El concepto de lo sagrado constituye un punto de referencia esencial para la comprensión de la civilización occidental. Historiadores de las religiones, etnólogos, antropólogos, psicólogos y teólogos han procurado muchas veces enfocar este concepto que se presta para una amplia gama de declinaciones y articulaciones. Consideramos sagrado aquello que pone al hombre en relación con su propio origen.

Sin embargo, ¿de qué origen se trata? En términos bíblicos, en los comienzos de la historia del hombre se encuentra la violencia de Caín; pero existe una relación aun más originaria que esa violencia primordial: se trata de la relación vivida entre Dios y el hombre en el jardín del Origen, el Edén, como relata el libro del Génesis. Es una relación, por tanto, de paz y armonía, que se ubica en los orígenes de la vida, de la manera en que Dios se comunicaba con el hombre, paseando con este, en la familiaridad de la brisa de un viento ligero. Así, Dios se manifiesta en la dulzura, por Él confiada al hombre como una misión.

Lo sagrado es por tanto aquello que lleva nuevamente al hombre a una alianza originaria, en la cual Dios y el hombre son los términos de una relación marcada por la familiaridad, la armonía y la amistad. Es una relación vivida al interior de un horizonte en el cual la bondad y la belleza parecen ser expresión de una sencilla palabra hebrea: tob. Es una palabra proferida por Dios mismo para expresar el estupor y la maravilla ante la belleza y la bondad del cosmos por Él mismo creado. En este sentido originario, lo sagrado no está tan vinculado con la violencia presentada en la historia, sino más bien resulta ser el modo de relación del hombre consigo mismo y lo Absoluto desde los orígenes de la vida.

¿En qué sentido se puede entonces hablar de lo sagrado en relación con el arte? Por arte sacro no entendemos inmediatamente la dimensión litúrgica o del culto, sino la capacidad de la expresión artística de hablar de las dimensiones más profundas e íntimas de la existencia humana en relación con lo Absoluto, es decir, en pocas palabras, de la verdad del hombre. Así entendido, lo sagrado no remite tanto, por consiguiente, como generalmente se tiende a considerar, a un contenido transmisible, a una enseñanza religiosa (al menos en el sentido tradicional de la expresión) comunicable, como ocurre en la temática del arte de la Reforma católica de fines del siglo XVI, en que la expresión artística está al servicio de la fe. Si de hecho el arte se convierte en una forma de aprender los misterios cristianos en el placer de la visión estética, la expresión artística corre el riesgo de ser concebida como “función” de otra cosa. Por lo demás, no constituye puramente un riesgo, sino también una peculiar oportunidad. Efectivamente, en el curso de los siglos se realizaron obras maestras absolutas precisamente en una tentativa de traducir en enseñanza para los fieles el mensaje cristiano.

Se impone entonces una reflexión sobre el significado de la experiencia estética. La creación artística está ciertamente en estrecha relación con aquello que representa, de acuerdo con los términos de la visión occidental, fundamentalmente transmitidos por la perspectiva de Brunelleschi: el arte como mímesis de la naturaleza y la historia. ¿O existe un carácter sacro intrínseco, que se realiza en el acto mismo de hacer arte? ¿El arte es sacro porque el objeto representado está vinculado con un contenido bíblico ouna iconografía religiosa preestablecida, o en la esencia del gesto mismo del artista existe un principio que aflora a través del gesto del arte? En pocas palabras, ¿cuál es el sentido de la visión? Advertimos el riesgo de una ambigüedad.

La experiencia de la belleza

A partir de Platón, la filosofía estética ha procurado abordar el tema de la experiencia de la visión en relación a la belleza. ¿Cuándo podemos reconocer un objeto “bello”? ¿Cómo podemos advertir su presencia? Cada vez que vemos algo que nos atrae en forma inmediata, generando en nosotros alegría, admiración, maravilla, como si fuésemos misteriosamente atraídos, capturados, como si no pudiésemos menos que mirar, observar, contemplar. El tiempo y el espacio parecen detenerse por un instante. Advertimos una sensación de plenitud, de integración con nosotros mismos, con el mundo circundante. Vivimos una experiencia de pasividad. La belleza interpela, interroga, plantea interrogantes.

