Quienes nos inscribimos en la corriente del llamado progresismo, asumimos con esperanza sus palabras como aporte a una construcción que resulta irrenunciable: hacer del siglo XXI un despertar de nuevas fraternidades, de nuevas convivencias, de respuestas compartidas ante los desafíos contemporáneos.

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 Hay tres condiciones determinantes en la personalidad del Papa Francisco por las cuales su voz suena, en los tiempos que corren, con tonos de fuerte y saludable novedad: es un hombre del sur del mundo, es jesuita y es hijo de inmigrantes. Enriquecido con esa mirada y con su experiencia pastoral, busca él interpretar la realidad de hoy, esta globalidad aún incapaz de encontrar el rumbo humanista por donde puede avanzar la historia. Quienes nos inscribimos en la corriente del llamado progresismo, asumimos con esperanza sus palabras como aporte a una construcción que resulta irrenunciable: hacer del siglo XXI un despertar de nuevas fraternidades, de nuevas convivencias, de respuestas compartidas ante los desafíos contemporáneos.

Constatamos que este es un tiempo donde la distancia se desvanece ante la creciente rapidez de los avances científicos y tecnológicos. Ya es cotidianidad poder comunicarse y hablar con amigos o personas cercanas al otro lado del mundo. Ya es lo habitual enviar mensajes, fotografías, videos para reforzar una emoción o una idea de un continente a otro. Y, sin embargo, es evidente que diversas razones van erosionando la vida de todos los días con vecinos y cercanos. Como lo ha subrayado Francisco, se confunde el estar “conectados” con el estar “comunicados”. Invocamos como valores superiores la libertad y la igualdad, y no reparamos en el aislamiento en que viven millones de seres humanos hoy, particularmente en las grandes megalópolis.

Hay una suerte de grieta separando culturas diversas, visiones distintas de desarrollo, creencias religiosas, estatus socio económicos. A veces pareciera que la universalidad, entendida como práctica de la pluralidad, se nos va por entre las manos, estando aparentemente tan cerca. Es allí, exacta-mente, donde la voz del Pontífice suena coherente con estos tiempos, porque la comprensión y las confianzas verdaderas son esenciales para trabajar frente a temas tan cruciales como el cambio climático, el devenir de la economía y las nuevas realidades productivas, o ante la urgencia por forjar nuevos diálogos entre ciudadanos e instituciones políticas.

Lo que le hemos visto hacer en torno al cambio climático es algo de indiscutible y particular trascendencia. En su encíclica Laudato si’, sobre el cuidado del planeta o “la casa común”, el Papa Francisco, junto a un llamado de alerta ante el cambio climático actual y sus desastrosas conse-cuencias, urge acciones concretas. La degradación social que ha sufrido el planeta en los últimos dos siglos no puede continuar sin provocar daños muy graves e irreversibles, ha explicado. Asimismo —y muy importante pues opera en el plano causal— el Papa ha señalado que ve esta crisis ecoló-gica enraizada en la crisis moral, cultural y espiritual de la modernidad, por lo cual llama a una “valiente revolución cultural” que deben impulsar juntos todos los pueblos. Lo expresó por escrito siete meses antes que en París surgiera el Acuerdo ante el Cambio Climático, donde dos líderes de culturas y tradiciones distintas —Obama y Xi— jugarían un papel clave para que la comunidad internacional asuma esa hoja de ruta con metas concretas. El espíritu de su encíclica Laudato si’ y su mirada omnicomprensiva estaba latente en el acuerdo de París.

Si se quiere, entre tanto, ir a más profundidad en lo dicho por el Papa Francisco en mayo de 2015, cuando firma la men-cionada encíclica, se constata que no estamos solo ante una descripción fenomenológica de un grave y concreto proble-ma de la humanidad contemporánea que hay que corregir, sino ante la ineludible necesidad de revisar la historia de los siglos recientes y ver cómo asumir los errores cometidos. En efecto, en el texto que el Papa entrega, critica con fuerza a los «poderes económicos» y llama a una real «conversión ecológica», a un «cambio radical en el comportamiento de la humanidad» —con un estilo de vida más sobrio, simple, soli-dario, menos acelerado y consumista—, así como a un cambio del sistema mundial, «insostenible desde diversos puntos de vista». En suma, hace un llamado a eliminar las causas estructurales de las disfunciones de la economía mundial y a corregir los modelos de crecimiento que parecen incapaces de garantizar el respeto hacia el medio ambiente y la vida en el planeta. Mas, en medio de esas afirmaciones, prestemos atención, coloca interrogantes que interpelan nuestro ser aún más hondamente:

“¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo? Esta pregunta no afecta sólo al ambiente de manera aislada, porque no se puede plantear la cuestión de modo fragmentario. Cuando nos interrogamos por el mundo que queremos dejar, entendemos sobre todo su orientación general, su sentido, sus valores. Si no está latiendo esta pregunta de fondo, no creo que nuestras preocupaciones ecológicas puedan lograr efectos importantes. Pero si esta pre-gunta se plantea con valentía, nos lleva inexorablemente a otros cuestionamientos muy directos: ¿Para qué pasamos por este mundo? ¿Para qué vinimos a esta vida? ¿Para qué trabajamos y luchamos? ¿Para qué nos necesita esta tierra? Por eso, ya no basta decir que debemos preocuparnos por las futuras generaciones. Se requiere advertir que lo que está en juego es nuestra propia dignidad. Somos nosotros los primeros interesados en dejar un planeta habitable para la humanidad que nos sucederá. Es un drama para nosotros mismos, porque esto pone en crisis el sentido del propio paso por esta tierra”. [Laudato si’, 160]

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No fragmentar la realidad

La idea de asumir la realidad sin fragmentarla es una ad-vertencia que se enlaza con otra decisión tomada también en ese 2015 por la comunidad internacional: la Agenda 2030 y los Objetivos del Desarrollo Sustentable (ODS). Fue en Naciones Unidas donde por unanimidad se adoptaron diecisiete áreas de trabajo, las cuales obligan a una interacción entre ellas, con políticas públicas capaces de articular sus diversas estrategias. Así, cuando a mediados de 2016 se hizo un primer análisis sobre los ODS y sus proyecciones en América Latina, lo que inmediatamente las organizaciones sociales, académicas, políticas y de representación empresaria reunidas en Bogotá destacaron, fue el valor del carácter holístico de la agenda y la interrelación entre los diferentes ODS, lo cual significaba que retrasarse en algunos objetivos podría tener efectos negativos sobre otros. En este sentido, los participantes en aquel foro remarcaron la urgencia de superar los enfoques rígidos en los cuales se encontraban entrampados los países de la región: la fragmentación no ayuda; la labor conjunta entre los diversos sectores hace crecer.

Es en ese mismo marco de anticipación y advertencia que cabe hacer la exégesis de lo dicho por el Papa Francisco en mayo de 2017, al visitar una siderurgia en Génova y hablar en un acto denominado Encuentro con el mundo del Trabajo. Tal vez lo más notable allí es cómo hace una profunda separación entre el concepto “empresario” y el concepto “especulador”. Esto último suena directo y cercano cuando se recuerda que toda la crisis gestada en 2008 en Estados Unidos —cuyos golpes duran hasta el presente en diversas economías del mundo— derivó de la codicia. (1) No es primera vez en la historia que el predominio de la economía financiera da la espalda a la economía real.

El tema, en concreto, no es de menor importancia en el pensamiento del Papa Francisco, pues, como se recordará, ya en la misma encíclica Laudato si’ lo había abordado como parte de lo que provocaba la destrucción del medio ambiente e incrementaba el calentamiento global:

“Los mercados, procurando un beneficio inmediato, estimulan todavía más la demanda. Si alguien observara desde afuera la sociedad planetaria, se asombraría ante semejante comportamiento que a veces parece suicida… Mientras tanto, los poderes económicos continúan justificando el actual sistema mundial, donde priman una especulación y una búsqueda de la renta financiera que tienden a ignorar todo contexto y los efectos sobre la dignidad humana y el medio ambiente. Así se manifiesta que la degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente unidas.” [Laudato si’, 55,56]

Empresario y especulador no son lo mismo

En sus reflexiones en Génova, dos años después de aquella encíclica, repasa esas mismas preocupaciones:

“Una enfermedad de la economía es la progresiva transformación de los empresarios en especuladores. Al empresario no se le debe confundir de ninguna manera con el especulador: son dos tipos diversos… el especulador es una figura semejante a la que Jesús en el Evangelio llama ‘mercenario’, para contraponerlo al Buen Pastor. El especulador no ama a su empresa, no ama a los trabajadores, sino que ve a la empresa y los trabajadores sólo como medios para obtener provecho. Usa, usa a la empresa y a los trabajadores para sacar provecho. Despedir, cerrar, mover la empresa no le crea problema alguno, porque el especulador usa, instrumentaliza, ‘come’ personas y medios en favor de sus objetivos de provecho”.

Yendo a continuación al aspecto social y económico que se deriva, como consecuencia, de ese comportamiento que juzga contrario al pensamiento cristiano, y rescatando asimismo la figura del genuino empresario, argumenta así:

“Con el especulador, la economía pierde rostro y pierde los rostros… Cuando la economía pierde contacto con los rostros de las personas concretas, ella misma se convierte en una economía sin rostro y, por lo tanto, una economía despiadada. Hay que tener miedo a los especuladores, no a los empresarios; no, no hay que temer a los empresarios porque hay muchos muy buenos. Hay que temer a los espe-culadores. Pero paradójicamente, a veces el sistema político parece alentar a quien especula sobre el trabajo y no a quien invierte y cree en el trabajo. ¿Por qué? Porque crea burocracia y controles partiendo de la hipótesis de que los agentes de la economía son especuladores, y de este modo quien no lo es se ve en desventaja y quien lo es, logra encontrar los medios para eludir los controles y lograr sus objetivos”.

