La posibilidad de un nuevo humanismo pasa por la santidad de la vida intelectual y universitaria. Debemos preguntarnos si ella ha logrado penetrar en las universidades a partir del oficio mismo del profesor y del estudiante, si la santificación como finalidad de la vida ha logrado entrar a las aulas, a los laboratorios, a las bibliotecas y a los curricula o ha permanecido más bien en los patios, en las actividades extraprogramáticas.

El lema con que hemos venido desde nuestros claustros universitarios a celebrar con gozo esta jornada jubilar, “La Universidad para un nuevo humanismo”, nos hace renovar el sentido de nuestra vocación y misión de “diaconía de la verdad” en el corazón de cada una de las culturas que aquí representamos. Pero no podríamos ser portadores de esperanza para la vida de la sociedad si no encarnamos la sabiduría que anunciamos en nuestras propias comunidades universitarias. Por ello, quisiera referirme a la importancia de un nuevo humanismo para renovar la vida de la Universidad.

La aparición de orientaciones “humanistas” a lo largo de la historia ha tenido siempre un rasgo paradojal: nacen de la conciencia de que existe en ese momento histórico-cultural una profunda deformación de la vida humana en medio de las costumbres e instituciones sociales, un abandono o descrédito de aquello que, aún confusa y oscuramente, se tiene todavía por lo más natural y propio de la vida humana. Hay así en todo humanismo una denuncia de inhumanidad y un genuino y a veces angustioso deseo de restituir al ser humano sobre su centro, sobre la fuente de su dignidad.

Nuestra época no es, a este respecto, una excepción. La conciencia humana quedó estremecida después de las dos guerras mundiales, después de Auschwitz y de los Gulags, ante la comprobación de que los actos más irracionales y destructivos de la dignidad humana se realizan ahora con los medios más racionales que el ser humano ha podido crear en virtud de su ciencia. La conmoción producida por estos hechos creó el ambiente propicio para proclamar solemnemente la Declaración Universal sobre los Derechos Humanos en 1948 a la que han adherido la mayoría de los Estados del mundo. Pero sabemos que no ha sido suficiente. Los profundos cambios sociales introducidos desde entonces por la innovación tecnológica en la biología, la informática y las comunicaciones sociales no han sido acompañados por un fortalecimiento congruente de la conciencia moral, perdiendo ésta incluso su capacidad de estremecerse ante los actos de inhumanidad. La legalización del aborto ha tenido, en este contexto, un significado emblemático, puesto que es un signo de la amenaza más general de consagrar la “tiranía de los fuertes sobre los débiles” como principio rector de la convivencia humana, con su secuela de discriminación e inequidad tanto a nivel de las relaciones interpersonales, como en el nivel más “globalizado” del intercambio económico y de las relaciones internacionales.

La denuncia de inhumanidad implica en toda proposición humanista, sin embargo, no ha logrado superar siempre sus propias contradicciones, especialmente al pasar del momento de la crítica al reconocimiento de la positividad de lo humano. La pretensión de Protágoras según la cual “el hombre es la medida de todas las cosas”, ha simbolizado, en cierto sentido, la paradoja de todo humanismo. Por una parte, quiere valorar la condición racional humana como aquello que distingue cualitativamente al hombre de todos los demás entes que existen. Por otra, esta misma diferenciación lleva aparejada la tendencia a la idolatría de la razón, a su entronización como principio y fundamento de toda verdad. Por ello, la historia del humanismo ha sido también la historia de la corrupción del humanismo. Por él atraviesa esa profunda, pero a veces irreconocible diferencia a los ojos del mundo, entre quien ama de verdad la sabiduría (el filósofo) y el sofista, entre quien experimenta la inteligencia como una apertura radical frente a la realidad y a su significado, para comprenderla en la unidad de todos sus factores, y quien clausura la razón sobre sí misma, valorando la inteligencia por su capacidad de manipular la realidad sin otro límite que los medios técnicos disponibles.

Fides et ratio nos ha proporcionado una mirada profunda sobre la situación del pensamiento moderno en relación a este dilema y sobre el divorcio consiguiente entre la razón y la sabiduría. Eclecticismo, cientificismo, historicismo, pragmatismo y nihilismo, [1] son las variantes que menciona la Encíclica del itinerario del así llamado “pensamiento débil”, el cual despreciando los datos de la Revelación, ha terminado por minar la confianza misma en la capacidad de la razón para buscar la unidad y el fundamento de lo real. Cuando se desconfía de la capacidad racional y sapiencial que es fruto de la unidad de la razón y de la fe en la contemplación de la verdad, nos advierte, el hombre pierde toda dimensión objetiva para mirar los sucesos de la historia, pudiendo llegar a las arbitrariedades más extremas y a las peores denigraciones de su dignidad.

