El gran problema que se plantea en la actualidad no es «cómo» educar, sino «si» todavía es posible educar. El ambiente en el cual se desarrollan la vida familiar y la vida escolar parece estar en condiciones de imponer modelos y sugerencias más fuertes que el influjo, prevaleciente en otra época, de los padres y maestros.

Con todo, es preciso reconocer que en esta crisis de la dimensión educativa también está presente un debilitamiento –si no es de hecho una pérdida– de las coordenadas ideales en las cuales la tarea educativa encontraba su propio significado y las condiciones de su propio éxito. Nuestro objetivo, en las siguientes reflexiones, es identificar algunos aspectos de este debilitamiento y por lo menos sugerir la forma de superarlo. Nuestras consideraciones estarán centradas en la escuela, pero en cierta medida podrían estar también vinculadas con la familia.

La educación implica tres dimensiones fundamentales del ser humano: el «ser-de», el «ser-con» y el «ser-para», es decir, respectivamente, ser generado y depender de algo o alguien existente anteriormente; cooperar con otros y ser responsable en relación con ellos; asumir los fines como elementos dotados de verdad y valor hasta el punto de poder dar una dirección, un «sentido» a su vida.

En la actualidad, en el ámbito educativo –y especialmente en la escuela–, estamos presenciando una crisis, que puede ser también de crecimiento, pero ciertamente reviste a estas tres dimensiones de un carácter problemático.

«Ser-de»: la importancia de la narración.

Hoy se advierte en nuestra sociedad una generalizada pérdida de la memoria y una tendencia a separarse de las raíces. Sin embargo, precisamente en la filosofía hermenéutica contemporánea (Gadamer) se revaloriza la tradición como condición imprescindible para la interpretación de nuestro presente y la construcción de nuestro futuro.

Ciertamente, la tradición no es puramente pasado, sino una relación vital entre las tres dimensiones de la temporalidad. La pérdida de la memoria anula también la capacidad de interpretar en forma inteligente la época en la cual se vive, circunscribiéndola a la inmediatez a-histórica de los estados de ánimo.

Esto resulta especialmente evidente si pensamos en un tema estrechamente vinculado con lo anterior, como es la narración. Nuestras experiencias no pueden reducirse a una mera sucesión de hechos puntuales. Efectivamente, un hecho aislado del contexto ni siquiera es un hecho, sino un mero fenómeno físico, que para su concreción factual debe recibir un sentido a partir de la historia en el cual está inserto. Sin el logos de la narración, que implica el nexo pasado-presente-futuro, ni siquiera existen experiencias significativas, aun cuando se pueda tener la ilusión de experimentar muchísimas, las cuales, sin embargo, vividas como flashes puntiformes, desprovistas de una conexión que les asigne un valor, no llegan a convertirse en una historia.

Con todo, no podemos aprender a relatar la propia historia a los demás o a nosotros mismos si a la vez no escuchamos. En otra época, se escuchaba en familia al abuelo relatar innumerables veces las vivencias de su vida en el pasado. Hoy los muchachos pasan horas frente a los juegos de video, que mantienen fijos en un eterno presente.

La principal actividad de la escuela consiste precisamente en narrar. Sus programas están constituidos principalmente de historias: de la literatura, el arte, la filosofía…

Sin embargo, esto únicamente tiene un valor si nos encontramos ante una verdadera tradición, que para ser tal no debe limitarse a conservar el pasado, como decíamos, sino establecer una relación vital del mismo con el presente y el futuro. De lo contrario, sólo es arqueología. Y es éste el riesgo que a menudo se corre en nuestra escuela.

En realidad, la tradición, para ser tal, necesita que cada generación se apropie nuevamente de ella vitalmente, actualizándola cada cierto tiempo y reinterpretándola a la luz de su propio contexto cultural. Ésta es precisamente la función de la escuela, que debería ser el lugar por excelencia donde puede y debe llevarse a cabo institucionalmente esta reapropiación crítica del pasado.

Es necesario que vuelvan los maestros.

