Señor Gran Canciller, cardenal Ricardo Ezzati,
hermanos en el episcopado,
señor Rector, Doctor Ignacio Sánchez,
distinguidas autoridades universitarias,
queridos profesores, funcionarios, personal de la Universidad,
queridos alumnos:

Estoy contento por estar junto a ustedes en esta Casa de Estudios que, en sus casi 130 años de vida, ha ofrecido un servicio inestimable al país. Agradezco al señor Rector sus palabras de bienvenida en nombre de todos y también le agradezco a usted señor Rector, el bien que hace con su “sapiencialidad” en el gobierno de la Universidad y en defender con coraje la identidad de la Universidad Católica. Muchas gracias.

La historia de esta Universidad está entrelazada, en cierto modo, con la historia de Chile. Son miles los hombres y mujeres que, formándose aquí, han cumplido tareas relevantes para el desarrollo de la patria. Quisiera recordar especialmente la figura de san Alberto Hurtado, en este año que se cumplen 100 años desde que comenzó aquí sus estudios. Su vida se vuelve un claro testimonio de cómo la inteligencia, la excelencia académica y la profesionalidad en el quehacer, armonizadas con la fe, la justicia y la caridad, lejos de disminuirse, alcanzan una fuerza que es profecía capaz de abrir horizontes e iluminar el sendero, especialmente para los descartados de la sociedad, sobre todo hoy en que priva esta cultura del descarte.

En este sentido, quiero retomar sus palabras, señor Rector, cuando afirmaba: «Tenemos importantes desafíos para nuestra patria, que dicen relación con la convivencia nacional y con la capacidad de avanzar en comunidad».

 

1. Convivencia nacional

Hablar de desafíos es asumir que hay situaciones que han llegado a un punto que exigen ser repensadas. Lo que hasta ayer podía ser un factor de unidad y cohesión, hoy está reclamando nuevas respuestas. El ritmo acelerado y la implantación casi vertiginosa de algunos procesos y cambios que se imponen en nuestras sociedades nos invitan de manera serena, pero sin demora, a una reflexión que no sea ingenua, utópica y menos aún voluntarista. Lo cual no significa frenar el desarrollo del conocimiento, sino hacer de la Universidad un espacio privilegiado «para practicar la gramática del diálogo que forma encuentro»[1]. Ya que «la verdadera sabiduría, [es] producto de la reflexión, del diálogo y del encuentro generoso entre las personas»[2].

La convivencia nacional es posible —entre otras cosas— en la medida en que generemos procesos educativos también transformadores, inclusivos y de convivencia. Educar para la convivencia no es solamente adjuntar valores a la labor educativa, sino generar una dinámica de convivencia dentro del propio sistema educativo. No es tanto una cuestión de contenidos sino de enseñar a pensar y a razonar de manera integradora. Lo que los clásicos solían llamar con el nombre de forma mentis.

Y para lograr esto es necesario desarrollar una alfabetización integradora que sepa acompasar los procesos de transformación que se están produciendo en el seno de nuestras sociedades.

Tal proceso de alfabetización exige trabajar de manera simultánea la integración de los diversos lenguajes que nos constituyen como personas. Es decir, una educación —alfabetización— que integre y armonice el intelecto, los afectos y las manos— es decir, la cabeza, el corazón y la acción. Esto brindará y posibilitará a los estudiantes crecer no sólo armonioso a nivel personal sino, simultáneamente, a nivel social. Urge generar espacios donde la fragmentación no sea el esquema dominante, incluso del pensamiento; para ello es necesario enseñar a pensar lo que se siente y se hace; a sentir lo que se piensa y se hace; a hacer lo que se piensa y se siente. Un dinamismo de capacidades al servicio de la persona y de la sociedad.

La alfabetización, basada en la integración de los distintos lenguajes que nos conforman, irá implicando a los estudiantes en su propio proceso educativo; proceso de cara a los desafíos que el mundo próximo les va a presentar. El «divorcio» de los saberes y de los lenguajes, el analfabetismo sobre cómo integrar las distintas dimensiones de la vida, lo único que consigue es fragmentación y ruptura social.

En esta sociedad líquida[3] o ligera[4], como la han querido denominar algunos pensadores, van desapareciendo los puntos de referencia desde donde las personas pueden construirse individual y socialmente. Pareciera que hoy en día la «nube» es el nuevo punto de encuentro, que está marcado por la falta de estabilidad ya que todo se volatiliza y por lo tanto pierde consistencia.

Esta Y tal falta de consistencia podría ser una de las razones de la pérdida de conciencia del espacio público. Un espacio que exige un mínimo de trascendencia sobre los intereses privados —vivir más y mejor— para construir sobre cimientos que revelen esa dimensión tan importante de nuestra vida como es el «nosotros». Sin esa conciencia, pero especialmente sin ese sentimiento y, por lo tanto, sin esa experiencia, es y será muy difícil construir la nación, y entonces parecería que lo único importante y válido es aquello que pertenece al individuo, y todo lo que queda fuera de esa jurisdicción se vuelve obsoleto. Una cultura así ha perdido la memoria, ha perdido los ligamentos que sostienen y posibilitan la vida. Sin el «nosotros» de un pueblo, de una familia, de una nación y, al mismo tiempo, sin el nosotros del futuro, de los hijos y del mañana; sin el nosotros de una ciudad que «me» trascienda y sea más rica que los intereses individuales, la vida será no sólo cada vez más fracturada sino más conflictiva y violenta.

La Universidad, en este sentido, tiene el desafío de generar nuevas dinámicas al interno de su propio claustro, que superen toda fragmentación del saber y estimulen a una verdadera universitas.

 

2. Avanzar en comunidad

De ahí, el segundo elemento tan importante para esta casa de estudios: la capacidad de avanzar en comunidad.

