Bien puede afirmarse, en definitiva, que el catolicismo no solo no debilitó la consistencia de las obras dramáticas de los Siglos de Oro en España —ya del punto de vista de los dramaturgos, ya del público espectador—, sino que solió ser, en las grandes tragedias, precisamente sustancia de tragicidad.

Cierto sector de la crítica ha querido negar la existencia de la tragedia como género teatral en la España de los Siglos de Oro, o la ha puesto en duda, básicamente por tres razones: la superación que hiciera del esquema clásico de las unidades de tiempo, acción y lugar; algo que yo llamaría una confusión entre la tragedia y lo trágico; y, finalmente, el problema de la fe, es decir, una supuesta imposibilidad de que pueda haber tragedia en obras dramáticas donde irrumpe Dios, la esperanza en la vida eterna y la redención del hombre.

Intentaré hacerme cargo de cada una de ellas.

Fue Lope de Vega quien, de modo magistral y entendiendo el teatro a cabalidad, privilegió —y mandó privilegiar en su Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo— ante todo la acción por sobre las unidades de lugar y tiempo. Así, básicamente desde él y después de él, los autores del drama nacional español se concentraron en la acción, privilegiaron ante todo la acción, conscientes y conocedores de los elementos indispensables para mantener la atención del público y su reacción, que es finalmente lo que importa en el teatro. Dicho de otro modo, tiempo y lugar se ordenaron funcionalmente a la acción, que es la esencia del teatro.

Por lo demás, y como ha recordado el profesor Francisco Ruiz Ramón, «la única unidad dramática real es [efectivamente] la de acción y esta es la que Aristóteles señaló como importante en su Poética; las otras dos, la de tiempo y la de lugar, no corresponden a la esencia del drama, y son artificiales. Su equiparación con la unidad de acción, hasta formar con ella la célebre tríada que tantas polémicas suscitó a lo largo de los siglos XVI y XVII, fue una invención de los preceptistas italianos del Renacimiento; [aunque] los dramaturgos españoles del siglo XVI no acostumbraron observarlas en la práctica. Los dramaturgos del XVII rechazaron teórica y prácticamente las unidades de tiempo y lugar, y respetaron en teoría siempre y en la práctica casi siempre, la unidad de acción» [1].

En Shakespeare, el ejemplo preclaro al respecto es El mercader de Venecia.

En efecto, y más allá de problemas técnicos relativos a cuestiones de montaje o escenografía, la unidad de lugar pudo romperse, pues los autores fueron capaces de traspasar con la acción los diversos espacios en que ella misma se desarrolló. Dado, además, que lo relevante era «lo humano que en escena ocurría», mientras esa tensión se mantuviese en alto literalmente daba lo mismo dónde ocurriese.

Algo similar puede decirse respecto a la unidad de tiempo, la que también se ordenó a la de acción. Lo que importaba era mantener, diríamos, «el hilo de la narración», el avance de la fábula; y en la medida en que este estuviese bien trabajado —en cuanto poseyendo al espectador, pero también en lógica verosímil de sucesos—, el modo en que se ubicase temporalmente perdía relevancia. Por lo demás, los autores de esta época fueron también maestros en economía teatral: primeras escenas que van derecho al grano, acciones que no se introducen sino que literalmente ocurren, uso muy moderno y adelantado del concepto de «convención teatral», en fin, todo para mantener la expectación de un público no solo ávido sino exigente.

Frente a lo artificioso de la preceptiva italiana, que postulaba un concepto muy rígido de la creación dramática, los españoles desarrollaron una preceptiva que podríamos denominar natural: la libertad de creación como base de la «comedia nueva». En efecto, «más importante que construir la obra dramática con arreglo a normas es construirla de acuerdo con el natural, donde las acciones, para llegar a su perfección, requieren no veinticuatro horas, ni un solo lugar, sino cada una su tiempo y su espacio. La acción del drama, al prescindir de las supuestas unidades de tiempo y lugar, adopta espontáneamente la estructura espacio-temporal de la vida humana» [2].

Ignacio Arellano agrega además que estas unidades «obedecían en origen a la preservación de la verosimilitud, [y por lo mismo] la postura general española [del período] es flexible: puesto que son instrumentos de verosimilitud no deberán mantenerse en aquellos casos en que resten verosimilitud a la acción» [3].