«Ser de» no es puramente un hecho cognoscitivo, sino también existencial. En nuestra sociedad, además de la memoria del pasado, también se ha perdido el sentido de haber sido generados. Vivimos en una sociedad donde se ha «dado muerte» al padre, entendiendo esta expresión como la eliminación de toda dependencia de alguien anterior a nosotros y al cual debemos reconocer su autoridad.

Hoy en día la autoridad tiene pésima fama –hasta el punto de que aquellos que la poseen procuran deshacerse de la responsabilidad de ejercerla– porque se confunde sistemáticamente con el poder; pero hay una gran diferencia entre ambas cosas: mientras el poder es capacidad de coerción física, psíquica, económica y social, que tiene lugar al ser ejercida, la autoridad está vinculada con el origen, y si opera en el presente es porque tiene un pasado. El verbo latino augere significa «hacer nacer», «hacer crecer», y del mismo proviene también el sustantivo auctor, «autor». La autoridad no es, como el poder, un mero hecho, sino una cualidad radicada en la historia de la relación entre las personas y vinculada con el hecho de que alguien ayude a otro a nacer.

Así, la autoridad está vinculada con educar, lo cual, como sugiere la etimología latina e-ducere, «conducir fuera», es una metáfora de la acción que facilita el parto y tiene su modelo en la mayéutica socrática.

A diferencia de los animales no humanos, la persona no nace de una sola vez en el acto de la generación biológica. El hombre es por naturaleza un animal cultural y necesita la cultura para llegar a adquirir hasta el fondo su propio carácter. Si asiste a la escuela, no sólo lo hace para aprender, sino también para nacer. La escuela, en todo caso, todavía podrá educar si vuelve a haber «maestros» en ella, es decir, personas capaces de ejercer la autoridad y contribuir así al «nacimiento» de sus alumnos. No se trata de volver a ciertas formas autoritarias del pasado. Para que subsista la autoridad educativa del maestro, es esencial la capacidad de reconocer que, al igual que en todo nacimiento, el sujeto del proceso no es el obstetra, sino el niño. De aquí surge la necesidad de un diálogo que admita una verdadera reciprocidad. El desafío actual consiste en salvar esta última, con toda la libertad y autenticidad que supone, recuperando al mismo tiempo la autoridad, con todo el respeto que implica el hecho de escuchar el «discípulo» al maestro.

«Ser-con»: la crisis de las afiliaciones.

En nuestra sociedad, se evaden las afiliaciones vinculantes. El individuo se relaciona con los demás reservándose cada vez más una autonomía que le permita en todo momento cambiar de camino y compañía.

Esto muestra la crisis de la idea misma de comunidad. Para que ésta sea real, es preciso el establecimiento de una acción cooperativa dirigida a un objetivo compartido. No es suficiente una coordinación destinada a llevar a cabo fines semejantes, como ocurre al organizarse una partida de póquer o un partido de tenis, donde cada uno desea lo mismo que los demás, es decir, ganar, pero sólo uno podrá cumplir efectivamente su propio objetivo.

Hay un abismo entre tener fines semejantes y buscar un fin común. Son evidentes los límites propios de una sociedad constituida exclusivamente en ese primer nivel de relación entre las personas. Se observan aquí efectos dramáticos en la familia, donde a menudo cada uno desarrolla un proyecto propio de autorrealización, de carácter sustancialmente individual, de manera que el vínculo corre riesgo de entrar en crisis cada vez que se produce un choque entre fines subjetivos similares. Se puede decir también algo parecido sobre la manera en que muchos conciben la comunidad política. Solamente existe una verdadera comunidad si se pasa de la coordinación a la cooperación, es decir, si se vive en función de un fin realmente común, de tal manera que ninguno de los participantes puede alcanzarlo si no lo alcanzan también los demás. Esto implica una responsabilidad recíproca ajena a la mera coordinación. El jugador de póquer nada tiene que reprochar a sus compañeros si cometen errores ni le corresponde ayudarlos. En cambio, si el éxito personal depende tanto de los esfuerzos de los demás como de los propios, es normal prestar atención a la fragilidad del otro y esforzarse por apoyarlo.

