Hay dos aspectos en la historia de Malik que dan mucho que pensar: el modo como llegó a entender el sufrimiento y la soledad no necesariamente como males que hay que evitar y el coraje de no preocuparnos demasiado si no vemos surgir de nuestro esfuerzo algún resultado. 

Estas consideraciones nacen de una investigación realizada en estos últimos años sobre la Declaración Universal de los Derechos del Hombre emitida por las Naciones Unidas en 1948. Como es sabido, una investigación está llena de sorpresas y no todas agradables: frecuentemente no se encuentra lo que se busca. Y con frecuencia también se encuentra algo verdaderamente interesante, si bien no precisamente relacionado con el tema principal.

Es lo que me sucedió cuando empecé a investigar informaciones preliminares sobre los dieciocho miembros de la Comisión de las Naciones Unidas para los derechos del hombre. A estos hombres y mujeres les fue confiada, poco después de la segunda guerra mundial, la tarea de formular una “carta internacional de derechos”, un conjunto de principios fundamentales que pudiera aceptar toda nación y cultura, como parámetro de valores comunes. Era un verdadero desafío, porque entonces, como hoy, varios pueblos no creen que existan principios universales sobre la dignidad humana.

Muy pronto descubrí que tres miembros habían desempeñado papeles particularmente importantes. Eleonor Roosevelt, la viuda del presidente norteamericano en los años de la guerra, presidió la Comisión: ciertamente, no era poco el material que ser refería a sus funciones. El jurista francés René Cassin había recibido el Premio Nobel de la Paz en 1968 y había muchos apuntes, redactados por él o por otros en Francia, acerca del papel que había desempeñado. Pero, no obstante todas mis tentativas, sólo me fue posible encontrar bien pocas noticias acerca de Charles Malik, el diplomático libanés que fue relator de la Comisión. Esto es particularmente frustrante porque, por documentos de las Naciones Unidas y por otras fuentes, se intuía que Malik habría sido el más determinante de los tres; y también porque, sobre todo gracias a Malik, la declaración universal está decididamente en armonía con el pensamiento social católico.

Debo hacer aquí una digresión y dedicar algunas palabras para hablar sobre Malik, porque su nombre es hoy muy poco conocido fuera del Líbano. En los años cincuenta, Charles Malik era uno de los diplomáticos más importantes a nivel mundial. En diversas etapas ocupó casi todos los cargos importantes de las Naciones Unidas, entre ellos uno de los cargos rotatorios del Consejo de Seguridad y hasta la Presidencia de la Asamblea General. Su maestría política -más que ningún otro factor- hizo posible en 1948, la adopción unánime de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, en un momento en que la Asamblea General de las Naciones Unidas estaba profundamente dividida sobre Palestina, la guerra fría y varios otros problemas.

A pesar de la eminente situación de Malik no encontré su biografía, ni huellas de sus escritos en las Naciones Unidas ni en las principales bibliotecas. Empecé a temer que no existiese nada y que no hubiera cartas más que en Beirut, y, además, escritas en árabe. Estaba a punto de desistir de toda investigación cuando alguien me habló de un profesor emérito en Washington D.C. que había sido amigo de Malik. Lo telefoneé. No sabía nada de posibles cartas, pero me dio el número de un viejo teléfono, de hacía 12 años, de su casa en Beirut donde Malik había vivido hasta su muerte en 1987. No tenía yo muchas esperanzas pero oí una voz agradable que respondía: Hello. Pregunté si sería la casa de Malik y mi interlocutor telefónico lo confirmó. Expliqué que estaba haciendo una investigación sobre la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y que estaba interesada en la figura de Charles Malik. Entonces escuché: “¿Qué quiere usted saber de mi padre?”. Fue un momento que ningún investigador se atreve a esperar: Habid Malik me dijo que su padre había dejado 212.000 títulos en la Biblioteca del Congreso, en Washington. El motivo por el que no los había encontrado era que la colección está cerrada hasta el año 2003. Pero el hijo se prestaba a venir a Estados Unidos para trabajar con los escritos de su padre y me ofreció la posibilidad de que yo accediera a ellos. Me dijo también que su padre había llevado un diario personal, casi cada día durante cincuenta años y consintió dejarme leer el diario en lo referente a los años que me interesaban.

¡Fue verdaderamente un golpe de suerte! Pero como ya se dijo, la investigación casi nunca lleva al camino que se piensa o se espera. Cuando empecé a leer los escritos de Malik mi primera sorpresa fue que aquellas cartas contenían una cantidad de reflexiones sobre derechos humanos, en gran extensión, pero menor a la dedicada a la principal controversia que había ocupado el tiempo de Malik, de 1947 a 1948, que era la cuestión palestina. Malik no obstante ser un árabe cristiano había sido designado por la Liga Arabe para ser su principal portavoz en esa época. El material sobre Palestina será interesantísimo, pero no tenía nada que ver con la Declaración Universal de los Derechos del Hombre.

