“La familia como lugar del nacimiento y de la educación del hombre, por decirlo con San Agustín, «es en cierto sentido el vivero de la ciudad»

Hablando en Kinshasa de la familia, Juan Pablo II dijo: «El argumento es maravilloso, pero la realidad es difícil». En efecto, la familia es un argumento maravilloso y una realidad difícil porque exige al hombre que mire cada día hacia lo gratuito, cuyo ideal de- semboca en lo divino. Querer ser hombre significa querer llegar a ser Dios. Por tanto, para poder ser humano hace falta ser sobrehumano. Precisamente por esto la familia, siendo una realidad difícil, es un argumento fascinante.

En esa mirada a lo divino gratuito se revela y se realiza nuestra libertad. El hombre es libre cuando habita en su propia casa que no se encuentra ni entre las cosas ni entre los «animales» (cfr. Gn 2, 20). El espacio de su casa comienza en otra persona, en la medida en que ésta le indica a Dios y hacia Él lo conduce. Sólo habitando juntos en Dios, los hombres disfrutan de la verdad de su divino amor, que es la libertad.

En este tipo de libertad nacen las familias en el sentido pleno y profundo del término, porque en ellas es donde la libertad se cumple, cuando se da continuamente la propia vida no sólo a los demás, sino también por los demás. En las sociedades en las que falta la libertad propia de las personas, aunque haya las así llamadas libertades, faltan las familias, porque falta esta entrega de la vida por los demás.

El que vive en la libertad que está a la base de la familia, mira a lo divino. Y a través de la familia es como él recibe de lo divino su propia identidad. La familia, al poner de manifiesto el carácter divino del hombre, lo defiende del mecanismo social que tiende a reducirlo a una de sus funciones. En efecto, la libertad es divina porque es amor que transfigura incluso las funciones.

El amor está inscrito en la estructura del ser ‘persona humana’: es su nombre.

El nombre se dirige al nombre. El amor provoca el amor. No impone nada a nadie. El amor tan sólo ama. El que ama obliga al amado sólo a amar, es decir, a darlo todo, incluso la vida, al otro. Y esto tiene que ver con la esencia de la libertad, sin la cual no hay ninguna posibilidad de comunión de las personas. Tenemos miedo de ser libres porque el carácter dialogal de la libertad nos exige que seamos siempre más grandes que nosotros mismos. De lo contrario, no podemos recibir ni dar nada.

El hombre tocado por el amor, es decir, el hombre llamado a serlo, se recoge en su propio ser y, volviendo a poseerse y haciéndose dueño de sí mismo (dominus sui), responde al amor adecuadamente, es decir, con todo su ser. En este diálogo, cuya esencia consiste en ofrecer la propia vida al otro, nace la autoconciencia del hombre. Cuando se ofrece a sí mismo, él es aún más él mismo, porque aquel a quien se ofrece intenta responderle a su vez con el amor. La presencia del uno y del otro, esa recíproca «parusía» (en griego par-ousia significa estar presente para alguien), constituye el espacio en el que el hombre se revela a todos, incluso a sí mismo. Todas las palabras y todos los actos que el hombre hace, si no están llenos de esta presencia, están vacíos; no hacen lo que dicen y no dicen lo que hacen. No revelan al hombre, porque son una mentira. Los discípulos de Emaús, escribe San Lucas, «le habían conocido en la fracción del pan» (Lc 24, 35). Pensemos en las cenas, en los almuerzos de las familias, en los que el uno está presente para el otro, y pensemos también en los ámbitos en donde, en cambio, falta tal presencia. La mentira es siempre una trampa que uno pone al otro. La Eucaristía es una realidad propia de la familia. En la Eucaristía es donde se revela el amor en el que se realiza la libertad.

Las personas, al revelarse la una a la otra, crean un espacio en donde habitar. La una habita en presencia de la otra y, habitando en esapresencia, le ofrece su propia presencia para que la habite. En otros términos, el hombre, habitando en la parusía del otro, participa de su ser y del habitar que de éste deriva, es decir, de su conocer la verdad y de su hacer el bien, viviendo en la misma casa.