Además, en la cooperación, los participantes dan vida a una acción que cada uno jamás habría podido llevar a cabo individualmente. Así, el clima armonioso de una familia o una clase surge ciertamente de comportamientos individuales, pero es algo más que estos comportamientos considerados aisladamente o la suma de los mismos, ya que el sujeto no es uno u otro miembro, sino la comunidad familiar o escolar como tal. Basta una nota desafinada para estropear la interpretación de una sinfonía.

La escuela como comunidad.

Existe actualmente el riesgo de olvidar que la escuela es una comunidad. Nuestro sistema de instrucción tiene un carácter cada vez más individualista, tal vez en aras de la «personalización». En la lógica de la «oferta formativa», se multiplican las actividades y oportunidades ofrecidas a los estudiantes con el fin de satisfacer sus requerimientos –incluyendo a veces también los más raros–, empleándose los medios más sofisticados (computadora, instrumentos audiovisuales, viajes, capacitación), pero se renuncia a proponer fines que den significado a estos medios y enseñen la forma de ponerlos en práctica. La escuela actual corre entonces el riesgo de parecerse a un gigantesco supermercado, donde cada uno va a buscar lo que le sirve en función de su propio proyecto subjetivo de autorrealización, sin enfrentarse en realidad con nadie para llevar a cabo este proyecto y sin ni siquiera sospechar que la institución escolar puede ser el lugar donde descubrir valores que orienten la propia vida.

De este modo ninguna comunidad puede nacer. Los clientes de un supermercado o los usuarios de una oficina («clientes» y «usuarios» son los nuevos términos para designar a los alumnos) nada tienen que los una en profundidad. Tienen fines semejantes y cada uno de ellos no responde por los demás ni mucho menos debe generar una acción común que supere los respectivos individualismos.

Una escuela concebida de este modo adiestra en el egoísmo. Por este motivo, tampoco es un buen laboratorio para la ciudadanía ni prepara a los jóvenes para la democracia, que está centrada en la búsqueda del bien común por parte de cada uno.

Vuelve a la mente lo escrito hace cuatrocientos años por el poeta inglés John Donne (1573-1651); «Ningún hombre es una isla enteramente dentro de sí mismo. Todo hombre es un trozo del continente, una parte de la tierra. Si la ola del mar se lleva un pedazo de tierra, Europa se reduce como si allí hubiese habido un promontorio o una mansión amiga o la propia casa. Cada muerte de un hombre me reduce porque soy parte de la humanidad. Por tanto, nunca pidas preguntar por quién suena la campana: suena por ti».

Únicamente si se adopta esta perspectiva, la escuela puede volver a encontrar su rol peculiar –en un mundo de soledades y al mismo tiempo de masificación– como comunidad educadora.

«Ser-para»: verdadera y falsa tolerancia.

Se insiste mucho hoy día, también en la escuela, sobre el valor de la tolerancia. Se advierte a los jóvenes contra toda pretensión de verdad que genere violencia. Al respecto se recuerdan la Inquisición y los totalitarismos. Nadie dice que sin la aspiración a la verdad y la confianza en la posibilidad de conocerla no habrían existido Sócrates, Galileo y Martin Luther King, por una parte, ni la filosofía, la ciencia y el progreso humano, por otra.

Hay una gran tendencia a reiterar el hecho de que cada uno tiene su verdad. Esto significa que ninguna verdad existe. De este modo, la tolerancia, que nació originariamente para garantizar la libertad del individuo de buscar la verdad, se ha convertido insensiblemente en una renuncia a ésta.

La ambigüedad de semejante planteamiento se desprende también del hecho de que en vez de hacer posible el diálogo, de este modo resulta ser inútil e imposible ya que se excluye la existencia de un terreno común de confrontación. Por consiguiente, hoy asistimos a la crisis de esa «razón pública» que debería constituir la base de una ciudadanía responsable. Ciertamente, en el concepto de «público» hay un aspecto vinculado con el conocimiento: «Todo cuanto aparece en público puede ser visto y oído por todos (…). Para nosotros, lo que aparece –que es visto y escuchado tanto por los demás como por nosotros mismos– constituye la realidad» (H. Arendt). Público, en este sentido, es lo que no queda reducido a la experiencia privada, incomunicable, del individuo, y puede en cambio servir de base para un discurso común. Sólo así es posible que intereses y sentimientos individuales converjan en un diseño más amplio, capaz de orientar la vida asociada. Por este motivo, este significado de «público» se extiende naturalmente hacia el ámbito político, para el cual el término señala la esfera donde los individuos se ocupan de construir juntos el bien común.