La segunda sorpresa aconteció cuando descubrí que Malik era un laico griego-ortodoxo muy profundo. Sus escritos contenían decenas de conferencias a grupos religiosos y su diario personal (afortunadamente redactado la mayor parte en inglés) estaba lleno de reflexiones sobre el progreso de su propia vida espiritual. Una vez más, este material no concordaba con mi tema explícitamente, pero la comparación de sus anotaciones en el diario con su actividad pública de esos años en las Naciones Unidas hacía resaltar una sugestiva luz sobre el tema de estas páginas: “la actuación del laico cristiano en la actividad pública”.

En realidad, cuanto más pensaba en este aspecto de los escritos de Malik tanto más importante me parecía en relación a las preguntas que me hacen continuamente mis alumnos y otros jóvenes; y al problema que preocupa a todos nosotros, jóvenes y adultos, interesados en el nexo entre las creencias religiosas y la vida profesional o pública. Se trata de interrogantes bien notorios: ¿cómo puede un creyente evitar el peligro, por un lado de ser marginado, y por otro de ser atrapado, por una cultura tremendamente secularizada? En un reciente simposio en Estados Unidos sobre el tema “¿Puede un buen cristiano ser un buen abogado?” los relatores llegaron a la conclusión de que la respuesta era afirmativa, pero sólo con dos supuestos indispensables: la gracia divina y el buen ejemplo de los demás (si yo hubiera estado presente en el simposio habría añadido un tercer e indispensable supuesto: la formación, sobre la que diré algo a continuación).

Pero me imagino que alguno de mis jóvenes estudiantes y amigos me podrán objetar: estamos perfectamente de acuerdo, pero ¿dónde está esos ejemplos que nos pueden ayudar? Naturalmente tenemos grandes ejemplos en Los Hechos de los Apóstoles y en las vidas de los santos; pero ayuda también tener modelos contemporáneos. Esto me inclinó a pensar que la respuesta de Malik frente a estos problemas podría ser útil para quienes se encuentran en el deber de responder a la llamada a ser cristianos en los ambientes públicos, que son al mismo tiempo laicos y multiculturales. Los escritos de Malik me indujeron a reflexionar sobre la idea de la vocación propia del laicado; por consiguiente pedí permiso a su hijo para hacer uso de algunas de las reflexiones más personales y privadas de su padre, y me alegra mucho poder decir que Habib Malik estuvo de acuerdo.

Elegí para esta conferencia el subítulo: “Lecciones de la vida de Charles Malik” porque me parece que lo interesante del diario de Malik puede compendiarse en una triple enseñanza:

Primera lección: el plan de Dios para la vocación de cada uno de nosotros puede ser diferente del plan del interesado.

Segunda lección: encontrar la propia vocación no significa en absoluto encontrar la propia comodidad.

Tercera lección: durante el camino en la tierra nunca es posible conocer los frutos más importantes de la propia vocación.

Primera lección: el plan de Dios sobre la vocación

Si alguna vez ha existido un joven que procurase saber con exactitud dónde ir y para qué, este ha sido Malik. Desde muchacho le gustaron las matemáticas, las ciencias y la filosofía, sobresaliendo en estas disciplinas. Después de graduarse en la Universidad Americana de Beirut, hizo ahorros durante tres años para poder ir a los Estados Unidos y realizar el doctorado con quien entonces era el maestro reconocido en el campo de la filosofía de la ciencia en la Universidad de Harvard: Alfred North Whitehead. En Harvard, Malik consiguió tan brillantes resultados que pudo obtener una beca para ir al extranjero. La utilizó para estudiar con otro gigante de la época, Martin Heidegger, en Friburgo. En todos estos años sólo pensaba en una cosa: volver al Líbano como profesor.

Y es lo que hizo. Alrededor de los 35 años, se encontraba precisamente donde quería estar: enseñando en la Universidad Americana de Beirut, casado con una mujer, alma gemela, y haciendo lo que siempre había pensado hacer. Fue indudablemente el período más feliz de su vida, como también el tiempo más lleno de esperanzas en la historia trágica del Líbano.

La segunda guerra mundial estaba acabando. En 1943 el Líbano consiguió la independencia de Francia y Malik consideraba que su país debía tener un destino especial. Veía el Líbano como un lugar en el que “Oriente y Occidente se fundieran más íntimamente que en cualquier otra parte del mundo”. Estaba persuadido de que la misión del Líbano sería la de “proporcionar a oriente y occidente la oportunidad de intercambiar ideas y estilos de vida en paz y amistad” y que él mismo podría desempeñar un papel en ese gran escenario “haciendo de mediador para llevar generosamente los asuntos de la mente y del espíritu a los jóvenes del mundo árabe”.