La casa es el lugar en el que el hombre se siente bien, porque allí ha nacido del amor y no por casualidad. Este sentirse a gusto, o sentirse amado, se expresa en el apellido que él añade al verbo «soy». El hombre se presenta indicando, con la ayuda del apellido, la casa familiar, es decir, el amor del que proviene. Es como si dijese: «¡Mirad, soy amado! He aquí el amor en el que habito y que constituye mi dignidad». En algunas lenguas eslavas, el apellido o patronímico con el que el hombre se identifica revela la filiación y su origen, que es el padre. En cierto sentido, quien ve al hijo también ve al padre, porque en el amor del padre es donde el hijo habita. Esta es la salvación y la beatitud del hombre.

Por tanto el hombre, buscando ser feliz, sale de sí mismo en busca del otro, porque sólo con la ayuda de otra persona logrará edificar la casa de la beatitud.

El libro del Génesis es insuperable en la descripción de este caminar y edificar la casa de los hombres. Adán busca ayuda en primerlugar en las cosas y en los animales, pero aun habiéndoles dado nombres, se da cuenta de que en vez de ser ayudado pierde la libertad, porque se reduce a una realidad que no lo conduce hacia aquello de lo cual él es deseo. Al identificarse con las cosas y con los animales, se convierte en una ridícula imitación de éstos. Busca en ellos la «ayuda» para él, pero no puede nunca alcanzar el nivel de la vida de éstos, y construye así una mentira que oculta la verdad de su ser y sofoca su libertad y, sofocado, trata a los demás y a sí mismo como si él mismo fuese un «animal». El hombre, en cambio, encuentra la ayuda en la persona de Eva, que al revelarle su propio ser en tensión hacia el infinito, es decir, el ser que mira hacia lo divino gratuito, le revela la verdad de su deseo de ser más y su destino. En la diversidad de Eva se le delinea la verdad futura de su propio ser y en la comunión con ella se le da la fianza de su plenitud. En la fascinación y en el entusiasmo por emprender este camino, Adán grita: «Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. [ ... ] Del varón ha sido tomada» (cfr. Gn 2, 23).

Fascinados por la libertad que emerge como un don del deseo de ambos de ser divinos, entran en lo sagrado de sus identidades. El uno habita en el apellido del otro, apellido que indica la casa familiar, que es Dios mismo. Mirándose cara a cara el uno al otro, cada uno muere a sí mismo para renacer en el «nosotros» como «yo» y «tú» propios de las personas. Por tanto, renacen enriquecidos el uno con el otro. Este mirarse cara a cara el uno al otro, esta muerte y resurrección nos permiten entrever lo que sucederá cuando, mirando a Dios cara a cara, moriremos para resucitar.

La grandeza de la libertad que se realiza y se revela en este recíproco ayudarse el uno al otro depende de la respuesta a la pregunta: ¿hasta qué punto el uno está dispuesto a morir por el otro?

La muerte de quien da la vida por el otro constituye una presencia tal que aquel que en ella entra y en ella habita se siente salvado. En otros términos, aquel por quien el otro da la vida, tiene casa. Tiene a dónde volver. La salvación del hombre, por tanto, se encuentra en la muerte, que es entrega absoluta y pura. Pero así puede morir sólo aquel que, como dijo Clive Staples Lewis, sirve en nuestro batallón como voluntario. Nuestras muertes no son suficientemente puras como para poder ser las casas de la salvación. En la comunión, las personas, disfrutando la una de la otra y ayudándose la una a la otra, se comprenden a ellas mismas. Sus cuerpos, en particular cuando las personas están unidas en matrimonio, se vuelven trasparentes de forma que a través de ellos se difunde alrededor la luz del misterio del amor y de la libertad de Dios. Está claro que esto no lo pueden hacer cuando el uno representa para el otro tan sólo el objeto de un hacer que imita al amor y a la libertad. En la morada matrimonial, es decir, en la presencia de la mujer para el marido y del marido para la mujer, orientadas ambas hacia el amor que es Dios, no acaba, sino que se inicia, la edificación de la casa. La comunión matrimonial, por tanto, no apaga el deseo que tienen de ser felices, deseo insaciable hasta la muerte, pero permite no confundir la beatitud con un disfrute cualquiera.

En la casa edificada con la presencia del marido para la mujer y de la mujer para el marido, habitarán también los demás; en cierto sentido, allí habitará toda la sociedad. En la medida en la que allí habite toda la sociedad, cada uno, como habría dicho Platón, «sea quien sea el que se encuentre, considerará que se ha encontrado con un hermano, o con una hermana, o con un padre, o una o un hijo, o una hija, o con algún ascendiente o descendiente de éstos» [1]. La igualdad, la fraternidad y la libertad, palabras que la Ilustración ha vaciado de contenido, nacen en estas casas y después forman la sociedad. Sólo en estas casas los hombres llevan el mismo apellido, que indica su proveniencia divina. Ésta los hace a todos primeros. Ninguno allí es segundo.

