El ilustre historiador don Gonzalo Vial Correa ha señalado en su “Historia de Chile” que a fines del siglo pasado se rompen en nuestra sociedad los consensos culturales básicos, predominantes hasta entonces. Con ello se refiere a las pugnas entre católicos y laicistas que derivan en posiciones políticas antagónicas y en episodios que marcan la ruptura, en el campo del debate público, de una base ideológica común, de raigambre fuertemente cristiana, que dominaba la vida de la nación.

Como ha sido subrayado en diversas oportunidades, las raíces de la cultura chilena han de situarse en el contexto de ese mundo hispánico-mestizo, barroco y cristiano que se configura en Iberoamérica a partir de la Conquista y sobre todo de la Colonia.

El rasgo más fuertemente europeo y menos indígena que domina en Chile y en otros países del Cono Sur del continente, por contraste con otras naciones hispanoamericanas, nada cambia en cuanto a lo sustancial de dicha realidad. Sí, hace más verdadera a nuestro respecto la observación de Octavio Paz, en el sentido de que todo cuanto se refiere a la Ilustración y sus múltiples derivaciones culturales, es un fenómeno en buena medida importado a partir del siglo XVIII por una elite hispanoamericana rica y extranjerizante, fenómeno que en realidad no llega a echar verdaderas y profundas raíces en la cultura popular.

Esta dualidad entre la cultura popular y el extranjerismo de la elite es por cierto muy propia de Chile, y se arrastra hasta nuestros días.

El ilustre historiador don Gonzalo Vial Correa ha señalado en su “Historia de Chile” que a fines del siglo pasado se rompen en nuestra sociedad los consensos culturales básicos, predominantes hasta entonces. Con ello se refiere a las pugnas entre católicos y laicistas que derivan en posiciones políticas antagónicas y en episodios que marcan la ruptura, en el campo del debate público, de una base ideológica común, de raigambre fuertemente cristiana, que dominaba la vida de la nación.

Hay sin duda que aceptar muchas consecuencias políticas de tal enfrentamiento. Mas, por otra parte, visto dicho fenómeno en el tiempo y sobre todo contrastado con lo que sucede hoy día, se diría que esa ruptura se redujo especialmente al ámbito interno de una clase dirigente, intelectualmente influida por corrientes que venían de Europa, y que entre tanto el país en general siguió pensando y sintiendo como antes. Siguió siendo en líneas generales, a diferencia de lo que sucede con el proceso que le afecta en las décadas recientes, casi el mismo.

Un Chile, así, en que hasta cerca de la II Guerra Mundial muchas familias de la aristocracia viajaban por largas temporadas a Europa, principalmente a Francia, don cultivaban el gusto por la modas estéticas e intelectuales francesas y por cierto su lengua. Un Chile, sin embargo, en el cual la imagen que proyectaba este embebimiento con lo europeo -más allá de sus también innegables aportes- no impedía que en las casas de esas familias una antigua criada de origen campesino siguiera haciendo las mismas cosas de siempre, cosas que no guardaban ninguna relación con lo francés, ni con la agudeza francesa, ni con el rigor intelectual de esa cultura, ni nada semejante.

Un Chile que se había caracterizado siempre por una clase dirigente con iniciativa empresarial y en la que sobresalieron figuras señeras por su capacidad creadora. Un Chile, entre tanto, que en lo político-ideológico vivió- con mayor acento desde el término del pasado siglo- del préstamo que le hicieron las corrientes en boga en Europa. Un país que, para referirse precisamente a este campo, importaba por ejemplo a su tierra el mismo fenómeno de los Frentes Populares que agitaba por los años treinta a Europa, pero que cuando tenía que escoger al primer candidato electoral de dicho Frente, la voz de orden del mismo Partido Comunista, el más antiguo del continente americano, se inclinaba por el nombre de un miembro de la oligarquía agrícola del sur de Chile, el dueño de la mitad de la provincia de Traiguén, don Cristóbal Sáenz.

I. Factores Institucionales que inciden en el cambio cultural

A) Del Estado modernizador al Estado subsidiario

La índole en gran medida insular que caracterizaba el hábitat cultural chileno, y que resguardaba y daba continuidad a esos trazos ya señalados, habrá de sufrir un profundo cambio en el paso de la década de los setenta a la de los ochenta.

Desde luego, esa índole insular se rompe abruptamente por una acelerada internacionalización, en una doble dirección, de la realidad chilena.

Cabe en primer lugar recordar que nuestra situación política pasa entonces a ocupar, de manera casi habitual, los titulares y espacios de noticieros en el mundo entero. Mientras tanto, los agentes políticos criollos recorren los foros de las grandes naciones del mundo discutiendo acerca del proceso que vive el país, cuando no recabando ayuda para sus causas. La Internacional Socialista, la Internacional DC, las grandes potencias como EE.UU. y la URSS, más otros países del Este socialista se hacen parte en el proceso interno chileno.

A la par, se produce la liberalización e internacionalización de la economía chilena, con una fuerte apertura a los mercados externos, situación que en su primer momento provoca un gran trastorno, pero que al cabo rubricará definitivamente el paso del Estado modernizador al Estado subsidiario, con su impacto consecuente en la cultura.

En efecto, fracasado el intento comunista en Chile poco más de tres lustros antes de su derrumbe definitivo en el mundo, se da el caso original de iniciar aquí también antes que en muchos otros países, incluso de larga historia democrática, la experiencia del Estado subsidiario.