Al decir “espíritu” quería decir verdaderamente espíritu. Los trabajos hallados en la Biblioteca del Congreso que se relacionan con este período nos muestran a un joven profesor que da testimonio de su ferviente cristianismo. He aquí algunas consideraciones sacadas de una conferencia que dio en la Universidad en Semana Santa, abril de 1944. Habló a los estudiantes de su educación en una familia cristiana, admitió que se había desviado un poco en los años universitarios, asegurándoles, no obstante, que se trataba de una fase normal. Y reafirmó enseguida la maduración de su fe hasta la plena aceptación de que “Jesucristo es mi Señor y Salvador, Rey y Salvador. En las horas más oscuras de mi vida fue Cristo la única luz y en los momentos más luminosos, el único significado”. Malik, finalmente, hablando de la religión organizada dice: “He aprendido a apreciar la importancia suprema de la Iglesia. Sin la amistad y los sacramentos, la vida cristiana no es suficientemente estable y profunda […] El mayor milagro de todos los tiempos es la Iglesia cristiana a través de los siglos”.

Por tanto, en la primavera de 1944 Malik era un laico que tenía claro el sentido de la propia vocación. Al menos así lo pensaba él. (Al exterior de una iglesia, frente a la cual paso al dirigirme al trabajo, hay una leyenda que dice: “¿queréis alegrar de Dios? Confiadle vuestros proyectos”). A la vuelta de pocos meses todos los planes de Charles Malik se los llevó el viento. El Presidente del Líbano, recién independiente, buscaba a alguien que representase al país en la Conferencia de las Naciones Unidas, que se estaba formando, y que fuera el enviado del Líbano a los Estado Unidos. La inteligencia de Malik, su capacidad lingüística y el conocimiento de países extranjeros lo hicieron el candidato ideal. En el diario de Malik se puede ver cómo esta evolución lo condujo a una tremenda agitación. Recuerda su primer encuentro con la elite política y económica libanesa en una recepción, como una horrible, odiosa y tediosa velada. Le disgustaba aquello que llamó snobismo, cerrazón, sensualidad y materialismo. Afirmaba que no había sido capaz de conseguir una sola persona con la que conversar. Sin embargo, los políticos insistían en él y apelaban a su patriotismo.

En la vigilia de Navidad de 1944 se dispone a aceptar. Pero lo vemos en el diario preguntarse si realmente es voluntad de Dios que abandone todo aquellos que le es tan querido para entrar ahora en un mundo de hipocresía y materialismo. Se pregunta si verdaderamente es una llamada de Dios o si, en cambio, está cediendo a lisonjas y tentaciones mundanas. Al final acepta pero confía a su diario que sólo es algo temporal.

Esto ocurría cerca de 20 años antes de volver a la vida que él había amado tanto. Y cuando lo hizo habían fracasado sus esperanzas y sueños para el Líbano. Pero todo esto estaba muy lejano en el tiempo. En la primavera de 1945 Charles Malik viajaba hacia América.

Segunda lección: la vocación y la comodidad

Lo que impresiona al leer el diario de Malik, en concomitancia con los testimonios públicos de sus realizaciones en las Naciones Unidas desde 1945 hasta el final de los años cincuenta, es el descubrimiento de sus luchas interiores, que le atormentarán a cada paso del camino, incluso en momentos que vieron el triunfo los principios en los que él creía.

Malik tenía 39 años cuando comenzó su vida pública. Llegó a San Francisco en abril de 1945 como representante del Líbano en la conferencia constitutiva de las Naciones Unidas. Delegado de un país chico, neófito él entre los políticos de profesión: se sentía inepto, desterrado de su país. Buscaba buenos modelos pero sin encontrarlos. Buscaba aliados, pero tampoco los encontró. Sospechó (con mucha razón, como se fue evidenciando después), que muchos asuntos estaban ya definidos por las grandes potencias, mucho antes de que se iniciara la conferencia.

En la mitad de la conferencia lamenta en su diario: “habría podido hacerlo mejor. He perdido varias ocasiones. Me siento lejos de Dios, del Espíritu Santo, de Cristo. No es esto lo que yo hubiera podido ser. Señor, dame fuerzas para volver a Ti; que yo te pueda amar y amándote, pueda alegrarme en mi sufrimiento”.