Con todo, es evidente que lo anterior pudo lograrse en la España de los siglos XVI y XVII gracias al alto dominio de la técnica teatral alcanzado, de un desarrollo notabilísimo del lenguaje escénico, y no a meras cuestiones fortuitas. Es decir, y más allá de formulaciones teóricas o expresiones de deseo, si la tradicional unidad de tiempo, acción y lugar fue superada por el drama nacional español, concentrándose el foco en el desarrollo y desenvolvimiento dramáticos, ello se dio en la práctica con efectos concretos, reales. Dice Ruiz Ramón: «En lugar de una unidad de tiempo y de una unidad de lugar, válidas para toda la acción, hay un sistema de varias unidades de lugar y de tiempo, que constituyen los diversos momentos o etapas de un proceso temporal y los diversos lugares de un espacio múltiple cuya articulación dramática —es decir, en función de la acción— dibuja melódicamente la imagen de la estructura espacio-temporal de la vida humana» [4]. Por cierto, dramaturgo y público asumen la convención de que el escenario no es un espacio físico sino dramático.

Así, y respecto a este primer punto, pienso que la crítica es de orden formal y no repara en el fondo de la diferencia. Finalmente, lo que califica a una tragedia de tal no es el cumplimiento de ciertos estándares de construcción, sino el nivel mimético alcanzado (o el efecto estético en el público espectador, si se quiere).

Agrego finalmente además, con Marc Vitse, que ante el extraordinario acervo teatral del Siglo de Oro, resultan por entero insuficientes las clasificaciones que se hicieron de él en el siglo XIX. «A la hora de decidir si una obra pertenece o no a la esfera de la tragedia, es preciso salir del impresionismo de las aproximaciones empíricas y, ayudándose del esfuerzo taxonómico de los especialistas de la teoría literaria, intentar revivificar, sistematizándolas, las intuiciones certeras, aunque incompletas, de los teóricos del Siglo de Oro.

«Uno de los conceptos discriminadores más insistentemente utilizados [...] fue la diferencia, de origen clásico, entre lo verdadero y lo fingido [...]. Esta división binaria daba paso, a veces, a una distinción de géneros, en razón a la grandeza-gravedad de los casos verídicos (historia es tragedia) o a la humildad-suavidad de los imaginados (invención es comedia). A todas luces no podían encajar en parecido esquema las producciones concretas de la época, y no tuvieron ninguna dificultad en denunciar la relativa improcedencia de este criterio [varios] preceptistas [...]. Es que sabían que no en la materia de las acciones representadas reside el principio clasificador, sino en la naturaleza del efecto dominante producido sobre el público: «Y la diferencia que hay de los temores trágicos a los cómicos es que aquestos se quedan en los mismos actores solos, y aquellos pasan de los representantes en los oyentes; y ansí las muertes trágicas son lastimosas, mas las de las comedias, si alguna hay, son de gusto y pasatiempo (El Pinciano, Preceptiva, p. 100)» [5].

Una segunda crítica tiene que ver con aspectos más materiales, aunque me parece que terminan siendo formales al fin y al cabo.

Tradicionalmente se entendió, y también siguiendo “a la letra” las ideas de Aristóteles, que la tragedia debía versar sobre sucesos o acasos grandes; cuestiones terribles que debían ocurrir a personajes notables; o, cuando menos, no viles y pertenecientes a la media razonable del existir (si es que alguna vez existió dicha media...). Un error de juicio o de identidad, una mala interpretación de signos u oráculos, en fin, un yerro de características “apaideusíacas” debía volcarse sobre la fatal víctima para aplastarla en escena. Esto, hasta que dicho estado de ignorancia o error fuese desatado por alguna revelación o descubrimiento, por una anagnórisis que volviese las cosas a su equilibrio, independientemente de si de dicha revelación o alumbramiento se seguían necesariamente consecuencias positivas.

Edipo, quizá, es el paradigma de esta visión de las cosas...

Los dramaturgos españoles del período en comento, en cambio, preocupados como dijimos de lo humano en cuanto tal, rompieron totalmente con dicha rigidez por razones (o intenciones) que no podría sino calificar de... obvias.

Si de lo que se trataba era de llevar la vida real a las tablas, comprendieron perfectamente (o se dieron cuenta, maravillados, de lo que eran capaces de lograr y producir) que esa misma realidad no era desde luego exclusiva a algunos sino que toda vida humana era susceptible de llevarse al corral. Dicho de otra forma: la vida no solo no se daba solo en algunos, como es evidente; sino que, y además, no se daba en todos solo de la manera tradicionalmente trágica. Por otra parte, entendieron también que la vida humana no es solo yerros, sino también risas y picardía; que, en fin, lo humano, lo trágico, es y está entremezclado de risas y llantos, de dolor y alegría, de fracasos y logros.