Al unirse a la persona amada, el hombre la engendra y es engendrado por ella; juntos dan inicio a un nuevo mundo, mundo comunional.El marido, engendrando a la mujer, y la mujer, engendrando al marido, crean un espacio para el acto creador de Dios cuyo amor, casi provocado por el de ellos y aprovechándose de éste, llama a una nueva persona a ser amor: un hijo que es de Dios más de lo que pueda serlo de sus padres. La identidad de la persona, por tanto, no depende de la sociedad porque no depende ni siquiera de sus padres. La comunión de las personas, sobre todo las del matrimonio y la familia, constituye siempre una provocación al amor. El amor es un trabajo difícil. Por eso, ante el matrimonio y ante las familias se despierta en los hombres o el amor o el odio. Todo amor es signo de contradicción.

El matrimonio y la familia miran hacia la Familia trinitaria, cuyo amor se desborda desde las orillas de lo divino, creando los seres capacesde recibirlo. Detenidos en algún aspecto «demasiado humano», el marido, la mujer y también el hijo, se dirigen el uno al otro no por el nombre, que expresa el ser y el amor, sino en términos que responden a las funciones a las que el uno somete al otro. Así, retenidos,los hombres dejan de ser una «pro-vocación», una llamada al amor y al trabajo. Cada uno de ellos, reducido a una función (por ejemplo la de ministro, o la de zapatero...), impone al otro la función que actualmente le sirve. La función no llama y no obliga a nadie. Obliga a todos a hacer ciertas cosas mientras que son capaces de hacerlas. El que ya no funciona así, o el que todavía no funciona así, es eliminado del juego automáticamente.

El que esquiva la «pro-vocación» al amor escapa de la libertad. No acepta que el otro lo llame, y él mismo no llama a nadie. En cambio, acepta que se le trate como a una manzana buena para comer, agradable a la vista y útil para adquirir de ella la capacidad de hacer algo distinto de lo que en realidad desea en ese momento. Lo acepta porque él mismo quiere tratar así a los demás.

El hombre que no es libre, el hombre que depende de esta o de aquella cosa, se vuelve cada vez más perezoso, aunque produjera muchas cosas útiles, o incluso indispensables para la supervivencia. Es más, los esclavos están siempre ocupados por miedo a tener que trabajar. En efecto, ellos no conocen la esencia del trabajo, de ese entrar en lo sagrado del otro hombre.

No amar al otro, hasta el punto de darle la propia vida, es algo que acaba en el ateísmo porque no mira hacia lo divino gratuito. El ateísmo humilla al hombre mucho más de lo que lo haya hecho el paganismo que, al admitir que el hombre esté ligado a otra cosa aparte de a aquellas del mundo pasajero, no lo reduce a una manzana buena para comer, agradable a la vista y útil para saber hacer otras cosas igualmente agradables y útiles (cfr. Gn 3, 6). Así es obvio por qué el ateísmo no sostiene el matrimonio ni la familia.

Habitar fielmente en la presencia fiel del otro hace que el hombre se defienda del tiempo que pasa y devora todo lo que se le somete: en la casa familiar el hombre sigue siendo él mismo. La presencia fiel del otro ayuda al hombre a no identificarse con el tiempo, y por tanto a salvarse, permitiendo que entrevea la presencia de lo divino que no pasa. Ésta, al ser la presencia por siempre, exige al hombre que sea fiel en su estar presente para los demás hombres. El hombre ahonda raíces en la infinitud de Dios precisamente con la «ayuda» de los demás a quien él es fiel. La fidelidad propia del matrimonio, al alcanzar la eternidad y al echar en ella los cimientos de la casa familiar, que resiste al tiempo y a sus insidias, refleja, tal vez de la manera más adecuada posible, la fidelidad con la que Dios contrae matrimonio con el hombre.