Cuando concluyó la conferencia de San Francisco en junio de 1945, Malik escribió a uno de sus antiguos profesores de Harvard diciéndole: “el interés por la política es solamente momentáneo. Mi corazón está decididamente centrado en la enseñanza y en la especulación, a lo que volveré apenas considere concluida mi misión”. Era lo que él pensaba; pero su misión estaba apenas al comienzo. Ahora era embajador del Líbano en Estados Unidos y ante las Naciones Unidas. Aquí entró a formar parte de los dieciocho miembros de la Comisión para los derechos humanos, la que le confió el encargado de delinear la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. En la primera reunión de la Comisión sus componentes eligieron presidenta a Eleonor Roosevelt y relator a Charles Malik. A pesar de que la elección como relator demostraba que había empezado a tomar confianza con su nueva y singular vocación, la transcripción literal de aquel primer encuentro evidencia que le quedaba aún un largo camino por recorrer. Cuando los miembros de la Comisión empezaron a discutir sobre cómo organizar el trabajo, Malik empezó a dar lecciones en todo didáctico más bien ampuloso. Y si algunos decían tonterías, él se las hacía notar: lo que un diplomático experto nunca hubiera hecho.

Sin embargo implicaciones de la tarea a ellos encomendada. Precisó, por ejemplo, que cuando hablamos de derechos humanos, nos situamos ante este requerimiento fundamental: “¿qué es el hombre?”. Su rica conciencia de la persona humana era un desafío, no sólo para los miembros del bloque soviético, que querían subordinar la persona al Estado, sino también para los occidentales, que, como Eleonor Roosevelt, se inclinaban a considerar al sujeto de derecho como un individuo absolutamente autónomo. Al final, el punto de vista de Malik se ganó el apoyo de los delegados chinos y latinoamericanos y así prevaleció. Esto significó que la Declaración Universal no fuera ni colectivista ni radicalmente individualista.

No me propongo enumerar todos los campos en los que Malik ejerció su influencia directa sobre el texto. Diré solamente que consiguió u éxito extraordinario promoviendo, con un fundamento religioso, los criterios morales en el mundo de la política, y que el próximo año se publicará un libro sobre este asunto.

Quisiera detenerme un poco en la más sorprendente evolución de Malik: la transformación, a pesar de él mismo, de profesor de filosofía en maestro de la política..

Volvamos directamente a junio de 1948, cuando la Comisión para los derechos del hombre terminó sus trabajos con un borrador de la Declaración. Si recorremos la historia de la posguerra, no podía ser peor el momento para iniciar los trámites para obtener su aprobación por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Era el mes del bloqueo de Berlín, que señaló el fin de la alianza de posguerra entre la Unión Soviética y Occidente. Casi todos los observadores coincidían en el hecho de que la Declaración moriría si no era adoptada inmediatamente. Sin embargo, para poder presentarla a la Asamblea General era preciso que primero fuese aprobada por el Consejo Económico y Social (ECOSOC), donde se temía que encontrarse una fuerte oposición.

Peo adivine el lector ¿quién fue elegido, en secreto, para la presidencia del ECOSOC, uno de los cargos más importantes de las Naciones Unidas?: el joven Charles Malik. Y en el verano de 1948, para sorpresa general, el ECOSOC aprobó por unanimidad el documento.

Pero existía otro obstáculo que superar, antes de que la Declaración pudiese llegar a la Asamblea General. Se necesitaba la aprobación del Comité de Asuntos Sociales, Económicos y Culturales, (conocido como “Comité Tres”) expresión de la misma Asamblea General. Era un amplio comité de 58 miembros, uno por cada país, que tuvo parte de la ONU. En el otoño de 1948, cuando se reunió el Comité Tres para la revisión final, una sorpresa más: lo presidió Charles Malik, elegido por voto secreto.

¿Cómo puede explicarse este ascenso prodigioso de un hombre que se sentía inadecuado para la vida pública? Todas las anotaciones del diario de Malik durante aquel período muestran que él se sentía ajeno al mundo político. Todavía se sentía aislado, sin aliados o compañeros afines intelectualmente. Se refiere frecuentemente a “la soledad del Líbano”, que parece una metáfora de la propia soledad.

Pero en cierta medida parece que Malik había transformado su soledad en fuente de energía. Hay un pasaje revelador en su diario, de 1947, en el que reflexiona acerca de su frustración por no haber conseguido algún importante cargo. (No sé cuál podría haber sido, acaso el de Secretario General que fue el único que no ocupó). Allí considera que si hubiese obtenido tal posición “hubiera estado tan absorbido por sus exigencias, que me hubiera inclinado a dejar o descuidar mis necesidades espirituales […] Eso habría sido un obstáculo en mi amor apasionado por Cristo. Habría estado demasiado ocupado para poder pensar en Él. No habría podido introducirme en la plena soledad”.