En efecto, señala Ruiz Ramón, «el mismo principio de la libertad artística, la misma preocupación por imitar la naturaleza en la acción del drama lleva a los dramaturgos del siglo XVII a suprimir las fronteras entre lo trágico y lo cómico, tal como ya lo habían hecho, en parte, los dramaturgos del XVI» [6].

Este punto es quizá la manifestación más cabal de aquella dramatización de la vida, núcleo de la comedia nacional española. La mirada al motivo dramático para la puesta en escena dejó de habitar en las ínclitas estructuras y fisonomías —tipos— preestablecidos, dejó de estar fija en los moldes rígidos de lo inerte o del mito, del tema arcaico e incluso del motivo religioso, y se movió en cambio a la calle, a la plaza, al campo y a la corte. De ahí tomó su motivo y materia, de aquello se nutrió, y de ahí, como es obvio, se vio impelida a romper con el encasillamiento clásico.

Pues lo que encontró no fueron héroes ni personificaciones, no halló dioses ni alegorías, tampoco ideas o signos (o reyes más parecidos a los estereotipos de la baraja que a hombres de carne y hueso): encontró seres humanos, almas con vísceras y vértebras.

Así, y por ejemplo, comenta Arellano que «la misma aparición del gracioso no empece en nada a la condición trágica esencial de una pieza, lo mismo que sucede [con el bufón] en el teatro de Shakespeare: pues muchos graciosos, sobre todo los de las tragedias calderonianas, sirven casi siempre para expresar, con su exilio en el interior de una trama que los expulsa constantemente, la condición trágica de un universo en el que la risa no puede sobrevivir...» [7].

En efecto, este suprimir los límites entre lo trágico y lo cómico tuvo una doble importancia. Desde el punto de vista literario, invalidó la distinción tradicional entre los géneros. Pero, y como ha observado Ruiz Ramón, no lo hizo «en nombre de unas normas artísticas, sino en nombre de un concepto vital de la acción dramática, la cual, antes que nada, debe ser “verosímil“, entendiendo la verosimilitud como fidelidad a la naturaleza. Naturaleza aquí significa dos cosas: lo natural como contraposición de lo artificial; pero también la “naturaleza de la acción“, lo propio de ella» [8].

Así, el “error“ o el punto de vista objeto de matiz que diferencia el acercamiento al problema tuvo que ver —tiene que ver— con confundir la “tragedia“ en cuanto molde de confección dramática, con “lo trágico“ como efecto o elaboración mimética.

Pues en el eje de lo humano, como ya he insistido, este “lo trágico” se da en lógica humana...

En fin, tampoco se trata solamente de no distinguir entre géneros. Como agrega el mismo Ruiz Ramón, lo trágico y lo cómico se funden ya no por cuestiones de poética sino por «la visión que el hombre tiene de la realidad. La nueva dramaturgia es, ante todo, un nuevo punto de vista de la realidad. Ese nuevo punto de vista exige un arte nuevo. La densidad de la vida humana, donde serenidad y borrasca se mezclan en un mismo punto y en una misma persona, es percibida unitariamente, no bajo la especie de compuesto, sino bajo la especie de lo mixto» [9].

Comentando la definición que Ricardo de Turia hace de la tragicomedia como poema mixto —donde lo trágico y lo cómico pierden su forma y trascienden a una tercera materia muy diferente—, siendo lo mixto comparable al “fabuloso Hermafrodito“, Ruiz Ramón afirma: «El drama español del Siglo de Oro es drama hermafrodito, porque es expresión de una concepción centáurica del mundo. La forma dramática propia de esa bifronte concepción del vivir humano no es, por tanto, el poema puro (tragedia o comedia), sino el poema mixto. Por eso carece de sentido hablar de la dificultad o de la incapacidad para la tragedia del teatro español, fundándolo en ocurrencias de índole psicológica o sociológica más o menos interesantes. No hay tal dificultad ni tal incapacidad. Lo que hay es una “cosmovisión” distinta a la que origina la tragedia, como forma dramática que la exprese en Grecia, Inglaterra o Francia. Ahora bien, que no exista la tragedia estilo griego, estilo Shakespeare o estilo Racine, no significa que no exista en el teatro español lo trágico y la forma dramática correspondiente a la percepción “sui generis“ de lo trágico [...].

