La Revelación no anula en absoluto las preguntas de la razón, sino que las proyecta en su dimensión sapiencial a la búsqueda del sentido último de todo.

* Artículo parte del especial "A cinco años de Ratisbona" publicado en Humanitas 64.


La conferencia de Benedicto XVI en Ratisbona es, sin duda, un texto mayor, no ciertamente por su extensión, sino por el núcleo esencial de su exposición, resumida en la frase pronunciada por el emperador bizantino del siglo XIV Manuel II: “No actuar según la razón, no actuar con el logos es contrario a la naturaleza de Dios”. La frase procede de un coloquio sobre la Biblia y el Corán y está referida de modo inmediato al argumento de que “la difusión de la fe mediante la violencia es irracional”. Sin embargo, el alcance de la afirmación trasciende esta discusión específica, proyectándose a todos los aspectos involucrados en la relación de la fe y la razón. Repitiendo un argumento que ha usado desde sus primeros escritos teológicos, señala aquí también que “Modificando el primer versículo del Génesis, el primer versículo de toda la Sagrada Escritura, San Juan comenzó el prólogo de su Evangelio con las palabras En el principio existía el Logos y el logos es Dios”, con lo que selló un principio de síntesis entre la fe bíblica y la filosofía griega, que ha sido “un dato de importancia decisiva no sólo desde el punto de vista de la historia de las religiones, sino también desde el de la historia universal, un dato que se nos impone también hoy”, como la base para un diálogo fructífero entre las culturas y entre los distintos saberes de nuestro tiempo. Después de referirse a distintos momentos históricos en que se intentó deshelenizar el cristianismo, con la consecuencia de que la razón y la fe fueron consideradas incompatibles entre sí, o al menos, como extrínsecas una a la otra, la conferencia aborda este mismo problema en la cultura actual, particularmente en relación a las ciencias naturales, cuya razón se basa, a su juicio, en “una síntesis entre platonismo (en cuanto presupone la estructura matemática de la materia) y empirismo” (en cuanto a su orientación hacia la eficacia práctica y técnica). “Sólo el tipo de certeza que deriva de la sinergia de matemática y método empírico puede considerarse científica”. Con posterioridad, las ciencias humanas y sociales también habrían intentado aproximarse a este mismo canon científico, con la consiguiente exclusión del “problema de Dios, presentándose como un problema a-científico o pre-científico”. Desde esta posición reductivista de la razón no puede surgir un diálogo entre las culturas y las religiones del mundo, puesto que a su juicio, “precisamente esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón constituye un ataque a sus convicciones más íntimas”. A su vez, las mismas ciencias quedan privadas de pensar sus fundamentos, puesto que el elemento platónico que asume su racionalidad “conlleva un interrogante que la trasciende, como trasciende las posibilidades de su método”. Lo razonable, en consecuencia, es que las ciencias naturales dejen a la filosofía y a la teología responder lo que ellas sólo pueden presuponer: “la estructura racional de la materia y la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales que actúan en la naturaleza”. La condición para ello, agrega, es tener “la valentía para abrirse a la amplitud de la razón y no a la negación de su grandeza”. Y concluye su conferencia diciendo en relación a esta amplitud de la razón que redescubrirla constantemente nosotros mismos es la gran tarea de la universidad”.

Me parece que estas afirmaciones están en perfecta continuidad con el camino abierto por Juan Pablo II en Fides et ratio, especialmente, con su sorprendente afirmación “No hay, pues, motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro de la otra, y cada una tiene su propio espacio de realización” (n.17). Sin embargo, no he encontrado entre los comentaristas de esta encíclica una explicación suficiente respecto a qué significa este estar “dentro” de la razón en la fe y de la fe en la razón y, no obstante, cada una con su propio espacio. No tengo, ciertamente, la competencia filosófica ni teológica para dar una respuesta inequívoca a esta pregunta. Pero la lectura de esta conferencia del Papa Benedicto XVI me sugiere que este “dentro” bien podría definirse como “la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales que actúan en la naturaleza”, donde la expresión “naturaleza” bien podría sustituirse por la expresión “realidad”, para incluir no sólo aquella realidad que es dada al ser humano en su ser biofísico, sino también aquella que es descubierta, creada, transmitida, y constantemente recreada por la cultura.