Las últimas palabras me parecen muy importantes. Lo que parece haber ocurrido en aquel período es que Malik dejó de luchar contra la propia soledad. Aceptándola, convirtió su debilidad en fuerza. Acaso esta fuerza interior haya contribuido a aquella sensación de independencia que proyectaba Malik, percibida por muchos en la ONU. Por ejemplo, en sus memorias el Director canadiense de la Sección por los Derechos Humanos del Secretariado de la ONU habla de Malik como “una de las personas más independientes que jamás haya sesionado en la Comisión”. Y cuando el New York Herald Tribune se refirió a la elección de Malik para la presidencia del ECOSOC dijo que su popularidad se “basaba en su éxito personal en las Naciones Unidas, a pesar de las críticas que elevaron algunos en cuanto a que el Líbano que como miembro del bloqueo árabe era reacio a aceptar las decisiones de la ONU relativas a la repartición de Palestina no debiera haber sido elegido en aquella situación dificultosa para uno de los cargos más elevados de las Naciones Unidas”.

Volvamos a las reuniones del Comité Tres en el otoño de 1948. Aquellas reuniones fueron un desafío para la maestría diplomática tan fatigosamente lograda pro Malik. El Comité era tan numeroso y los miembros tenían tan poca familiaridad con la Declaración que fueron necesarias más de 80 reuniones para llegar hasta el final del documento, después de haber discutido cada palabra y cada renglón. Los encuentros se prolongaron por los meses de octubre y noviembre, en peligrosa cercanía con la reunión de la Asamblea General en diciembre.

Malik fue sometido a fuertes presiones desde varios sectores. El bloque soviético esperaba hundir el proyecto prolongando el debate en el Comité Tres hasta que se efectuase la reunión de la Asamblea General. Conscientes de ello, la Sra. Roosevelt y muchos otros miembros de la Comisión sobre los Derechos Humanos pretendieron llevar el asunto a votación. Pero, al mismo tiempo, varios representantes poco entendidos en la Declaración tenían el deseo legítimo de ser ampliamente informados antes de expresar su opinión.

Malik sabía que era riesgoso consentir que se prolongase la discusión; no obstante pensaba qu se debía correr el riesgo del aplazamiento. Solamente un hombre como Malik proveniente de un pequeño país recientemente independizado podía evaluar lo importante que era que cada miembro del Comité Tres tuviese la impresión de estar involucrado personalmente en la Declaración. Era lo suficientemente perspicaz para darse cuenta de que un cierto sentido de “propiedad” por parte de las múltiples culturas habría no sólo aumentado la posibilidad de que la Declaración fuese adoptada, sino-cosa más importante aún- favorecería su aceptación final entre las naciones. Malik estaba en la cúspide de su juego en el otoño de 1948. He aquí una nota de diario en aquel período: “Gran actividad y notables realizaciones en las Naciones Unidas, pero una profunda infelicidad. Apenas supe que mi artículo sobre Whitehead aparecerá en el Journal of Philosophy. Esto me volvió a situar en mi problema de fondo: me encuentro fuera del mundo del pensamiento. Estoy también lejos -muy lejos- de Cristo […]. No consigo volver a mí mismo. Como un hombre no puede atravesar nadando el océano y volver a casa, así yo no soy capaz de atravesar nadando el pequeño golfo que me separa del ser y de la verdad. Debo hacer el viaje en la barca segura de Cristo. Su amor, su cruz, su sufrimiento, su esperanza y su realidad. El sólo me podrá salvar”.

Naturalmente todo lo que el mundo externo podía ver en Malik era que estaba piloteando de modo brillante la Declaración en medio de los escollos del Comité Tres. A finales de noviembre de 1948 este Comité aprobó el texto. El problema radicaba ahora en asegurarse la más amplia mayoría posible en la Asamblea General. Cada voto negativo, cada “no”, hubiera mermado la pretensión del documento de ser norma universal.

Una vez más Malik venció el desafío. En el discurso en el que presentó la Declaración a la Asamblea General explicó que de manera distinta a las precedentes declaraciones surgidas de culturas particulares, la Declaración Universal era algo nuevo en el mundo. Era una síntesis formada por todas las precedentes orientaciones del pensamiento referentes a los derechos. Sin duda, fuera él o fueran sus colegas, habían hecho un duro trabajo tras bambalinas.