Como universitarios, sabemos que este dilema no sólo afecta hoy al ambiente cultural de esta época, que valoriza la dimensión instrumental de la ciencia y de la técnica por encima de cualquier consideración relativa a la moralidad de los actos humanos, sino que afecta también a la propia Universidad, al sentido de nuestro trabajo cotidiano y, consiguientemente, a la actitud con que miramos nuestra vocación de servicio a las personas y a las culturas en las que vivimos inmersos. Como dijo una vez Chesterton, “el sabio es quien quiere asomar su cabeza al cielo”, al infinito, en tanto que el loco es “quien quiere meter el cielo en su cabeza”, creyéndose, precisamente, la medida de todo. Este es también el dilema del humanismo actual al que nos vemos enfrentados cotidianamente en la docencia e investigación.

La Constitución Apostólica Ex Corde Ecclesiae, nuestra carta magna, resumió lo esencial de la tradición universitaria afirmando que ella “es un conjunto de personas reunidas por el gozo de buscar la verdad, de descubrirla y de comunicarla en todos los campos del conocimiento”. [2] Puso con ello la persona humana en el centro. Dotada de capacidad racional y de voluntad libre, es la persona quien experimenta en sí misma y en la comunión con otros maestros y discípulos el gozo por la verdad, manifestando el inagotable deseo humano de encontrar el esplendor de la belleza, la perfección y gloria de la obra y de su artífice. Una tal visión sería, sin embargo, unilateral e ingenuamente positiva, si no considerada simultáneamente su contracara. El gozo por la verdad tiene como contraparte, el horror a la mentira y a la impostura, el vivo deseo de evitar todo sofisma y de aprisionar la verdad en la injusticia, como previene San Pablo. Preferir la verdad a la mentira no es solamente un acto propio de la capacidad cognoscitiva del intelecto humano, sino también un acto propio de la libertad que busca el bien, y con ello, la realización plena del sentido de la existencia.

Si la Constitución ha puesto de relieve precisamente en este tiempo la dimensión contemplativa del intelecto humano, es porque reconoce que ha sido duramente cuestionada por la cultura moderna y, como consecuencia, la misma Universidad ha sido hondamente transformada. Primero, la ciencia positiva desplazó a la teología y a la filosofía de su rol integrador de los distintos saberes, perdiéndose una visión unitaria de la realidad. La búsqueda de la unidad fue sustituida por la aceptación de la fragmentación y la sobrevaloración de la especialización. Más recientemente, las propias ciencias positivas han sido desplazadas en su peso relativo por las disciplinas técnicas de alta demanda social. Las universidades han devenido, en gran medida, institutos politécnicos de capacitación para el trabajo con espacios cada vez más reducidos para el desarrollo de la visión contemplativa de la inteligencia.

Si en el pasado el dilema del humanismo podía comprenderse a partir de la opción entre antropocentrismo y teocentrismo, hay que reconocer, sin embargo, que la racionalidad cultural actualmente emergente ni siquiera es antropocentrista, sino más bien antropofóbica. El centro de gravedad lo ha ocupado la tecnología misma, con la consecuente homologación de lo “natural” y de lo “artificial”. La tendencia dominante parece ser la de poner la vida, la técnica y la sociedad bajo el paradigma común de lo que podría llamarse la pretensión de una “evolución autocontrolada”. Lo que está en discusión actualmente no es sólo la verdad del hombre, sino de la creación entera, o incluso si se quiere, la verdad misma. Diferenciación, variedad y autoselección aparecen como los conceptos clave de un pensamiento constructivista y autorreferencial que no busca otro fundamento que el replicarse a sí mismo en todos los planos que logra distinguir.