En efecto, me parece que lo que el Papa quisiera transmitirnos es que el cristianismo es razonable por el realismo con que mira la realidad del ser humano y del mundo desde la revelación de un Cristo-Logos que asume la naturaleza humana. Por una parte, porque esta Sabiduría de Dios hecha carne corresponde y satisface sobreabundantemente las exigencias más hondas de verdad, de bondad, de belleza y de justicia que surgen de la condición racional del espíritu humano. Por otra, porque esta misma Sabiduría se manifiesta “en el principio” como el Espíritu creador que llama a toda realidad desde la nada a la existencia, sosteniéndola en ella en virtud “de las estructuras racionales que actúan” en su interior. En consecuencia, la fe en la Revelación no anula en absoluto las preguntas de la razón ni tampoco las censura; antes por el contrario, las proyecta en su dimensión sapiencial a la búsqueda del sentido último de todo. Tal sentido último se corresponde, justamente, con ese llamado interior o exhortación inicial que nos pone en el camino del pensar y que descubre su libertad. Como señala Heidegger con mucha profundidad, “lo que nos llama al pensamiento, nos da por primera vez la libertad de lo libre, para que allí pueda habitar lo humanamente libre. La esencia inicial de la libertad se esconde en el mandato que da a pensar a los mortales lo más merecedor de pensarse” [1] . Esta es la “amplitud de la razón” y “su grandeza”, como dice Benedicto XVI, y si en su primera encíclica, siguiendo a San Juan, este llamado inicial que moviliza toda la capacidad de comprensión del ser humano lo identifica con el Amor, en esta conferencia lo precisa del siguiente modo: “Ciertamente el amor, como dice San Pablo, ‘rebasa’ el conocimiento y por eso es capaz de percibir más que el simple pensamiento (cf. ef 3, 19); sin embargo, sigue siendo el amor del Dios-Logos”. Es decir, amor y verdad no se contraponen, y podría decirse del mismo modo que Fides et ratio lo hace de la razón y de la fe, que uno está dentro del otro donde encuentran cada cual su espacio propio de crecimiento. El amor a la verdad y la verdad del amor son dos realidades que se corresponden y se llaman recíprocamente en la unidad del ser personal tanto de Dios como de los seres humanos. Quien ama sólo lo puede hacer con la totalidad y unicidad de su ser personal y la verdad que busca la sabiduría “en el principio”, ilumina la totalidad del significado de la realidad en el conjunto de todos sus factores.

Como cientista social quisiera señalar que la misma problemática que el Papa analiza en relación al pensamiento moderno se despliega en el seno de la organización social misma. Desde los inicios del mundo moderno, pasando por la revolución industrial y la revolución postindustrial de las comunicaciones, la sociedad ha comenzado a organizarse con criterios funcionales para delimitar los riesgos y operar establemente, no obstante los niveles de alta contingencia e incertidumbre que surgen del entorno y de la complejidad de la sociedad misma así organizada. Esta forma de codificación de las comunicaciones al interior de la sociedad, que resulta, por una parte, razonable por su eficiencia y especialización muestra, por otra, altos niveles de irracionalidad cuando se quiere reducir la realidad social y humana sólo a aquello que se acomoda a los parámetros funcionales. El principio básico de la organización funcional es que todo elemento de la realidad es sustituible en su función por algún tipo de equivalente funcional. El valor de la eficiencia depende justamente de esta sustituibilidad.

Cuando esta forma de observar la realidad se hace dominante, lo que desaparece de su ángulo de visión es la realidad personalizada del ser humano insustituible, como también el equilibrio ecológico necesario para la preservación de recursos naturales no renovables y también insustituibles. La despersonalización de las relaciones sociales, la crisis demográfica que trae consigo la caída de la fertilidad y el envejecimiento de la población y la depredación del entorno natural se corresponden y se amplifican recíprocamente. Mientras nos esforzamos por definir reglas procedimentales en el plano jurídico, político, económico, educacional, y tantos otros, que garanticen el funcionamiento de la sociedad con pluralismo, diversidad y tolerancia tanto en el plano nacional como internacional, descuidamos la originalidad histórica de cada pueblo y cultura, su identidad, su soberanía, su patrimonio, su tradición y, en última instancia, su libertad para valorar y respetar su experiencia original en la realización de la común vocación humana. La cultura es, precisamente, ese espacio abierto a la amplitud de la razón en las circunstancias históricas específicas de cada vida humana y de cada sociedad. Si los pueblos pierden esa referencia esencial a la tradición sapiencial que los ha constituido, debilitan la solidaridad intergeneracional que sostiene la vida. La organización funcional de los asuntos humanos puede resultar muy eficaz y razonable en la distribución de los riesgos en el corto plazo, pero es algo miope para el mediano y casi ciega para el largo plazo. La actual estructura demográfica de Occidente así lo demuestra de manera irrefutable. No existe ningún algoritmo, ni ningún arreglo funcional capaz de dotar a las personas de un significado que traiga consigo tal gusto por la vida que el deseo más íntimo de ellas sea transmitirla a otros como don y bendición. Antes por el contrario, como parece generalizarse en nuestra época, la vida de cada ser humano es considerada como un difícil problema a resolver desde el punto de vista del trabajo que significa sostenerla, del esfuerzo que representa educarla, de la constante atención preventiva que significa la aparición de enfermedades y de la muerte. Y mientras la sociedad se esfuerza por mejorar cada vez más las condiciones sanitarias para aumentar la esperanza de vida al nacer, el cambio en la estructura demográfica representado por el aumento de los ancianos y la disminución de los jóvenes, augura para el futuro una creciente vejez solitaria y abandonada.