De todos modos, la Asamblea General adoptó la Declaración con 48 votos a favor y 8 abstenciones (el bloque soviético, además de Arabia Saudita y Sudáfrica), pero ninguno en contra. La aceptación de la Declaración realizada el 10 de diciembre de 1948, sin un solo voto en contra, se consideró como un gran éxito. Pero aquella noche, mientras sus colegas habían salido a celebrarlo, Malik no se mostraba de talante gozoso. Se fue a casa y escribió en su diario una nota misteriosa de estilo heideggeriano: “Demasiado tarde para los dioses, demasiado pronto para el Ser”. Todavía no logro imaginarme qué quiso decir.

El primer discurso importante de Malik, después de haber sido adoptada la Declaración, arroja una luz sobre la razón por la que no se sentía particularmente movido a celebrar. La guerra fría estaba en fase aguda, pero el desafío que él veía perfilarse en torno a los Derechos Humanos era más profundo que el que se vislumbraba en torno al marxismo. El desafío de los Derechos Humanos en la perspectiva de Malik era triple. Implicaba buscar la relación correcta entre persona y sociedad; el punto de equilibrio entre libertad y seguridad social; y que se llegara a una unánime comprensión de la naturaleza y origen de los Derechos Humanos. Queda en evidencia la penetrante inteligencia de Malik, en el hecho de que los desafíos por él delineados permanezcan vigentes luego de 50 años, y después del colapso del régimen soviético, y que sean hoy tan actuales como hace medio siglo. De hecho, son los mismos temas que abordó Juan Pablo II en su discurso a las Naciones Unidas con ocasión de su 50ª aniversario en octubre de 1995.

En cuanto a lo que Malik pensaba de su propia vocación en la cumbre de su carrera política, sus cartas dejan trasparentar que acaso la aceptó al final, como una cruz. En este período, en efecto, hace alusión a la vocación política como algo que trae consigo “una cruz de expiación”. Me parece descubrir en una anotación de su diario, relativa a una mala comida en un mal restaurante, una metáfora de sus sentimientos sobre la política. Fue a comer a un autoservicio en Nueva York y aquella noche escribió: “Todo el lugar estaba terriblemente sucio. El cocinero tocaba todo con la mano delante de nosotros: la carne, patatas, pan, barquillos, trozos de mantequilla, los dólares y el vuelto, y finalmente, se secaba el sudor con las manos. Comí los barquillos”. Así como superó la repugnancia para comer los barquillos había permanecido en la jungla de la política. Desde 1949 no solamente hizo las paces con su incómoda vocación, sino que demostró haber llegado a comprender lo importante que era, para personas con principios morales, ser parte activa en el mundo de la política. Veamos lo que dice en un discurso, poniendo en guardia a los norteamericanos de sostener que la riqueza y el poder los capaciten para la guía moral: “Si vuestras instituciones y vuestras tradiciones no se adaptan a dar un mensaje difusivo que llegue a l mente y al corazón de los otros y el cual facilite fundamentar vuestra vida entera, entonces en el mundo actual, el hombre está desesperadamente hambriento de verdad y de certezas, no podéis ser guías. La capacidad de guiar debe transmitirse a los otros, no importa cuán corrompidos o falsos sean éstos. Si vuestra única exportación es el ejemplo táctico de florecientes instituciones políticas y de felices relaciones humanas, no podéis ser guías. Si vuestra única exportación es una imperturbable estima por la riqueza, por la prosperidad y por el orden, no podéis ser guías”. Estas palabras valen hoy lo mismo que cuando fueron pronunciadas.

Otra motivación plausible de la tristeza de Malik, la tarde de su gran triunfo, podría ser la certeza de lo vano de sus esfuerzos. Las tentativas para que la Declaración estableciese explícitamente que los seres humanos no nacidos son miembros de la familia humana, cayeron en el vacío. En lo referente a la cuestión palestina no consiguió impedir la división de Tierra Santa y su propuesta de internacionalizar Jerusalén irritó tanto a los musulmanes como a los israelíes. El bloque soviético no había votado contra la Declaración pero tampoco favor. La guerra fría extendía una sombra oscura sobre las cuestiones humanas, sombra que él no viviría lo suficiente para verla disiparse.

Estas contrariedades me llevan como de la mano a la tercera lección que surge de la vida de Charles Malik.

Tercera lección: sembrar y cosechar

Hacia el final de los años 50, después de una brillante carrera en la ONU, Malik abandonó toda actividad para convertirse en ministro de Relaciones Exteriores en un Líbano lacerado por la guerra civil. Desde entonces ninguna de sus dotes y capacidades lo pudo salvar de sus derrotas y disgustos. Vio a su país destruido, Beirut en la ruina; sus sueños de un Líbano mediador entre Este y Oeste, disueltos. Cuando finalmente volvió a su primer amor, enseñar en la Universidad de Beirut, el mundo estudiantil era mayoritariamente hostil a lo que él tenía que decir.