He sabido con alegría del esfuerzo evangelizador y de la vitalidad alegre de su Pastoral Universitaria, signo de una Iglesia joven, viva y «en salida». Las misiones que realizan todos los años en diversos puntos del País son un punto fuerte y muy enriquecedor. En estas instancias, ustedes logran alargar el horizonte de sus miradas y entran en contacto con diversas situaciones que, más allá del acontecimiento puntual, los dejan movilizados. El «misionero», en el sentido etimológico de la palabra, nunca vuelve igual de la misión; experimenta el paso de Dios en el encuentro con tantos rostros o que no conocían o que no le eran cotidianos, o que le eran lejanos.

Esas experiencias no pueden quedar aisladas del acontecer universitario. Los métodos clásicos de investigación experimentan ciertos límites, más cuando se trata de una cultura como la nuestra que estimula la participación directa e instantánea de los sujetos. La cultura actual exige nuevas formas capaces de incluir a todos los actores que conforman el hecho social y, por lo tanto, educativo. De ahí la importancia de ampliar el concepto de comunidad educativa.

Esta La comunidad está desafiada a no quedarse aislada de los modos de conocer; así como tampoco a construir conocimiento al margen de los destinatarios de los mismos. Es necesario que la adquisición de conocimiento sepa generar una interacción entre el aula y la sabiduría de los pueblos que conforman esta bendecida tierra. Una sabiduría cargada de intuiciones, de «olfato», que no se puede obviar a la hora de pensar Chile. Así se producirá esa sinergia tan enriquecedora entre rigor científico e intuición popular. Esta La estrecha interacción entre ambos impide el divorcio entre la razón y la acción, entre el pensar y el sentir, entre el conocer y el vivir, entre la profesión y el servicio. El conocimiento siempre debe sentirse al servicio de la vida y confrontarse con ella para poder seguir progresando. De ahí que la comunidad educativa no puede reducirse a aulas y bibliotecas, sino que debe avanzar continuamente a la participación. Tal diálogo sólo se puede realizar desde una episteme capaz de asumir una lógica plural, es decir, que asuma la interdisciplinariedad e interdependencia del saber. «En este sentido, es indispensable prestar atención a los pueblos originarios con sus tradiciones culturales. No son una simple minoría entre otras, sino que deben convertirse en los principales interlocutores, sobre todo a la hora de avanzar en grandes proyectos que afecten a sus espacios»[5].

La comunidad educativa guarda en sí un sinfín de posibilidades y potencialidades cuando se deja enriquecer e interpelar por todos los actores que configuran el hecho educativo. Esto exige un mayor esfuerzo en la calidad y en la integración, pues el servicio universitario ha de apuntar siempre a ser de calidad y de excelencia, puestas al servicio de la convivencia nacional. Podríamos decir que la Universidad se vuelve un laboratorio para el futuro del país, ya que logra incorporar en su seno la vida y el caminar del pueblo superando toda lógica antagónica y elitista del saber.

Cuenta una antigua tradición cabalística que el origen del mal se encuentra en la escisión producida por el ser humano al comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. De esta forma, el conocimiento adquirió un primado sobre la creación, sometiéndola a sus esquemas y deseos[6]. La tentación latente en todo ámbito académico será la de reducir la Creación a unos esquemas interpretativos, privándola del Misterio propio que ha movido a generaciones enteras a buscar lo justo, bueno, bello y verdadero. Y cuando el profesor, por su sapiencialidad, se convierte en «maestro», entonces sí es capaz de despertar la capacidad de asombro en nuestros estudiantes. ¡Asombro ante un mundo y un universo a descubrir!

Hoy resulta profética la misión que tienen entre manos. Ustedes son interpelados para generar procesos que iluminen la cultura actual, proponiendo un renovado humanismo que evite caer en todo tipo de reduccionismos de cualquier tipo. Esta profecía que se nos pide, impulsa a buscar espacios recurrentes de diálogo más que de confrontación; espacios de encuentro más que de división; caminos de amistosa discrepancia, porque se difiere con respeto entre personas que caminan en la búsqueda honesta de avanzar en comunidad hacia una renovada convivencia nacional.

Y si lo piden, no dudo que el Espíritu Santo guiará sus pasos para que esta Casa siga fructificando por el bien del Pueblo de Chile y para la Gloria de Dios.

Les agradezco nuevamente este encuentro, y por favor les pido que no se olviden de rezar por mí.


[1] Discurso a la Plenaria de la Congregación para la Educación Católica (9 febrero 2017).

[2] Carta enc. Laudato si’, 47.

[3] Cf. Zygmunt Bauman, Modernidad líquida (1999).

[4] Cf. Gilles Lipovetsky, De la ligereza (2016).

[5] Carta enc. Laudato si’, 146.

[6] Cf. Gershom Scholem, La mystique juive, París (1985), 86.


 Fuente: Vaticano

 

El acto más importante de la visita papal no tuvo lugar en La Moneda, el Parque O'Higgins o la Catedral. El principal discurso no lo pronunció Bachelet o Francisco, tampoco saldrá en documentos oficiales ni llegará a ocupar un titular destacado en la prensa extranjera.

Si en estos cinco años de enseñanzas de Francisco hay algo de verdad, si la renovación que lleva a cabo busca ser auténtica, entonces no hubo ni habrá actividad más importante que el encuentro de ayer con 400 reclusas en la cárcel de mujeres.

Y la lección esencial para un cristiano, y para cualquier persona con el corazón bien puesto, no hay que hallarla en la página del Vaticano, sino en las palabras de Janeth Zurita, una reclusa condenada a 15 años por narcotráfico.

Mientras el resto de los chilenos se acusan y excusan, Janeth pidió perdón con una sencillez que desarma. Cuando estamos enfrascados en mil discusiones supuestamente muy importantes, esas 400 mujeres mostraron con sus cantos, sus rostros y sus gestos que están dispuestas a "parir esperanza", como dijo el Papa con ese lenguaje singular que lo caracteriza.

