Si Cristo, en su misma persona, es el acontecimiento definitivo y pleno de la verdad del Ser, la evangelización no puede ser sólo el relato de lo acontecido en la historia del cristianismo sino el “memorial” creador y siempre actual del acontecimiento mismo, por el cual el Misterio de la Trinidad del Ser reconcilia en la persona el deseo infinito de la verdad, del bien y de la belleza con la finitud del entendimiento y de la libertad humana. 

¿Por qué resulta indispensable plantearse la pregunta acerca de los fundamentos filosóficos de la inculturación de la fe? Es una exigencia de la misma naturaleza del misterio cristiano. Señala Fides et ratio: “La encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre. La verdad expresada en la revelación de Cristo no puede encerrarse en un restringido ámbito territorial y cultural, sino que se abre a todo hombre y mujer que quiera acogerla como palabra definitivamente válida para dar sentido a la existencia... Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble” [1].

Queda tocado así lo más hondo de la inteligencia humana, su núcleo metafísico, su capacidad de comprenderse a sí misma, de descifrar el enigma de la existencia, su sentido y sus paradojas, en suma, la verdad del hombre y la verdad del Ser. Pese a la existencia proverbial de una gran diversidad de culturas, cada una de ellas con un modo particular y específico de aproximación a las verdades últimas de lo humano y de todo lo existente, que tiende incluso a incrementarse con la complejidad del mundo moderno, la Iglesia se ha comprendido siempre a sí misma como un signo e instrumento de la unidad del hombre y Dios y de la unidad del género humano [2]. Así lo entendió San Pablo en su discurso en el Areópago de Atenas [3] y lo ha reiterado una y otra vez la tradición de la Iglesia. Dice Gaudium et spes: “Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que todos los hombres formaran una sola familia y se trataran mutuamente con espíritu fraternal. En efecto, habiendo sido todos creados a imagen de Dios, el cual hizo que de un solo hombre descendiera todo el linaje humano para habitar sobre toda la faz de la tierra (Hch 17,26), todos están llamados a un mismo e idéntico fin, esto es, a Dios mismo”. La comprensión de esta universalidad del misterio de Dios revelado en Jesucristo, el nuevo Adán, y de su único y universal designio sobre el ser humano, ha hecho inevitable que la Iglesia, a lo largo de su historia, reflexione sobre los fundamentos filosóficos de la inculturación de la fe, entrando en un diálogo fecundo con filósofos creyentes y paganos, antiguos y contemporáneos.

La encíclica Fides et ratio es el intento más reciente del magisterio de la Iglesia por renovar una vez más este diálogo, en una época, como la actual, caracterizada por el escepticismo respecto al conocimiento de la verdad y por el nihilismo respecto a la finalidad de la existencia humana, con la consiguiente “crisis de sentido” [5] que caracteriza a la cultura contemporánea. Invita, por ello, con fuerza y persuasión a dar el “paso, tan necesario como urgente, del fenómeno al fundamento” [6], es decir, de alcanzar ese núcleo más profundo de la inteligencia humana donde acontece el acto mismo del pensar, del querer y del juzgar y, por tanto, de la libertad: “Es necesaria una filosofía de alcance auténticamente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental. Esta es una exigencia implícita tanto en el conocimiento de tipo sapiencial como en el de tipo analítico; concretamente, es una exigencia propia del conocimiento del bien moral cuyo fundamento último es el sumo Bien, Dios mismo. No quiero hablar aquí de la metafísica como si fuera una escuela específica o una corriente histórica particular. Sólo deseo afirmar que la realidad y la verdad transcienden lo fáctico y lo empírico, y reivindicar la capacidad que el hombre tiene de conocer esta dimensión trascendente y metafísica de manera verdadera y cierta, aunque imperfecta y analógica... La persona, en particular, es el ámbito privilegiado para el encuentro con el ser y, por tanto, con la reflexión metafísica” [7].

Todas las épocas históricas han tenido algunas dificultades para renovar y reactualizar este diálogo de la inteligencia humana con la verdad del Ser. Cada una, desde la antigüedad clásica, ha tenido sus escépticos y sus sofistas, aunque sus discursos sean particulares y referidos a las circunstancias del momento. Dice un filósofo chileno: “Hay dos amenazas que, desde la escena inicial de la filosofía, se ciernen sobre la posibilidad de un saber verdadero. Esta doble amenaza se torna una constante de su historia. La primera oculta la verdad y niega el derecho a existir de un saber verdadero. La representa el sofista. La segunda amenaza es la renuncia al saber por debilidad interior del mismo saber. La representa el escéptico. Para el sofista la verdad no tiene sentido. Para el escéptico, perdió su sentido... Esta es la condición dramática de la filosofía de todos los tiempos, también en el nuestro: existir amenazada sea por su negación desde poderes externos, sea por su renuncia interior” [8].