Si estas visiones las unimos con sus planteamientos sobre la dignidad del trabajo y sus consecuencias para la vida de hombres y mujeres, más todo lo dicho sobre la globalización y lo que llama el poder de la tecnociencia convirtiéndose en paradigma condicionador de la vida y funcionamiento de la sociedad, surge una pregunta instalada en una aspiración: ¿no habrá llegado la hora de que el Papa Francisco nos en-tregue una Rerum novarum para el siglo XXI?

La Rerum novarum (latín: «De las cosas nuevas») fue promulgada por León XIII en mayo de 1891. Fue una carta abierta dirigida a los obispos y maestros de todo el mundo, que versaba sobre las condiciones de las clases trabajadoras.

En ella, el Papa dejaba patente su apoyo al derecho laboral de «formar uniones o sindicatos», así como también reafir-maba su apoyo al derecho de la propiedad privada. Era un texto propio de su tiempo, en confrontación con las tesis del socialismo y el anarquismo, que a su vez analizaba las relaciones entre el gobierno, las empresas, los trabajadores y la Iglesia, proponiendo una organización socioeconómica que llamaba a una distribución más justa en los beneficios del trabajo. Fue discutida y lo es hoy día, pero sobre todo fue una propuesta que recogió muchos asuntos planteados por la revolución industrial, por el creciente problema obrero y las sociedades democráticas modernas.

El gran desafío del siglo 21

En el mundo de hoy, en nuestras sociedades, se están viviendo profundas pero nuevas y distintas fracturas —a las que nos referimos antes— y las respuestas a las situaciones no menos dramáticas que se producen deambulan en la oscuridad. Muchos hablan de tiempos de incertidumbre, en donde el principal patrimonio erosionado es la confianza de los ciudadanos. ¿Por qué se ha producido esto? En buena medida porque las sociedades han visto diluirse un conjunto de valores esenciales, capaces de dar sustento y cohesión a lo que nos reúne en común. Valores que antaño eran nítidos y sólidos, hoy parecen difuminados, a pesar, incluso, de los beneficios que las democracias entregan.

¿Existen verdaderas razones que avalen esta creciente y generalizada desconfianza que observamos y esta fractura que tan comúnmente se manifiesta entre dirigentes y dirigidos? La percepción muchas veces dominante es que aquellos que están en niveles de dirección no escuchan o viven en un mundo propio. Por otra parte, se da el hecho que —particularmente en las clases medias del mundo desarrollado— domina la sensación de que sus hijos tendrán un destino más difícil que el que ellos han alcanzado. La idea de que cada generación implicaba un progreso respecto de las anteriores —el llamado “sueño americano”— empieza a ser una ilusión. Mientras, en el mundo en vías de desarrollo —en América Latina, África o partes de Asia— precisamente como resultado de sus éxitos en el combate a la pobreza, esas clases medias emergentes sienten hoy que sus expectativas futuras están lejos de ser satisfechas. Hay así una insatisfacción que, por motivos relativamente parecidos, recorre tanto el mundo desarrollado como el emergente, lo que se puede constatar en las sociedades del hemisferio occidental en forma generalizada. En suma, el optimismo se ha esfumado.

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Bajo tales condiciones, cada vez más visibles, se fortalece al interior de nuestras sociedades la idea de que el crecimiento, consecuencia de la globalización, permite a los países tener buenos resultados, pero la forma en que se distribuyen sus frutos es inadecuada y se concentra en una minoría.

Se hace necesario buscar los mecanismos para corregir esas desigualdades que se dan al interior de nuestras sociedades. En ello la mirada del actual Pontífice de la Iglesia Católica contribuye aquí, de manera importante, desde el sentido de su misión. La pertinencia de su palabra no va tanto por el camino del qué hacer, sino en cuanto a poner el acento en la necesidad de buscar los mecanismos para, en un común y consciente acuerdo, practicar mejor el concepto de solidaridad al interior de nuestros países.