Chile conocía la versión liberal que naufragó en los años veinte, y la socialista que fracasó el año 73, de ese Estado modernizador, que quería, en nombre de la felicidad pública, regular la felicidad de los ciudadanos. El Estado subsidiario no vendrá a ser una nueva versión del Estado modernizador. Implicará, por el contrario, volver la espalda a la idea misma de que el Estado debe realizar la felicidad pública. El Estado renunciará en realidad a buscar la felicidad de nadie. En adelante, si alguien quiere la felicidad, será asunto suyo. El Estado, a partir de ese momento, apelará a todas las fuerzas vivas -organismos intermedios, personas, etc. –para sacar adelante el país, afectado por la severa crisis en que lo dejara el régimen marxista [1].

Del trastorno valórico que habrá de producir al cabo este nuevo orden de cosas, nos haremos cargo en el desarrollo de este trabajo. Por de pronto hay que decir que una serie de influencias agresivas en relación a los valores morales que marcaban la identidad nacional se hacen presente a partir de entonces de manera creciente Modos y estilos nuevos, proyectados masivamente por los medios de comunicación, quebrantan hasta cierto punto el tono austero de la vida nacional.

Como contrapartida, sin embargo, el hombre común chileno empieza recién en ese momento a tomarle el peso a su real valía. Comienza a abandonarse cierta mentalidad mendicante incorporada a la manera de entender la vida pública y a no esperarse más del favoritismo del gobierno o de los partidos políticos la solución a los problemas.

También entonces en el orden institucional una nueva cultura, más abierta a los valores de la libertad, pone a su paso en crisis al antiguo sistema político. Si antes la gente era representada por un tipo de ideal identificable con un determinado partido, hoy la diversidad de los intereses desarrollados por el hombre común chileno hace que éstos sean inabarcables por los partidos políticos. Es así cada vez más patente la impresión de que los partidos por una parte, y la opinión pública por otra, comienzan cada uno a marchar por caminos distintos. Tan palpable fenómeno repercute a su vez en una nueva y visible tendencia al “transversalismo”, que hace que en temas como por ejemplo la ecología o la política sobre la familiar se creen alianzas personales entre representantes de las corrientes más disímiles, cruzando éstas de derecha a izquierda el completo cuadro de los partidos [2].

Alejados éstos de los intereses reales de la opinión pública, muchos verdaderos talentos comienzan a huir de la política. Dada esta situación y dado el cese de la “guerra fría” que volcaba una cuantiosa financiación extranjera en las arcas de los partidos, muchos de ellos se encuentran hoy en difícil situación financiera.

Paradójicamente debemos observar, sin embargo, que el nuevo Estado subsidiario, inaugurado en los ochenta, que se niega a socorrer a las empresas, se abre hoy a la posibilidad de subvencionar a los partidos. Ello no es más que una muestra de que si es cierto que ha habido un cambio, son enormes aún los retazos de la mentalidad estatista, como es aún grande también el tamaño del viejo Estado modernizador que subsiste.

Apéndice importante de esta crisis que manifiesta el orden político tradicional en su enfrentamiento con las nuevas realidades, es la indiferencia de la juventud con el mismo. Otros aspectos de esta cultura en movimiento que se observa hoy en Chile nos dará una cuenta más cabal de las raíces de este fenómeno.

Quedémonos con el hecho, en extremo sintomático, de que hasta hace muy poco, menos de un 30 por ciento de los jóvenes en edad de votar habían cumplido con el trámite de inscribirse en el colegio electoral.

B) Reforma educacional y crisis del humanismo

Si el alejamiento de la insularidad camino a la internacionalización y el abandono del espíritu mendicante por una real confianza en las propias capacidades son dos factores importantes del cambio cultural muy vinculados a las transformaciones institucionales, otro tanto habrá que decir a propósito de la tradición humanística chilena y los sucesivos trastornos sufridos por el sistema educacional.

De la fuerza de esa tradición humanística que impregnaba la educación, que empapaba a la gran clase media chilena y que alcanzaba hasta las más humildes provincias del territorio nacional, dicen bien dos grandes nombres: Gabriel Mistral y Pablo Neruda. La primera, formada junto a su hermana, maestra en un remota escuelita del norte de Chile, fue luego ella misma profesora en la norteña ciudad de Vicuña y directora de liceo en Punta Arenas, al extremo sur. El segundo, fue hijo de un empleado de Ferrocarriles, nacido en la campesina ciudad de Parral y educado en el liceo de Temuco, corazón de Arauco. Ambos, frutos sustanciosos de ese mundo chileno materialmente pobre, pero que convivía con los grandes clásicos.

Hablamos de un Chile insular, ya pasado, en el que a pesar de muchas limitaciones, la fuerza de su cultura humanística era capaz de acceder al reconocimiento mundial a través de dos premios Nobel de Literatura. Tal consideración podría también hacerse extensiva a esa gran figura internacional de la música que fue el pianista Claudio Arrau, nacido en la ciudad de Chillán, perteneciente a la misma generación de los dos poetas. Hablamos de un Chile, por cierto también ya pasado, en el cual la figura del director y del profesor de liceo, fuere en la capital o en provincia, gozaba de pleno reconocimiento social y político. De un Chile en el cual las órdenes religiosas, como los jesuitas, los hermanos maristas, lasallistas y otros, proveían a la población, a todo lo largo de nuestra dilatada geografía, de excelentes escuelas que nos entregaban la formación de quienes hasta hoy ocupan altos cargos en el país, como presidentes del Senado, ministros de Estado o rectores de universidades.