Si ya no existe verdad alguna que pueda ir más allá del juego subjetivo de las preferencias individuales, desaparece la posibilidad de una comunidad ética propiamente tal, es decir, un patrimonio compartido de valores en condiciones de generar la convivencia civil. Los individuos se retiran a un mundo privado, donde la conciencia decide sin control objetivo alguno, a menudo sobre la base de estados de ánimo y pulsiones emotivas. Los contrastes sólo están vinculados con intereses y no con convicciones profundas. Los efectos de esta involución en la vida política y social están diariamente a la vista. La sociedad en conjunto ya no tiene metas hacia las cuales dirigirse.

La escuela necesita la verdad.

En definitiva, lo que queda es una «mermelada» de estímulos y sugerencias, una especie de «caldo primordial», donde todas las ideas y experiencias se ahogan y quedan desprovistas de su valor absoluto. Éste es el único mensaje al rendir cuentas, y no es ciertamente de carácter pluralista, sino impuesto en forma tanto más totalitaria cuanto menor conciencia del mismo tenga el consumidor. Es preciso decir que los más expuestos a este «lavado de cerebro» son los jóvenes.

Paradójicamente, sin embargo, esta manera de plantear las cosas, justificada en nombre del respeto de la libertad, la anula, precipitándola en la indiferencia, entendida literalmente como equivalencia de todo. Si efectivamente una idea y un comportamiento nunca pueden considerarse válidos en sí mismos, sino únicamente sobre la base de preferencias subjetivas e intachables, ¿por qué motivo habría que pensar en una cosa o hacerla en vez de otra? ¿Cómo es posible asombrarse, en estas condiciones, de que tantos jóvenes ya no logren creer en algo ni concretar opciones?

La escuela ha terminado con gran frecuencia por adoptar este tipo de pluralismo como modelo, pero esto implica una especie de suicidio. Si bien es posible dar instrucción permaneciendo al nivel de los medios, no se puede educar sin plantear fines, es decir, sin asumir metas consideradas más válidas que otras. Si el único objetivo de la educación debiera ser la tolerancia como renuncia a la verdad y al valor de todo cuanto no es la tolerancia misma, sólo quedaría la nada.

Una escuela escéptica produce conformistas.

Felizmente, la dinámica misma de la tarea escolar obliga a violar estos límites. La referencia a las disciplinas ya implica un ineludible llamado a la realidad, independientemente de las preferencias subjetivas. Ningún docente o alumno podría pretender tener «su verdad» sobre las leyes de la termodinámica o el resultado de la batalla de Waterloo. Hay algo más, en todo caso. Si no existiera una diferencia entre verdadero y falso, ¿en nombre de qué cosa podría la escuela proponerse ayudar a los muchachos a desenmascarar las ilusiones de la publicidad, las mentiras de la propaganda, la aceptación sin crítica de las modas, el fanatismo de los fundamentalismos o las supersticiones de la magia? Si no hubiese diferencia entre lo que es real y lo que no lo es, entre lo que vale y lo que no vale, ¿sobre la base de qué criterios debería adquirirse y ejercerse el sentido crítico? Una escuela puramente escéptica estaría destinada a producir conformistas dispuestos a absorber, con superficial pasividad, el condicionamiento de todas las modas y todos los eslóganes en circulación.

La escuela no es realmente pública y abierta si se reduce a un contenedor vacío, en el cual las diferencias se ahogan en el caldo primordial de la equivalencia entre posiciones puramente subjetivas, sino si es capaz de suscitar y acoger diversas convicciones para ponerlas en confrontación. Sólo con esta condición será posible, en la lógica de la autonomía, construir horizontes de sentido compartidos que den su última motivación al esfuerzo educativo.

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