El tercer milenio tiene que ser el espacio abierto que propicia esta aventura cultural. Nos encontramos en la situación de naufragio de los humanismos, y no podemos contentarnos con ser meros espectadores. El nuevo humanismo tiene que ser la balsa o la nave en la cual se salva también la humanidad del hombre

El proyecto del hombre

El tema del hombre goza de la máxima actualidad, resulta inevitable, retorna con vigor inusitado en este umbral del tercer milenio cristiano. Como si fuera un problema mal planteado y por ello no resuelto ahora se propone como nuevo. Se trata del nuevo humanismo. Ninguno de los problemas de fondo en la cultura actual suscita tanto interés, remueve tan a fondo las aguas de la cultura. Juan Pablo II, promotor de esta reflexión, con ocasión del jubileo de las Universidades, en el aula luminosa de Pablo VI rodeado de no menos de 300 rectores y con la presencia de unos diez mil profesores venidos de todos los ángulos culturales del planeta, interrogaba sagazmente, “¿qué tipo de hombre propone hoy la universidad?”. Y por enésima vez volvía a invitar a todos a la colaboración para lograr “un nuevo humanismo, que sea auténtico e integral”.

Esta invitación a la conquista del nuevo humanismo es ardua y comprometida en estos tiempos calamitosos. Salta a la vista que no pocos de nuestros coetáneos dan muestras de cansancio, no se sienten con fuerzas para nuevas conquistas y se rinden en el camino, como Elías todavía lejos de la cumbre del Horeb, desfallecido a la sombra del sicomoro (1 Reg 19, 1-9). Estiman que ese nuevo humanismo, auténtico e integral, no solo está aún muy lejano de nuestra situación, sino que se presenta envuelto en traje de utopía. Frente al desaliento de algunos caminantes es preciso sacar fuerzas de flaqueza recobrar el coraje no sólo de futuro, sino por la verdad, que es la palanca más poderosa del hombre. Todos abrigamos la convicción de la necesidad de recuperar la humanidad perdida, o la porción que aún nos falta. Nada es baladí o insignificante cuando se trata del ser humano, todo es de gran valor. Entre las muchas cosas que el hombre puede y debe realizar, ninguna admite comparación ni es tan importante como llevar a plenitud la propia humanidad. Todo el que tenga los oídos atentos a la voz que resuena en su interior, al principio de este milenio, puede oír de nuevo la potente palabra del creador del hombre, invitándolo a esta tarea primordial: Hagamos al hombre (Gen, 1 26-28).

Con la convicción de la prioridad de esta tarea humanizante es preciso gritar al oído de cada uno de los que cruzan con nosotros el umbral del milenio la sentencia de Píndaro: ¡Llega a ser el que eres! Y decirle con la firmeza de San León Magno: ¡Reconoce, pobre hombre, tu gran dignidad! La conquista del nuevo humanismo es la respuesta adecuada al imperativo de colaboración con Dios para la formación y la reforma del hombre en camino. Teniendo bien presente que se trata de una tarea que es preciso hacerla conjuntamente, de todo un programa de trabajo cuyo desarrollo requiere todo el milenio, debemos imitar a nuestro modo al profeta Ezequiel cuando recibía la orden de infundir el espíritu a los huesos secos que se amontonaban desordenados en el valle (Ez, C.37). Esta reflexión no pretende abarcar el argumento en toda su amplitud y profundidad. Es en el mejor de los casos sólo una invitación a la tarea humanizante. Por ello se sitúa en los “alrededores” del hombre, como hacían los judíos acampando en torno a Jericó y dando vueltas en torno a sus murallas. Se limita a la búsqueda de los posibles accesos al hombre. En oposición a los “caminos que no llevan a ninguna parte”, los “Holzwege” de heideggeriana memoria, se propone la búsqueda de los “senderos abiertos”, que nos llevan al encuentro con el hombre auténtico e integral.

Mientras nos ponemos en camino hacia el nuevo humanismo, sentimos la urgencia de salir de este callejón del saco donde nos han llevado las antropología y los humanismos al uso, que conducen hacia la laguna de la nada, y dan por cierta la muerte del hombre, del que dicen que es una reciente invención. El problema es cómo lograrlo. Cuando se adquiere la certeza de que estas vías son como la que describe Parménides, que lleva a no-ser, es preciso dejarlas, y ponerse en camino buscando nuevos senderos que conduzcan a la verdad integral del hombre y hagan posible el nuevo humanismo.

