No habrá una reforma de la educación mientras los particulares no comprendan que la educación es, en primer término, problema de ellos en cuanto a su condición de padres. No deben delegar sus responsabilidades a los docentes ni al Estado. 

Una escuela es ante todo una asociación entre padres asociados y docentes asociados. Los padres esperan de los docentes que éstos instruyan a sus hijos y completen su educación con el mismo espíritu que preside en aquella que se les da en familia, si la familia cumple su función. Los padres retribuyen a los docentes en reconocimiento por el servicio que les proporcionan a ellos y a sus hijos.

En todo eso, la autoridad pública local, y con mayor razón el Estado, en teoría no tienen mucho que ver. Las familias –e indirectamente las empresas– son las verdaderas fuentes de financiamiento de los establecimientos escolares. Cuando el Estado se presenta como el mentor universal y la fuente de todo financiamiento de este orden, procede exactamente como un banquero que pretendiese regular los gastos y la vida de sus depositantes so pretexto de que sus pagos se efectúan a través suyo. Hasta nueva orden, el Estado no es propietario de los bienes de los ciudadanos ni el tutor de sus hijos.

Cuando el Estado se basa en su poder de financiamiento para arrogarse cualquier autoridad en este campo, comete un abuso de poder. Su rol consiste en velar por el mantenimiento de la justicia: verificar que los niños reciban buen trato y una enseñanza de calidad; que los padres no sean desposeídos de sus responsabilidades y no dimitan; que los profesores sean retribuidos equitativamente.

El Estado también debe velar por que los hijos de las clases más modestas reciban la mejor instrucción. Es en eso donde mejor se justifica su intervención. En la libertad de educación siempre existe el riesgo de fomentar el exceso de desigualdad y acentuar más de lo conveniente el carácter oligárquico de la sociedad. Por este motivo, la libertad de educación debe equilibrarse mediante opciones fiscales equitativas y en conformidad con el bien común, fuentes de buen entendimiento.

El Estado también debe velar por que la educación de los hijos nunca se convierta en una actividad lucrativa como las demás. El ideal sería que los establecimientos fuesen totalmente libres y en gran medida autofinanciados; pero este ideal sólo sería equitativo si dichos establecimientos estuviesen dotados de un estatuto original de actividad a su vez no lucrativa y por tanto sometida de alguna manera a las leyes del mercado en tanto éstas expresen la libertad de elección y no el juego mecánico de la formación de precios. Entre la pesadez socialista y el espíritu mercantil de los ultraliberales, hay espacio para fórmulas que combinarían la eficacia del espíritu de empresa y la libertad del mercado con la solidaridad social y el carácter desinteresado que es indispensable conservar en la actividad educativa.

Cuando el Estado hace beneficiarse de total gratuidad a un tipo de escuela excluyendo a las demás, impone un impuesto especial a todos los padres que, por motivos de los cuales sólo ellos son jueces, desean confiar sus hijos a otros tipos de escuelas que el Estado rehúsa financiar en las mismas condiciones. Esta política es contraria tanto al derecho de los padres como al principio de igualdad ante la tributación y a la libertad de conciencia.

La libertad de no ser despojado de los medios para financiar el tipo de educación que se desea para los hijos no es sino un corolario de la libertad de darles el tipo de educación que se considera mejor.

El seudoprogresismo se escandaliza en gran medida cuando se habla del derecho de los padres a educar a sus hijos.

De hecho, plantea en principio su fantasma de la libertad humana absoluta e incondicional (ver recuadro «Fantasma de la libertad humana absoluta e incondicionada» en pág. 429), de donde deduce linealmente toda la serie de sus usurpaciones. Expliquemos.

Según este fantasma, la libertad humana es casi divina: en justicia, sería absoluta, total e incondicional. Por consiguiente, nada puede limitar la libertad absoluta del hombre, salvo la libertad no menos absoluta e incondicional de los demás hombres. En cuanto a lo que puede cubrir concretamente la fórmula de una libertad ilimitada, limitada por otra libertad ilimitada, sólo puede ser el derecho del más fuerte (felizmente moderado por el interés, la inercia, la costumbre y la simpatía). Este es el nuevo derecho del más fuerte, camuflado bajo la dominación de un derecho presuntamente nuevo. Pero sigamos.

Si los padres no tienen derecho a educar, ¿quién tiene ese derecho? ¿Los hijos mismos? Sería una contradicción en los términos. Evidentemente, será el Estado, e incluso el Estado que despoja a los padres de su derecho, es decir, el Estado seudoprogresista en su doble lógica, libertina y totalitaria.