Si alguien quiere saber qué es el cristianismo, si tiene dudas de fe o, por el contrario, está orgulloso de ser "muy católico", me permito sugerirle que dedique una hora de su vida a ver con toda calma, sin saltarse un minuto, cada uno de los detalles de ese encuentro, desde que el Papa se baja del auto hasta que se vuelve a subir en él.

Allí, en ese pedazo de Santiago protegido por unas altas murallas, no estaba Francisco, ni Bergoglio, ni el Papa, ni el obispo de Roma. Durante unos minutos hubo un hombre de nuestro tiempo que fue poseído por otro; su espíritu se identificó con el del extraño rabí judío que gozaba juntándose con gente de turbio pasado; un singular maestro que causaba las iras de la gente correcta. Francisco siguió los pasos y las actitudes de un antiguo carpintero cuyo comportamiento resultaba incomprensible para quienes querían tener un templo y participar de una liturgia donde solo hubiese hombres y mujeres de elevada pureza.

Bastaba verle la cara a ese anciano de 81 años para darse cuenta de que, si de él dependiera, habría dejado que pasaran las horas. Sospecho que Francisco siente que Janeth y esas 400 mujeres son las únicas que hasta ahora lo están entendiendo. El Papa querría simplemente oír a cada una de esas 400 mujeres, y bendecir a cada uno de sus hijos, esos niños que, según la ley, al cumplir dos años de edad serán arrebatados de sus madres y entregados a algún pariente o al Sename.

Y si a nosotros no se nos cae la cara de vergüenza, si no nos preguntamos quién está realmente libre y quién es el preso, es porque estamos aquejados de una frivolidad que ni siquiera el ejemplo de esas mujeres es capaz de curar.

El acto de la cárcel nos permitió también ver a Michelle Bachelet, la de verdad: en segundo plano, profundamente conmovida. Es la Michelle que todos queremos, también sus adversarios. Ya tendrán los legisladores, a partir de marzo, una tarea importante, si se toman en serio el discurso de Janeth. Pero si la Presidenta quiere dejar un legado indiscutido, bien podría seguir los dictados de su corazón y aprovechar estos días para otorgar un puñado de indultos a algunas de esas mujeres. No será un regalo para el Papa, será para Chile.


Joaquín García-Huidobro, Instituto de Filosofía Universidad de los Andes


 Fuente: El Mercurio

Yo también Ariel estoy gozoso de estar con ustedes. Gracias por tus palabras de bienvenida en nombre de todos los presentes. Ciertamente estoy agradecido de compartir este tiempo con ustedes que según leí ahí: “se bajaron del sofá y se pusieron los zapatos”. ¡Gracias! Considero para mí importante encontrarnos, y caminar juntos un rato, ¡que nos ayudemos a mirar para adelante! Y creo que también para ustedes es importante. Gracias.

Y me alegra que este encuentro se realice aquí en Maipú. En esta tierra donde con un abrazo de fraternidad se fundó la historia de Chile; en este Santuario que se levanta en el cruce de los caminos del Norte y del Sur, que une la nieve y el océano, y hace que el cielo y la tierra tengan un hogar. Hogar para Chile, hogar para ustedes queridos jóvenes, donde la Virgen del Carmen los espera y los recibe con el corazón abierto. Y así como acompañó el nacimiento de esta Nación y acompañó a tantos chilenos a lo largo de estos doscientos años, quiere seguir acompañando los sueños que Dios pone en vuestro corazón: sueños de libertad, sueños de alegría, sueños de un futuro mejor. Esas ganas, como decías vos Ariel, de «ser protagonistas del cambio». Ser protagonistas. La Virgen del Carmen los acompaña para que sean los protagonistas del Chile que sus corazones sueñan. Y yo sé que el corazón de los jóvenes chilenos sueña, y sueña a lo grande, no solo cuando están un poco curaditos, no, siempre sueñan a lo grande, porque de estas tierras han nacido experiencias que se fueron expandiendo y multiplicando a lo largo de diversos países de nuestro continente. ¿Y quiénes las impulsaron? Jóvenes como ustedes que se animaron a vivir la aventura de la fe. Porque la fe provoca en los jóvenes sentimientos de aventura que invita a transitar por paisajes increíbles, paisajes nada fáciles, nada tranquilos… pero a ustedes les gustan las aventuras y los desafíos, excepto los que no se llegaron a bajar del sofá. ¡Bájenlos rápido!, así podemos seguir, ustedes que son especialistas, y les ponen los zapatos. Es más, se aburren cuando no tienen desafíos que los estimulen. Esto se ve, por ejemplo, cada vez que sucede una catástrofe natural: tienen una capacidad enorme para movilizarse, que habla de la generosidad de los corazones. Gracias.

Y quise empezar por esta referencia a la Patria porque el camino hacia adelante, los sueños que tienen que ser concretados, el mirar siempre hacia el horizonte, se tienen que hacer con los pies en la tierra y se empieza con los pies en la tierra de la Patria, y si ustedes no aman a su Patria, yo no les creo que lleguen a amar a Jesús y que lleguen a amar a Dios. El amor a la Patria es un amor a la madre, la llamamos Madre Patria porque aquí nacimos, pero ella misma como toda madre nos enseña a caminar y se nos entrega para que la hagamos sobrevivir a otras generaciones. Por eso quise empezar con esta referencia de la Madre, de la Madre Patria. Si no son patriotas –no patrioteros–, patriotas, no van a hacer nada en la vida. Quieran a su tierra, chicas y chicos, quieran a su Chile, den lo mejor de ustedes por su Chile.

