía sin ningún ruido, y apenas osaba nadie en su propia posada y secretamente hacer cosa de que a ella le pudiese pesar...».

Como lo ha ponderado Julián Marías, esta serie de conceptos formulados por Castiglione nos compendian una verdadera teoría del gobierno civilizado, posible entre los hombres, y que él ve bien encarnados por la Reina. La autoridad distinta del puro ejercicio del poder. La ejemplaridad que impera sobre las conciencias que la descubren y acatan. La paradójica a la vez que saludable combinación del amor y el miedo, la admiración y el imperio. Pero también algo más: la vigencia, la acción a distancia, la perpetuación de esa autoridad después de la muerte. Isabel la Católica no existe ya, no puede hacer nada, no ejerce ningún poder real; pero sigue actuando, está presente por su ejemplaridad, quiere decirnos Castiglione.

Hace hoy cinco siglos

Después de haber regido Castilla y León por treinta años y Aragón por veinticinco, atravesada por el dolor que le provocaron las tragedias familiares [2] –el fallecimiento de hijos y herederos a lo que viene a sumarse la locura de Doña Juana– la Reina se retira a esperar la muerte en una pequeña residencia con aires de palacio, situado en un ángulo de la plaza mayor de Medina, en el corazón de sus reinos. Caserón austero, parecido al de Madrigal, donde vino a luz 53 años antes. La acompaña Don Fernando. Urgida por su conciencia, sigue desde su lecho ocupándose de asuntos de Estado. El 12 de octubre de ese año 1504, justo al cumplirse doce desde que las carabelas de Colón divisaran las tierras de América, dicta su testamento, al que agrega el 23 de noviembre, tres días antes de su muerte, un codicilo [3] por el que fija el sentido de la acción en las Indias, que luego desarrollarían sus sucesores. En este admirable testamento, que nada olvida de sus responsabilidades, manda también que el mismo sea depositado a los pies de la Virgen de Guadalupe, en Extremadura, lugar de importantes recuerdos para la Reina. Pues en efecto, a este monasterio se recogió diecisiete veces durante su reinado, habiendo sido esta plaza de oración –que solía llamar «mi paraíso»– faro y guía para ella en todas las etapas de su gobierno [4].

Tanto el testamento como el codicilo –conjunto documental de inmensa importancia– han sido publicados en muchas oportunidades, no obstante raras veces se les ha interpretado debidamente. Para ello sería necesario ubicarse en la actitud mental de la Reina, sumamente distante del marco de valores que caracteriza a nuestro tiempo. Es claro que ella no ve al cristianismo como otra opinión válida y a la Iglesia como una simple institución digna de respeto. Su preocupación fundamental está centrada en la conversión a «nuestra Santa Fe católica» de los pueblos descubiertos y por descubrir. Y su postrer pensamiento se dirige a los indígenas de las tierras americanas, mandando que sean tratados como súbditos, vale decir, como personas libres llamadas también a ser cristianos.

Como ha dicho no hace mucho el Cardenal Castrillón Hoyos, prelado colombiano que preside en la Santa Sede la Congregación para el Clero, la Reina Isabel «dio vida al mayor y más importante proyecto de evangelización que ha conocido la historia humana después de la predicación apostólica». Sin duda la más elocuente ilustración del éxito general del propósito legado por Isabel en su Testamento, lo constituye la evangelización del nuevo mundo, consignado en el hecho de que iberoamérica cuenta hoy con alrededor de 500 millones de católicos y en conjunto con los de América del Norte –en gran proporción de origen hispánico– conforman más de la mitad de los mil cien millones de bautizados católicos que se registran en el orbe. Cifras también interesantes de considerar son las que nos señalan que Brasil es la primera población católica y México la segunda, siendo el de Santa María de Guadalupe –no ya el de la peninsular Extremadura, sino el ubicado en la capital mexicana– el santuario mariano más visitado en todo el mundo. Si el Testamento dispone que la justicia se administre con equidad, «así a los chicos como a los grandes», y que se reparen los agravios cuando se hubieren cometido, en el codicilo se ordena la codificación de las leyes [5]. Siendo entonces los testamentos reales emanación de la potestad legislativa como Leyes fundamentales, los estudiosos del tema subrayan que de este modo la Reina se adelantó en mucho tiempo a la legislación de las demás naciones. Para el ya citado Cardenal Castrillón Hoyos, el Testamento de Isabel, erradicando la esclavitud y estableciendo una equivalencia jurídica entre el hecho de ser súbdito del reino y ser libre, constituye incluso la raíz de la que surgirá mucho más tarde el árbol de los derechos humanos.