Repitiéndose un fenómeno muchas veces visto en nuestra historia, marcada por esa dualidad entre lo que tiene raíces y lo que viene de la moda extranjera –el mito de lo extranjero en cuanto extranjero-, en los años sesenta, durante la presidencia de Eduardo Frei Montalva, a su turno la ideología desarrollista tomará en cuenta del campo educacional. Lo que hace falta al país, se pensó, es alcanzar algunos estándares de naciones a las que se miran como modelo. Así, si en Alemania, por ejemplo, el 99 por ciento de los niños van a la escuela, sería este un ideal que hay que alcanzar. Que hubiera o no hubiera escuelas, que hubiera o no profesores, no importaba mayormente, era un dato anexo, se puede colegir del modo de llevar a cabo la reforma. Tal cual como nada importaba otrora que tras el frontis europeo y principalmente francés al que nos hemos referido, transcurriese una vida mucho más cercana al campesinado chileno que a cualquier otra.

Los resultados, entre tanto, fueron muy luego hablando el grave trastorno producido. Una reforma que apuntaba a la masificación del sistema educacional -“educación para todos” fue su lema- generó un problema desde el punto de vista de la calidad de la enseñanza y por tanto desde el punto de vista de los valores, sumamente negativo.

Aunque de inspiración laica, la educación media chilena, la típica educación de liceo, entregaba una serie de valores humanísticos, de buena formación humana. Con la llegada de la masificación -vale decir, de la jornada más corta y doble, de doble trabajo para profesores ya con escaso tiempo para su perfeccionamiento- estos valores fueron simplemente anulados.

La educación chilena perdió desde luego su dinamismo formativo. Uno de los efectos de este proceso fue que se dejó de leer en Chile. Los jóvenes que egresan hoy de la enseñanza media tienen quizá más datos técnicos que sus antecesores; los que no accedían a la escuela han recibido el efecto saludable de una mayor socialización; pero es indudable que tienen menos educación, que saben menos, porque estudiaron menos, que los egresados de hace 30 años.

La gran falta de claridad conceptual en relación a dicha reforma de los años sesenta ha tenido a su vez como corolario que a través de estos 30 años de haya experimentado continuamente con la programación educacional, ello con el efecto desastroso que puede suponerse.

Ha de añadirse a este fenómeno que afecta a la educación chilena y sobre todo a su proyecto valórico-formativo, el abandono que hicieron del campo educacional muchas congregaciones religiosas que a través de siglos habían entregado sus mejores esfuerzos a la formación de niños y jóvenes. Esto último debe entenderse como una consecuencia de las vacilaciones doctrinales y de identidad vocacional suscitadas en muchos sectores de la Iglesia, por lo que se dio en llamar la crisis del postconcilio.

Según el ranking de competitividad de 1995 preparado por el Instituto para la Gestión del Desarrollo, Chile figura en el 13º lugar del mundo, y en el del Foro Económico Mundial en el lugar 18º. En ambos lidera la posición iberoamericana, siendo en el contexto general americano sólo superado por EE.UU. y Canadá. Son estos los efectos saludables del Estado subsidiario, al cual hemos hecho referencia. Hay que reparar, esos sí, que uno de los indicadores más bajos que observa este país excepcionalmente competitivo es, no obstante, la educación.

Tenemos así, de una parte, el Chile pujante, con un hombre común consciente de su real valía, abierto a la influencia de las tendencias exteriores ahora no limitadas a una elite sino que masificadas por la tecnología moderna; y de otra, el severo debilitamiento de una cultura humanística identificable con los valores que propiamente forjaron la nación.

Del encuentro, o más bien del desencuentro entre estas dos realidades, surgen las tensiones que hoy movilizan en direcciones frecuentemente contradictorias a la cultura chilena, poniendo en tela de juicio unas veces, y fortaleciendo otras por reacción, aquellos valores que la han identificado en lo más profundo.

II. OSCILACION ACTUAL DE LA CULTURA CHILENA

A) Crisis de valores

Diversas y autorizadas voces, comenzando por la Iglesia, han advertido en los años recientes acerca de la crisis moral que tiene curso en Chile. Es verdad que han precisado también que junto a dicha situación crítica se muestran, a pesar de todo, importantes señales de salud en el cuerpo social, lo que hace, en consecuencia, que esos males sean por ahora de menor monta que los que se pueden observar en otras partes.

Detengámonos, mientras tanto, en la apreciación de aquellos rasgos negativos que se abaten hoy sobre la cultura chilena.

Si es cierto, como se ha señalado con frecuencia en el último tiempo, que a la fuerte presencia de lo ideológico en la cultura ha sobrevenido, después de la caída del Muro, un gran vacío y una tendencia hacia el nihilismo [3], algo de ellos puede también observarse en Chile, con las características peculiares de lo local.

Como pocas, la cultura chilena fue condicionada en las décadas pasadas por la pugna ideológica. En este rincón del planeta se vivió de algún modo el fin de la “guerra fría” de manera casi tan intensa como en el ámbito de las potencias en pugna.

Con todo lo simplificante que pueda tener el esquematismo de lo ideológico, es indudable que a su paso compromete una cierta visión del mundo, una determinada antropología. Su abrupta ausencia, acompañada en el caso nuestro del debilitamiento de ese trasfondo humanístico a que hemos hecho referencia, del surgimiento de posibilidades de bienestar material no conocidas con anterioridad por parte considerable de la población y del masivo bombardeo publicitario de modelos de vida norteamericanos antes débilmente asimilados por el hombre medio, habrá necesariamente de producir sus efectos.

En primer lugar, hemos comenzado a padecer la ausencia, más notoria que nunca, de principios básicos que informen la vida. Toma cuenta de muchos espíritus un sentido puramente lúdico de entender la existencia humana (vivir para gozar), fenómeno que alimenta un tratamiento distorsionado y hasta aberrante de la sexualidad, y que incide en el aumento de la adicción a la droga producido en los últimos años, tanto en jóvenes como en mayores de edad. Dicho estado de cosas es, por su parte, directamente afín con una suerte de universal pragmatismo (el bien es identificado con lo útil). Consecuencia inmediata de ello es que un valor como la libertad, por ejemplo -que antes de defendía enconadamente frente a la amenaza totalitaria-, comienza a entenderse como un impulso ciego, tendiente en general al descompromiso con cualquier realidad trascendente.