Ciertamente, es difícil abordar como tema la experiencia de la belleza, como recuerda numerosas veces Kant en la Crítica del juicio. Sin embargo, experimentamos la intensidad, el placer y la alegría de la misma. Se ofrece a nosotros en la inmediatez, en una libertad exenta de todo interés instrumental [1]. “Sentimos” que se trata de un aspecto importante de nuestra existencia. Nos embarga una fascinación profunda. El mismo Platón describe en el Simposio este momento de encuentro como un hecho extraordinario, una inmersión en el maravilloso mar de lo bello, cuya visión se sitúa bajo el signo de la gratuidad, que se ofrece con todo únicamente al final de un largo camino de preparación para ver, como si la obra de arte estuviese habitada por un sentimiento de presencia o una luz divina por reconocer, a través de la cual la verdad de las cosas es revelada en cierto modo en la bondad y belleza de las mismas. Es preciso aprender a “ver”, a “contemplar.” Ciertamente, Aristóteles no consideraba por casualidad al theõrein, la contemplación entendida como visión sintética del todo, la más elevada de las actividades humanas [2].

La pintura contemporánea nace fundamentalmente bajo el signo de esta búsqueda del sentido de la visión. Es suficiente al respecto considerar a Cézanne, cuando comenta sobre su deseo de traducir en pintura lo que en el mundo hay de más misterioso y secreto, como si fuese algo que se enlaza con las raíces mismas del ser, con la fuente impalpable de las sensaciones [3]. La dimensión de lo invisible, con la cual se vincula a menudo uno de los aspectos fundamentales del arte del siglo XX, no puede olvidarse en semejante contexto de arte “sacro”. Debemos recordar a Klee, cuando afirma que más que reproducir lo visible, el arte hace visibles, permitiéndoles aflorar a la superficie, las raíces mismas del ser, del reino de lo inmaterial, del abismo que vive bajo las formas [4]. Esta posibilidad de revelación no puede separarse de la experiencia del artista. El arte es conocimiento, visión pura. Es un principio extraordinario, que ahonda las raíces en la tarea de los monjes orientales, para quienes la pintura del icono estaba vinculada con un claro camino existencial de fe. El artista era su obra, su aliento, el fruto de su vida. El artista era la materia en la cual trabajaba, que se convertía en “sentido”. El principio de lo sacro no surgía puramente de lo representado, sino de la modalidad con la cual se veía el acto mismo de pintar. La oración pronunciada antes de “hacer pintura” era un hecho necesario para el gesto mismo del arte. Así, pintar constituía en sí mismo una oración. Ciertamente, no por azar nació o se manifestó sobre todo en tierra rusa la relación entre arte y espiritualidad, especialmente por Kandinsky, como sugiere el título de su libro Sobre lo espiritual en el arte, donde era grande el influjo de la tradición espiritual del icono, que se traduce en la obra del artista en una pintura constituida únicamente por formas y colores.

En la segunda mitad del siglo XX, no podemos olvidar además la tentativa de Klein de reflexionar sobre una búsqueda estética basada en el color. Klein llega a desplegar un solo color mediante un proceso de desmaterialización, que ve en la ausencia de la figura el principio de un silencio metafísico que rechaza toda tentativa de imitación del mundo en condiciones de justificar la representación. Es una sensibilidad pictórica inmaterial. Hay ausencia de representación de lo real. Hay purificación de toda representación, con riesgo de objetivar la realidad circundante, sofocar su aliento, su soplo vital, y brutalizar el sentido más íntimo. Hay total inmaterialidad. El silencio proveniente de llegar a un solo color es concebido como experiencia de trascendencia y absoluto, como inmersión en una nada que es la negación de toda imagen que intente arrebatar y manipular el sentido de las cosas. La monocromía se entiende como evocación del silencio de una contemplación que nace de la negación radical de todo referencialismo imitativo, para permitir al hombre vivir una experiencia de pura sensibilidad, una inmersión en el vacío místico del silencio.