La estrechez de una visión poco razonable que motiva el uso de la violencia intencional en el caso de la difusión de la fe religiosa, no es distinta de la estrechez del saber que reduce todo el conocimiento a su valor de información en el presente y que provoca mil formas de violencia y exclusión social: la corrupción de los espacios públicos, el tráfico de drogas, la esclavitud de la prostitución y de la pornografía, la violencia intrafamiliar, el abandono de los hijos en hogares de padre ausente o desconocido, la delincuencia, la pobreza y tantas otras lacras sociales que la sociedad se esfuerza apenas por controlar puesto que parece ya resignada a no poder superar. Mientras se despliegan toda clase de esfuerzos técnicos sobre estos problemas, se descuida el único esfuerzo razonable que no es otro que proporcionar a las personas una cultura viva, en la cual los valores derivados de la dignidad humana sean el patrimonio más valioso que ella transmite y que puedan ser verificados cotidianamente por la experiencia de cada una de las personas que se integran a una comunidad de pertenencia que las acoge y las invita a trascender sus necesidades y deseos en el servicio al bien común de todos quienes la integran.

Lo que recuerda Benedicto XVI de la apreciación del emperador bizantino del siglo XIV a propósito de la difusión del Islam, está dirigido propiamente a la cultura de los pueblos occidentales y a su inquietante abandono de la confianza en la razón que busca e interroga a la realidad por el sentido último de la existencia humana en el mundo. Ciertamente, no se puede negar la utilidad que representa delimitar los problemas que enfrenta una vida social cada vez más compleja y de gran escala en contextos funcionalmente reducidos y manejables. Pero si esta delimitación lleva como consecuencia dejar de atender a la totalidad de la experiencia humana, a su sentido trascendente, al valor cultural que se despliega en el diálogo intergeneracional que sustenta la vida en el mediano y largo plazo, a la dimensión personalizada que busca cada vida humana que quiere vivirse en primera persona y de modo insustituible, entonces la delimitación funcional se vuelve irrazonable para el conjunto de todos estos factores.

Cuando las culturas hablan de Dios, refieren la experiencia humana a la totalidad de la realidad, a su origen y destino. Buscan aquella sabiduría que es capaz de considerar el conjunto de todos los factores, incluida la sabiduría del propio saber acerca del mundo y de la sabiduría. Buscan aquella dimensión esencial de la libertad humana determinada por el acto de escuchar la exhortación primera e inicial del ser de todo lo que existe y que pone a las personas en el camino del pensar y del actuar conforme a la naturaleza racional del espíritu humano. Cuando por cualquier motivo se censura este acto fundacional de la libertad del espíritu, se oscurece inevitablemente la razonabilidad de alguna dimensión de la experiencia. Lo que el Papa Benedicto nos recuerda en su conferencia es que el cristianismo, como religión del Dios-Logos, es una pasión por la realidad humana tal como ella es, tal como ha sido diseñada por la Inteligencia y Sabiduría primera que está en el origen de todo y que se revela como el Misterio que nos asombra y nos pone en camino hacia nuestra propia autorrealización y cumplimiento. Como universitarios, nos da que pensar su frase conclusiva: “En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a este gran logos, a esta amplitud de la razón. Redescubrirla constantemente nosotros mismos es la gran tarea de la universidad”.


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Notas

[1] Heidegger Martin, “¿Qué significa pensar?”, Editorial Trotta, Madrid 2005, pg. 207

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