En la casa que se ha edificado con estas presencias fieles, el hombre se siente «a gusto». Comienza a sentirse «a gusto» en el amor de los
padres. El amor de éstos al revelar cuál es su propia procedencia, dice al hijo su destino. En la presencia recíproca de los padres, del uno para el otro, trasluce para el hijo la presencia de Dios. Con la «ayuda» del amor de los padres, el hijo camina hacia esa presencia y trasciende a la familia misma, puesto que desde la familia empieza a estar presente para los demás hombres. La familia que retiene al hijo y no lo «ayuda» a mirar a lo divino a través de los demás no es familia, y el matrimonio que la ha iniciado no es matrimonio, sino tan sólo yuxtaposición de individuos que no «son», sino que sólo «hacen» algo, juntos. Su convivencia, incluso la sexual, es una convivencia forzada. Los individuos «yuxtapuestos» de esta manera someten a los hijos a una educación igualmente forzada, que a veces es muy liberal.

De cómo uno entienda su propia casa depende también su relación con el mundo. Las palabras «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad [...] en todo animal que serpea sobre la tierra» (cfr. Gn 1, 28), fueron dichas no a Adán o a Eva, sino a la comunión de sus personas. Y en función de cómo entiende la palabra «multiplicaos», así entiende la palabra «someted la tierra». Según cómo él entiende el amor lo entiende todo, incluyéndose a sí mismo. Aquel que considere al otro hombre como si fuese de usar y tirar, a fortiori considerará así el entero mundo. El hacer en el que un hombre no está presente para el otro hombre hasta dar la vida por él, y que por este motivo es tan sólo una realización del deseo desenfrenado de poseer el mundo y al hombre mismo, no «educe» (no saca) a nadie de «un país lejano» y no introduce a nadie en la casa familiar. Este hacer no sólo destruye al hombre, sino también al mundo que «desea vivamente la revelación de los hijos de Dios [...] para participar en la gloriosa libertad [de ellos]» (cfr. Rm 8, 19-21).

La descendencia y los frutos de la tierra han sido dados como una promesa a nuestra esperanza. Por eso, ni la tierra ni la descendencia constituyen el objeto de nuestro puro hacer técnico, sino que exigen la acción propia de nuestra libertad, que se expresa precisamente en la esperanza, en el amor y en la fe.

Por consiguiente, los desastres ecológicos provocados por el hacer técnico no se pueden resolver con otro hacer igualmente técnico. Sólo la conversión de los hombres, es decir, que respondan con todo su ser a la llamada de los demás seres, hará justicia a los hombres y al mundo. Tampoco el mundo quiere ser tratado de forma puramente técnica. El signo de si se dan o no las conversiones son los matrimonios o las familias cuya realidad no se reduce a un vaivén productivo y consumista.

El matrimonio y la familia, cimentados en lo divino, no se someten a las estadísticas, sobre las cuales las ciencias sociológicas, luego, intentan construir normas para la sociedad. «El peso de estas alianzas de oro», dijo el Joyero a los futuros esposos, «no es el peso del metal. Es el peso específico del ser humano, de cada uno de vosotros, y vosotros dos juntos» (Karol Wojtyla, El taller del Orfebre). La identidad de los hombres, su beatitud y el deseo que de ésta tienen, son un don del más allá, que las ciencias no son capaces de rozar siquiera.

Gracias a este peso específico de cada uno de los esposos, la verdad de las alianzas de matrimonio y la verdad de la familia no pueden  someterse ni a la tiranía del más fuerte, ni a los votos o a la, así llamada, voluntad de la mayoría que, a veces, «democráticamente» sustituye a la propia tiranía. El amor significa la soberanía de las personas. Soberano, por tanto, es todo lo que nace. Soberana es la persona humana y soberanos, por tanto, son el matrimonio y la familia. Soberano e inviolable es el cuerpo del hombre, en la medida en que en él se cumple el amor. Soberana es también la casa familiar, en el sentido material del término, cuando constituye el espacio para la  presencia de las personas. Soberana es la sociedad a la que estos matrimonios y estas familias dan inicio. No se puede entrar sin permiso, si  puedo decirlo así, en la persona, en el matrimonio, en la familia, ni en la acción. Sería una agresión.

El matrimonio y la familia, cuando se reducen a advenimientos fortuitos que separan a los hombres de la laboriosa presencia del uno para el  otro, descomponen la sociedad. La descomponen porque ellos mismos se descomponen. A través de estos matrimonios y de estas familias entra en la sociedad el caos de los hombres que no son dueños de sí. En el caos, que es una consecuencia de la convivencia forzada, todo se  vuelve casual e hipotético; la praxis se convierte en el criterio de los propios efectos y de quien los produce: puesto que es factible, se hace.  Lo categórico, que en el caos se pierde de vista, emana del hombre en la medida en que desea ser alcanzado por lo divino.