Es preciso explicar esta doble lógica. Ella parte del espíritu libertino, enemigo declarado de toda verdad y todo valor objetivos. El libertino no puede soportar sentirse obstaculizado, y eso llega a hacerle insoportable la vida social, a la que no faltan múltiples relaciones y obligaciones mutuas. Le parece también que el estado natural del hombre debería ser la existencia individual asocial, donde cada uno viviría solo y –como dicen los ingleses– con su propia persona. Ésa es la lógica radicalmente individualista del espíritu libertino. Ahora bien, el libertino debe percatarse de que es imposible no vivir en sociedad. Querrá una sociedad radicalmente individualista. Esta aspiración no podría contentarse con una sociedad en la cual cada uno viviera sin la menor preocupación por los demás. En realidad, el individualismo sólo está satisfecho a partir del momento en que los múltiples individuos de la sociedad sólo constituyen un individuo, ya que únicamente de este modo desaparece realmente la alteridad apremiante; pero la fusión de todos los individuos en uno solo únicamente puede llevarse a cabo mediante la identificación moral de todos los individuos con una sola entidad moral, y es el Pueblo o el Estado: no tener voluntad sino en la voluntad general, no existir sino dentro del todo y por el mismo, identificado con el todo. Es así como el espíritu libertino, al fecundar la pasión igualitaria, se convierte en padre del totalitarismo.

Ésa es la lógica anarco-totalitaria del seudoprogresismo, o más bien sus dos lógicas, solidarias y antinómicas a la vez.

Esas dos lógicas se desarrollan con rigor en los espíritus dominados por un fantasma de libertad destructor del concepto y la idea de la libertad. Es posible intentar moderar en cierto grado una de ellas con la otra, lo que a menudo redunda en conjugar sus malas acciones. Con más frecuencia, en Occidente, se somete la economía a la primera lógica y la educación y la cultura a la segunda. De allí los dos tipos de oligarcas, en lo temporal y lo espiritual, y el estético acuerdo entre ellos. Pásame el cuerpo y te dejo el alma. Entre las finanzas y el seudoprogresismo se produce una alianza de trono y altar.

La lógica del individualismo totalitario fue expuesta definitivamente por Jean-Jacques Rousseau en su Contrato social. El hombre –dice él– no es en esencia un ser social o comunitario. Por lo tanto, nunca es libre en sociedad ya que en ella encuentra obstáculos humanos para la libertad por naturaleza integral de un ser por naturaleza puramente individual, completo y perfecto en cuanto individuo. Por este motivo, al nacer en una sociedad, nace en cautiverio, aun cuando los jefes elegidos o el monarca fuesen los hombres más bonachones. ¿Cómo llegará a ser libre? Constituyendo con los demás mediante contrato un solo hiperindividuo con el cual se identifique totalmente cada uno de los individuos. De este modo se suprimirá la exterioridad y por consiguiente la dependencia y el apremio, estableciéndose por último en el estado civil el equivalente de la libertad absoluta de la cual supuestamente gozamos en el estado teórico natural. La realización política de estos bellos principios es la República robespierrista.

Ésa es la lógica desplegada plenamente en el discurso seudoprogresista en materia de educación. El niño es considerado un individuo aislado y en cierto modo perfecto. El acto de educar siempre corre el riesgo de ser una agresión a la libertad del niño, que debe crear su propia verdad, su moral, inventar su cultura o reinventar ab ovo cuarenta mil años de cultura humana. Por cuanto para el niño la sociedad familiar no es producto de un contrato, por definición es una sociedad alienante, y es conveniente integrar lo más pronto posible al niño en el Estado, que por ser la sociedad generada por el contrato social, es ipso facto la sociedad de libertad. Por lo tanto, el Estado tendrá el derecho exclusivo de educar a los niños, lo cual significa, en la misma lógica progresista, sustraerlos a las peligrosas tendencias opresivas, cuya presencia siempre podemos sospechar en la familia, para hacerlos sumergirse lo más pronto posible en la sociedad, donde se desarrollarán plenamente, recuperando en lo colectivo el elemento natural de su libertad.

De lo anterior también se desprende el dogmatismo extraordinario del progresismo en materia de programas y disciplina. Los alumnos, separados en grado máximo de familias dispersas durante todo el día y a menudo dislocados afectivamente, beben en tragos largos la sana doctrina del progresismo, se ejercitan en las buenas costumbres progresistas y adquieren los buenos hábitos que los harán ser durante su vida buenos ciudadanos (¿tal vez también fieles electores?) progresistas.

Los profesores deben formarse en este mismo espíritu, etc.

Nada hay para responder a eso fuera de invocar el derecho imprescriptible de resistencia a la opresión.