En mi trabajo como obispo, pude descubrir que hay muchas, pero muchas, buenas ideas en los corazones y en las mentes de los jóvenes. Y eso es verdad, ustedes son inquietos, buscadores, idealistas. ¿Saben quién tienen problemas?. El problema lo tenemos los grandes que cuando escuchamos estos ideales, estas inquietudes de los jóvenes, con cara de sabiondos decimos: “Piensa así porque es joven, ya va a madurar, o peor, ya se va a corromper”. Y eso es verdad, detrás del “ya va a madurar” contra las ilusiones y los sueños se esconde el tácito “ya se va a corromper”. ¡Cuidado con eso! Madurar es crecer y hacer crecer los sueños y hacer crecer las ilusiones, no bajar la guardia y dejarse comprar por dos “chirolas”, eso no es madurar. Así que cuando los grandes pensamos eso, no le hagan caso.

Pareciera que en esta (frase, n.d.r.) “ya va a madurar” de nosotros los grandes, donde parece que les tiráramos una frazada mojada encima para hacerlos callar, se escondiera que madurar es aceptar la injusticia, es creer que nada podemos hacer, que todo siempre fue así: “¿Para qué vamos a cambiar, si siempre fue así, si siempre se hizo así?”. Eso es corrupción. Madurar, la verdadera madurez es llevar adelante los sueños, las ilusiones de ustedes, juntos, confrontándose mutuamente, discutiendo entre ustedes, pero siempre mirando para adelante, no bajando la guardia, no vendiendo esas ilusiones y esas cosas. ¿Está claro? (Responden: ¡Sí!)

Teniendo en cuenta toda esta realidad de los jóvenes es porque se va a realizar lo que…. (se interrumpe porque uno de los presentes se siente mal) esperemos un minutito que saquen a esta hermana nuestra que se descompuso y la acompañamos con una pequeña oración para que se reponga enseguida. Es por esta realidad de ustedes los jóvenes, les quería hacer el anuncio de que he convocado el Sínodo de la fe, del discernimiento en ustedes. Y además el encuentro de jóvenes, porque el Sínodo lo hacemos los obispos, pensamos sobre los jóvenes, pero ya saben, le tengo miedo a los filtros porque a veces las opiniones de los jóvenes para viajar a Roma tienen que hacer varias conexiones y esas propuestas pueden llegar muy filtradas, no por las compañías aéreas sino por los que las transcriben, por eso antes quiero escuchar a los jóvenes y por eso se hace ese Encuentro de jóvenes, encuentro donde ustedes van a ser los protagonistas, jóvenes de todo el mundo, jóvenes católicos y jóvenes no católicos, jóvenes cristianos y de otras religiones, y jóvenes que no saben si creen o no creen, todos, para escucharlos, para escucharnos directamente, porque es importante que ustedes hablen, que no se dejen callar. A nosotros nos toca el ayudarlos a que sean coherentes con lo que dicen, eso es el trabajo que los vamos a ayudar, pero si ustedes no hablan, ¿cómo los vamos a ayudar? Y que hablen con valentía, y que digan lo que sienten. Entonces lo van a poder hacer en esa semana de encuentro previa al Domingo de Ramos, que vendrán delegaciones de jóvenes de todo el mundo, que nos ayudemos a que la Iglesia tenga un rostro joven. Una vez uno, hace poco, me decía: “Yo no sé si hablar de la Santa Madre Iglesia –hablaba de un lugar especial– o de la Santa Abuela Iglesia”. No, no, la Iglesia tiene que tener rostro joven, y eso ustedes tienen que dárnoslo. Pero, claro, un rostro joven es real, lleno de vida, no precisamente joven por maquillarse con cremas rejuvenecedoras. No, eso no sirve, sino joven porque desde su corazón se deja interpelar, y eso es lo que nosotros, la Santa Madre Iglesia hoy necesita de ustedes: que nos interpelen. Después prepárense para la respuesta, pero necesitamos que nos interpelen, la Iglesia necesita que ustedes saquen el carnet de mayores de edad, espiritualmente mayores y tengan el coraje de decirnos: “Esto me gusta, este camino me parece que es el que hay que hacer, esto no va, esto no es un puente es una muralla, etcétera”. Que nos digan lo que sienten, lo que piensan y eso lo elaboren entre ustedes en los grupos de ese encuentro y después eso irá al Sínodo, donde ciertamente habrá una representación de ustedes, pero el Sínodo lo harán los obispos con la representación de ustedes que recogerá a todos. Así que prepárense para ese encuentro y, para los que vayan a ese encuentro, darles sus ideas, sus inquietudes, lo que vayan sintiendo en el corazón. ¡Cuánto necesita de ustedes la Iglesia, y la Iglesia chilena, que nos «muevan el piso», nos ayuden a estar más cerca de Jesús! Eso es lo que les pedimos, que nos muevan el piso si estamos instalados y nos ayuden a estar más cerca de Jesús. Las preguntas de ustedes, el querer saber de ustedes, querer ser generosos son exigencias para que estemos más cerca de Jesús. Y todos estamos invitados una y otra vez a estar cerca de Jesús. Si una actividad, si un plan pastoral, si este encuentro no nos ayuda a estar más cerca de Jesús, perdimos el tiempo, perdimos una tarde, horas de preparación: que nos ayuden a estar más cerca de Jesús. Y eso se lo pedimos a quien nos puede llevar de la mano, miramos a la Madre; cada uno en su corazón le diga con las palabras, a ella que es la primera discípula, que nos ayude a estar más cerca de Jesús, desde el corazón, cada uno.