En las casas construidas hipotéticamente o caóticamente, todos se sienten mal. Los hijos son incluso destruidos, porque al no saber desde el principio a quién responder (en efecto, no los llama nadie), no saben a dónde ir. Caen en la miseria. Los hijos a los que se priva de la presencia del padre y de la madre, es decir, no inseridos en la laboriosa comunión de la libertad, sino en una comodidad transitoria, que abusivamente es llamada matrimonio y familia; los hijos privados del apellido y del patronímico, van errantes por el mundo. De distintos modos buscan no tanto olvidar lo que les falta, cuanto más bien autoconvencerse de que eso se encuentra al alcance de la mano.

Fuera de la casa familiar, caído en el caos personal y social, el hombre no es más que un sin techo: al no sentirse amado, no ama. Al olvidar su proveniencia, pierde la soberanía. No se presenta con el apellido, sino con una praxis que lo retiene en las cosas que le sirven como sustituto de la dignidad que se manifiesta en el apellido. Su «soy», puesto que no es ya divino, está vacío. Hace falta llenarlo con algo que funcione como si fuese precisamente su apellido. Por tanto, cuando se le pregunta «¿por qué te comportas así?», no responde con «¡porque yo soy así!», sino con «porque yo soy esta o aquella otra función social», o lo que es lo mismo, «no quiero perder lo que tengo». Se aleja cada vez más de sí mismo, vive en «un país lejano», donde intenta «llenar su vientre con las algarrobas que comen los puercos» (cfr. Lc 15, 13-16).

Simone de Beauvoir confiesa que al encontrarse con ocho años de edad fuera de casa no podía justificar su propia existencia porque, habiendo perdido todos los puntos de referencia, no lograba autodefinirse. No sabía quién era en cuanto que no se sentía amada. Cayó presa de las cosas y de las necesidades, a cuyo orden reducía el amor y la libertad; se había perdido en el satisfacerlas. Se hizo objeto de los objetos, objeto que sólo veía los objetos.

El que se siente tratado como un objeto trata a los demás de la misma manera. Utilizado, utiliza todo y a todos, empezando por su propio cuerpo y por el de los demás. La tragedia de tantos matrimonios, de tantas familias y de la sociedad, consiste precisamente en que son las debilidades las que unen el hombre a la mujer, los hijos a los padres o los padres a los hijos.

Usar y explotar al otro hasta el momento en que deja de ser comestible y agradable a la vista, constituye a menudo el único vínculo sobre el que se basan tantas amistades, tantos matrimonios, tantas familias, tantas filiaciones... De tal matrimonio, tal familia; y de tal familia, tal sociedad. Esta tragedia deriva de la confusión entre amar al hombre, e intentar poseerlo como si fuese un objeto de usar y tirar. El que desea así al otro no desea su ser, sino su funcionamiento dentro de este o de aquel sistema. Es preciso no olvidarse de que los sacramentos conciernen directamente al ser del hombre, y no a las funciones que pueda o no pueda desempeñar. Por consiguiente, el matrimonio sacramental consiste en revelar el propio ser al otro, y en entrar en su ser revelado. El sacramento del matrimonio se cumple en el desear cada vez más el ser de la otra persona, es decir, en amarlo. Amar las funciones de una persona en lugar de amar su ser significa desearla mal.

Quien así desea a la mujer, al marido, a los hijos, no dará a ellos y por ellos su propia vida para que ellos la tengan en abundancia, sino que,
por su propia comodidad, les quitará incluso la vida que tienen.

El hombre deseado falsamente está expuesto al peligro de ser tratado técnicamente desde la concepción hasta la muerte, sea cuando se le da el permiso de vivir, porque ya o todavía funciona, sea cuando se le quita, porque ya o todavía no funciona. El homunculus, aquel hombre producido en probeta según las prescripciones alquimistas del científico Wagner, en el Fausto de Goethe, es decir, tratado técnicamente ya desde el inicio de su existencia, corre el riesgo de ser definitivamente llamado con un «eso» en lugar de con un «tú». Entre los «eso» privados de nombres y apellidos no hay comunión, sino tan sólo un conflicto en el que cada uno intenta dominar al otro para que no sea el otro el que le domine. La muerte amenaza a quien no sabe ya, o no sabe todavía, defenderse de los demás. La tragedia de los abortos y de la eutanasia es resultado de la falta de comunión de las personas. El aborto, la eutanasia, pero también la producción
del otro, in Vitro por ejemplo, al ser el resultado de la falta de diálogo de la llamada y la respuesta entre los hombres, y por tanto de la falta de libertad son una expresión del falso deseo del otro hombre, y de las ganas de dominarlo.