De Toledo a Granada

Fue en Toledo, en 1480, donde empieza a emerger un programa real completo. Se reunieron allí ese año las Cortes compuestas por ciudades y con representación de la nobleza, para reconocer al joven Juan como heredero de la corona de Castilla. Isabel y Fernando promulgaron entonces un conjunto de ordenanzas que llevaban la impronta de un proyecto real para construir una nación. Las Cortes reclamaron para la corona tierras que habían sido asignadas a los nobles, autorizaron el envío de corregidores a pueblos y ciudades, decretaron tributos más altos y ordenaron la compilación de leyes que benefi ciaban a la monarquía. Tales medidas fueron presentadas como un plan y una necesidad en orden a reanudar el esfuerzo fi nal que concluiría con la Reconquista. En la catedral de Toledo, en una ceremonia revestida de la mayor solemnidad, rodeados por cuatrocientos miembros de la Orden de Santiago, los monarcas prometieron reanudar así la guerra contra los moros de Granada.

Por la extensión de toda una década y algo más, hasta el glorioso año 1492, las huestes españolas, encabezadas por sus nobles capitanes, asediaron y ocuparon, una tras otra, las plazas fortifi cadas del reino de nazarí, tal como podemos hoy apreciarlo en el relato escultórico de las tallas que adornan los sitiales en el coro de la catedral de Toledo.

El progreso de la conquista tuvo lugar bajo el mando militar del Rey y la habilidad administrativa de la Reina, que trabajaron siempre en estrecha unión, decidiendo juntos la estrategia a seguir. Las cartas que se conservan nos muestran que era Isabel quien impulsaba tenazmente la ardua empresa, asegurándose que nada se antepusiera a ella en las prioridades del reino. En la guerra de Granada, una sociedad que se organizó para la guerra, se convirtió en una sociedad fuertemente influida por ella. Se impuso, como consecuencia natural de lo anterior, la creación de una cadena de mando que reforzó el poder real, ubicándosele sin discusión en la cumbre de la escala jerárquica, sometiendo a la par a los nobles recalcitrantes. Los años de guerra identificaron con fuerza los conceptos de ser español y de militancia cristiana.

Era ella también que cuidaba la provisión de fondos y las enormes requisas de hombres y material. Consiguió reavivar en Castilla los viejos ideales y en estas condiciones el dinero afl uye con facilidad. Ya en junio de 1484 –año que marca el inicio de la guerra sistemática– Fernando e Isabel pasan revista a un ejército que vendrá a revolucionar el arte de la guerra y que, adaptándose siempre a nuevas circunstancias, mantendrá por más de un siglo la preponderancia española en Europa.

La toma de Granada, por liberar a Europa occidental de la amenaza musulmana, proporcionó el reconocimiento y prestigio que todavía faltaban a Isabel y Fernando fuera de las fronteras españolas. Francis Bacon, por ejemplo, se refiere a ellos, desde Inglaterra, como «los reyes de España». El título de «Reyes Católicos» otorgado por el Soberano Pontífi ce en 1497 en reconocimiento de la ayuda española en las guerras de Italia, consolida y da énfasis religioso a esta valoración.

En el campo arquitectónico y artístico dos monumentos se alzan en el corazón de Castilla como iconos de esta realidad que vive entonces la Península. La iglesia de San Juan de los Reyes, en Toledo, que se erige como primer panteón real y cuyo gótico flamígero toma el nombre de «isabelino». Y la cartuja de Miraflores, cerca de Burgos, enriquecida por mano de Gil de Siloé, que guarda la tumba de sus padres.

Mil cuatrocientos noventa y dos

A comienzos de 1492, España ha consumado así la tarea en que se había empeñado a lo largo de casi ocho siglos. Las grandes energías acumuladas en ese largo transcurrir quedan ociosas con el grave peligro inherente a ello. Al término de ese mismo año crucial, un hecho providencial ofrece a la nación gobernada por Isabel y Fernando una nueva tarea, de casi infinita amplitud, en la que se podrían reencauzar los atributos militares y misionales de la Reconquista. La España de los Reyes Católicos prolonga así las fuerzas vitales y constructivas de la Edad Media, distanciándose de una Europa ya inmersa en las querellas filosóficas del nominalismo y sus secuelas, sin dejar por ello de modernizarse, según veremos.