«[Así], la indistinción de lo trágico y lo cómico supone, más allá de todo arte poético, una vivencia de la realidad humana, un talante específico que pretende imitar en un poema mixto la mixta contextura del vivir» [10].

Y esto, claro está, es además profundamente católico. Y hasta escolástico, en cierta medida.

Pues en tercer lugar, y en una aproximación para nada superficial, obras dramáticas compuestas no solo en un contexto socio-cultural católico sino por autores que profesaron consciente y enteramente dicha fe, pueden considerarse en principio por entero ajenas al concepto clásico de tragedia, ya que los elementos centrales de esa fe impedirían (o evitarían o harían casi imposible) precisamente lo trágico.

En efecto, una fe que cree en un solo Dios, creador de todo lo visible e invisible; que confía esperanzada en la vida eterna prometida; y, consecuentemente, que está convencida y comprometida en y con la redención del género humano, no daría cabida, en principio, al “sentimiento trágico de la existencia“. Y, por cierto, podemos encontrar ejemplos: Hamlet no habría sido Hamlet si hubiese tenido, digamos, una “visión sobrenatural de las cosas“, si hubiese practicado la caridad hasta el dolor, o si, simplemente, se hubiese animado a perdonar [11]. Mejor aún, y para no perdernos del contexto en que estamos, Segismundo en La vida es sueño es todo lo trágico que puede ser en cuanto se mantiene —es mantenido— magníficamente “al margen” de la “solución ascética“. En principio.

Pues sin embargo se olvida que, a pesar de lo anterior, para la fe católica (para un contexto socio-cultural católico y para autores católicos), un elemento radicalmente central de “lo humano“ es la realidad concreta, cabal y categórica del pecado. De la naturaleza caída tras el pecado original, de la lucha contra el mal y sus tentaciones, de la derrota permanente —que no necesariamente final— de la miseria humana, de esa verdadera guerra entre la naturaleza y la gracia que se da —y se continuará dando— en cada alma hasta el final de los tiempos.

Si esto no es “trágico”, la verdad es que resulta difícil entender qué lo sea...

Con todo, es cierto que resulta riesgoso, por no decir desastroso, escribir obras de teatro “desde” la fe. La literatura, como todo arte, no se deja manipular. Pero otra cosa muy distinta es que, tratándose de llevar “lo humano“ a escena, ese humano no se lleve con un aspecto de su naturaleza e identidad que para la época, como para sus autores, era esencial.

Por lo demás, ahí están las obras para demostrarlo. Nadie podría alegar, por ejemplo, que la catolicidad ha echado a perder El alcalde de Zalamea. Muy por el contrario: el conflicto dramático de la obra parece resumirse y contenerse precisamente en aquellas palabras de Pedro Crespo, que son cabalmente católicas: «Al rey la hacienda y la vida / se ha de dar; pero el honor / es patrimonio del alma, / y el alma solo es de Dios» (vv. 873-76).

Como tampoco creo que nadie podría negar que Fuenteovejuna es una tragedia, y que buena parte de su “tragicidad” tiene que ver con una visión del hombre y del mundo esencialmente católicas. Un ánthropos católico.

Y es que, como agudamente observa Ciríaco Morón Arroyo, «para una sociedad cristiana o para un individuo cristiano, el cristianismo, lejos de excluir la tragedia, es una fuente de situaciones trágicas. Es un ideal de perfección que se opone a las inclinaciones del individuo, es una exigencia de sacrificio…» [12].

Si hay algo que hace a Enrique VIII por entero dramático en La cisma de Ingalaterra, de Calderón de la Barca, es el conflicto en que luchan encarnizadamente razón y pasión. Pero que no luchan en cuanto potencias neutras, como el mero choque entre los apetitos y las capacidades de aprehender la realidad de las cosas. La lucha está mediada por las convicciones, por el ser mismo de las cosas, y desde luego por sus consecuencias. Uno podría decir que La cisma de Ingalaterra es un drama “profundamente católico“, sin que “eso católico“ sea su materia primordial (que, por cierto, no lo es); sin que se lo utilice a modo de arenga o propaganda y sin que se lo esté manipulando para otros fines.

Sucede que para estos autores (y para esta época y para esta España) “lo humano” de lo que hemos hablado tanto en este acápite es “católico”, como unidad inseparable. No puede verse de otra manera, pues no hay otra manera de verlo.