El secularismo, asumido no como una bandera doctrinal sino como una suerte de indiferencia hacia lo divino, y el vértigo del sin sentido que gravitan de manera dominante en la cultura occidental de nuestros días, penetra hoy en Chile como no había sucedido jamás.

Trátase, en resumidas cuentas, de la presencia ya no tan nueva, pero sí de creciente incidencia en la vida corriente de los chilenos -además no circunscrita al ámbito de una clase dirigente, donde tuvo su génesis-, del fenómeno llamado más allá de nuestras fronteras cultura light, capaz de generar un estilo propio, el del llamado hombre light [4].

Es necesario subrayar que la recepción acrítica de lo extranjero que se halla en el corazón de este problema, alcanza en este caso un impacto incomparablemente mayor que el de antaño. Como se señalara, la natural fuerza con que esa influencia es desplegada por los modernos medios de comunicación [5] y la masificación de tantos recursos que permiten a muchos más hacerse permeables a ella, le dan una nueva dimensión a este fenómeno.

Es legítimo en tal sentido temer que esa ruptura del consenso doctrinal en la cúpula dirigente de la nación que se produjo a comienzos de siglo, a la cual se refiere en su obra el historiador Gonzalo Vial, pueda llegar a transformarse ahora en una verdadera y total ruptura del consenso valórico profundo de la nación chilena, desatando lo que sí entonces sería definitivamente una grave crisis moral.

B) La defección de la clase dirigente

Podrá llamar la atención que en el registro de los factores moralmente críticos no se haga mención a la corrupción, plaga universal que azota la vida pública de países grandes y chicos. Al margen de uno que otro hecho irregular, no parece ser este todavía un mal que haya tomado cuenta de la vida nacional.

Sí debe repararse, no obstante, en la presencia de otro factor que en general le antecede y que radica en una suerte de corrupción intelectual. Consiste éste en el habituarse a una vida con ausencia de fundamentos, vacío cuya responsabilidad recae de lleno en las clases dirigentes, una de cuyas principales funciones sociales consiste precisamente en darlos.

Una rápida mirada al panorama cultural chileno permite observar cómo desde tiempo las elites chilenas han ido abandonando su interés por una visión antropológica que sirva de base para entender y guiar la vida pública. El pragmatismo que se disemina por el país, al cual hicimos mención, se identifica asimismo, en gran medida, con una visión puramente economicista de las realidades sociales: como si el bienestar material fuese por sí solo la solución, ayer frente a los desafíos del marxismo; hoy frente a los problemas morales de una sociedad que se hace cada vez más compleja.

No es extraño, así, que un arco de relativismo moral atraviese de izquierda a derecha todo el espectro político, produciendo alianzas y contraalianzas en materias cruciales, que rompen con estos estereotipos (la izquierda y la derecha), ya en general algo gastados. Es otra razón que explica el ya referido “transversalismo” político [6].

Cuestión de innegable importancia en el marco de este fenómeno que afecta a la clase dirigente de un país de profunda raigambre cristiana [7], es un paulatino alejamiento de la Iglesia Católica. El proceso se desarrolla, dicho en trazos muy resumidos, a partir del surgimiento de corrientes reformistas de sesgo socialista al interior del partido que reunía a los católicos, situación que comenzará por dividirlos y al cabo del tiempo por alejar de la propia Iglesia a los más descontentos de uno y otro sector en pugna. Empalmará luego con la crisis doctrinal que afectó a importantes espacios de la Iglesia en los años sesenta, situación que habrá de implicar un sensible abandono en su obra educacional y sobre todo una carencia de orientaciones frente a los más graves problemas que los tiempos hacían presente. Concluirá, por fin, en la decidida apertura de esta clase al secularismo que invade a la cultura contemporánea, situación que se manifiesta, entre otros ejemplos, en que las ofertas escolares de origen norteamericano y de inspiración laicista instaladas en el país en las últimas décadas -por contraste con los antiguos y prestigiosos establecimientos católicos- son hoy una opción común y muchas veces preferida para educar a sus hijos.

Asunto que debe tomarse particularmente en cuenta en este contexto es la amplia erosión que, por su parte, ha sufrido el principio de autoridad, y que va desde el plano familiar hasta el de las instituciones [8]. Dicho fenómeno es coherente con las crisis de valores que afecta a muchos países occidentales, entre los cuales el nuestro. Ello sin duda lesiona gravemente la misión propia de todo estrato dirigente. Los orígenes de esta situación habría entre tanto que buscarlos en la extensiva claudicación que se hizo del uso de esa misma autoridad, como producto de la cultura predominante en los años sesenta.

C) Dirigencia y base

Este proceso cultural, que ha condicionado a la dirigencia social durante las últimas décadas -enraizado en esa tendencia a importar las últimas modas ideológicas-, le hace vivir una vez más en buena medida alejada del genuino sentir de la base popular de un país que, a pesar de las fuertes presiones, tiende todavía, como luego veremos, a mantener sus costumbres y tradiciones.

En efecto, aquel sector del grupo dirigente que va marcando la agenda político-cultural, no cuenta en realidad con un respaldo significativo en la base. Insiste en imponer una nueva cultura, que hace suya y que retroalimenta a través de una discusión sin fin, pero la cultura general sigue siendo aún en Chile bastante conservadora en sus líneas principales.