En 1987, cuando Charles Malik se acercaba a la muerte, hasta la visión de su gran realización, la Declaración Universal, debió parecerle desoladora. Sin embargo, sorprendentemente, justo dos años después de su muerte, los principios de la Declaración fueron puntuales para los movimientos que derrocaron los regímenes totalitarios de Europa centro-oriental que parecían indestructibles. Y los años siguientes al colapso del comunismo la Declaración era para el mundo el más significativo punto de referencia para las discusiones culturales que facilitaban la libertad y l dignidad humana. Hoy, la misma Declaración es atacada por diversas partes. Pero, gracias sobre todo a Charles Malik, el Documento posee tales características, que lo ayudan en la lucha por la sobrevivencia. Así, es difícil sostener la acusación de que la Declaración sea un documento “occidental” si se tiene en cuenta el amplio consenso que Malik logró asegurarle.

Como hombre de fe, Charles Malik sabía bien que muchos frutos de su trabajo madurarían después de alcanzar él su reposo eterno y que ninguna de las cosas buenas que hizo se perdería o sería en vano. En su diario hay mucho sufrimiento y soledad, pero no desesperación.

Cristianos en la política

Al terminar estas reflexiones quiero hacer algún alcance sobre la vocación de los laicos en la vida pública contemporánea. No quiero atribuir a los lectores el mismo grado de ignorancia que yo tenía cuando era joven. Pero debo confesar que, lo mismo que muchas personas de mi generación, pensaba que la vocación era como una disposición que tenían sólo los sacerdotes y las monjas. Lo mismo que la vocación misionera, la consideraba como propia de sacerdotes y monjas en lejanas tierras. Pedíamos para que aumentasen las vocaciones, pero no se nos pasaba por la mente que la tuviésemos también nosotros.

Después del Concilio Vaticano II, me atrevería a decir que no muchos de nosotros, laicos, éramos conscientes de la enseñanza de que el bautismo recibido confiere a todos los hombres y a todas las mujeres una dignidad que incluye el mandato misionero y que “a todo discípulo de Cristo incumbe el deber de difundir, por su parte la fe” (Lumen Gentium, n. 17). Pero, también hoy, ¿cuántos católicos (¡nos quedaríamos pasmados!) son conscientes de tal apremio conciliar? “Los que son, o puedan ser idóneos para ejercer la política, tan difícil pero tan noble, que se preparen y se preocupen de ejercitarla, sin cuidar el propio interés y la ventaja material” (Gaudium et Spes, 75). O de este otro modo: “El empeño por impregnar de espíritu cristiano la mentalidad, las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en que uno vive es tarea y obligación de los laicos, de tal manera que no puede ser debidamente resuelto por otros” (Apostolicam Actuositatem, n. 13).

Sea como fuere habría que ser sordos para no oír los repetidos apremios a despertar provenientes del Papa Juan Pablo II. Estos llamados han sido como una fuerte sacudida a la generación que pensaba que la cuestión de la vocación se refiriese sólo al clero. Recuerdo bien la lectura de la Exhortación Apostólica de 1988 Vocación y Misión de los Laicos en la Iglesia y en el Mundo. Efectivamente el Papa quería recordarnos algo que se suponía debiéramos conocer. Aquella petición al laicado nos puso en condiciones de comprender cómo debieron sentirse los primeros cristianos en Efeso, al recibir las exigencias de Pablo, que los exhortaba a abandonar las palabrerías para revestirse del hombre nuevo y hacer penitencia.

“Aunque el apostolado de los laicos dentro de la Iglesia, deba ser estimulado, es necesario que coexista con la actividad propia de los laicos en la que no pueden ser sustituidos por los sacerdotes; es decir, el campo de las realidades temporales.

“Es urgente formar hombres y mujeres capaces de influir según la propia vocación en la vida pública, orientándola al bien común. En el ejercicio de la política- vista en su sentido más noble y auténtico de administración del bien común- ellos pueden encontrar el camino de la propia santificación. En este sentido es necesario que estén formados tanto en los principios y valores de la doctrina social de la Iglesia, como en las nociones fundamentales de la teología del laicado. Su conocimiento enriquecido por los principios éticos y por los valores morales cristianos, los prepara para hacerse paladines en el propio ambiente, proclamándolos también en las confrontaciones de la llamada ‘neutralidad del Estado’. “Juan Pablo II, La Iglesia en América, n. 44 (22 de enero de 1999),