Y déjenme contarles una anécdota. Charlando un día con un joven le pregunté qué es lo que lo ponía de mal humor. “¿A vos qué te pone de mal humor?” –porque el contexto se daba para hacer esa pregunta. Y él me dijo: «cuando al celular se le acaba la batería o cuando pierdo la señal de internet». Le pregunté: «¿Por qué?». Me responde: «Padre, es simple, me pierdo todo lo que está pasando, me quedo fuera del mundo, como colgado. En esos momentos, salgo corriendo a buscar un cargador o una red de wifi y la contraseña para volverme a conectar». Esa respuesta me enseñó, me hizo pensar que con la fe nos puede pasar lo mismo. Todos estamos entusiastas, la fe se renueva –que un retiro, que una predicación, que un encuentro, que la visita del Papa–, la fe crece pero después de un tiempo de camino o del «embale» inicial, hay momentos en los que sin darnos cuenta comienza a bajar «nuestro ancho de banda», despacito, y aquel entusiasmo, aquel querer estar conectados con Jesús se empieza a perder, y empezamos a quedarnos sin conexión, sin batería, y entonces nos gana el mal humor, nos volvemos descreídos, tristes, sin fuerza, y todo lo empezamos a ver mal. Al quedarnos sin esta «conexión» que es la que le da vida a nuestros sueños, el corazón empieza a perder fuerza, a quedarse también sin batería y como dice esa canción: «El ruido ambiente y soledad de la ciudad nos aíslan de todo. El mundo que gira al revés pretende sumergirme en él ahogando mis ideas»[1]. ¿Les pasó esto alguna vez? No, no, cada cual se contesta adentro, no quiero hacer pasar vergüenza a los que no les pasó. A mí me pasó.

Sin conexión, sin la conexión con Jesús, sin esta conexión terminamos ahogando nuestras ideas, ahogando nuestros sueños, ahogando nuestra fe y, claro, nos llenamos de mal humor. De protagonistas —que lo somos y lo queremos ser— podemos llegar a sentir que vale lo mismo hacer algo que no hacerlo: “¿Para qué te vas a gastar? Mirá –el joven pesimista–: Pasála bien, dejá, todas estas cosas sabemos cómo terminan, el mundo no cambia, tomálo con soda y andá para adelante”. Y quedamos desconectados de la realidad y de lo que está pasando en «el mundo». Y quedamos, sentimos que quedamos, «fuera del mundo», en “mi mundito” donde estoy tranquilo, en mi sofá, ahí. Me preocupa cuando, al perder «señal», muchos sienten que no tienen nada que aportar y quedan como perdidos: “Pará, vos tenés algo que dar” – “No mirá esto es un desastre, yo trato de estudiar, tener un título, casarme, pero basta, no quiero líos, termina todo mal”. Eso es cuando se pierde la conexión. Nunca pienses que no tienes nada que aportar o que no le haces falta a nadie: “Le haces falta a mucha gente y esto pensálo”. Cada uno de ustedes piénselo en su corazón: “Yo le hago falta a mucha gente”. Ese pensamiento, como le gustaba decir a Hurtado, «es el consejo del diablo» –“no le hago falta a nadie”–, que quiere hacerte sentir que no vales nada… pero para dejar las cosas como están, por eso te hace sentir que no vales nada, para que nada cambie, porque el único que puede hacer un cambio en la sociedad es el joven, uno de ustedes. Nosotros ya estamos del otro lado. (Otro joven de los presentes se desmaya) Y gracias, entre paréntesis, porque estos desmayos son un signo de lo que están sintiendo muchos de ustedes. ¿Desde qué hora están acá, me lo dicen? (Los jóvenes responden) ¡Gracias! Todos, decía, somos importantes y todos tenemos algo que aportar. Con un “cachitito” de silencio se pregunta cada uno –en serio, mírense en su corazón–: “¿Qué tengo yo para aportar en la vida?”. Y cuántos de ustedes sienten las ganas de decir: “No sé”. ¿No sabés lo que tenés para aportar? Lo tenés adentro y no lo conocés. Apuráte a encontrarlo para aportar. El mundo te necesita, la patria te necesita, la sociedad te necesita, vos tenés algo que aportar, no pierdas la conexión.

Los jóvenes del Evangelio que escuchamos hoy querían esa «señal», buscaban esa señal que los ayudara a mantener vivo el fuego en sus corazones. Esos jóvenes, que estaban ahí con Juan Bautista, querían saber cómo cargar la batería del corazón. Andrés y el otro discípulo —que no dice el nombre, y podemos pensar que ese otro discípulo puede ser cada uno de nosotros— buscaban la contraseña para conectarse con Aquel que es «Camino, Verdad y Vida» (Jn 14,6). A ellos los guió Juan el Bautista. Y creo que ustedes tienen un gran santo que les puede hacer de guía, un santo que iba cantando con su vida: «contento, Señor, contento». Hurtado tenía una regla de oro, una regla para encender su corazón con ese fuego capaz de mantener viva la alegría. Porque Jesús es ese fuego al cual quien se acerca queda encendido.