Es preciso recordar además la obra de Rothko, que exaltando el valor cromático del color, crea un universo profundamente espiritual. Algunos rectángulos coloreados, perfectamente frontales, de bordes vagos y sutilmente modulados, parecen navegar libremente en un universo suspendido. Modulaciones de color, a veces casi imperceptibles, hacen aparecer espacialidades inciertas, fluctuantes, formas de colores indistintos, formas que no parecen iluminadas por la luz diurna, sino irradiando hacia lo externo, como si una luz proviniese desde su interior. Apariciones inestables y vagas, como en espera de disiparse, atraen al observador a un espacio de meditación, que muy lejos de parecer real, se presenta más bien como “revelado”, como si tuviésemos ante nosotros puertas abriéndose al infinito, velos de meditación, diafragmas de contemplación, toldos coloreados que solamente permiten vislumbrar lo divino, como para poderlo proteger, como si debiésemos esperar que se abra de par en par una realidad que en el momento solo podemos intuir [5]. ¿La Rothko Chapel de Houston? Un espacio de extraordinaria intensidad espiritual... como si nos permitiese entrar en un más allá, en un mundo que desde siempre el hombre procura conocer y atravesar.

Límites del arte contemporáneo

Está presente una difícil tensión, con la cual nos encontramos sobre todo en la actualidad, en que el arte cede con demasiada frecuencia a un formalismo fácil y llamativo o a un mero juego intelectualista, transformándose en una gran Disneyland donde las imágenes se vuelven frágiles y efímeras, traicionando ese universo simbólico y espiritual que por tantos siglos ha atravesado y caracterizado el arte. Demasiados intereses económicos crean confusión en el interior de un mundo donde los criterios estéticos parecen dictados por un subjetivismo arbitrario, que no admite un debate serio sobre el significado del arte. Demasiadas complicidades entre el mundo de la crítica y el mercado artístico trastornan el sentido de una reflexión sincera basada en valores estéticos reales

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La dimensión vinculada con el significado más profundo de la existencia humana se vuelve tenue e imperceptible. El arte parece haber olvidado los símbolos de la tradición, las formas mediante las cuales comunicaba su propia historia y la identidad de una civilización. El arte se convierte entonces en mero espectáculo, celebrado en los ritos de los grandes eventos mediáticos y transformado en un fácil secundar y acariciar un éxito exterior y superficial. No existe un arte hecho de luces intermitentes o concebido en el deseo de provocar shocks visuales y emotivos que hagan de la obra de arte una especie de triunfo sobre lo insignificante, lo puramente efímero. Todo se transforma en publicidad, en audience, en seducción, en captar la atención. Es el arte del desempeño, de la carencia de posiciones precisas ante el mundo en el cual se vive. Se carece de valor al asumirse responsabilidades. Es una ilusión fácil de un universo en que la proliferación de la imagen tiende a la negación de su valor simbólico, a la exaltación de la mediocridad.

Franzini hablaría de un triunfo de la iconoclastia [6], en que se niega el valor de la imagen mediante su inútil multiplicación. Así, la imagen ya no ejerce, como diría Baudrillard [7], el dominio simbólico de la presencia y la trascendencia, sino puramente de la desaparición. La obra de arte se convierte en mero objeto de consumo, en lo sucesivo sin relación alguna con la verdad del hombre. Es la apología de lo banal, como si únicamente la indiferencia general tuviese derecho de ciudadanía. De este modo, se produce una ausencia de esa dimensión de lo sagrado vinculada a un recorrido existencial del artista, a su acción, a la evolución de su lenguaje, a aquello que lo motiva en lo más profundo. Es una estética del desempeño, simple y superficial búsqueda de un consenso que se obtiene mediante la inmediatez de una gratificación emotiva. ¿Es el final de la experiencia estética, a continuación de la pérdida del aura, de que ya hablaba Benjamin, con el cual la obra de arte habría perdido el significado que se le atribuía a partir de su materialidad, que integraba la obra en un pasado y un ambiente físico, permitiendo así vivir una experiencia única e insustituible?

