Los tiempos adversos despiertan el heroísmo de hombres y mujeres santos, cuyas vidas, traspasadas por la caridad, inspiran acciones más destacadas que los mismos males que buscan remediar.

Antiguamente, cuando las plagas se abrían camino a través de las ciudades, estas crearon los lazaretos, áreas apartadas, ubicadas en los límites de la ciudad, donde las personas infectadas por alguna peste eran confinadas para evitar los contagios. Los lazaretos le deben su nombre a San Lázaro de Betania quien, según la tradición apócrifa, padecía de lepra al momento en que fue resucitado por Jesús. Los primeros lazaretos, de hecho, fueron leproserías o espacios donde se marginaba a los enfermos de lepra.

Estos establecimientos comenzaron a formar parte de la regulación sanitaria de los países, donde se disponían su distribución interna (para separar a las personas según fecha de contagio) y otros aspectos como la desinfección de objetos.

El primer Estado con una regulación sanitaria para el buen funcionamiento de los lazaretos fue la República de Venecia en el siglo XV,​ donde se fundó el primer lazareto, el Lazzaretto Vecchio, en una isla pequeña cercana a la ciudad. Este inició su funcionamiento en 1423. La mayoría de las ciudades crearon sus propios lazaretos, hoy inutilizados o rescatados para fines diferentes. Así, en Italia se construyeron el Lazareto de Génova (en torno a 1465), el de San Rocco en Livorno (1590), el de Cagliari (1600), el Vanvitelli en Ancona (1733), el San Lazzaro de Parma, el de Verona y el más famoso, el Lazareto de Milán, descrito en la obra “Los Novios” (I promessi sposi) de Alessandro Manzoni [1], cuyas páginas guiarán el relato que sigue.

Los lazaretos solían ser lugares a los que nadie quería ir. Muchas veces faltos de personal, bien por los contagios o bien por el desinterés de atender ahí, se debió acudir a la caridad y al desinterés, principalmente de eclesiásticos, para la administración de esos lugares. Durante la gran plaga de Milán del siglo XVII muchos sacerdotes perdieron la vida en los lugares donde se padecía sufrimiento, “ocho de cada nueve” murieron, según Manzoni, quienes “siempre se vieron mezclados, confundidos con los consumidos, con los moribundos, consumidos y moribundos algunas veces ellos mismos; a los socorros espirituales añadían, cuando podían, los temporales; prestaban todo servicio que requiriesen las circunstancias”.

El cardenal Federico Borromeo destacó en aquella época donde, pudiendo escapar de los padecimientos y las carencias que acechaban entonces la ciudad producto de la peste y refugiarse en sus bellas islas del lago Maggiore, optó por dar a los sacerdotes estímulo y ejemplo. Descrito como un hombre “afable a todos”, que “creía deber especialmente a aquellos que se llaman de baja condición un rostro jovial, una cortesía afectuosa; tanto más cuanto encontraban menos de esto en el mundo”.

La caridad de Federico quizás fue despertada por su propio primo, el jóven Arzobispo de Milán San Carlos Borromeo, cuya corta vida fue interrumpida por la peste de 1584, conocida como “la peste de san Carlos” debido a los milagros que el arzobispo obtuvo durante aquella epidemia.

Durante la peste de 1628, cuyos males fueron acentuados por la hambruna, Federico encargó la administración del Lazareto de Milán a los padres capuchinos. Desde sus inicios en el siglo XVI los capuchinos habían trabajado con víctimas de pestes y de enfermedades “incurables” y su propagación por Italia coincidió enormemente con la llegada de hermanos dispuestos a servir en los lazaretos. En esos lugares los padres se convirtieron en “superintendentes, confesores, administradores, enfermeros, cocineros, roperos, lavanderos, todo lo que se precisaba”. Una de las figuras que resaltó fue el padre administrador del lazareto, Felice Casati, fraile que contrajo la enfermedad dos veces, pero se recuperó, continuó su trabajo y luego fue elegido provincial de Lombardía. La mayoría de sus hermanos dejaron en aquel lazareto la vida, “todos con alegría”. Según Ripamonti, durante los siete meses en que Felice estuvo a cargo del Lazareto, se acogió a cerca de cincuenta mil personas.

El trabajo de los capuchinos en aquel entonces los hizo conocidos como los fratelli del popolo. Así describe Monzoni la labor que estos padres desempeñaron:

Pero es, asimismo, prueba no innoble de la fuerza y la capacidad que la caridad puede dar en cualquier momento y cualquier orden de cosas, ver a estos hombres sostener tal cargo tan bravamente. Y fue hermoso, asimismo, que lo aceptasen sin otra razón que el no haber quien lo quisiera, sin otro fin que servir, sin otra esperanza en este mundo que una muerte mucho más envidiable que envidiada; fue hermoso, asimismo, que se les ofreciese sólo porque era difícil y peligroso, y se suponía que el vigor y la sangre fría, tan necesarios y raros en aquellos tiempos, ellos debían de tenerlos. Y, por eso, la obra y el corazón de aquellos frailes merecen que se les haga memoria, con admiración, con ternura, con esa especie de gratitud que se debe, como in solidum, a los grandes servicios rendidos por los hombres a los hombres y más, a quienes no se la proponen por recompensa.

Los tiempos adversos despiertan el heroísmo de hombres y mujeres santos, cuyas vidas, traspasadas por la caridad, inspiran acciones más destacadas que los mismos males que buscan remediar. Sus obras pueden convertir una pandemia en un noble proyecto al servicio de la grandeza del hombre que es capaz de dar sin esperar nada a cambio.

En estos días han fallecido médicos, enfermeros, religiosas y sacerdotes, todos ellos contagiados por estar al servicio de los demás. Son estas personas quienes hacen honor a nuestra humanidad, ejemplos de heroísmo y misericordia. Cuantos más de estos héroes nuestra sociedad vea nacer, tanto mayor será nuestra esperanza. 


Notas

[1] Manzoni, Alessandro; Los Novios. Freeditorial. Publicada originalmente en 1827.

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