Y la contraseña de Hurtado para reconectar, para mantener la señal es muy simple —seguro que ninguno de ustedes trajo un teléfono, ¿no? Me gustaría que la anotaran en el teléfono, a ver si se animan, yo se las dicto–. Hurtado se pregunta –esta es la contraseña–: «¿Qué haría Cristo en mi lugar?». Los que pueden anótenlo: «¿Qué haría Cristo en mi lugar?». «¿Qué haría Cristo en mi lugar, en la escuela, en la universidad, en la calle, en la casa, entre amigos, en el trabajo; frente al que le hacen bullying: «¿Qué haría Cristo en mi lugar?». Cuando salen a bailar, cuando están haciendo deportes o van al estadio: «¿Qué haría Cristo en mi lugar?». Esa es la contraseña, esa es la batería para encender nuestro corazón y encender la fe y encender la chispa en los ojos que no se les vaya. Eso es ser protagonistas de la historia. Ojos chispeantes porque descubrimos que Jesús es fuente de vida y de alegría. Protagonistas de la historia, porque queremos contagiar esa chispa en tantos corazones apagados, opacos que se olvidaron de lo que es esperar; en tantos que son «fomes» y esperan que alguien los invite y los desafíe con algo que valga la pena. Ser protagonistas es hacer lo que hizo Jesús. Allí donde estés, con quien te encuentres y a la hora en que te encuentres: «¿Qué haría Jesús en mi lugar?». ¿Cargaron la contraseña? (Los jóvenes responde: “Sí”). Y la única manera de no olvidarse de la contraseña es usarla, sino no va a pasar lo que… –claro esto es de mi época, no de la de ustedes, pero por ahí saben algo–, lo que les pasó a los tres chiflados en aquel film que arman un asalto, un robo, una caja fuerte, todo pensado, todo, y cuando llegan se olvidaron de la contraseña, se olvidaron de la clave. Si no usan la contraseña se la van a olvidar. ¡Cárguenla en el corazón! ¿Cómo era la contraseña? (R: «¿Qué haría Cristo en mi lugar?») Esa es la contraseña. ¡Repítanla, pero úsenla, úsenla! –¿Qué haría Cristo en mi lugar?–. Y hay que usarla todos los días. Llegará el momento que se la van a saber de memoria y llegará el día en que, sin darse cuenta, y llegará el día en que, sin darse cuenta, el corazón de cada uno de ustedes latirá como el corazón de Jesús.

No basta con escuchar alguna enseñanza religiosa o aprender una doctrina; lo que queremos es vivir como Jesús vivió: ¿Qué haría Cristo en mi lugar? Traducir Jesús a mí vida. Por eso los jóvenes del Evangelio le preguntan: «Señor, ¿dónde vives?»[2]; –lo escuchamos recién– ¿cómo vives? ¿Yo le pregunto a Jesús? Queremos vivir como Jesús, Él sí que hace vibrar el corazón.

Hace vibrar el corazón y te pone en el camino del riesgo. Arriesgarse, correr riesgos. Queridos amigos, sean valientes, salgan «al tiro» al encuentro de sus amigos, de aquellos que no conocen o que están en un momento de dificultad.

Y vayan con la única promesa que tenemos: en medio del desierto, del camino, de la aventura, siempre habrá «conexión», existirá un «cargador». No estaremos solos. Siempre gozaremos de la compañía de Jesús y de su Madre y de una comunidad. Ciertamente una comunidad que no es perfecta, pero eso no significa que no tenga mucho para amar y para dar a los demás. ¿Cómo era la contraseña? (R: «¿Qué haría Cristo en mi lugar?) Está bien, todavía la conservan.

Queridos amigos, queridos jóvenes: «Sean ustedes, –se lo pido por favor–, sean ustedes los jóvenes samaritanos que nunca abandonan a nadie tirado en el camino. En el corazón, otra pregunta: “¿Alguna vez abandoné a alguien tirado en el camino? ¿Un pariente, un amigo, amiga…?”. Sean samaritanos, nunca abandonen al hombre tirado en el camino. Sean ustedes los jóvenes cirineos que ayudan a Cristo a llevar su cruz y se comprometen con el sufrimiento de sus hermanos. Sean como Zaqueo, que transformó su enanismo espiritual en grandeza y dejó que Jesús transformara su corazón materialista en un corazón solidario. Sean como la joven Magdalena, apasionada buscadora del amor, que sólo en Jesús encuentra las respuestas que necesita. Tengan el corazón de Pedro, para abandonar las redes junto al lago. Tengan el cariño de Juan, para reposar en Jesús todos sus afectos. Tengan la disponibilidad de nuestra Madre, la primera discípula, para cantar con gozo y hacer su voluntad»[3].

Queridos amigos, me gustaría quedarme más tiempo. Los que tienen teléfono agárrenlo en la mano, es un signo para no olvidarse de la contraseña. ¿Cuál era la contraseña? (R: «¿Qué haría Cristo en mi lugar?) Así reconectan y no se quedan fuera de banda. Me gustaría quedarme más tiempo. Gracias por el encuentro, gracias por la alegría de ustedes. Gracias, muchas gracias y les pido por favor que no se olviden de rezar por mí.


[1] La Ley, Aquí.

[2] Jn 1,38.

[3] Card. Raúl Silva Henríquez, Mensaje a los jóvenes (7 octubre 1979).


 Fuente: Vaticano

 

«Mari, Mari» (Buenos días)

«Küme tünngün ta niemün» (La paz esté con ustedes) (Lc 24,36).

Doy gracias a Dios por permitirme visitar esta linda parte de nuestro continente, la Araucanía: Tierra bendecida por el Creador con la fertilidad de inmensos campos verdes, con bosques cuajados de imponentes araucarias —el quinto elogio realizado por Gabriela Mistral a esta tierra chilena—[1],sus majestuosos volcanes nevados, sus lagos y ríos llenos de vida. Este paisaje nos eleva a Dios y es fácil ver su mano en cada criatura. Multitud de generaciones de hombres y mujeres han amado y aman este suelo con celosa gratitud. Y quiero detenerme y saludar de manera especial a los miembros del pueblo Mapuche, así como también a los demás pueblos originarios que viven en estas tierras australes: rapanui (Isla de Pascua), aymara, quechua y atacameños, y tantos otros.

Esta tierra, si la miramos con ojos de turistas, nos dejará extasiados, pero luego seguiremos nuestro rumbo sin más; y acordándonos de los lindos paisajes, pero si nos acercamos a su suelo lo escucharemos cantar: «Arauco tiene una pena que no la puedo callar, son injusticias de siglos que todos ven aplicar»[2].