En cierto sentido, ambos errores son irrefutables, porque no proceden de la razón sino de la libertad. “No hay poder en el mundo para impedir que alguien se niegue a saber algo; para forzarle a admitir una verdad que se niega a aceptar” [9]. Lo que está en juego, entonces, en la reflexión actual, como en la de todos los tiempos, es la libertad para aceptar la existencia de una sabiduría objetiva que la condición racional humana es capaz de descubrir y de admirar, porque no procede de sí misma sino que le antecede, pero que, por idéntica razón, puede suscitar en ella también el resentimiento y la autodestrucción, al negarse a aceptar la grandeza escondida en la propia finitud y limitación cuando es sacada de su encierro por la sabiduría recibida en donación y revelada en todo lo que existe. Es el resentimiento que manifiesta Mefistófeles ante Fausto como definición profunda de sí mismo: "Soy el espíritu que siempre niega, y con razón, pues todo cuanto tiene principio merece ser aniquilado y, por lo mismo, mejor fuera que nada viniese a la existencia" [10].

¿Cuáles son los escépticos y los sofistas de nuestra época? Resulta difícil caracterizarlos de un único modo, habida cuenta de la diversidad de las culturas actuales. Por una parte, habría que buscarlos en el pensamiento reflexivo mismo, tanto en la filosofía como en las ciencias naturales y en las ciencias del espíritu. Por otra, habría que buscarlos también en las formas de operación de los sistemas masivos de comunicación que caracterizan a una sociedad “funcionalmente diferenciada”, como la llaman los sociólogos, puesto que la difusión del nihilismo y de la crisis de sentido, en la magnitud y variedad percibible en la sociedad actual, no puede ser razonablemente atribuida a la difusión del pensamiento filosófico de los autores nihilistas. Nunca el pensamiento reflexivo ha sido del gusto popular, menos aún en la actual sociedad de masas, donde los hábitos de lectura se han debilitado en relación a los nuevos y poderosos medios de comunicación audiovisual. Hay algo en el nihilismo que no pertenece propiamente al pensamiento sino al modo de comunicación habitual de esta sociedad, a la forma de codificar sus mensajes o a los medios de comunicación de los que se sirve. Una primera intuición de este fenómeno la tuvo MacLuhan al afirmar que “el medio es el mensaje”. Hoy en día se dispone de una teoría más compleja sobre la comunicación que difícilmente daría sustento a su afirmación. Sin embargo, ella ya contenía la intuición de que la comunicación social no puede explicarse satisfactoriamente desde el paradigma del pensamiento reflexivo, o al menos, no puede suponerse que quienes participan de ella, es decir, todas las personas, se comunican entre sí como si fuesen filósofos. Diferenciaremos, en consecuencia, estos dos planos.

No cabe duda de que en el ámbito del pensamiento reflexivo, ha sido Nietzsche quien ha dividido las aguas. Todos los llamados filósofos “postmodernos” o “postmetafísicos” se remiten a él. También los sofistas y los escépticos. Su tesis de la muerte de Dios se transformó después en la tesis del olvido del Ser (Heidegger) o en su reducción a mero “valor de cambio” (Vattimo). Desde el otro lado de la distinción, es percibida como el “silencio de Dios”, caracterizado por su indiferencia frente al sufrimiento del inocente y por la existencia inocultable del mal moral en el mundo. Como consecuencia, se ha popularizado la afirmación del ocaso de los “metarrelatos”, incluidos entre ellos la teología de la creación, del mundo y también la teología de la historia, como historia de la salvación. Si la salvación es la victoria real y definitiva de Cristo, muerto y resucitado, sobre el pecado y sobre la muerte, pareciera que esa victoria ya no nos alcanza. Tal vez habría llegado a algunos, a los santos y a los mártires, pero no de manera significativa a todo el mundo y a todos los pueblos. Tampoco al sufrimiento de los inocentes. Como exclama Nietzsche, “vemos que no alcanzamos la esfera en que hemos situado nuestros valores, con lo cual la otra esfera, en la que vivimos, de ninguna forma ha ganado en valor: por el contrario, estamos cansados, porque hemos perdido el impulso principal. “¡Todo ha sido inútil hasta ahora!” [11]. La consecuencia es el nihilismo, esa situación en que “falta la finalidad, falta la respuesta a la pregunta por el por qué” [12].