Se observa esto característicamente en temas como el divorcio, la despenalización del adulterio o la homosexualidad. Parlamentarios de partidos que auspician un proyecto de divorcio han debido confesar que nunca en la campaña electoral se les acercó alguien que condicionara su voto a que el candidato apoyara esa causa.

La separación entre la dirigencia y la base puede observarse como un fenómeno social común cuyas consecuencias son indudablemente peligrosas. En el campo político y sindical es clara, por ejemplo, la preponderancia de la cúpula y la ausencia de las bases en las nominaciones partidarias y directivas.

Situación que en este punto de la relaciones entre dirigencia y base opera por lo general en dirección contraria a la de la reforma cultural en curso, y que paga tributo a la crisis doctrinal y de autoridad vivida al interior de la Iglesia a partir de los años sesenta es, asimismo, la tendencia a ser “católico a la propia manera”, la cual daña sin duda la unidad del cuerpo eclesial, la relación y comunicación entre Jerarquía y fieles, y el liderazgo de aquélla sobre éstos.

D) Pérdida de referentes para el hombre medio

Chile, a diferencia de otros países del continente sudamericano, posee tradicionalmente una amplia clase media, en gran medida representativa tanto de los genuinos valores como de los límites de la cultura nacional. Representativa, sobre todo, del sentir nacional.

Como ningún otro segmento, es esta clase media la que recibe el mayor impacto de la reforma cultural insuflada desde el extranjero y promovida por sectores dirigentes.

Múltiples elementos, de no poca importancia, contribuyen además a su inestabilidad. Desde luego la crisis del humanismo en la educación. Era en el liceo público donde el hombre de nuestra clase media se nutría de sus nociones intelectuales básicas. También habrá de afectarle la crisis doctrinal en la Iglesia, pues en buena medida ese estrato ha sido católico. La pérdida de este punto de referencia ha hecho que muchos emigren hacia grupos religiosos evangélicos o hacia sectas de origen norteamericano. Este último fenómeno se observa todavía en mayor escala en las clases populares. Dicha clase media ha quedado asimismo desprovista de un apoyo importante por la disminución del Estado, que ha hecho que la carrera de funcionario público, ubicación laboral a la que naturalmente aspiraban sus hijos, haya perdido todo su brillo e interés.

Es bien perceptible que el hombre medio chileno le cuesta tener clara conciencia de lo que realmente somos en este momento, cuando en nuestra cultura transitan diversos factores en direcciones contrapuestas y lo que predomina es una carencia de perfil y de consistencia definidas.

El proceso cultural que se vive oscurece a nuestros propios ojos la percepción de nuestra identidad.

El propio sentido de patria, como una obra común de generaciones con proyección al futuro, pierde cada vez más su fuerza. Con ello, también la idea de soberanía ha dejado de participar de un sentir profundo. Se la percibe, sobre todo por los jóvenes, como algo de alcance apenas apidérmico.

E) ¿Modelo español?

Diversos observadores han pretendido interpretar esta realidad cultural chilena en vías de transición, buscando explicaciones en el modelo español. Dichas interpretaciones datan de varios años atrás, y encontraban fundamento en la injerencia político-cultural de muchos organismos del socialismo europeo en la situación chilena. Asimismo en el supuesto paralelismo que ofrecía el paso de un régimen autoritario a uno democrático y la consecuente mayor apertura a un mundo cultural liberal y secularista.

Como habremos de ver en seguida, las diferencias que se detectan son muchas como para aceptar el paralelismo de los dos procesos.

Más aún, si es cierto que en Chile ha habido un fuerte activismo de parte de los grupos políticos vinculados al socialismo europeo y en concreto al español, para entender la democracia no sólo como un simple régimen político, sino como un proceso cultural que debe “profundizarse” en el terreno de los valores, las resistencias a esto no han sido menores.

III. Horizonte con Esperanza

Si volcamos nuestra mirada a la historia reciente, cabe recordar que la lucha ideológica, marcada en Chile durante un buen tiempo por una fuerte pugna entre la autoridad y los sectores violentistas, fue danto paso paulatinamente a un enfoque distinto, de parte a parte, en este enfrentamiento. Si en la izquierda marxista comenzó a prevalecer la estrategia de la hegemonía cultural de inspiración gramsciana, en los sectores que le resistían, la perspectiva de lo valórico como elemento fundante de la democracia se fue haciendo, por fuerza de los hechos, cada vez más presente. Derivó ello así en una fuerte y enriquecedora polémica acerca de los contenidos de la libertad y de la democracia que, en buena medida, como se ha dicho, ha ido produciendo importantes cambios en la baraja política.

Si bien el paso de un régimen autoritario a la plena democracia se entrevera en Chile con una serie de debates de tipo institucional y constitucional, éste ha sido, no obstante, acompañado en forma constante por aquel trasfondo doctrinal que describimos. De él se desprende, como consecuencia bastante lógica, que se encuentran hoy partidarios como adversarios del antiguo régimen que participan de la convicción de que la democracia requiere, para subsistir, de valores que la antecedan, frente a elementos tanto de uno como de otro origen que sólo se inclinan ante la ley de la mayoría.

A) Influencia de la Iglesia en el debate cultural

Factor de enorme gravitación cultural en este y otros debates ha sido y sigue siendo la Iglesia. Su énfasis en la defensa de los derechos humanos y su neutralidad en lo contingente le ha ganado una indiscutida respetabilidad. No extraña así, que desde la presidencia de Patricio Aylwin hasta ahora mismo se revele, según las encuestas, como la institución con mayor grado de credibilidad en el país.

La voz de la Iglesia condiciona pues el debate público de manera sensible. Y su condicionamiento opera en el sentido de fortalecer las resistencias morales de una base popular que, aunque tibia en su observancia, hace más caso al llamado de los obispos que al de los dirigentes políticos representativos de la reforma cultural en curso. Ello explica, por ejemplo, que en Chile no sea fácil que se llegue a aprobar el divorcio y que el aborto cuente con una altísima reprobación por parte de la opinión pública.