En este contexto de acción de gracias por esta tierra y por su gente, pero también de pena y dolor, celebramos la Eucaristía. Y lo hacemos en este aeródromo de Maquehue, en el cual tuvieron lugar graves violaciones de derechos humanos. Esta celebración la ofrecemos por todos los que sufrieron y murieron, y por los que cada día llevan sobre sus espaldas el peso de tantas injusticias. Y recordando estas cosas unos quedamos un instante en silencio ante tanto dolor y tanta injusticia. La entrega de Jesús en la cruz carga con todo el pecado y el dolor de nuestros pueblos, un dolor para ser redimido.

En el Evangelio que hemos escuchado, Jesús ruega al Padre para que «todos sean uno» (Jn 17,21). En una hora crucial de su vida se detiene a pedir por la unidad. Su corazón sabe que una de las peores amenazas que golpea y golpeará a los suyos y a la humanidad toda será la división y el enfrentamiento, el avasallamiento de unos sobre otros. ¡Cuántas lágrimas derramadas! Hoy nos queremos agarrar a esta oración de Jesús, queremos entrar con Él en este huerto de dolor, también con nuestros dolores, para pedirle al Padre con Jesús: que también nosotros seamos uno; no permitas que nos gane el enfrentamiento ni la división.

Esta unidad clamada por Jesús, es un don que hay que pedir con insistencia por el bien de nuestra tierra y de sus hijos. Y es necesario estar atentos a posibles tentaciones que pueden aparecer y «contaminar desde la raíz» este don que Dios nos quiere regalar y con el que nos invita a ser auténticos protagonistas de la historia. ¿Cuáles son esas tentaciones?

1. Los falsos sinónimos

Una de las principales tentaciones a enfrentar es confundir unidad con uniformidad. Jesús no le pide a su Padre que todos sean iguales, idénticos; ya que la unidad no nace ni nacerá de neutralizar o silenciar las diferencias. La unidad no es un simulacro ni de integración forzada ni de marginación armonizadora. La riqueza de una tierra nace precisamente de que cada parte se anime a compartir su sabiduría con los demás. No es ni será una uniformidad asfixiante que nace normalmente del predominio y la fuerza del más fuerte, ni tampoco una separación que no reconozca la bondad de los demás. La unidad pedida y ofrecida por Jesús reconoce lo que cada pueblo, cada cultura está invitada a aportar en esta bendita tierra. La unidad es una diversidad reconciliada porque no tolera que en su nombre se legitimen las injusticias personales o comunitarias. Necesitamos de la riqueza que cada pueblo tenga para aportar, y dejar de lado la lógica de creer que existen culturas superiores o culturas inferiores. Un bello «chamal» requiere de tejedores que sepan el arte de armonizar los diferentes materiales y colores; que sepan darle tiempo a cada cosa y a cada etapa. Se podrá imitar industrialmente, pero todos reconoceremos que es una prenda sintéticamente compactada. El arte de la unidad necesita y reclama auténticos artesanos que sepan armonizar las diferencias en los «talleres» de los poblados, de los caminos, de las plazas y paisajes. No es un arte de escritorio la unidad, ni tan solo de documentos, es un arte de la escucha y del reconocimiento. En eso radica su belleza y también su resistencia al paso del tiempo y de las inclemencias que tendrá que enfrentar.

La unidad que nuestros pueblos necesitan reclama que nos escuchemos, pero principalmente que nos reconozcamos, que no significa tan sólo «recibir información sobre los demás… sino recoger lo que el Espíritu ha sembrado en ellos como un don también para nosotros»[3]. Esto nos introduce en el camino de la solidaridad como forma de tejer la unidad, como forma de construir la historia; esa solidaridad que nos lleva a decir: nos necesitamos desde nuestras diferencias para que esta tierra siga siendo bella. Es la única arma que tenemos contra la «deforestación» de la esperanza. Por eso pedimos: Señor, haznos artesanos de unidad.

Otra tentación puede venir de la consideración de cuáles son las armas de la unidad.

2. Las armas de la unidad

La unidad, si quiere construirse desde el reconocimiento y la solidaridad, no puede aceptar cualquier medio para lograr este fin. Existen dos formas de violencia que más que impulsar los procesos de unidad y reconciliación terminan amenazándolos. En primer lugar, debemos estar atentos a la elaboración de «bellos» acuerdos que nunca llegan a concretarse. Bonitas palabras, planes acabados, sí —y necesarios—, pero que al no volverse concretos terminan «borrando con el codo, lo escrito con la mano». Esto también es violencia, ¿y por qué? porque frustra la esperanza.

En segundo lugar, es imprescindible defender que una cultura del reconocimiento mutuo no puede construirse en base a la violencia y destrucción que termina cobrándose vidas humanas. No se puede pedir reconocimiento aniquilando al otro, porque esto lo único que despierta es mayor violencia y división. La violencia llama a la violencia, la destrucción aumenta la fractura y separación. La violencia termina volviendo mentirosa la causa más justa. Por eso decimos «no a la violencia que destruye», en ninguna de sus dos formas.

Estas actitudes son como lava de volcán que todo arrasa, todo quema, dejando a su paso sólo esterilidad y desolación. Busquemos, en cambio, y no nos cansemos de buscar el diálogo para la unidad. Por eso decimos con fuerza: Señor, haznos artesanos de unidad.

Todos nosotros que, en cierta medida, somos pueblo de la tierra (Gn 2,7) estamos llamados al Buen vivir (Küme Mongen) como nos los recuerda la sabiduría ancestral del pueblo Mapuche. ¡Cuánto camino a recorrer, cuánto camino para aprender! Küme Mongen, un anhelo hondo que brota no sólo de nuestros corazones, sino que resuena como un grito, como un canto en toda la creación. Por eso hermanos, por los hijos de esta tierra, por los hijos de sus hijos digamos con Jesús al Padre: que también nosotros seamos uno; Señor, haznos artesanos de unidad.