Como se sabe, fue Isabel la defensora de Colón frente a la desconfianza de Fernando en las pretensiones del navegante, que aparecían ciertamente desmesuradas. La Reina argumentó que lo mucho que se prometía sólo sería mucho si mucho se descubriera, con lo que calmó al Rey. Las capitulaciones de Santa Fe se firmaron y ese año de 1492 comenzó la epopeya americana.

Y si de 1492 se trata, injusto sería olvidar que fue precisamente ese año, lleno de significado para la historia del mundo, en el que también con el apoyo de la Reina Isabel, Antonio de Nebrija publicó su Gramática, lo que significó un avance definitivo en la fijación y estructuración del idioma castellano [6].

Modernizadora y pacificadora

Isabel fue una mujer dotada de talento para la política, quien además se tomó muy en serio el consejo de Hernando de Talavera, su confesor, combinándolo con los atributos necesarios para gobernar, bien explicados en los libros de formación de los príncipes que existían en la biblioteca real. Aprendió así a apartarse de las posturas intransigentes, a contener sus emociones y a ser diplomática, lo que está muy bien reflejado en sus primeras cartas dirigidas a su hermanastro Enrique IV. Ya desde entonces se erigió en el modelo, dotado de cualidades positivas, que de acuerdo con sus deseos los súbditos debían ver en ella. En una época en que socialmente la persona era definida por la función que desempeñaba y en que al gobernante se exigía ser la representación del país, era de enorme importancia que el monarca personificara una auténtica encarnación del reino, y la Reina en gran medida lo consiguió. Sabía bien que para ello era necesario saber exhibir sus imágenes y símbolos. Es siguiendo este paradigma, por ejemplo, que junto con Fernando cruzan en 1477 la puerta de Bisagra de la antigua capital visigótica, evocadora del Cid, portando los estandartes conquistados en el campo de batalla, para asistir luego a una misa de la victoria en la catedral, vestida de gran gala y con corona adornada de águilas doradas. O como cuenta Gonzalo Fernández de Oviedo, que acudía al ejercicio de la justicia en solemnes sesiones que tenían lugar los viernes. Allí, sola o acompañada por el Rey, rodeados por sus jueces, recibían las quejas de sus súbditos, y aunque no dictaban sentencia –pues esta se daba después del examen de los jueces– se otorgaba plena representación al papel de los reyes junto a su pueblo.

Sus decisiones, asegurado el trono de Castilla, parecen intuitivamente haber apuntado a la conformación de la España moderna en vísperas de la expansión imperial. Construir una nación moderna en la Europa de ese momento, exigía del monarca incrementar el poder real, crear una administración centralizada, mejorar las comunicaciones y transportes, unificar la moneda, los pesos y las medidas, administrar justicia con energía, mejorar la economía [7] y asegurar la paz. De una manera que todavía no esboza un plan general plenamente elaborado –como será a partir de 1480, dijimos–, guiándose por unos cuantos principios que le sirven de norte, Isabel mira a ese objetivo y da ya enormes pasos entre 1477 y 1480.

Una rápida mirada al recorrido realizado por Isabel en su vida, hace ver que su mayor parte pasó en medio de la guerra. Fueron éstas guerras para afirmar su derecho a gobernar u orientadas contra herejes e infieles. Accedió a la corona a través de la guerra y muchas de sus medidas políticas se justificaban en razón de la guerra. Sus modelos eran, por una parte, los reyes de España que más enérgicamente habían luchado contra los musulmanes, y por otra, los reyes, jueces y guerreros del Antiguo Testamento. El objetivo de la guerra era alcanzar la paz, y la católica Isabel contemplaba la paz colectiva a la manera medieval, como el restablecimiento del orden justo, como la vuelta al equilibrio social y económico. La paz era la tranquilidad en el orden, un reino de armonía, equilibrio y justicia, en el que todas y cada una de las personas hacían lo que debían y se comportaban como debían. Sin duda, y no podía ser de otra forma, el haber vivido treinta y nueve años en un país en guerra, influyó profundamente en su concepto de paz.