B) Familia y economía doméstica

Es indudable el impacto cultural al que los medios de comunicación someten a la población, incluso aquélla de más escasos recursos, por la vía de la publicidad. No es nada desdeñable el cambio de costumbres que este fenómeno viene produciendo y es sobre todo de preocupar, según señalamos, su posible mayor incidencia en el debilitamiento del núcleo de virtudes con que tradicionalmente se han identificado los mejores rasgos del hombre chileno [9].

La realidad profunda responde, sin embargo, mejor de lo esperado. El hombre medio chileno sigue siendo, señalan los estudios sociológicos, un hombre de familia, solidario con la suya hasta el extremo de sus posibilidades.

Más que la vorágine del consumismo individualista que se pregona y que hace temer por su estabilidad, prevalece en su jerarquía de decisiones económicas el plan familiar, habitualmente decidido en el seno de la propia familia. Las prioridades del mismo siguen siendo siempre vivienda, salud y educación. Como además resultan aún ser éstas, todas necesidades de enorme magnitud, es difícil que la trivialización consumista llegue a cambiar las prioridades familiares vigentes, o al menos tardará bastante para llegarse a ello.

Ejemplo significativo de lo anterior es el importante aumento en matrículas superiores, a través de la proliferación de universidades privadas. La familia chilena está dispuesta a grandes sacrificios para educar a sus hijos, lo cual no tiene ningún lucro inmediato y sí implica, en la gran mayoría de los casos, una fuerte descapitalización. Se agrega a esto, que en los últimos años puede observarse una postergación en la edad con que se contrae matrimonio -que alcanza hoy el promedio de los 27 años-, lo cual, a diferencia de Europa y Estados Unidos, hace que los hijos permanezcan mucho más tiempo junto a sus padres, quienes con sacrificio les ayudan a despegar en la vida.

La economía familiar opera así en nuestro casó como un genuino núcleo cultural. Ello se destaca poco por comparación con los elogios que merecen nuestras tablas macroeconómicas, pero como fenómeno asentado en una voluntad de ser, resulta sin duda más importante y capaz de alcanzar la categoría de un fenómeno de larga duración.

En relación a la familia, los abanderados de la reforma cultural han hecho a todas luces de la cuestión del divorcio su principal causa. Las tendencias divorcistas que registran algunas encuestas que se esgrimen sugieren, sin embargo, importantes dudas en cuanto a la manera de ser formuladas. Contradice en todo caso sus conclusiones, la percepción generalizada que arrojan serios estudios desarrollados por el Instituto de Sociología de la Universidad Católica, donde se observa un sentimiento francamente mayoritario en la población de mucha y bastante satisfacción en la vida matrimonial, como asimismo de reconocimiento a la misión como esposo o esposa, o como padre y madre realizada por la pareja.

C) Fe popular y renovación religiosa

Sin desmentir lo que ha sido dicho acerca de la presión secularista y acerca del alejamiento de la clase dirigente de la Iglesia, y estimando el fenómeno como algo distinto a lo que puede ser la influencia político-social de la Jerarquía en ciertas materias controversiales, debe constatarse asimismo la sobrevivencia de una fuerte y genuina fe popular en Chile.

Es bien cierto que en los actos públicos religiosos hay una concurrencia inferior a la que se podía apreciar décadas atrás. Es también un muy mal registro el que arroja la asistencia de los creyentes a los actos del culto. No obstante, las grandes festividades, principalmente las marianas, y otros hechos, así por ejemplo la construcción de un nuevo templo en barriadas populares, permiten la regular constatación de cuán viva permanece la religiosidad de nuestro pueblo.

La mujer, cuyo papel ha sido señalado como un factor gravitante en la pervivencia de la cultura católica en nuestro medio [10], cumple, sobre todo en los sectores populares, una misión insustituible. Dicha misión se ve reforzada por el amor a María como Madre y Protectora, que ha distinguido a Chile y a todos los pueblos americanos. En muchas horas de dificultades para la nación, ha sido en este trasfondo donde subconscientemente nuestra cultura ha buscado resguardar su identidad. Ello, en cierto modo, acontece aún ahora [11].

En niveles sociales algo superiores, se observa entre tanto la existencia, en numerosos jóvenes, de una religiosidad animada por un fuerte propósito de compromiso principalmente a través de su vinculación a los movimientos apostólicos de reciente data. Si los hijos de la que fue la generación del sesenta han recibido de sus padres una fuerte influencia en cuanto a la apatía política, no sucede lo mismo en el campo religioso. Por el contrario, su religiosidad parecería mas profunda, entre otras cosas porque no padece los efectos del desencanto producido por las numerosas deserciones que afectaron a la generación anterior.

D) El desafío educacional

Cualquiera de los factores recién señalados requiere, para sobrellevar las presiones negativas que le circundan, de ese refuerzo que de manera privilegiada puede otorgar la educación, hoy desgraciadamente tan disminuida.

La educación es, sin lugar a dudas, una prioridad mayor en Chile y no sólo en cuanto instrucción para abordar los desafíos de una sociedad que se tecnifica y alcanza un alto grado de competitividad. Lo es, sobre todo, como dijimos al considerar las consecuencias de la caída del humanismo en la enseñanza, como la alternativa adecuada para entregar sistemáticamente, a través de objetivos transversales que alcancen a toda la enseñanza media -y también a la superior-, aquellos valores que afiancen nuestra integridad cuando el horizonte vital parece confundido.