Se levanta entonces la voz del escéptico: la razón humana, finita, no está a la altura de las afirmaciones metafísicas. Debe darse por satisfecha con el conocimiento empírico que puede verificar o “falsear”. Nada se puede generalizar más allá de sus condicionamientos y circunstancias. Y se anuncia también la respuesta del sofista: Dios es una ilusión del entendimiento humano, una proyección de sus deseos y fantasías de omnipotencia, de eternidad, un enmascaramiento de la voluntad de poder y de la arbitrariedad. Traspuestas estas afirmaciones al lenguaje teológico: ¿Cómo puede el ser humano diferenciar entre Dios y los falsos ídolos si, a causa de su finitud espacio-temporal, mundana, se sitúa del lado de los ídolos? ¿No será acaso lo que designamos con la palabra Dios otro ídolo, un ídolo de los ídolos?

No podemos entrar aquí en el análisis de este conjunto de preguntas y de respuestas, de sus aciertos y de sus errores, puesto que abarcan todo el pensamiento filosófico posterior a Nietzsche. Pero se puede, tal vez, llamar la atención sobre el hecho de que por primera vez en la historia de la filosofía la pregunta por el Ser y la pregunta por el hombre se muestran, de modo explícito, en una forma estrechamente relacionadas. Metafísica y antropología se dan la mano o, mejor dicho, adquieren la conciencia de compartir un mismo destino. Heidegger no vacila en afirmar que “el Dasein (el hombre) no es tan sólo un ente que se presenta entre otros entes. Lo que lo caracteriza ónticamente es que a este ente le va en su ser este mismo ser” [13], situando, de este modo, la pregunta antropológica constitutivamente en el plano de la ontología, lo que le lleva incluso a tomar distancia de la expresión “antropología” para evitar todo equívoco [14]. Lo reitera en un hermoso texto posterior: “lo distintivo del hombre reside en que, como esencia que piensa y que está abierta al ser, está puesto frente a éste, permanece referido al Ser y, de este modo, le corresponde... El hombre es el primero que, abierto al Ser, deja que éste venga a él como presencia” [15]. Esta pareciera ser también la posición que asume Fides et ratio al señalar que “la metafísica no se ha de considerar como alternativa a la antropología, ya que la metafísica permite precisamente dar un fundamento al concepto de dignidad de la persona por su condición espiritual. La persona, en particular, es el ámbito privilegiado para el encuentro con el ser y, por tanto, con la reflexión metafísica” [16]. A su vez, de modo crítico, advierte contra quienes pretenden separar verdad y libertad: “Una vez que se ha quitado la verdad al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto, verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente” [17].

La íntima e irrenunciable relación entre verdad y libertad constituye así el fundamento propiamente filosófico de la Evangelización, el cual se ha puesto de manifiesto con mayor urgencia y dramaticidad en la edad del nihilismo. Para restituir esta relación cuestionada por el pensamiento y también por las comunicaciones sociales no basta la sola razón, sino que es necesaria la unidad de la razón y de la fe, no en el sentido de ignorar o anular su diferencia, sino en el sentido de superar su extrañamiento, su extrinsecismo [18]. La fe cristiana tiene una dimensión de gratuidad, propia de la donación misma del Ser al revelarse, que es indeducible de cualquier premisa o categoría que la razón presuma descubrir como fundamento último. Toda confusión queda despejada, en cambio, si como enseña la Constitución Dei Verbum, la plenitud de la revelación de Dios coincide con una persona o, mejor dicho, es una persona: Cristo mismo. La verdad deja de ser vista como una mera formulación intelectual, como un discurso, para adquirir la connotación de un acontecimiento en la historia que incluye, por tanto, intrínsecamente, la libertad del Ser que se revela como la del testigo en cuya existencia la verdad acontece. Señala Fides et ratio: “El Dios, que se da a conocer desde la autoridad de su absoluta trascendencia, lleva consigo la credibilidad de aquello que revela. Desde la fe el hombre da su asentimiento a ese testimonio divino. Ello quiere decir que reconoce plena e integralmente la verdad de lo revelado, porque Dios mismo es su garante. Esta verdad, ofrecida al hombre y que él no puede exigir, se inserta en el horizonte de la comunicación interpersonal e impulsa a la razón a abrirse a la misma y a acoger su sentido profundo. Por esto el acto con el que uno confía en Dios siempre ha sido considerado por la Iglesia como un momento de elección fundamental, en la cual está implicada toda la persona. Inteligencia y voluntad desarrollan al máximo su naturaleza espiritual para permitir que el sujeto cumpla un acto en el cual la libertad personal se vive de modo pleno” [19].