Desear falsamente a la mujer, al marido, a los hijos, manifiesta un falso deseo de Dios mismo. Lo que se desea falsamente no existe para quien así lo desea. El hombre que desea a Dios para servirse de Él como si fuera un objeto, lo construye y está dispuesto también a asesinarlo por su propia comodidad.

Cualquier técnica aplicada al hombre, tanto en el generarlo como en el educarlo, incide sobre su identidad, de tal modo que él se siente disminuido. De esta tragedia nos defienden los poetas y los místicos. Los poetas, cuya intuición roza el Principio y el Final del ser, ven claramente la tragedia cotidiana del homunculus.

Tristram Shandy, el personaje de la novela de Laurence Sterne, La vida y las opiniones de Tristram Shandy, gentilhombre, al sentirse un
ser fracasado, como si fuese un «juego de pequeños accidentes», y llamándose por esto «homunculus» (precisamente de esta novela Goethe tomó el término), encuentra la causa de su desventura en un hecho que el padre cuenta en su diario. La madre de Tristram Shandy disturbó desde fuera su concepción, al preguntar imprudentemente al padre: «Perdona, querido, ¿no te has olvidado de darle cuerda al reloj?». Las consecuencias de la lesión que se hace a la dignidad del hombre tratado técnicamente al inicio de su vida, tendrán repercusiones imprevisibles. Hölderlin ha escrito (El Reno): 

«Enigma es el surgir puro.
También el canto puede desvelarlo apenas;
Como comienzas, así te quedarás».

Si la identidad del hombre no proviene del amor en el que se trasparenta el Amor de Dios que nos ha amado y elegido desde antes de la creación del mundo, para que seamos santos e inmaculados ante Él (cfr. Ef 1, 4), su vida corre el riesgo de desarrollarse como una «historia contada por un idiota» (Macbeth). Lo mismo sucede con la historia de todo matrimonio y de toda familia.

Cualquier historia que se cuente en modo divino constituye una tradición. En cada una de ellas se cumple la historia de la presencia de Dios a los hombres. Y ésta es la que constituye la Tradición en el sentido metafísico y profundo del término. La sociedad que ha perdido la memoria de esta Tradición no puede ser más que una banda de nómadas y de partidos cuyas tradiciones se reducen a bailar en torno a la hoguera por el mejor bocado. La sociedad pierde la memoria cuando la pierden los matrimonios y las familias.

La familia como lugar del nacimiento y de la educación del hombre, por decirlo con San Agustín, «es en cierto sentido el vivero de la ciudad» («quoddam seminarium est civitatis»). «La casa del hombre debe ser el origen y la célula de la ciudad» («hominis domus initium sive particula debet esse civitatis»)» [2]. En la familia se decide el destino de la humanidad y del mundo.

Me atrevería a decir que la familia es el ciudadano primordial del mundo, y que es precisamente ella la que confiere tal ciudadanía al Estado. Aristóteles dijo que «la familia es anterior y más necesaria que el Estado» [3]. No es el Estado el que legitima a la familia, sino que es la familia la que legitima al Estado. La familia, por tanto, debería vigilarlo con atención, para que el Estado no usurpe el derecho a decidir acerca de la verdad del hombre, porque si lo hiciera, estaría usurpando el derecho a decidir sobre Dios mismo. La justicia del Estado, si no es vivificada y corregida por las presencias en las que las personas habitan, se vuelve una injusticia, cada vez mayor en la medida en que sea cada vez más eficazmente calculada por los partidos y por sus mayorías.

El Estado en sí no es educador, porque la educación adviene en la intimidad personal del hombre, en la cual sólo una persona puede entrar y habitar. El educador educa revelándose a quien le ha sido confiado. Los padres no confían a sus hijos al Estado, porque este no tiene nada que revelar a los hombres. El Estado es una exterioridad pura construida por ellos mismos.