Fondo religioso-cultural de la monarquía

Hay en los Reyes Católicos un afán de mejorar a España en todos sus aspectos. Supieron de esta manera ver la necesidad, para la conservación del imperio a que dieron vida, de que se creara una minoría cultivada en la que se pudiese escoger los rectores de las comarcas, los prelados, los magistrados y los encargados de las misiones diplomáticas. Como para estos cargos era necesario contar con la alta nobleza, procuraron elevar el nivel cultural de los hijos de los caballeros en las academias cortesanas. La propia corte se convierte en una academia en la que grandes maestros iniciaban a la alta nobleza en las letras griegas y latinas. Es también el tiempo en que muchos grandes señores se aficionan a los libros haciéndose muchos de ellos famosos por la calidad y belleza de los que adquieren para sus bibliotecas. Los hijos de los hidalgos pobres y los procedentes de clases sociales menos encumbradas se dirigen a la Universidad de Salamanca, que gozó de especial protección y a la que hizo venir a afamados maestros humanistas desde el extranjero.

A Isabel corresponde, con sus decisiones, el mérito o la responsabilidad de haber creado también una fuerte relación entre la Iglesia, la sociedad y la cultura. Sostuvo la causa del realismo humanista frente al nominalismo y sus consecuencias, que concluirán en otras partes de Europa en las herejías calvinista y luterana. Para esto, y para resucitar un tomismo renovado, se apoyó en las Universidades de Salamanca y Alcalá de Henares. Hizo este trabajo en obediencia al Papa y a la Iglesia en un tiempo en que no era fácil por el conciliarismo todavía influyente, que había penetrado incluso en la jerarquía eclesiástica.

En 1485 los monarcas obtuvieron el «derecho a súplica» para proponer candidatos a las sedes episcopales vacantes. En adelante rara vez fueron llamados a esta dignidad los hijos de los grandes, a no ser que tuvieran méritos propios para ello. Las elecciones recayeron en cambio, para bien de la Iglesia, en letrados de vida virtuosa, oriundos de la fecunda «hidalguía pobre». En estos nuevos prelados los reyes y Cisneros encontraron excelentes auxiliares para la reforma del clero secular, de cuya increíble libertad de costumbres es testigo la literatura de la época. Aún más dura fue la lucha por volver a las órdenes monásticas a la pureza de su regla primitiva, tarea que por iniciativa del Cardenal Cisneros se comenzó en su propia orden, los franciscanos. El principal mérito de la Reina y del Cardenal fue en esto el de haber creado un ambiente favorable a la reformación, premisa para que ésta se hiciese culturalmente aceptable. Diez años después de la muerte de Isabel nacía esa gran figura de la contra-reforma católica, Teresa de Ávila, talla femenina que tantos paralelos sugiere con la Reina.

Pero como generalmente lo confirma la antropología filosófica y también la historia, no suelen darse reformas religiosas sin que se dé en el reformador una reforma interior. Claramente fue este el caso de Isabel la Católica, quien en contraste con la mentalidad de las cortes de su tiempo, especialmente la de Enrique IV, vive desde muy joven una alta moralidad. Gozó luego de una decisiva intuición espiritual para rodearse de grandes figuras que ella supo detectar, y que en un primer momento ni siquiera eran conocidas en Castilla: Hernando de Talavera, Francisco Fernández de Cisneros, Diego de Deza, Diego de Mura, Beatriz de Bobadilla y Teresa Henríquez. Su vida espiritual y la ayuda de estas personas dio verdadera solidez organizativa a sus propósitos.

El objetivo de «salvación de las almas» que constituyó el norte de la vida y de la obra de Isabel –difícil de comprender para la mentalidad de hoy en el marco de realizaciones de un gobernante– se debería explicar, en opinión del Cardenal Rouco-Varela, arzobispo de Madrid, en equivalencia a lo que sería el concepto moderno de «desarrollo integral de la persona».

Casos largos y arduos de abordar en sí mismos –y que exceden el alcance de estas líneas– son el de los judíos y el de la inquisición. Respecto del primero así como de la expulsión de los moriscos, el mismo Cardenal Rouco-Varela juzga que se trata de una sombra «objetiva» del reinado de Isabel, pero no «subjetiva», dadas las circunstancias en que estas situaciones tuvieron lugar. Cabe señalar, en todo caso, que el problema es del todo ajeno a cualquier inclinación antisemítica. Varios ejemplos cotidianos lo muestran: la amiga más íntima de Isabel era casada con un converso que sería hecho marqués de Moya; los judíos apoyaron la llegada al trono de la Reina; eran muchos los conversos e incluso judíos de religión en su entorno; la Reina favorecía especialmente a los conversos incorporándolos muchas veces a la nobleza. Asimismo, y más concluyente aún, es el hecho que desde los comienzos de su reinado Isabel se preocupó de amparar a los judíos contra autoridades municipales y eclesiásticas mediante el «seguro real», protección inviolable, garantizando su culto y construyéndoles sinagogas. Hay así, explicablemente, cartas de hebreos que certifican su felicidad por el gobierno de los Reyes Católicos.