Últimamente los mensajes de Juan Pablo II a los fieles laicos, han asumido un tono aún más insistente en lo referente al mandato misionero. En su mensaje de Pentecostés del año pasado dijo a los laicos que debían estar en primera línea para la nueva evangelización. Recientemente, en la Ciudad de México, en enero de este año, nos recordó nuevamente el deber de “actuar en los variados asuntos de la vida familiar, social, profesional, cultural y política” (La Iglesia en América, n. 44). Es decididamente un desafío; pero creo que la pregunta que muchos se hacen no es si aceptar un desafío, sino el cómo aceptarlo. A la mayor parte de la gente (especialmente a los jóvenes) no le disgusta que le pidan cosas difíciles. De todas formas es urgentemente necesario que, además de la gracia divina, haya una formación adecuada y buenos ejemplos. Aceptando así la invitación del Concilio Vaticano II a los ciudadanos católicos: “siéntanse obligados los católicos a promover el bien común y hagan saber el peso de la propia opinión de manera tal que el poder civil se ejercite con justicia y las leyes correspondan a los preceptos morales y al bien común”. (Apostolicam Actuositatem, n. 14).

Al leer estas palabras pueden venir a la mente un pensamiento inquietante: la mayor parte de nosotros, laicos, en el momento presente, ¿qué sabe de preceptos morales y de bien común? Parece que este pensamiento lo ha tenido el Papa también porque en Ciudad de México habló de “urgencia” cuando se refirió a que el laicado maneje los principios de la doctrina social de la Iglesia y que adquiera un conocimiento más profundo de los principios éticos y valores morales cristianos (Cf. La Iglesia en América, n. 44). Todos nosotros podemos aducir mil excusas por los defectos de nuestra formación, pero, si somos honestos con nosotros mismos, debemos admitir que hoy menos que nunca podemos justificarnos, si hemos descuidado poner remedio a las carencias de nuestra formación religiosa. Hemos sido siempre herederos de la más grande tradición intelectual que nunca haya conocido el mundo; además, vivimos hoy bajo un pontificado de intensa actividad magisterial, que ha sido capaz de entregarnos una serie de extraordinarias encíclicas de fácil lectura; tenemos, además, un nuevo Catecismo. No hay excusas para una formación deficiente.

En cuanto a ejemplos, tenemos al más grande todos: la vida de Cristo con las vidas de María y de todos los santos que vivieron a lo largo de los siglos. Si miramos en derredor, podemos encontrar hombres y mujeres como Malik, que han enfrentado los problemas contemporáneos y compartidos con nosotros los miedos y debilidades del siglo XX que se acaba. La consideración de la lucha vivida por Charles Malik no puede, naturalmente, indicar a todos nosotros cómo encontrar el camino en medio del bosque; pero puede dar lugar a reflexiones fructuosas.

Hay dos aspectos en esta historia que dan mucho que pensar: por un lado, es particularmente interesante escrutar el modo como Malik llegó a entender el sufrimiento y la soledad, no necesariamente como males que hay que evitar. Por otro, extraigo de la historia de Malik el coraje de no preocuparos demasiado si no vemos surgir de nuestro esfuerzo algún resultado. El tiempo de una vida humana es decididamente breve. Baste pensar en la que para muchos de nosotros es la vocación más significativa de todas: la paternidad. ¿Cuántos buenos padres habrán muerto con el temor de haber fallado en la obligación más importante que el Señor les había confiado: educar a sus propios hijos? Pero todos nosotros conocemos casos, gracias a Dios, en los que la oración, los esfuerzos, de madres y padres, han dado fruto después. En este sentido pienso que San Ignacio ha tenido la más feliz intuición: haz como si todo dependiese de ti, pero con la convicción de que todo depende de Dios; quien actúa es Él.


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Leda Bergonzi, la llamada “sanadora de Rosario”, ya ha realizado dos visitas a Chile; la primera de ellas a comienzos de enero, donde congregó a miles de personas en el Templo Votivo de Maipú y en la Gruta de Lourdes; luego regresó al país a mediados de marzo, visitando las ciudades de Valdivia y Puerto Montt. El fenómeno ha llamado la atención tanto de creyentes como de no creyentes, haciendo surgir diversas preguntas: ¿por qué la Iglesia ha apoyado su visita prestando sus espacios para los eventos?, ¿no se trata de un peligroso líder carismático que quiere enriquecerse a costa del sufrimiento de las personas?, ¿por qué tantos acuden a verla?
Lo que queda claro tras escuchar las cifras y conocer ejemplos de lo que se vive en Ucrania, es que la guerra continúa siendo muy cruda y que las secuelas que ya está produciendo son profundas, extendidas y muy dolorosas. Mañana se cumplen dos años desde el inicio de la feroz invasión.
Mensaje del Santo Padre Francisco para la Cuaresma 2024 cuyo tema es «A través del desierto Dios nos guía a la libertad».
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