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Ciertamente, la imagen ha llegado a ser en cierto modo “global”, sobre todo a causa de la digitalización y el carácter virtual de Internet y los mass media, provocando la crisis simultánea de todas las técnicas y búsquedas artísticas. En esta “globalización” no se advierte una línea significativa de búsqueda estética. De hecho, demasiados “ismos” subrayan la fragilidad de las propuestas. Alboroto de colores y sonidos, civilización del rumor y tentación de lo “lleno”, del continuo cambio, seducción de experiencias estéticas por consumar. El hombre contemporáneo corre riesgo de disolver su experiencia en lo fragmentario, en la precariedad, en el deseo de hacer para destruir. El arte de hoy está en peligro de perder su connotación de búsqueda de un sistema de valores dirigidos a la promoción del hombre, limitándose en cambio a reflejar y denunciar las contradicciones presentes en el hombre actual, hijo de un siglo que vio la perversión de los fundamentos científicos y tecnológicos mediante la instrumentalización de la ciencia y la técnica.

Entre estos innumerables “ismos”, es preciso prestar atención al retorno de un fácil arte figurativo, de algunos neorrealismos superficiales, epígonos de búsquedas estéticas y existenciales (si es verdad que el lenguaje nunca puede separarse del camino personal del artista) a menudo ya superadas. Con demasiada frecuencia se cree que hay creación de una obra “sacra” por el hecho de que su contenido remite a una escena ya codificada de la iconografía religiosa. Deberíamos preguntarnos, en realidad, en qué medida nace de la experiencia espiritual del artista, de su camino interior; de qué manera refleja la búsqueda, el drama existencial, el deseo de conversión del mismo. En el fondo, todo el arte del siglo XX está marcado por esta oscilación entre lo figurativo y lo no figurativo.

Los antiguos procuraban explicar este carácter sacro reconociendo en la esencia del gesto creador del hombre un principio expresado mediante la imagen poética de la danza de las estrellas [8]. Este principio cósmico expresaba debidamente el carácter universal propio de la esencia de los gestos del hombre. Platón hablaba de theia mania, de inspiración divina del poeta. En clave cristiana, se podría hablar de cierta percepción de lo divino que a menudo acompaña la creación artística. En la actualidad, muchos artistas hablan de alteridad, de huésped, de lo desconocido que habita en el corazón humano, de espíritu divino o también espíritu cósmico. Es una presencia misteriosa e inasible, que nos habla del acceso a la vida del mundo, una presencia opaca y luminosa a la vez, que escapa a cualquier definición o concepto unívocos. Cada uno tiene su modalidad de expresión, su modo de interpretar la propia experiencia. Con todo, independientemente del lenguaje, existe la confesión de una dimensión trascendente. En la expresión estética está inscrita la experiencia del artista, que traduce mediante su ojo interior el surgimiento en él de esta presencia, de este soplo vital.

Una experiencia del sentido

Si bien el arte contemporáneo hace concesiones demasiado frecuentes a la espectacularización de la imagen, es preciso, en cambio, recuperar los rasgos simbólicos y míticos que siempre han caracterizado la obra de arte como expresión de una profundidad que no puede resolverse en la inmediatez de una emoción por consumar, sino que, por el contrario, corresponde vivir en la belleza y bondad de toda auténtica experiencia estética. El arte será sagrado si sabe transmitir la emoción estética que nace y brota de ese soplo del espíritu presente en nosotros sin venir de nosotros [9]. En esta búsqueda de lo originario, de esta huella primordial, señal de ese hálito de vida que se encuentra en el origen de toda experiencia de plenitud de sentido, se sitúa la búsqueda más interesante y sincera de toda expresión artística. Por este motivo, el arte habla, a través de formas y colores, del nacer y el morir, del amar y el odiar, del soñar y el sufrir, del esperar, del perdonar. El arte implica jugarse. El arte es compromiso por la vida. Así, será sagrado el arte que abre a una búsqueda de interioridad capaz de interpelar e interrogar la existencia humana, evitando todo formalismo fácil o mera complacencia, haciendo referencia al universo emocional, simbólico y afectivo del hombre.