El maestro abre su propia casa al discípulo y lo introduce en ella. El Estado no tiene casa. Los valores-dones, sin los cuales el hombre no puede ser hombre, se transmiten de generación en generación en la intimidad de la comunión entre el maestro y el discípulo, aunque los Estados cambien. Platón, que lo había comprendido perfectamente, escribió que los viejos en una familia son una realidad más sagrada que las estatuas de los dioses. De esta sagrada presencia, plena de tradición, es de donde surge el futuro de la sociedad.

El Estado que escapa a la familia y aspira a educar a los ciudadanos, en cuanto que éstos son hombres, les transmite sólo un saber funcionar en determinadas situaciones. Al final les obliga a resolverlas todas a través de él. Tal Estado es siempre un «país lejano». Hoy lo llamamos «Estado totalitario». Así se vuelve también el Estado democrático cuando con las votaciones intenta decidir el amor del hombre y por consiguiente, aquello que Dios mismo es.

El hombre no aprende el amor, la esperanza, la fe, como aprende un oficio. El hombre aprende estas cosas cuando otro hombre lo «educe» (lo saca) de la soledad, llamándolo a que esté presente a los demás. En esta soledad es donde el hijo privado de la presencia de los padres, el marido privado de la presencia de la mujer y la mujer privada de la presencia del marido, buscan refugio en el mundo imaginario. En éste, separados el uno del otro, la madre deja de ser madre, el padre deja de ser padre y el hijo deja de ser hijo: porque el hijo es hijo en la medida en que se identifica con el padre y con la madre, y éstos son padre y madre en la medida en que se identifican con el hijo, identificándose primero el uno con el otro como esposos. Los padres que no saben quiénes son ellos mismos, quitan a su hijo la posibilidad de reencontrarse a sí mismo en la experiencia de la filiación. Puesto que no existe en el diálogo con ellos, el hijo no se siente responsable, porque ellos no lo llaman a responder con todo su ser a su amor. Cada uno abandona al otro, o mejor dicho, intenta olvidarse de haber sido
abandonado por todos. Falta la participación en el ser y en el actuar que se cumple en el conocer este ser en cuanto verdadero y en el amarlo en cuanto bueno, y por eso todos intentan buscar por su propia cuenta subrogaciones de verdad y de bien. Los padres, por tanto, si quieren ir al origen de los problemas de los hijos, tienen primero que ir al origen de sus propios problemas.

La falta de libertad y de responsabilidad en la sociedad de hoy se manifiesta en la amplitud y en la violencia de las campañas contra la paternidad, contra la maternidad y contra la filiación del hombre. Estas campañas demuestran hasta qué punto la sociedad se ha empantanado en una civilización construida por «haraganes», que no son lo bastante libres como para poder estar presentes los unos para los otros y edificar la casa.

Las historias contadas por idiotas son siempre fáciles y aburridas. Se basan en la falta de los principios del ser y del actuar, es decir, del conocer y del amar. La tristeza invade a quien no es, porque ni conoce ni ama, y que por esta razón se siente fracasado e indefenso. Su voluntad sale de aquí deformada y se desespera. Los monjes han llamado a este estado del hombre acidia.

En el retorno a los principios está la curación de la persona humana. Precisamente en la presencia del otro es donde el hombre comienza a sanarse. El otro, por tanto, es el principio y el final en los que se revela el Principio y el Final del hombre.

Por eso el matrimonio y la familia constituyen el primer y el último bastión de la libertad y de la soberanía del hombre y de la sociedad. Si este bastión cayese, estaríamos condenados a vivir en un gran campo (de concentración, adornado de banalidad. Si alguno quisiera destruir la sociedad, tendría que empezar destruyendo el matrimonio y la familia. Si quisiera en cambio regenerarla, tendría que cuidar de ese amor que los origina.

La esperanza nos dice que los haraganes no prevalecerán. ¿Por qué? Porque habrían prevalecido ya si Dios no continuase amando al hombre, inscribiendo, en el acto de la creación, el amor humano en el Amor que Él mismo es. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados». (1 Jn 4, 10) Sólo hay un amor. Todos los demás no son más que una respuesta a la Gracia, respuesta que es también una gracia.

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Notas

[1] Platón, La República, V, 463 c.
[2] San Agustín, De civitate Dei, 15, 16, 3; 19, 16.
[3] Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1162 a.

 

 

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