La clave, pues, del futuro inmediato, es tomar la educación en serio. Esta compromete todo lo aquí tratado. Mas tomarla en serio implica tener desde luego claridad en relación a la concepción del conocimiento y de la verdad que se quiere implementar, así como respecto del papel que se piensa conceder a la fusión de tradición y progreso en las comunidades de enseñanza y aprendizaje. Como se ha afirmado con mucha razón, la educación representa la prueba de fuego de las diversas concepciones acerca del mundo y de la persona humana. Una cosa es la eficacia con que se implementen los programas y reformas educacionales. Otra muy distinta la fecundidad que se obtenga de esos esfuerzos. A su vez, es evidente para cualquiera la conexión que existe entre la educación, por una parte, y la ética y la política, por otra [12].

El tema educacional no puede, sin embargo, ser abordado de manera proporcional a lo que las circunstancias requieren, si no se penetra a fondo en los problemas del magisterio. En un país donde los pedagógicos se cierran o tienden a encontrarse vacíos, y donde un joven, antes que prepararse para ser un buen maestro de historia o matemáticas en una universidad de primer orden, prefiere obtener una licenciatura en derecho o ingeniería en un establecimiento muy inferior, esta grave cuestión está muy distante de acercarse a una solución [13].

Nos encontramos demasiado lejos hoy de esa dignidad que revestía la función del maestro y que hacía justicia a su trascendental y noble misión. Las ínfimas condiciones económicas que dan soporte a su trabajo hacen que éste venga a ser asumido sólo por contadísimas personas con una real vocación, a prueba de cualquier especie de dificultades, y más bien lo sea, mayoritariamente, por quienes han fracasado en sus reales aspiraciones.

El problema educacional, con toda su enorme carga valórica, pasa pues, muy fundamentalmente, por el problema del magisterio. Transformar esta realidad no es tarea del Gobierno, sino de toda la sociedad, y no es tampoco, evidentemente, tarea de un día. Requiere tiempo, a lo mejor el plazo de una generación.

Mientras tanto es forzoso dar curso a liderazgos con ideas sustanciosas en la materia. Y a las iniciativas que surgen espontáneamente de las propias fuerzas vivas del organismo social, capaces, por ejemplo, de reunir el impulso de empresarios y profesores en orden a desarrollar nuevos proyectos.

A Modo de Epílogo

La complejidad de este cuadro cultural en transición nos impide llegar al fin de nuestra exposición con un catálogo de conclusiones que forzosamente resultarían simplificadoras de la realidad.

Tras la aparente pasividad en que transcurre la vida nacional, grandes tensiones pugnan en el campo cultural, más que en cualquier otro, por definir lo que seremos como pueblo a futuro.

De cualquier modo habría que decir que si prevalece una seria voluntad de no perder el norte, a fin de consolidar un proceso de crecimiento y maduración coherente y duradero, no podríamos omitir el recurso a una sólida antropología. Si estamos ya todos de acuerdo en que el punto de partida no es más el Estado sino que el hombre, razonable sería detenernos en medio de la vorágine y ahondar en la consideración de qué hombre somos y qué modelo de hombre queremos para nuestro país.

Más allá de cualquier estereotipo a la moda, nuestras raíces profundas -a las cuales se suma el sentir real aunque en general inconsciente de la población chilena -indicarían que nos debemos a un tipo humano no individual, sino social y de vocación trascendente. Su punto de apoyo principal habría de ser, por su parte, la familia, institución que debe ser amparada por una fundamentación científica seria, que la ponga a resguardo de los oleajes pseudoideológicos.

En el plano institucional, entre tanto, parecería razonable que una de las tareas principales apuntarse a la renovación de la justicia. El Estado subsidiario y liberal -cuya transformación no termina por cierto de llevarse a cabo-, neutral respecto a la realización de las felicidades personales, haría bien en recuperar las prioridades de lo que fuera históricamente el Estado judicial [14]. Países en el proceso que vive Chile tienen necesidad de una justicia eficiente y rápida. Reprimir el abuso a que da curso tantas veces la “libertad salvaje” y contribuir a su vez, por el carácter ejemplar de la ley, a la consolidación de una visión antropológica, de una idea del hombre, que debe fundamentar la vida de las personas y de la sociedad.