Superada la posibilidad de profundizar en estas controvertidas materias, como no fuese dedicándose en exclusiva a ellas, habría sí que decir, en orden a su comprensión, que no pueden ser desligadas de un hecho indiscutible para la cultura de la época, como es el de que la base de la paz descansaba en la unidad espiritual de la sociedad [8].

Grandeza de la austeridad

La formación de Isabel estuvo marcada por una austeridad en la que se reconoce la fuerte influencia de sus guías espirituales como Hernando de Talavera, lo que distanciaba su estilo del de los grandes señores de la época [9]. El segundo de sus directores de conciencia, Cisneros, a sus dotes de político sagaz y de indomable energía, unía también las virtudes de un fraile austerísimo.

Fernando e Isabel recibieron por herencia en 1474 y en 1479 un conjunto de territorios pobres y poco poblados, afectados además por guerras interiores y en consecuencia regidos por gobiernos inestables. A su muerte, en 1504, Isabel dejaba a España unida por una corona de muy hondo arraigo y a una nación en la que impera el orden y domina la justicia. Asimismo, a un ejército acostumbrado a vencer, que había conseguido para el reino –ahora llamado España en sentido político– el respeto de las naciones. Pero éste, destinado a inmensas proezas, era pobre como el de sus dinastías pasadas, y la confusión entre gloria político-militar y riqueza material se ubica para el caso en una esfera puramente mítica.

La relación que hacen las crónicas de la época es concluyente: la peste de 1480; las grandes inundaciones de 1485; la pérdida casi total de la cosecha de 1489 en Andalucía; los terremotos del sur en 1504; las hambrunas que no cejan entre 1502 y 1505. Así describe uno de estos cronistas las tragedias y penurias que marcan la vida en esos años: «Despoblábanse muchos lugares; andaban los padres e madres con los hijos a cuestas, muertos de hambre por los caminos, e de lugar en lugar demandando por Dios, y muchas personas murieron de hambre, y eran tantos los que pedían por Dios, que acaecía llegar un día a una puerta veinte o treinta personas, de donde quedaron infinitos hombres en pobreza, vendido todo cuanto tenían para comer». Una Castilla de campos casi desiertos y con algunas ciudades populosas en las que había cierta riqueza, tendría que sostener, cada año con mayor dificultad, el precio de la política imperial. Faltaban con evidencia los medios materiales, pero la Reina había legado entre tanto a sus súbditos un optimismo indeclinable, una sólida esperanza en la victoria y el amor al servicio de muy altos ideales. Todo esto con arraigo en esa fuerza proveniente de una lucha constante frente a la adversidad que, si bien era también la de un pueblo, ella como nadie encarnó, desde el austero entorno de su nacimiento en Madrigal al de su muerte en Medina del Campo, sentando con este espíritu las bases de la magna historia que se abría para España y sus territorios en el siglo XVI.

Así lo vio certeramente don Ramón Menéndez Pidal en España y su historia: «Si es cierto que los términos de nuestra dominación fueron inmensamente mayores en tiempos del Emperador y de su hijo, y mayor también el peso de nuestra espada y de nuestra política en la balanza de los destinos del mundo, toda aquella grandeza (...) venía preparada, en lo que tuvo de sólida y positiva, por la obra más modesta y peculiarmente española de aquellos gloriosos monarcas».