Aunque este acto de elección y de aceptación supera objetivamente el nihilismo en sus mismos fundamentos, cabe preguntarse por qué al hombre de hoy le resulta tan difícil comprender y aceptar el mensaje cristiano, cuestión capital para la nueva evangelización. Pienso que una posible respuesta a esta pregunta se puede encontrar en la analítica ontológica desarrollada por Heidegger, al señalar que el ser humano olvida o pierde la experiencia del Ser cuando se refugia en la impersonalidad del lenguaje, es decir, cuando deja de hacer cada vez suya [20] la vida que acontece en su propia existencia. Se aliena, en cambio, en la comunicación de lo que “se dice”, “se hace”, “se acostumbra”, etc., transfiriéndole a la sociedad las propiedades características de la libertad personal. Se suele hablar así de la sociedad actual como de una “sociedad libre”, pero despojando a la libertad de su referencia ontológica a la persona.

Este punto nos conecta con la dimensión social del nihilismo, que no proviene de la reflexión filosófica como tal, sino de la forma de comunicación que articula hoy día a la sociedad y a sus subsistemas. La diferenciación de subsistemas funcionales a partir de códigos de comunicación específicos, tales como la economía, la política, la ciencia, el arte, la educación e incluso la religión, tiene como efecto que ninguno de estos códigos diferenciados incluye a los otros ni puede pretender una posición de mayor jerarquía que los otros. Simplemente son distintos. Por cierto, se puede hablar de la religión desde la economía o de la economía desde la religión. Todos los subsistemas son observadores de todos los otros. Sin embargo, ni la teología es competente para resolver los problemas económicos ni la teoría económica es competente para resolver los problemas teológicos. Así operan también todos los restantes subsistemas sociales. No se pueden verificar las hipótesis científicas por medio de la oración ni someter el misterio a criterios de verificación empírica. Si la comunicación es el producto de la estructuración social de sistemas codificados de distinciones e indicaciones, es decir, de información, entonces es inevitable concluir que en la sociedad ser puede hablar “de Dios” (del Ser), pero no “con Dios” (con el Ser) [21]. De ello se deduce inmediatamente que la sociedad puede hablar mucho de Dios y de los asuntos religiosos, tal vez de manera más variada y documentada que antaño, pero ha perdido en esta forma de comunicación la experiencia religiosa (metafísica) misma: la relación con el Ser, la relación con el Misterio presente.

Como no es difícil de observar, la sociedad actual vive la paradoja de que mientras, por una parte, ve crecer el escepticismo y hasta el indiferentismo religioso, por otra, se ha multiplicado la oferta de creencias y prácticas religiosas en el mercado de consumo, con la novedad de poder combinar en un menú individual los elementos de unas y otras que más apetezcan al paladar de quienes los demandan. Se puede, y hasta es habitual, consumir religión sin ser religioso. Se puede ser experto en teología sin creer, del mismo modo como se puede hablar hasta el cansancio de la libertad sin ser, sin embargo, una personalidad libre. “¡Hombre de Dios me llamo, pero sin Dios estoy!” decía desgarradoramente el poeta español José María Valverde. No es difícil comprender tampoco que esta forma de comunicación social de las preguntas religiosas conduce rápidamente al moralismo, a la simulación y a la hipocresía, y como reacción pendular, al integrismo. En estas circunstancias, el escepticismo e indiferentismo religiosos pasan a justificarse como mecanismos de defensa de la libertad personal ante un consumo que no se desea ni se busca o frente al que se tiene una profunda desconfianza. El nihilismo alcanza así una dimensión masiva, donde efectivamente “falta la finalidad, falta la respuesta a la pregunta por el por qué”.