NOTAS 

[1] en interesante entrevista al Decano de la Facultad de Economía de la Universidad de Bologna, profesor Stefano Zamagni, éste plantea que un principio tan propio del patrimonio cultural cristiano como es la subsidariedad, debe tornarse mutuamente compatible con el de la solidaridad, como las dos caras de una misma medalla. Y a continuación añade: “…hoy hay una especie de retorno a la idea, que andaba bien hace algunas decenios, de un Estado como solucionador de los problemas sociales y económicos, etc. Este sería un error fundamental, porque nunca más podrá el Estado dedicarse a estas cosas. Si alguien piensa diversamente, significa que no ha entendido la lección de la globalización. Globalización quiere decir que los Estados nacionales ya no tienen más el poder que tenían hasta hace 20 años. Hoy deben preocuparse de tener en orden las cuentas fuera de los mecanismos internacionales. Pero no sólo eso, pues tampoco tienen el poder directo para intervenir sobre la redistribución del ingreso. Porque si intentan redistribuir el ingreso de los ricos a los otros, los ricos van a huir, llevándose sus capitales y sus empresas a otro país y al final, todos serán pobres” (Stefano Zamagni – El capitalismo globalizado: ¿Nueva forma de intervención para la Iglesia?. Por Gonzalo Arroyo, S.J., en Mensaje, octubre 1996).
[2] “Tardaron tres lustros en reaparece. Pero entonces Chile había cambiado y lo había hecho sin ellos. Ya no era el país estancado, lleno de odiosidades y al borde de la guerra civil, donde resultaba más rentable atizar el descontento que resolver los problemas. Ahora era un país en marcha, con un Estado reducido y una población cada vez más activa y emprendedora, acostumbrada al lenguaje de las oportunidades y o de las frustraciones, del propio esfuerzo y no de los favores del gobierno y del partido”. (Bernardino Bravo Lira. Fatiga de la superestructura partidista en Chile, 1990-1995, en Ciudad de los césares, Nº 42, 1996).
[3] Cfr. Entrevista con el Cardenal Joseph Ratzinger: “El problema de fondo”, por Jaime Antúnez A., El Mercurio, 5.XII.93
[4]Cfr. El hombre light –Una vida sin valores, por Enrique Rojas, Ediciones Temas de Hoy, Colección Fin de Siglo, Madrid 1992.
[5] Cfr. El Mercurio (5.VII.96). En sesión del 4 de julio, severa crítica del Senado de Chile a la televisión por completa ausencia de valores.
[7] “Creo que hay un sector de la elite chilena que está bastante intocado desde el siglo XIX. Es el que le da el espesor al resto. Tiene una capacidad espectacular de incorporarse a los nuevos fenómenos y no sólo subsiste, sino que mantiene su hegemonía cultural. me pregunto, ¿qué habrá detrás? Mi hipótesis es que el corazón de la identidad cultural de esa elite es el catolicismo, donde las mujeres tienen una fuerte gravitación”. (Ibidem, entrevista con la historiadora Sol Serrano).
[8] “…se constata que hay temor en la familia, la escuela, la Iglesia, los medios de comunicación social y la sociedad a transmitir y predicar los valores y las normas:
*”El Padre reniega de su autoridad, es blando y prefiere jugar a ser joven, igual a su hijo. Los padres no asumen plenamente su rol formador.
*”Las autoridades políticas, administrativas, laborales, académicas y educacionales son reacias a transmitir valores éticos y morales.
*”Los políticos se preocupan demasiado porque sus creencias sean legitimadas por consensos electorales y no por sus convicciones.
*”El ideal de moda para muchos es la eterna adolescencia, sin compromisos ni ataduras (matrimonio, hijos, compromiso con las más necesitados, etc.)”. (Documento de estudio “Fe y Transición Cultural: Elementos para un diagnóstico”.)
[9] Ibídem Nota 4.
[10] Ibídem Nota 6.
[11] Aún con las reservas que pueda provocar el juicio que formula el escritor mexicano y Premio Nobel, Octavio Paz, es oportuno considerar la gravitación que la realidad por él descrita tiene, grosso modo, en todo el continente sudamericano: “Muchos se admiran de que México, a pesar de tener al país más poderoso de la tierra, haya resistido con cierta fuerza la invasión de la cultura norteamericana, que es una cultura moderna. Hemos resistido por la fuerza que tiene la organización comunitaria, sobre todo la familia, la madre como centro de la familia, la religión tradicional, las imágenes religiosas. Creo que la Virgen de Guadalupe ha sido más antiimperialista que todos los discursos de los políticos del país. Es decir, las formas tradicionales de vida han preservado, en cierto modo, el ser de América Latina”. (Entrevista con Octavio Paz, en Crónica de la Ideas –Edit. Andrés Bello, 1988-, por Jaime Antúnez Aldunate.)
[12] Cfr. “Claves filosóficas del actual debate cultural”, por Alejandro Llano Cifuentes, HUMANITAS Nº 4 (octubre-diciembre 1996): “Pero más decisivo aún es el hecho de que la educación representa la prueba de fuego de las diversas concepciones acerca del mundo y de la persona humana. Si estas concepciones están equivocadas –por decirlo así- la educación “no funciona”. No es que se eduque equivocadamente, según valores deficientes; es que no se educa en modo alguno, es que se interrumpe la dinámica del saber, por no haber sabido pulsar los adecuados resortes de la realidad misma. (…) Una cosa es la eficacia y otra la fecundidad. La eficacia tiene que ver con la disposición objetiva de los medios. La fecundidad se refiere al logro real de los fines. Es cierto que sin un mínimo de eficacia no hay fecundidad, pero sólo la fecundidad asegura la eficacia a largo plazo, en términos históricos y culturales”.
[13] un reciente estudio de la Corporación de Promoción Universitaria (CPU) reveló que en el lapso comprendido entre 1981 y 1994, el número total de alumnos de pedagogía de institutos profesionales y universidades públicas y privadas bajó de aproximadamente 35 mil a 20 mil, lo que representa una pérdida del 43 por ciento. Los titulados, por su parte, cayeron de 6.019 a 1.968 en el mismo período (El Mercurio, 23.XII. 96).
En entrevista realizada por Magdalena Ossandón, el rector de la Universidad Católica, profesor Juan de Dios Vial Correa, plantea la responsabilidad que cabe a las universidades en cuanto a dar una formación de profesor tan buena que haga de ésta una actividad valorada (El Mercurio, 22.XII.96).
[14] “Cuestión clave en el Estado subsidiario es la modernización de la justicia. Tiene hoy un 0,5 por ciento del presupuesto. En tiempos de la monarquía contaba con un 8 por ciento del presupuesto. Eso tiene su importancia, porque ahora el Estado gira hacia lo que era el Estado judicial, anterior a los ilustrados. Gira hacia el barroco. En el sentido que el barroco el Estaddo dice: mi preocupación principal es hacer justicia y que cada cual busque su realización. Castigo al que abusa. Así es que se sale al paso de la “guerra de todos contra todos”. (Conversaciones con Bernardino Bravo Lira, miembro de número de la Academia Chilena de la Historia, en Apuntes de Humanitas”.).

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