En su capacidad de abrir un universo donde están en juego todos los componentes del hombre, la obra de arte está en relación con una multiplicidad de significados, como si se tratase de un reino caracterizado por la polisemia o —mejor dicho— por la intersección de numerosos planos de sentido, en la cual cada uno no puede subsistir sin la presencia de otro [10]. Son estratificaciones del sentido hechas de materia coloreada, en que lo invisible, en toda su complejidad semántica, se hace visible, reconfigurando las modalidades con las cuales acostumbramos ver el mundo circundante. Atravesando el significado más profundo de la realidad del hombre, la obra de arte puede convertirla desde adentro, para allí descubrir dimensiones inéditas e inesperadas que solo difícilmente se prestan para una comprensión inmediata. Es preciso transformar la propia mirada.

Como en un cuadro de Vermeer, donde una sencilla escena de la vida cotidiana se eleva a instante absoluto, a un momento de la vida captado en su extraordinaria belleza e intensidad, a un instante retomado en su máxima tensión humana y existencial, mediante un gesto común y corriente, lo universal es aprehendido en lo particular de una cultura, en la sencillez e intimidad de un instante aparentemente sin valor, como podría ser la lectura de una carta o el hecho de verter leche en una vasija. ¿Por qué esta escena, que podría en otra circunstancia caer en la triste banalidad de una anécdota, me interpela, dice algo importante para mí? ¿De qué me está hablando? ¿Qué quiere sugerirme? ¿Cuál significado dar a su modo de tratar la luz y el color? En su capacidad de interrogarnos y suscitar en nosotros una respuesta, lo sensible se convierte en el lugar de encuentro entre la profundidad de las cosas y nuestra interioridad. En su capacidad de ir a la esencia de lo real, en la fuerza de su dimensión “cognitiva”, en el sentido originario de “nacer con”, el arte es “sagrado”, en cuanto irrumpe en nuestra experiencia de vida para hacernos “nacer” con él, para hacernos vivir una emoción cuya comprensión se convierte en un camino del pensamiento dirigido al conocimiento del hombre y el mundo en relación con un horizonte abierto a lo infinito, a lo trascendente. Es ciertamente una comprensión siempre provisoria, siempre por descubrirse en cuanto fuente inagotable de sentido, pero fundamental para la autocomprensión del hombre en su mundo.

Así, será sagrada aquella expresión estética capaz de interrogarse sobre los motivos más profundos del ver. No se trata tanto de crear imágenes, sino más bien de reflejar la realidad circundante en las modalidades con las cuales nuestro ojo la siente, ve e interpreta, planteándose interrogantes sobre infinitos puntos de vista con los cuales nuestra conciencia entra en relación con el mundo. ¿Qué significa “mirar”, “observar” sino atravesar la superficie de las cosas y pedirles comunicarnos la profundidad de su secreto, la verdad de su origen? ¿Cuál es el sentido de nuestra visión sino reconocer que la percepción es ya elaboración, estructuración de los posibles elementos, para que los objetos de nuestro mundo accedan a una dimensión simbólica y se conviertan a través del arte en celebración de la vida del mundo? En este sentido, la contemplación estética no puede reducirse a mero deleite o diversión. Es un verdadero camino espiritual.

Captar una experiencia de sentido que nace en la esencia de los gestos humanos a través de la expresión del arte: es este tal vez el significado más profundo de lo que llamamos “belleza” o —mejor dicho— lo que llamamos “arte sacro”. Ciertamente, los antiguos no reconocían por azar una profunda continuidad entre el reconocimiento de la belleza y el del amor. ¿Es lo invisible quizás esta secreta “belleza” que vive en el corazón del mundo? ¿Belleza como profundidad de una visión?