NOTAS 

[1] Cf. 1000-2000: Los Grandes Personajes del Milenio, en revista HUMANITAS nº 8 (Octubre-Diciembre 1997), pp. 600-619.
[2] La muerte de su hijo Juan en 1497 afectó a Isabel especialmente por ser el único varón heredero de la corona. Un año después falleció su hija Isabel de sobreparto y poco después en 1500 el príncipe Miguel, hijo de ésta y de Manuel de Portugal, que hubiera sido heredero de las tres coronas: Portugal, Aragón y Castilla. Las tres hijas restantes estaban casadas con príncipes extranjeros y residiendo lejos de Castilla: Flandes, Portugal e Inglaterra (aquí la infortunada Catalina, repudiada por Enrique VIII y madre de la futura reina María Tudor).
[3] Mandato de cristianización, justicia y respeto para con los indios de América expresado en el codicilo del Testamento de la Reina Isabel (versión en castellano moderno): «Por cuanto al tiempo que nos fueron concedidas por la Santa Sede Apostólica las islas y tierra firme del mar Océano, descubiertas y por descubrir, nuestra principal intención fue, al tiempo que lo suplicamos al Papa Alejandro VI, de buena memoria, que nos hizo dicha concesión, de procurar inducir y traer los pueblos de ellas y convertirlos a nuestra Santa Fe católica, y enviar a las dichas Islas y Tierra Firme, prelados y religiosos y otras personas doctas y temerosas de Dios, para instruir los vecinos y moradores de ellas en la Fe católica y enseñarles y doctrinar buenas costumbres y poner en ello la diligencia debida, según más largamente en las cartas de dicha concesión se contiene; por ende suplico al rey mi señor muy afectuosamente, y encargo y mando a la dicha princesa mi hija y al dicho príncipe su marido, que así lo hagan y cumplan y que éste sea su principal fin, que en ello pongan mucha diligencia, y no consientan ni den lugar a que los indios, vecinos y moradores de las dichas Indias y Tierra Firme, ganadas y por ganar reciban agravio alguno en sus personas y bienes, más manden que sean bien y justamente tratados y si algún agravio han recibido, lo remedien y provean por manera que no se exceda en cosa alguna lo que por letras Apostólicas de la dicha concesión nos es infundidoy mandado».
[4] Consta que el texto original del testamento de la reina Isabel y su codicilo entró de Guadalupe el año 1511 y que permaneció allí hasta 1575, cuando fue trasladado al archivo de Simancas, según registra el libro primero, folio 64 de los Libros de copias del Patronato Real, mandado redactar por orden de Felipe II.
[5] En 1512, a partir de una Junta de teólogos que orientaron el primer intento legal de protección de los indios, Fernando II promulga las llamadas «Leyes de Indias».
[6] La consolidación de la lengua castellana, que debe reconocerse a la obra de Nebrija, amparada por Isabel, será otro factor de vital importancia para el desarrollo y progreso de los acontecimientos que se inician ese año 1492. En efecto, con la hispanización de América se produjo en seguida una unidad idiomática caracterizada por el fuerte asentamiento de la lengua castellana en el nuevo continente. Mientras las muy diversas lenguas indígenas venían fundándose en la movilidad cambiante del habla diaria –los signos jeroglíficos mayas, por ejemplo, no estaban al alcance del grueso del pueblo– el castellano alcanzó en seguida una potentísima asimilación, facilitando las relaciones entre españoles y aborígenes y el afianzamiento de la identidad cultural hispanoamericana, inspirada siempre por el criterio de unidad dentro de la diversidad.
[7] Uno de los rasgos que caracterizan la política económica que sigue el reinado de Fernando e Isabel, según explica Luis Suárez Fernández, es la aplicación de soluciones distintas en cada reino, no tanto por el respeto que les merecían las instituciones heredadas, cuanto por la búsqueda de eficacia. En el campo de la economía, este mismo historiador ve durante este reinado el ejercicio de una suerte de «mercantilismo»: creación de fuertes reservas interiores de metales preciosos; prohibición de exportaciones de aquellos productos que se consideraban importantes para el abastecimiento del mercado interior; reserva de las actividades mercantiles a los naturales del país; sometimiento de los antiguos privilegios a criterios de utilidad; y búsqueda de especial calidad en las manufacturas. Cf. Luis Suárez: Isabel I, Reina (Ariel, Barcelona, 2000). Cabe decir también, en abono de lo anterior, que fue la industria la que promovió en el reinado la más frondosa literatura jurídica.
[8] Para una mejor comprensión del tema de los judíos y la inquisición en tiempos de los Reyes Católicos, es recomendable el capítulo XIII, «Unidad Religiosa», de la citada obra de Luis Suárez, Isabel I, Reina.
[9] Doña Isabel tenía que disculparse a cada paso de la sospecha de cualquier gasto extemporáneo o de cualquier concesión al espíritu mundano. Así escribe por ejemplo la Reina a su confesor, Fray Hernando de Talavera, cuando ya era éste arzobispo de Granada: «Porque decís que danzó quien no debía, pienso si dijeran allá que dancé yo, y no fue ni pasó por mi pensamiento, ni pudo ser cosa más olvidada de mí. Los trajes nuevos ni los huvo ni en mí ni en mis dueñas, ni aun vestidos nuevos, que todo lo que yo allí vestí, havía vestido desde que estamos en Aragón; y aquello mismo me habían visto los otros franceses. Sólo un vestido hice de seda, y con tres marcos de oro, el más llano que pude; ésta fue toda mi fiesta».

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