Esto mismo lo había ya intuido Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate (2009):

“El gran desafío que tenemos, planteado por las dificultades del desarrollo en este tiempo de globalización y agravado por la crisis económico-financiera actual, es mostrar, tanto en el orden de ideas como de los comportamientos, que no sólo no se pueden olvidar o debilitar los principios tradicionales de la ética social, como la transparencia, la honestidad y la responsabilidad, sino que en las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria. Esto es una exigencia del hombre en el momento actual, pero también de la razón económica misma. Una exigencia de la caridad y de la verdad al mismo tiempo”. [Caritas in veritate, 36]

Esa “exigencia” de la encíclica social del Papa emérito reclama como un deber que el progreso sea un bien común para todos y no solo para algunos. También es cierto que algunas clases dirigentes han tenido conductas apartadas de la ética y de la moral en materia de dinero y política, conductas que están lejos de la honestidad, transparencia y responsabilidad que demanda Benedicto XVI.

Ahora bien, se requiere de una gran fuerza moral para poder enfrentar con decisión situaciones que los pueblos no pueden sufrir prolongadamente. Empero, frente a ellas no hay soluciones simples, como por ejemplo la confrontación bipolar según la cual algunos piden más Estado y otros más mercado. No. Las respuestas finales son una mezcla virtuosa de tareas que se pueden hacer en uno y otro ámbito, en el del Estado o el del mercado. Cada sociedad deberá definir cuál es esa combinación virtuosa, pero la radiografía final que certifique el éxito de esa combinación estriba en que la solidaridad permita decir que el progreso llegó a todos y las malas prácticas se han erradicado.

Es claro que lo anterior necesita un consenso de todos los sectores políticos y sociales. Para ello se requieren propuestas con amplia y, en lo posible, universal capacidad de convocatoria. Lo que entre tanto se ve en muchos países, para gran desgracia, son verdaderos bandos irreconciliables; a veces incluso esgrimiendo razones “religiosas”, otras veces furiosos nacionalismos identitarios. Hasta ayer se creía tener los mecanismos para seguir creciendo de una manera sustentable, para avanzar hacia una inclusión social donde ese crecimiento fuese extensivo a toda la población. Constatamos, sin embargo, a cada paso, que las recetas de que disponemos no sirven para los problemas de hoy.

Las soluciones a los temas de nuestro tiempo —valga reiterarlo para concluir— tendrán que estar profundamente enraizadas en las demandas ciudadanas, mediante políticas comprensivas y claras, sin reduccionismos, sin atajos que bajo pretexto de facilitar la administración de la realidad, solo empobrecen nuestra visión de ella.

Un llamado

La próxima visita que el Sumo Pontífice hará a Chile y luego a Perú puede ser un momento para escuchar una palabra de aliento para las grandes tareas que hay por delante. En todos estos referidos y fundamentales temas, la voz del Papa Francisco nos ha dispuesto ya a una mirada holística, sin fragmentaciones y ha llamado con sabiduría a la acción colectiva de todos, creyentes y no creyentes, gentes del Este y del Oeste, del Norte y del Sur.

Necesitamos esa mirada de mayor envergadura. Ella supone un gran desafío. Y el Papa Francisco está a la cabeza de quienes pueden advertir hoy las profundidades de esta compleja realidad a la que aquí sumariamente apuntamos. Por ello también nuestra evocación de la Rerum novarum y del inmenso significado de esa encíclica de León XIII para casi todo el siglo veinte. Es apremiante avanzar en el trazo de los derroteros que puedan iluminar y resolver las dificultades de un siglo 21 que tiene a su haber un alto porcentaje del output de la historia económica de la humanidad, mientras contradictoriamente se sumerge en el escepticismo y la apatía social. Fractura que llama con urgencia a una reflexión sobre los valores esenciales en torno a los cuales tendríamos que trabajar para alcanzar una convivencia adecuada y moderna, cuestión que ineludiblemente nos obliga. De seguro el Papa Francisco siente el llamado a actuar con prontitud: De seguro comprende que no solo para los pueblos de Occidente y en particular de este continente, sino para todos los que conforman este planeta globalizado, sería un gran regalo que durante su pontificado tuviéramos una Rerum novarum que marque el paso al hasta ahora desconcertado siglo 21.


 * En este artículo se han usado algunas reflexiones del autor que han aparecido en “La Gran Fractura”, Clarín de Buenos Aires (octubre 1, 2017), y en “Cambio de Epoca”, El Mercurio de Santiago (octubre 8, 2017). Agradezco al Director de Humanitas, Jaime Antúnez, las mejoras que introdujo a un borrador que le envié. Por cierto, las deficiencias que el texto tenga son solo responsabilidad del autor.

(1) En septiembre de 2008, la caída del banco de inversiones estadounidense Lehman Brothers sacudió al mundo financiero y dio origen a la crisis internacional bajo la cual la economía mundial ha vivido su peor recesión desde la Segunda Guerra Mundial. Ese banco, al igual que otros, había perdido miles de millones por sus negocios con créditos inmobiliarios de alto riesgo, todo ello en el afán de incrementar las ganancias y presentar cifras exitosas.

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