27 de septiembre de 2017

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este tiempo nosotros hablamos de la esperanza; pero hoy quisiera reflexionar con vosotros sobre los enemigos de la esperanza. Porque la esperanza tiene sus enemigos: como todo bien en este mundo, tienen sus enemigos. Y me ha venido a la mente el antiguo mito de la caja de Pandora: la apertura de la caja desencadena tantos desastres para la historia del mundo. Pero pocos recuerdan la última parte de la historia, que abre una rendija de luz: después de que todos los males salieran de la caja, un minúsculo don parece tomarse la revancha frente a todo el mal que se extendía. Pandora, la mujer que tenía la caja bajo custodia, lo divisa el último: los griegos lo llaman elpís, que quiere decir esperanza. Este mito nos cuenta por qué es tan importante para la humanidad la esperanza. No es cierto que «mientras hay vida, hay esperanza», como se suele decir. A lo sumo, es lo contrario: es la esperanza la que mantiene en pie a la vida, la que la protege, la que la custodia y la que la hace crecer. Si los hombres no hubieran cultivado la esperanza, si no se hubieran aferrado a esta virtud, nunca hubieran salido de las cavernas y no habrían dejado huella de la historia en el mundo. Es lo más divino que puede existir en el corazón del hombre.

Un poeta francés —Charles Péguy— nos dejó páginas estupendas sobre la esperanza (cf. El pórtico del misterio de la segunda virtud). Él dice de forma poética que Dios no se asombra tanto por la fe de los seres humanos, ni por su caridad, sino que lo que realmente le llena de maravilla y asombro es la esperanza de la gente: «Que los pobres hijos —escribe— vean cómo van las cosas y que crean que irán mejor mañana». La imagen del poeta recuerda a los rostros de tanta gente que está de paso en este mundo —campesinos, pobres, obreros, migrantes en busca de un futuro mejor— que ha luchado tenazmente a pesar de la amargura de un presente difícil, lleno de tantas pruebas, pero animada por la confianza de que sus hijos hubieran tenido una vida más justa y serena. Luchaban por los hijos, luchaban en la esperanza.

La esperanza es el impulso en el corazón de quien se va dejando la casa, la tierra y a veces, a familiares y parientes —pienso en los emigrantes—, para buscar una vida mejor, más digna, para sí mismos y para sus seres queridos. Y es también el impulso en el corazón de quien acoge: el deseo de encontrarse, de conocerse, de dialogar... La esperanza es el impulso para «compartir el viaje», porque el viaje se hace en dos: los que vienen a nuestra tierra y nosotros, que vamos hacia su corazón, para entenderlos, para entender su cultura, su lengua. Es un viaje a dos vías, pero sin esperanza, ese viaje no se puede hacer. La esperanza es el impulso para compartir el viaje de la vida, como recuerda la Campaña de Cáritas que inauguramos hoy. Hermanos, ¡no tenemos miedo de compartir el viaje! ¡No tenemos miedo! ¡No tenemos miedo de compartir la esperanza!

La esperanza no es virtud para gente con estómago lleno. Por eso, desde siempre, los pobres son los primeros portadores de la esperanza. Y en este sentido podemos decir que los pobres, también los mendigos, son los protagonistas de la historia. Para entrar en el mundo, Dios tuvo necesidad de ellos: de José y de María, de los pastores de Belén. Durante la noche de la primera navidad, había un mundo que dormía, acomodado sobre tantas certezas. Pero los humildes preparaban al ocultarse la revolución de la bondad. Eran pobres de todo, alguno flotaba un poco por encima del umbral de la supervivencia, pero eran ricos del bien más precioso que existe en el mundo, es decir, de las ganas de cambio. A veces, haber tenido todo en la vida es una desgracia. Pensad en un joven al que no se le ha enseñado la virtud de la espera y de la paciencia, que no ha debido sudar por nada, que a los veinte años ya quemó las etapas, «sabe ya como va el mundo»; ha sido destinado a la peor condena: la de ya no desear nada. Es esta la peor condena. Cerrar la puerta a los deseos, a los sueños. Parece un joven y, en cambio, el otoño ya ha calado en su corazón. Son los jóvenes de otoño. Tener un alma vacía es el peor obstáculo de la esperanza. Es un riesgo del que nadie puede decirse excluido; porque ser tentados contra la esperanza puede suceder incluso cuando se recorre el camino de la vida cristiana. Los monjes de la antigüedad denunciaron uno de los peores enemigos del fervor. Decían así: ese «demonio del mediodía», que va a romper una vida de empeño, precisamente cuando arde en lo alto el sol. Esta tentación nos sorprende cuando menos lo esperamos: los días se vuelven monótonos y aburridos, ya ningún valor parece merecer la fatiga. Esta actitud se llama la pereza, que erosiona la vida desde el interior hasta dejarla como un envoltorio vacío.