Surge entonces la pregunta: ¿Es la pérdida del sentido metafísico de la unidad de lo real verdaderamente un problema de complejidad evolutiva que ha vuelto imposible la existencia de un punto de observación para el conjunto de las conductas humanas o se trata más bien de una renuncia deliberada a la inteligencia contemplativa, a su contenido propio, que es la verdad, y a la justificación que de ella nace para la libertad? Esta misma interrogante puede formularse también, dramáticamente, en el plano antropológico: ¿Es la persona humana, única completa e indivisible, el único sujeto óntico de la cultura, su objeto y su término, como afirmó solemnemente el Santo Padre ante la UNESCO, [3] o la organización funcional de la sociedad ya no reconoce ninguna realidad finita como indisponible y todo lo que tiene existencia social está sometido a criterios de eficiencia que suponen la comparabilidad y la sustituibilidad?

Nietzche describió agudamente el nihilismo como aquella situación en que “falta la finalidad, falta la pregunta por el por qué”. [4] Si la razón no puede descubrir la finalidad de los actos humanos, entonces tampoco puede reconocer una norma objetiva y absoluta, inconmesurable para el hombre, desde la cual orientar la acción humana en la sociedad hacia su fin natural. Por ello, Fides et ratio nos invita a recuperar la memoria de las grandes figuras filosóficas y teológicas cristianas, para afirmar, una vez más, que la razón no tiene su fundamento en la necesidad de autorregulación de los procesos naturales, sociales o políticos en busca de equilibrios sustentables, sino en las exigencias del corazón humano que busca un significado para su presencia en el mundo. Como de modo admirable ha sido expuesto en la tradición metafísica de la Iglesia, el deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre. [5] Sin embargo, la misma tradición enseña que este deseo humano de infinito descubre pronto su propia finitud y la búsqueda de una verdad universal y absoluta debe aceptar la precariedad e incompletitud de lo conocido. La razón humana alcanza, de este modo, el umbral del Misterio, el cual puede presentir y desear ardientemente conocer, mas no puede por sí sola penetrar. Sólo la fe es capaz de cruzar este umbral, puesto que ella es una luz que no proviene del ser humano sino de Dios mismo.

Tanto la Constitución Ex Corde Ecclesiae como la Encíclica Fides et ratio constituyen dos documentos proféticos para la Evangelización de la Cultura de cara a los desafíos de este comienzo de milenio. La primera de ellas señala que “nuestra época tiene necesidad urgente de esta forma de servicio desinteresado que es el de proclamar el sentido de la verdad, valor fundamental sin el cual desaparecen la libertad, la justicia y la dignidad del hombre… Por lo cual, [la universidad] sin temor alguno, antes bien con entusiasmo trabaja en todos los campos del saber, consciente de ser precedida por Aquel que es… el Logos, cuyo Espíritu de inteligencia y de amor da a la persona humana la capacidad de encontrar con su inteligencia la realidad última que es su principio y su fin”. [6]

Por su parte, Fides et ratio nos exhorta a la renovación de la mirada contemplativa sobre el mundo en el doble sentido de transformar el saber en sabiduría y de pasar del fenómeno al fundamento. Ambos aspectos son esenciales a la vocación universitaria. En la Universidad no sólo se elabora un pensamiento que refleja la síntesis del saber, sino que ese saber se hace persuasivo para quien lo conoce sólo cuando se encarna en personas, es decir cuando encierra una verdad sobre la que se puede tener experiencia y dar testimonio. Se hace entonces sabiduría. Buscar el fundamento es la necesaria consecuencia de esta actitud. Para quien busca tener experiencia de la verdad y de su significado, no puede ser satisfactoria la mera descripción de los fenómenos que estudia. La cuestión del fundamento aparece en el horizonte de la razón precisamente cuando ella se atreve a formular la pregunta por la finalidad, por el por qué. En ella se expresa la tensión entre lo finito y lo infinito, entre lo condicionado y lo incondicionado, conquistando para la razón la libertad necesaria para superar su ensimismamiento y abrirse al significado objetivo de todo lo que existe.

La communio universitaria da testimonio de que es posible realizar humanamente en la propia vida lo que el pensamiento formula como integración entre razón y fe. Ambas confluyen a la realización de la humanidad misma de quienes persiguen, con humildad, comprender la verdad de todo lo que existe como verificación y cumplimiento de su propia vocación. La communio universitaria sólo se puede construir desde la convergencia de la libertad de cada uno con la participación en el bien común que representa la verdad compartida, custodia y fielmente transmitida.

