Su pontificado después de cinco años me parece doloroso. Juan Pablo II combatía contra un régimen político monstruoso, el comunismo, pero tenía el apoyo de la sociedad y la humanidad entera. Benedicto XVI tiene en su contra al conjunto de la sociedad moderna, la que ha surgido de la crisis de los años 60, con su nueva moral y su nueva religiosidad. 

El ascenso del Cardenal Ratzinger a la Sede de Pedro, hace cinco años, fue acogido con confianza por la Iglesia Católica y los cristianos del mundo entero. Recordábamos el notable equipo que constituyó con Juan Pablo II, su antecesor. El papa polaco, dotado de una personalidad fuerte y un carisma irresistible, tuvo la sabiduría -y se puede decir la humildad- de tomar a un gran espíritu a la alemana, que recibió una formación clásica más completa que la suya; un Herr Doktor Professor, el depositario más sabio posible de la fe recibida de los apóstoles. Juan Pablo II dejaba -creíamos- una Iglesia restablecida. Se estimaba que ahora la Iglesia necesitaba calma y reflexión. Nadie estaba mejor preparado que Benedicto XVI, y él indicó desde sus primeros actos cuál sería el espíritu de su pontificado.

Su nombre: Benedicto, el del sabio Benedicto XV, que procuró en vano poner fin la guerra del 14; de Benedicto XIV, el papa de las Luces, tan docto y amplio de espíritu; de San Benito, el padre fundador de Europa. Su primera encíclica, Deus Caritas est, ponía fin a la confusión, tan entre el Eros, el Ágape cristiano y la Filia de los antiguos. Él no condenaba en absoluto al Eros, fuente de toda vida, pero lo ponía en su lugar al servicio de la Amistad y la Caridad. Del mismo modo, la segunda encíclica indicaba el justo discernimiento entre la virtud de la Esperanza y lo que se puede razonablemente esperar, y -con mayor razón- las falsificaciones utópicas y revolucionarias. Incansablemente, Benedicto XVI luchaba por la claridad y la precisión. Nada le parecía más peligroso que ese relativismo que concuerda con la sociedad democrática moderna. Cualquier grupo organizado puede legitimar una opinión en cuanto es suya, sin tener que sustentarla con la razón. En el ámbito religioso, la pareja del relativismo es el humanitarismo vago, hostil a las afirmaciones dogmáticas, porque éstas crean fronteras y provocan los conflictos. Está mal proclamar la verdad, está mal de por sí tener enemigos.

Se veía muy bien que este Papa se había consagrado a una tarea de larga duración: la restauración de la inteligencia en el seno de la Iglesia. La Reforma, la Revolución Francesa, el comunismo y el nazismo constituyeron impactos dramáticos, que amenazaban a la Iglesia en su supervivencia y no dejaban espacio alguno para el otium, ese tiempo libre tranquilo que requiere el pensamiento. El Papa indicó lo que era preciso hacer al pronunciar en Les Bernardins, en París, una magnífica lección, digna de los más augustos padres de la Iglesia. Había que aprovechar ese momento de paz para llevar a cabo un trabajo en profundidad. Específicamente, se podría reflexionar también en la estructura administrativa de la Curia, proveniente fundamentalmente del Concilio de Trento, que el Vaticano II procuró flexibilizar. El Papa, gran músico, había hecho traer su viejo piano. Al parecer, se disponía de tiempo por delante.

Sin embargo, él no dispuso de ese tiempo. La historia es imprevisible. En cinco años, el Papa debió enfrentar dos accidentes inesperados. Al igual que sus últimos antecesores, Benedicto XVI está dedicado a la causa del ecumenismo. Saludó con alegría el acuerdo obtenido con las comunidades luteranas. En cuanto a las Ortodoxias, el estancamiento persiste, por más que no podamos resignarnos a que esas iglesias estén separadas de la de Roma por la misma fe, así como se ha dicho que Inglaterra y América están separadas por el mismo idioma. Es demasiado pronto para juzgar a partir de los resultados del trámite iniciado en dirección al anglicanismo. Por otra parte, el Papa ha buscado la armonía con las religiones no cristianas, y de inmediato se presentó en forma aguda el problema del Islam. Primer accidente.