[1] Gabriela Mistral, Elogios de la tierra de Chile.

[2] Violeta Parra, Arauco tiene una pena.

[3] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 246.


 Fuente: Vaticano

 

Queridos hermanos:

Agradezco las palabras que el Presidente de la Conferencia Episcopal me dirigió en nombre de todos ustedes.

En primer lugar, quiero saludar a Mons. Bernardino Piñera Carvallo, que este año cumplirá 60 años de obispo (es el obispo más anciano del mundo, tanto en edad como en años de episcopado), y que ha vivido cuatro sesiones del Concilio Vaticano II. Hermosa memoria viviente.

Dentro de poco se cumplirá un año de la visita ad limina, ahora me toca a mí venir a visitarlos y me alegra que este encuentro sea después de haber estado con el «mundo consagrado». Ya que una de nuestras principales tareas consiste precisamente en estar cerca de nuestros consagrados, de nuestros presbíteros. Si el pastor anda disperso, las ovejas también se dispersarán y quedarán al alcance de cualquier lobo. Hermanos, ¡la paternidad del obispo con sus sacerdotes, con su presbiterio! Una paternidad que no es ni paternalismo ni abuso de autoridad. Es un don a pedir. Estén cerca de sus curas al estilo de san José. Una paternidad que ayuda a crecer y a desarrollar los carismas que el Espíritu ha querido derramar en sus respectivos presbiterios.

Sé que habíamos quedado en que iba a ser poco tiempo porque ya con lo que hablamos en las dos sesiones largas de la visita ad limina habíamos tocado muchos temas. Por eso en este «saludo», me gustaría retomar algún punto del encuentro que tuvimos en Roma y lo podría resumir en la siguiente frase: la conciencia de ser pueblo, ser Pueblo de Dios.

Uno de los problemas que enfrentan nuestras sociedades hoy en día es el sentimiento de orfandad, es decir, que no pertenecen a nadie. Este sentir «postmoderno» se puede colar en nosotros y en nuestro clero; entonces empezamos a creer que no pertenecemos a nadie, nos olvidamos de que somos parte del santo Pueblo fiel de Dios y que la Iglesia no es ni será nunca de una élite de consagrados, sacerdotes u obispos. No podemos sostener nuestra vida, nuestra vocación o ministerio sin esta conciencia de ser Pueblo. Olvidarnos de esto —como expresé a la Comisión para América Latina— «acarrea varios riesgos y/o deformaciones en nuestra propia vivencia personal y comunitaria del ministerio que la Iglesia nos ha confiado»[1]. La falta de conciencia de pertenecer al Pueblo fiel de Dios como servidores, y no como dueños, nos puede llevar a una de las tentaciones que más daño le hacen al dinamismo misionero que estamos llamados a impulsar: el clericalismo, que resulta una caricatura de la vocación recibida.

La falta de conciencia de que la misión es de toda la Iglesia y no del cura o del obispo limita el horizonte, y lo que es peor, coarta todas las iniciativas que el Espíritu puede estar impulsando en medio nuestro. Digámoslo claro, los laicos no son nuestros peones, ni nuestros empleados. No tienen que repetir como «loros» lo que le decimos. «El clericalismo, lejos de impulsar los distintos aportes y propuestas, poco a poco va apagando el fuego profético que la Iglesia toda está llamada a testimoniar en el corazón de sus pueblos. El clericalismo se olvida de que la visibilidad y la sacramentalidad de la Iglesia pertenece a todo el Pueblo fiel de Dios (cf. Lumen gentium, 9-14) y no sólo a unos pocos elegidos e iluminados.[2].

Velemos, por favor, contra esta tentación, especialmente en los seminarios y en todo el proceso formativo. Yo les confieso, a mí me preocupa la formación de los seminaristas, sean Pastores, servicio del Pueblo de Dios, como tiene que ser un Pastor, con la doctrina, con la disciplina, con los sacramentos, con la cercanía, con las obras de caridad, pero que tengan esa conciencia de Pueblo. Los seminarios deben poner el énfasis en que los futuros sacerdotes sean capaces de servir al santo Pueblo fiel de Dios, reconociendo la diversidad de culturas y renunciando a la tentación de cualquier forma de clericalismo. El sacerdote es ministro de Jesucristo: protagonista que se hace presente en todo el Pueblo de Dios. Los sacerdotes del mañana deben formarse mirando al mañana: su ministerio se desarrollará en un mundo secularizado y, por lo tanto, nos exige a nosotros pastores discernir cómo prepararlos para desarrollar su misión en este escenario concreto y no en nuestros «mundos o estados ideales». Una misión que se da en unidad fraternal con todo el Pueblo de Dios. Codo a codo, impulsando y estimulando al laicado en un clima de discernimiento y sinodalidad, dos características esenciales en el sacerdote del mañana. No al clericalismo y a mundos ideales que sólo entran en nuestros esquemas pero que no tocan la vida de nadie.

Y aquí, pedir al Espíritu Santo el don de soñar, por favor no dejen de soñar, soñar y trabajar por una opción misionera y profética que sea capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda la estructura eclesial se conviertan en un cauce adecuado para la evangelización de Chile más que para una autopreservación eclesiástica. No le tengamos miedo a despojarnos de lo que nos aparte del mandato misionero[3].

Hermanos, era esto lo que les quería decir como resumen un poco de lo principal que hablamos en las dos visitas ad limina encomendémonos a la protección de María, Madre de Chile. Recemos juntos por nuestros presbiterios, por nuestros consagrados; recemos por el santo Pueblo fiel de Dios del cual somos parte. Muchas gracias.


[1] Carta al Cardenal Marc Ouellet, Presidente de la Pontificia Comisión para América Latina (19 marzo 2016).

[2] Ibíd.

[3] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 27.


 Fuente: Vaticano

 

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