Tratándose de una “diaconía de la verdad” esta actitud de servicio no puede dejar de tener una dimensión crítica. El amor al destino de cada ser humano obliga a descubrir y denunciar el error, la mentira, el sin sentido, el sofisma. La gran tentación de la Universidad en esta época es orientar la búsqueda de su saber por el prestigio, la utilidad y la recompensa social, sacrificando a ellas la verdad. ¿Puede haber una corrupción mayor que la intelectual, que llama bien al mal y que aprisiona la verdad en la injusticia? Es preciso reconocer que vivimos hoy un ambiente intelectual enrarecido y que el nihilismo ha penetrado en la propia universidad. La consideración instrumental, pragmática o escéptica de la verdad sólo puede florecer allí donde se ha perdido el gusto por la vida, por el gozo de la verdad.

La posibilidad de un nuevo humanismo pasa por la santidad de la vida intelectual y universitaria. Debemos preguntarnos si ella ha logrado penetrar en las universidades a partir del oficio mismo del profesor y del estudiante, si la santificación como finalidad de la vida ha logrado entrar a las aulas, a los laboratorios, a las bibliotecas y a los curricula o ha permanecido más bien en los patios, en las actividades extraprogramáticas. Pareciera que se ha encontrado en los claustros un sustituto funcional para la santidad en el concepto de “excelencia académica”, que suele definirse operacionalmente por la aceptación social, por el prestigio, por la acreditación de terceros o por la propia autoevaluación. No deja lugar para la acción de la gracia, sino sólo para el autoesfuerzo.

La comunidad universitaria, como los profesores, requerimos una profunda conversión para llegar a ser hijos en el Hijo. Decía Santo Tomás que “todo conocedor conoce a Dios implícitamente en todo lo que conoce”. Por ello se puede hablar propiamente de dimensión contemplativa del conocimiento y no de un mero constructivismo intelectual. La verdad se nos da al conocimiento en el carácter creatural de todo lo que existe y exige, de nuestra parte, la actitud receptiva, de apertura a Dios que habla por medio de su obra. Y aunque el Logos de Dios se manifiesta en toda su plenitud con la encarnación del Verbo, esta plenitud no contradice el conocimiento natural de la obra divina, sino que lo lleva al esplendor de su verdad. Como dice el himno de Colosenses, “Todo fue creado en El y para El. El es antes que todo y todo subsiste en El”. [7] Así, la implicación de Dios en el acto del conocimiento y en el objeto conocido, adquiere el rostro de Cristo, en quien todo subsiste. La finalidad de la vida intelectual, el gozo de buscar, descubrir y comunicar la verdad, es el gozo de buscar, descubrir y comunicar la presencia de Cristo en todo.

Desde el horizonte nihilista, la búsqueda de la consistencia de todo lo real se pretendió encontrar en la voluntad de poder, primero, y en la autorreferencia y autosustentación tecnológica, en nuestros días. En esta perspectiva se hace incomprensible la gratuidad del don de sí mismo y la experiencia de la comunicación entre las personas. Pero tal experiencia efectivamente existe. Ella se oculta a los ojos de la violencia y de la manipulación instrumental, pero se revela a la mirada contemplativa que descubre el Misterio presente en el mundo como misericordia y sabiduría de Dios. De ella los cristianos damos testimonio.

De la conversión de la Universidad a su misión original dependerá, en gran medida, la capacidad que tenga la cultura de los próximos siglos de superar la tragedia del nihilismo, su arbitraria y autodestructiva separación entre razón y voluntad, su proclamación de la neutralidad de la razón y de la técnica frente a Dios y al destino del hombre, su imposición de una lógica neo-malthusiana de la sobrevivencia del más fuerte. El camino trazado por Fides et ratio es el de la racionalidad sapiencial que busca el sentido último de todo. Para que ese camino pueda ser recorrido, es indispensable que la communio universitaria renueve su deseo de conversión a Cristo, desde la nobleza de su propio oficio universitario. Ese es para nosotros el umbral de la esperanza que Santo Padre nos invita a cruzar.


NOTAS 

[1] Cfr. Fides et ratio nn.85-91
[2] Ex Corde Ecclesiae n.1
[3] Discurso de S.S. Juan Pablo II ante la UNESCO, 2 de junio de 1980, nn. 7 y 8
[4] Nietzche, Federico, “La voluntad de poderío” Edaf, Madrid 1981, pág. 33
[5] Cfr. Fides et ratio n.3
[6] Ex Corde Ecclesiae n.4
[7] Col 1, 16-17
[8] Cfr. Fides et ratio nn. 85-91

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