La única manera de resistir al totalitarismo es recordar que todo hombre es por su esencia un ser de relación y el contrato social no podría tener como efecto constituir la sociedad, sino puramente contribuir con un consentimiento libre, racional y moralmente meritorio de cada uno a la existencia de una sociedad anterior a dicho consentimiento. Por cuanto esta sociedad está constituida por personas inteligentes y libres, las leyes deberán respetar ese carácter de las personas que constituyen la sociedad y se construyen ellas mismas constituyéndola.

Por el hecho de definirse al hombre como un ser natural, de relación y libertad, es evidente que los padres y los hijos ya no deben considerarse cara a cara como dos grupos de individuos, ni siquiera como iguales en la comunidad seudocontractual del Pueblo o el Estado, sino como seres unidos por una relación especialmente profunda, íntima, ontológica. Esta relación de paternidad o filiación incide en su ser, contribuye a definirlos y puede servirles de mediación en su camino hacia sus finalidades últimas.

En la medida en que el hombre medita sobre el misterio de su ser y su origen radical, en la medida en que esta búsqueda (no necesariamente metódica y especulativa, sino con mayor frecuencia intuitiva, vívida, existencial) realmente le atañe, en esa medida extiende también su meditación a su receptividad con respecto a sus propios padres, a su fecundidad y a su causalidad con respecto a esos seres procedentes de él, parecidos a él y que sin embargo se le escapan mediante la posesión incomunicable de su propio ser: sus hijos.

Cuando el hombre deja atrás la ilusión de un mundo quimérico, va más allá de una existencia en las apariencias y renueva relaciones de conocimiento verdadero con los seres como tales, de inmediato considera su paternidad o su maternidad, su fecundidad como parte esencial de su ser. Comprende que actúa y da no sólo por mera generación natural, sino mediante toda la acción educativa. Descubre su paternidad o su maternidad espiritual en primer lugar con respecto a sus propios hijos. En eso no hay un poder opresivo. Es la responsabilidad humana de primer orden, por la cual se descubre responsable de sus gestos, que se convierten en ejemplos, y de sus palabras, que se convierten en testimonios.

De nada sirve decir que sería preciso no influir en los hijos. Si eso fuese posible, también redundaría en influir en ellos, ya que se les enseñaría de facto que sólo habría un valor: el ideal de un desarrollo libre de toda influencia. Además, eso no se puede hacer. Para no influir en los hijos, habría que abandonarlos en medio de los bosques, no hablarles, no mostrarse ante ellos, no enseñarles nada. Así, la afectación de respetar su libertad incondicional y máxima los condicionaría a una reivindicación máxima de libertad incondicional. Se les entregaría una lección moral, pero de una moral al revés, que bajo una palabrería seudoprogresista sólo cubre la irresponsabilidad, la injusticia, el hedonismo.

El mal se ha transformado en el bien y el bien en el mal, pero siempre se dan lecciones morales a los hijos pequeños. La única diferencia es que antes les eran explicadas, con lo cual les quedaba un margen de reflexión, mientras hoy en día los manipulan sin decírselas y están totalmente alienados.

Como lo he observado cien veces, se inculcan tanto más principios que los que se pretende no inculcar. Es siempre la misma astucia, la misma manipulación, y los jóvenes ingenuos se dejan atrapar. ¿Cómo verían ellos toda la sustancia que se deduce de una forma vacía que se les hace aceptar a causa de su apariencia de vacuidad? Y esta forma de manejarlos halagando su pretensión de adolescentes de no depender de nadie, se llamará formación del espíritu crítico…

Simulando un carácter no directivo, esta educación insinúa todos los contenidos que se deducen sin dificultad de este único principio. En realidad, el carácter no directivo es la pedagogía totalitaria del progresismo totalitario, y es necesario denunciarla sin debilidad como lo que es: una forma de hacer entrar las ideas de contrabando bajo la apariencia de una práctica que pretende ser respeto y no es sino impostura.

¡Qué absurdo es concebir las relaciones entre los hombres únicamente en el modo fundamental de la desconfianza o la lucha por el reconocimiento y la independencia! Sólo crecemos en la amistad, la confianza y el amor, que son un compromiso y una relación, y una relación según el ser, profunda, interior, y que dura… Realmente, los totalitarios nada comprenden de la vida, los seudoprogresistas nada conocen del amor.

No habrá una reforma de la educación mientras los particulares no comprendan que la educación es, en primer término, problema de ellos en cuanto a su condición de padres. No deben delegar sus responsabilidades a los docentes ni al Estado. Sería preciso además que los dirigentes empresariales les dejen tiempo para ocuparse de sus hijos. Y sobre todo sería indispensable que los progenitores se liberen de complejos en relación con los disparates e imposturas del seudoprogresismo educacional.


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