Cuando ocurre esto, el cristiano sabe que esa condición debe combatirse, no se aceptada de forma pasiva. Dios nos ha creado para la alegría y para la felicidad y no para crucificarnos en pensamientos melancólicos. Por eso es importante custodiar el propio corazón, oponiéndonos a las tentaciones de infelicidad, que seguramente no provengan de Dios. E allá donde nuestras fuerzas parecieran débiles y la batalla contra la angustia, particularmente dura, siempre podemos recurrir al nombre de Jesús. Podemos repetir aquella oración sencilla, de la que encontramos huellas también en el Evangelio y que se ha convertido en la piedra angular de tantas tradiciones espirituales cristianas: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, ¡ten piedad de mí, pecador!». Hermosa oración. «Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, ¡ten piedad de mí, pecador!» . Esta es una oración de esperanza, porque me dirijo a aquel que puede abrir las puertas y resolver el problema y dejarme mirar al horizonte, el horizonte de la esperanza.

Hermanos y hermanas, no estamos solo combatiendo contra la desesperación. Si Jesús ganó el mundo, es capaz de ganar en nosotros todo lo que se opone al bien. Si Dios está con nosotros, ninguno nos robará esa virtud que necesitamos absolutamente para vivir. Ninguno nos robará la esperanza. ¡Vayamos hacia delante!


LLAMAMIENTO

Me complace recibir a los representantes de Cáritas, aquí reunidos para iniciar de forma oficial la campaña «Comparte el viaje» —hermoso nombre de vuestra campaña: compartir el viaje— , que he querido hacer coincidir con esta audiencia. Doy la bienvenida a los migrantes, a los solicitantes de silo y a los refugiados que, junto a los trabajadores de la Cáritas italiana y de otras organizaciones católicas, son símbolo de una Iglesia que buscar ser abierta, inclusiva, acogedora. Gracias a todos por vuestro incansable servicio. Vosotros habéis aplaudido ya, pero ellos se merecen realmente un gran aplauso, ¡de todos! Con vuestro empeño cotidiano, nos recordáis que el mismo Cristo nos pide acoger a nuestros hermanos y hermanas migrantes y refugiados con los brazos, con los brazos bien abiertos. Acoger precisamente así, con los brazos bien abiertos. Cuando los brazos están abiertos, están listos para un abrazo sincero, para un abrazo afectuoso, un abrazo envolvente, un poco como esta columnata en la Plaza, que representa a la Iglesia madre que abraza a todos al compartir el viaje común. Doy la bienvenida también a los representantes de tantas organizaciones de la sociedad civil empeñados en la asistencia a migrantes y refugiados, que, junto a Cáritas, han dado su apoyo a la recogida de firmas para una nueva ley migratoria, más relevante en el contexto actual. Sed todos bienvenidos.


Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en especial a los grupos provenientes de España y Latinoamérica.

Les pido que hoy tengamos un recuerdo en la oración por las víctimas y los damnificados que deja tras de sí el huracán que en estos días ha azotado el Caribe, y en modo especial Puerto Rico. Que Dios los bendiga.


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