Por lo demás, me parece que también deben tenerse en cuenta las prevenciones de Enrique Oostendorp. «Dado que Hegel, Nietzsche, Schopenhauer y otros veían sucumbir al héroe bajo el peso de un orden superior, afirmando precisamente su libertad en la derrota, consideraban este orden como algo exclusivamente negativo. Partiendo de la idea, propia del siglo XIX, de que el hombre es completamente autónomo y su libertad el bien supremo, consideraban cualquier orden como un yugo. De ahí que simpatizaran con la rebelión contra todo orden, cualquiera que fuera, y no pudieran imaginarse que un héroe trágico se opusiera indebidamente a un orden superior o, al revés, lo afirmara. Cada obediencia al orden traía, según ellos, como consecuencia la enajenación del hombre y, por eso, les era imposible simpatizar con alguien que quisiera mantener un orden superior. Esta opinión llevaba consigo la negación de la posibilidad de tragedias cristianas, rechazo que fue corroborado por el argumento de que héroes cristianos (por ejemplo mártires) no sucumbían de veras, puesto que eran premiados en el cielo» [13].

Oostendorp defiende la tesis de que el protagonista de una tragedia rompe o mantiene el orden superior del mundo que habita, y que es precisamente ese romper o mantener lo que le provoca, necesaria e inevitablemente, un gran dolor al final. Dicho orden superior del mundo, desde la perspectiva del público ideal, puede considerarse positivo o negativo. Lo importante es que el héroe que lo infringe «tiene que ser representado de tal modo que el público ideal comprenda su actitud. Esto lleva consigo que la actitud del público frente a tal orden sufra algún cambio o que, en todo caso, se dé cuenta de que la obediencia a dicho orden pueda causar frustraciones dolorosas» [14].

Y más adelante agrega: «La confirmación de un orden superior es considerada un acto positivo que al mismo tiempo lleva consigo gran sufrimiento. Si el dolor está representado de tal modo que el héroe padece realmente a consecuencia de su confirmación del orden superior y, por lo tanto, suscita comprensión en el público ideal, no veo inconveniente en caracterizar esta obra de tragedia. Por más que el público ideal admire la actitud ejemplar del protagonista, también puede sentir horror y compasión por identificarse con el héroe cuyo sufrimiento demuestra que la realización de un acto perfecto puede ir acompañada de grandes sufrimientos [...].

»[Así], una tragedia se caracteriza primordialmente por su modelo de acción que tiene que contener los elementos necesarios para despertar la comprensión del público ideal por la actitud del protagonista, o, en otras palabras, que tiene que inspirar en aquél horror, compasión y, en casos determinados, admiración» [15].

Bien puede afirmarse, en definitiva, que el catolicismo no solo no debilitó la consistencia de las obras dramáticas de los Siglos de Oro en España —ya del punto de vista de los dramaturgos, ya del público espectador—, sino que solió ser, en las grandes tragedias, precisamente sustancia de tragicidad.


NOTAS 

[1] Ruiz Ramón, Francisco, Historia del Teatro Español. Desde sus orígenes hasta 1900, Madrid, Cátedra 1996, pp. 131-32.
[2] Ibid., p. 132. Las cursivas en el original.
[3] Arellano, Ignacio, Historia del teatro español del siglo XVII, Madrid, Cátedra, 2005, p. 121.
[4] Ruiz Ramón, 1996, p. 132.
[5] Vitse, Marc, «Notas sobre la tragedia áurea», Criticón, 23, 1983, 1983, pp. 15-16.
[6] Ruiz Ramón, 1996, p. 133.
[7] Arellano, 2005, pp. 120-21.
[8] Ruiz Ramón, 1996, p. 133. Las cursivas en el original.
[9] Ibid., pp. 133-34.
[10] Ibidem.
[11] No me hago cargo en este ejemplo, evidentemente, de un aspecto de la obra en la que Shakespeare también rompió con un elemento central de la tradición clásica respecto a la tragedia: que es una propia acción (o error u omisión) la que se “devuelve” contra el protagonista para desencadenar precisamente la tragedia. Como sabemos, en Hamlet hay una sustitución vicaria de lo anterior, en la figura del Fantasma del asesinado rey.
[12] Morón, Arroyo, Ciríaco, Calderón. Pensamiento y teatro, Santander, Estudios de Literatura y Pensamiento Hispánicos, Sociedad Menéndez Pelayo 1982, p. 51.
[13] Oostendorp, Enrique, «La estructura de la tragedia calderoniana», en Criticón, 23, Toulouse, 1983, pp. 183-84.
[14] Ibid., p. 186.
[15] Ibid., p. 187.

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