El fenómeno, como tal, no es nuevo en la historia del cristianismo. De alguna manera, ha sido anticipado por los místicos de todas las épocas que se rebelaron contra las formas sociales de la comunicación religiosa. Fue también la reacción airada de Moisés al descender del monte en que Dios se revelaba como “El que es” y encontrarse con que el pueblo había sucumbido a la adoración del becerro de oro. Sin embargo, adquiere en la actualidad una dimensión globalizada, impulsada por los medios de comunicación masiva y por el estilo cultural que va imponiendo su uso en todos los ámbitos de la vida. ¿Cómo comunicar socialmente la experiencia personal de la zarza ardiente que obliga a despojarse de las sandalias y a permanecer con la vista en el suelo? La respuesta de la tradición de la Iglesia a esta pregunta ha sido siempre la misma: la liturgia y, de modo especialísimo, la liturgia eucarística, que el Concilio recuerda como “fuente y culmen de toda vida cristiana” [22]. Pero incluso en relación a ella surgen dudas cuando es considerada como un evento televisivo, donde el primer plano lo conquistan los celebrantes, o los cantos o la multitud. Suena razonable en este contexto el conocido aforismo de Wittgenstein: “De lo que no se puede hablar es mejor callar”. Y sin embargo, ¿cómo se puede evangelizar sin comunicar explícitamente y de manera amplia y extendida las verdades de la fe cristiana?

Me parece que una de las novedades del magisterio del Concilio Vaticano II y de los pontífices que lo han aplicado ha sido considerar la cultura como el ámbito de la articulación entre la experiencia reflexiva propia de la filosofía, del amor a la sabiduría, y el de la experiencia cotidiana de ser y de vivir propia de los pueblos y de las naciones. En un ámbito como en el otro se juega la relación entre verdad y libertad que está en la base de la posibilidad de superar el nihilismo. Existe, en efecto, una connaturalidad entre la persona humana y la cultura al menos en un sentido fundamental: la cultura, como la vida, no se escogen sino que se reciben en donación. Nadie ha escogido dónde nacer, ni qué idioma hablar, ni la época en que desarrollará su única e irrepetible existencia. En cierto sentido, se pertenece a la cultura del mismo modo como a la especie, de forma genealógica. Cada ser humano, como recuerda Fides et ratio, es simultáneamente hijo y padre de su cultura [23]. Naturalmente, la cultura se puede enriquecer, se puede ampliar su horizonte hasta alcanzar un valor universal, pero siempre desde el reconocimiento del modo específico y particular como se pertenece a ella. Por ello, en su discurso ante la UNESCO, Juan Pablo II afirmaba con fuerza que “la cultura es un modo específico del "existir" y del "ser" del hombre. El hombre vive siempre según su cultura que le es propia, y que, a su vez, crea entre los hombres un lazo que les es también propio, determinando el carácter inter-humano y social de la existencia. En la unidad de la cultura como modo propio de la existencia humana, hunde sus raíces al mismo tiempo la pluralidad de culturas en cuyo seno vive el hombre. El hombre se desarrolla en esta pluralidad, sin perder, sin embargo, el contacto esencial con la unidad de la cultura, en tanto que es dimensión fundamental y esencial de su existencia y de su ser” [24].

Las culturas de los pueblos están formadas en su núcleo más profundo por el significado de la realidad del mundo y de sí mismos que las distintas generaciones han ido descubriendo y enriqueciendo al calor de su experiencia y de su historia y que han considerado digno de dejar como preciada herencia espiritual a las nuevas generaciones. A diferencia de la herencia biológica que se transmite genéticamente sin que medie voluntad alguna del donante y del receptor, la herencia espiritual exige amor a las personas que se quiere educar y libertad para recibir aquello que es digno de ser aprendido, conservado y transmitido. Por mucho que se automaticen los medios técnicos de comunicación del significado de la vida, la verificación y validación del significado sólo puede ocurrir en la confrontación de ese significado con la experiencia personal de cada ser humano que levanta su mirada hacia el horizonte de la verdad. Toda cultura tiene, en consecuencia, una ineludible dimensión personal que permite al ser humano la comprensión de sí mismo y del sentido de su existencia. A la vez, esta dimensión personal cristaliza en el diálogo con las personas de quienes se recibe una tradición y con aquellas a quienes se intenta comunicarla, de modo que en su contexto más inmediato, la cultura puede ser descrita como esa profunda solidaridad intergeneracional que relaciona a todos los seres humanos actualmente vivos con sus progenitores y ancestros en una ininterrumpida cadena ontogenética que alcanza hasta el origen mismo de la vida.