El discurso de Ratisbona era sabio, moderado, benévolo. Provocó de inmediato reacciones muy brutales, poniendo en peligro a las últimas iglesias cristianas que sobreviven en la condición de dhimmi. Reveló también la incomprensión de los humanitarios, ya que no soportaban que el Islam esté separado de su cristianismo nebuloso por diferencias de fondo. Evidentemente, si la Encarnación, la Redención y la Trinidad se consideran misterios caducos y sin importancia, ¿qué impide acoger al Islam como una variedad de la misma religión para todos? La desmesura de la reacción reveló sobre todo la ignorancia dramática del clero y los fieles en cuanto a la religión del Islam, y sin duda en cuanto a su propia religión, ya que sólo es posible comprender cada una si se comprende la otra. Ahí también se impone absolutamente la necesidad de un restablecimiento de la inteligencia cristiana. Ante la pregunta para saber si la estupidez (stultitia) era pecado, Santo Tomás de Aquino respondió que lo era cuando tiene por causa el olvido de las cosas divinas. Según el mismo doctor, la ignorancia también es un pecado cuando está vinculada con cosas que uno debe saber.

El otro accidente se produjo en un nivel mucho más bajo. Bruscamente, se abrieron paso numerosos y viejos asuntos de pedofilia, orquestados por un torbellino mediático, como los que generan nuestras sociedades cada vez con más frecuencia, pero que esta vez adquirieron una amplitud inaudita. Se reprochan al clero católico ciertos hechos indiscutibles, y haber querido callarlos y ocultarlos, lo cual ha sido a menudo efectivo.

Al respecto quisiera hacer dos observaciones.

En primer lugar, la escala de los crímenes ha experimentado en la opinión pública, en el curso del último medio siglo, una modificación considerable, y con frecuencia el derecho ha ido a remolque de la opinión. En materia sexual, en la actualidad se permiten y a veces se elogian muchos actos que en otras épocas se castigaban con las penas más graves. El peso de esas faltas, ahora absueltas, ha recaído enteramente en el acto pedofílico, que es el último que sigue prohibido en este ámbito. No me parece que la pedofilia, un acto grave, deba situarse sin otro examen en el nivel más alto de la escala (con el racismo) y que en la indignación pública se coloque por encima de la violación, el robo y el homicidio. No hace mucho el aborto se consideraba una especie del mismo nivel de este último crimen. ¿Hay que dejarse llevar por las variaciones del humor general?

En segundo lugar, el punto de vista propio de la Iglesia es el de la ofensa a Dios, y el pecado es para ella una noción distinta a la del crimen o el delito. No excusa el crimen, dejando al magistrado a cargo de castigarlo, pero para ella la consideración del pecado es inmediata y sometida a su jurisdicción. Tiene el poder de las llaves, absuelve o no absuelve.

Ahora bien, lo primero que sabe y dice la Iglesia es que el hombre es pecador. En todas sus oraciones lo recuerda, como marca distintiva del hombre. “Ora pro nobis peccatoribus”. “No hago el bien que amo y hago el mal que odio”. Ante la falta más espantosa, ella no se asombra: “Todos somos capaces de todo”, escribía Santa Teresa del Niño Jesús. Por consiguiente, es a causa de un extraño prejuicio que nos sorprende el hecho de que ciertos hombres, por haber adoptado el estado clerical, no sean distintos a otros ni necesariamente mejores. Hasta ahora no se ha encontrado el medio para hacer que los hombres sean distintos de lo que son: orgullosos, codiciosos, lujuriosos, iracundos… pecadores siempre. Esto no se determinará mediante un examen psicológico o médico previo.

Esto no impide que el inmenso maelström mediático acarree consigo cosas que nada tienen que ver: el matrimonio de los sacerdotes, la ordenación de hombres casados, etc., asuntos tal vez legítimos, pero radicalmente distintos. Estas cuestiones adventicias traducen odio por el nombre cristiano o una pérdida de autoridad y confianza en la Iglesia Católica. En todo caso, corresponde al Papa llevar la carga de esta confusión. Su pontificado después de cinco años me parece doloroso. Juan Pablo II combatía contra un régimen político monstruoso, el comunismo, pero tenía el apoyo de la sociedad y la humanidad entera. Benedicto XVI tiene en su contra al conjunto de la sociedad moderna, la que ha surgido de la crisis de los años 60, con su nueva moral y su nueva religiosidad. Se encuentra en una situación análoga a la del Papa Pablo VI cuando, después del Concilio Vaticano II, se enfrentó con lo que él llamó la “autodemolizione” de la Iglesia. Esta vez es la autodemolición de toda la sociedad, la naturaleza y la razón. La gloria de su pontificado no es visible. Es la del martirio.


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