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Arte litúrgico

En este punto de nuestra reflexión, el problema podría ser abordado por el arte del culto o “litúrgico”. En realidad, ¿qué tipo de comprensión del mundo y la existencia humana es llamado a interpretar el arte situado en el interior de un claro contexto de fe? ¿Qué tipo de técnicas privilegiar, si realmente en el mundo contemporáneo del arte la pintura y la escultura al parecer cada vez se dejan de lado en mayor medida, sustituyéndose con la fotografía y las formas modernas de comunicación digital o virtual? ¿De qué manera considerar entonces la relación entre expresión y recepción eclesiástica de los datos de la fe? Por otra parte, si el arte “religioso” del pasado siempre ha hecho referencia a un patrimonio enorme de imágenes, a una iconografía que ha inspirado lo imaginario colectivo de generaciones completas; si en gran parte del siglo XX se ha destacado muchas veces el hecho de que no es necesario referirse a una representación de carácter mimético-representativo, ¿qué valor dar a las imágenes litúrgicas en relación con las expresiones culturales de nuestro tiempo? ¿Cómo encarnarlas en el interior de la multiplicidad de las manifestaciones expresivas del período en el cual vivimos, un período de profunda ruptura entre la cultura y la religión? Se trata de interrogantes ante los cuales es difícil dar una respuesta unívoca.

Ciertamente, también en el caso del arte litúrgico el problema no consiste tanto (ni únicamente) en las técnicas disponibles, ni en el antiguo y ya superado debate entre figuración y no figuración, ni en establecer orientaciones de tipo disciplinario o práctico que den indicaciones precisas sobre los contenidos, sino más bien en la capacidad de la expresión artística de renovar desde adentro su propio lenguaje, para que la imagen pueda ser expresión auténtica de una dimensión de fe que se encarna en una cultura. El arte será litúrgico en el momento en que esté en condiciones de transmitir la potencia afectiva nacida del encuentro con el soplo vital que el hombre sepa reconocer en su propia experiencia de vida y que obra a través del trabajo de las manos del artista, como se trasluce en las búsquedas de un Angelico, un Bernini o también un Rouault, donde la búsqueda espiritual se hace una con la dimensión estética. Ser artista y vivir la intensidad de una experiencia de fe son dos aspectos llamados a coincidir. La obra de arte estará así surcada por la huella que dejan las manos del hombre, por las señales de su deseo de acoger y vivir una revelación. Fuerza y poder de la imagen.

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De acuerdo con este punto de vista, el arte de un Bernini o un Caravaggio resiste toda interpretación orientada a considerar estos ejemplos como pedante tentativa de comunicación y transmisión de un contenido de fe. Para el mismo Ignacio de Loyola, el componente afectivo que acompaña las composiciones de lugar de los misterios evangélicos, que el fiel recrea mediante la imaginación, permite a la imagen superar cualquier carácter puramente funcional o instrumental. Para el fundador de la Compañía de Jesús, la imagen es un lugar de contemplación, de intercambio de afectos, de íntimo diálogo con los personajes representados. El deseo del fiel transforma la imagen en presencia, en una íntima teofanía, en que Dios se inclina sobre nuestro mundo para acompañarnos, para tomarnos de la mano. Así, la representación nunca es un lugar para el mero aprendizaje de una instrucción, sino un espacio de relaciones vivas. Si hoy en día el arte del culto, salvo poquísimos ejemplos, corre riesgo de ser vencido en el desafío de la “contemporaneidad”, esto debe atribuirse sobre todo a la ausencia de una verdadera experiencia espiritual (o humana) capaz de dar forma y vida a la obra de arte, a la falta de intensidad con que el artista se apropia del contenido por expresar. No basta tener talento para “construir imágenes” que inviten a la oración, que favorezcan un encuentro.