Este es el “humus” desde el cual, quien ama la sabiduría, puede iniciar su peregrinaje en busca de la revelación de la verdad del Ser. Si falta o se debilita, la reflexión se transforma en mera especulación, en un juego distractivo y evasivo de la correspondencia que la razón y la libertad pueden establecer con el origen de todo don. Con razón ha señalado Gadamer que el intento de pensar sin prejuicio [25], sólo desde sí mismo, no es más que el prejuicio que caracterizó a la Ilustración, el prejuicio de no tener prejuicio, que conduce necesariamente a la esterilidad metafísica y a la ruptura de toda tradición. Cuando la reflexión acepta, en cambio, su pertenencia a una historia compartida y sustentada en la solidaridad intergeneracional que la ha hecho posible, la filosofía se hace próxima a la poesía, a esa combinación única y personal de contemplación y de creación, nacida del estupor y de la plegaria para que el Ser quiera revelarse y su luz ilumine el sentido de todo lo que existe. Esta es la dimensión sapiencial de la filosofía, que reclama el Papa, presente en todas las culturas y que permite transitar de la comunicación social sobre el Ser al acontecer de la verdad del Ser en la conciencia y en la vida de las personas.

Si Cristo, en su misma persona, es el acontecimiento definitivo y pleno de la verdad del Ser, la evangelización no puede ser sólo el relato de lo acontecido en la historia del cristianismo sino el “memorial” creador y siempre actual del acontecimiento mismo, por el cual el Misterio de la Trinidad del Ser reconcilia en la persona el deseo infinito de la verdad, del bien y de la belleza con la finitud del entendimiento y de la libertad humana. La superación del nihilismo contemporáneo exige no sólo responder a la afirmación de Nietzsche anunciando que existe la finalidad y, por tanto, que existe respuesta a la pregunta por el por qué, sino que esta finalidad se ha cumplido. Es lo que señala Juan Pablo II en una de las más hermosas y profundas formulaciones de su magisterio: “Cuando san Pablo habla del nacimiento del Hijo de Dios lo sitúa en «la plenitud de los tiempos» (cf. Gal 4, 4). En realidad el tiempo se ha cumplido por el hecho mismo de que Dios, con la Encarnación, se ha introducido en la historia del hombre. La eternidad ha entrado en el tiempo: ¿qué «cumplimiento» es mayor que éste? ¿qué otro «cumplimiento» sería posible?” [26].


Notas 

[1]  Fides et ratio  n.12.
[2]  Cf. Lumen gentium  n.1.
[3]  Cf. Hch 17, 22-26.
[4]  Gaudium et spes n.24.
[5]  Fides et ratio n.81.
[6]  Fides et ratio n.83.
[7]  Fides et ratio n.83.
[8]  Vial Larraín, Juan de Dios  Naturaleza metafísica del hombre en: Seminarios de Filosofía Vols. 12-13/ 1999-2000, PUC, Santiago 2000, pg.14.
[9]  op.cit. pg.15.
[10]  Goethe, J,W.  Fausto, Editorial Andrés Bello, Santiago 1976, pg.53.
[11]  Nietzsche, F. La voluntad de poderío, Edaf, Madrid 1981, §8.
[12]  op.cit. §2.
[13]  Heidegger, M. Ser y Tiempo, Editorial Universitaria, Santiago 1997, §4 y §9.
[14]  Cf. op.cit. §10.
[15]  Heidegger, M.  Identidad y diferencia, Anthropos, Barcelona 1988, pg.75 y 77.
[16]  Fides et ratio n.83.
[17]  Fides et ratio n.90.
[18]  Cf. Scola, A. Libertad humana y verdad a partir de la encíclica Fides et ratio, Separata de Revista HUMANITAS N°15, Santiago 1999.
[19]  Fides et ratio n.13.
[20]  Cf. Heidegger, M. Ser y Tiempo, Editorial Universitaria, Satiago 1997, §9 y §38. Ver también Rivera, J.E. Heidegger y Zubiri, Editorial Universitaria & Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago 2001, Cap.2 Jemeinigkeit.
[21]  Cf. Luhmann, N. Läβt unsere Gesellschaft Kommunikation mit Gott zu? En: Bogensberger, H. & Kögerler, R. Grammatik des Glaubens, St. Pölten – Wien 1985.
[22]  Lumen gentium n.11.
[23]  Cf. Fides et ratio n. 71.
[24]  Discurso de S.S. Juan Pablo II ante la UNESCO, 2 de junio de 1980, n.6.
[25]  Cf. Gadamer, H.G. Verdad y Método  Ediciones Sígueme, Salamanca 1991, pg. 337 y ss.
[26]  Tertio millennio adveniente n.9.

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