Decir simplemente que el arte está “al servicio” de la fe significa reducir la imagen al contenido que expresa, a un cálculo apologético. Al limitar las preocupaciones del arte al contenido representativo, como si se tratase de considerar la imagen como una serie de secuencias narrativas adecuadas para ilustrar y explicar un discurso, se correría el riesgo de precipitar al arte litúrgico dentro de una condición de instrumentalidad, como ocurre con demasiada frecuencia con las imágenes devocionales de muchas iglesias contemporáneas. Limitar el sentido del arte del culto dentro de una función pedagógica significa olvidar que el valor de la imagen reside sobre todo en la energía de lo simbólico que logra desencadenar, por el hecho de ser huella de una “presencia” que se muestra, señal de una “trascendencia” que vive en el centro de la experiencia, como si se tratase de una mirada que interroga e interpela. Se trata de hacer presente una profundidad insondable, siempre por descubrir, por explorar: universal que asume las formas y los contenidos de una cultura y una fe en particular; presencia discreta y multiforme de una revelación.

En la intensidad expresiva de la imagen, en su densidad simbólica, en su dimensión afectiva y emocional, reside la fuerza de “presentación” del misterio oculto en el corazón del hombre. No  se trata por tanto de eliminar al “sujeto representativo”, sino más bien de traducirlo mediante el gesto de quien procura interpretar la verdad de la vida en relación con el misterio de Dios. Así, el arte litúrgico tendrá un significado real en el momento en que la preocupación por “la representación” se abra al deseo de encarnar un sentido para el hombre, de volverse legein, cohesión entre la imagen y la dimensión de la fe, como si se tratase de dirigirse hacia las raíces mismas del ser, hacia los orígenes del sentido. En esta capacidad de unir, de religar, se encuentra la fuerza simbólica de todo arte y en forma especial del arte litúrgico. En este sentido, arte sacro, según nuestra acepción, y arte litúrgico tienden a coincidir en la misma búsqueda de comprensión de la verdad de la vida.

La obra de arte encarna un sentido, convirtiéndose ella misma en presencia, don de significado, promesa de un destino. Se convierte en inmanencia de sentido, manifestación sensible de lo bello, esplendor del fundamento. 


Notas

[1] Ver E. KANT, Critica del Juicio, § 2, 11-13.
[2] Ver P. AUBENQUE, Le problème de l’être chez Aristote, París, Quadrige, 1962.
[3] Citado por M. MERLEAU-PONTY, L’oeil et l’Esprit, París, Gallimard, 1964, 7.
[4] Ver P. KLEE, Théorie de l’art moderne, édition et traduction par P.-H. GONTHIER, París, Denoël, 1985, 34.
[5] Ver D. RIOUT, Le peinture monochrome. Histoire et archéologie d’un genre, Nîmes, Chambon, 1996.
[6] Ver E. Franzini, Fenomenologia dell’invisibile. Al di là dell’immagine, Cortina, Milán, 2000.
[7] Ver J. Baudrillard, La sparizione dell’arte, Politi, Milán, 1988
[8] Ver H.-G. Gadamer, L’actualité du beau, Alinéa, Aix-en-Provence, 1992, p. 61.
[9] Ver P. Sequeri, L’estro di Dio, Glossa, Milán, 2000, pp. 3-34.
[10] Ver P. Ricoeur, “L’expérience esthétique”, en Id., La critique et la conviction, Calmann-Lévy, París, 1995, pp. 257-278.

Sobre el autor

Nacido en Fontevivo, Parma en 1960. Después de terminar sus estudios de arquitectura en 1988, entró en la Compañía de Jesús. En 1999 se gradúa en teología en el Centre Sèvres de París, donde realiza también su doctorado en filosofía estética el año 2003 después de un año de preparación en la Universidad de Columbia en Nueva York. Actualmente es director de la Galería San Fedele en Milán, cargo que ocupa desde el año 2002. Dirige también la Galería Raccolta Lercaro en Bolonia. Sus temas de interés son principalmente: arte, liturgia y arquitectura. Es autor de las obras: Dio alla ricerca dell’uomo. Dialogo tra arte e fede nel mondo contemporáneo y Nascere. Il Natale nell’arte.


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