Tratando de imitar, aunque sea de lejos, lo que Santo Tomás hizo de modo magistral, al proponer las cinco vías que conducen a Dios (ST, I,2,3) yo he decidido proponer cinco senderos, que cuando se recorren por sus pasos, nos guían hacia la verdad del hombre, que resulta análoga a la del ente, que Aristóteles calificaba como verdad siempre buscaba y siempre problemática. También en estos senderos, como en aquellas vías, se da un punto de partida, un proceso y un término. Se parte del hombre, en su realidad concreta, tal cual lo encontramos en la experiencia normal; se prosigue a través del ser del hombre, tal cual se descubre en sus dimensiones constitutivas, y llega al mismo hombre, en su realidad auténtica e integral. Nuestro conocimiento a través de las vías del análisis y de la síntesis, parte del ente que se nos ofrece como objeto aún en confuso, y al final de un largo itinerario del singular sensible, vuelve a llegar al mismo ente en su realidad existencial, acerca del cual puede hacer un juicio que expresa la verdad. Conocer al hombre es a un tiempo la cosa más fácil y la más difícil, como advertía Aristóteles acerca del conocimiento del alma [1]. El hombre se descubre como realidad abierta al infinito, dápasse infinitemente l`homme, en frase de Pascal, y su gran horizonte, reconocido como fundamental ya por Sócrates, es el conocimiento de sí mismo. El sendero que recorre forma ya parte de la realidad buscada.

El camino hacia el hombre, e definitiva, es el hombre mismo, un camino que tiende a fundirse con el mismo ejercicio del caminar. Por naturaleza el ser humano es siempre un homo viator, un ser que topa con su naturaleza admirable, y que se descubre con una vocación indeclinable para llevarla a su plenitud a lo largo de todo el arco de su existencia. Coinciden la estructura y el dinamismo: el hombre es y se hace en un proceso que tiene su raíz en el acto radical de ser, y su expansión en los actos ordenados al crecimiento incesante del hombre mientras dura su camino. El poeta español Antonio Machado lo expone en exquisita forma poética: Caminante, no hay camino, se hace camino al andar. Al final del recorrido de los diversos sederos, cuando se han dado los pasos acertados, topamos con el rostro desvelado del hombre, con la verdad toda entera sobre nosotros mismos. El hombre se presenta al mismo tiempo como problema y como misterio. El problema tiende a extenderse siempre más en todas direcciones, porque él es en verdad un microcosmos, que al decir de Tomás, encierra en su haz bien apretado, collective et intensive, todos los niveles del cosmos y los trasciende (ST, 91,1), y no obstante esta gran dignidad, al mismo tiempo habita en su interior la miseria y puede dar acogida al mal que le empuja hacia la nada. En este contraste de esplendor y de miseria, de aspiraciones y de fracasos, el problema se agranda en el misterio. Y este misterio no encuentra solución sino en el misterio del Dios hecho hombre, en cuanto Imago Dei, a cuya conformidad se encuentran llamados todos los seres humanos, pues para eso fueron llamados a la existencia [2]. Los senderos nos conducen ante aquel que ha sido presentado al mundo como el ser humano por excelencia: Ecce homo (Jn, 19,5). Esto se dice también del primer hombre, creado por Dios en justicia y santidad, y lo ha dicho Pilato de Jesucristo, segundo Adán, hombre en plenitud, perfecta Imago Dei. Y esta verdad se debe decir de cuantos participan de la misma naturaleza y gracia, de los hombres que se han conformado con él. Esta conformidad es la meta del nuevo humanismo.

El tercer milenio se abre ante nosotros como horizonte de la temporalidad, en la cual la libertad humana descubre y recorre los senderos que llevan hacia el hombre. En realidad el pensamiento moderno, propenso desde el principio a abandonar la reflexión acerca del ser y prestar más atención al conocer, tiende cada vez más hacia la inmanencia. Es posible hacer una “lectura” de la filosofía moderna, como si se tratase de un esfuerzo gigantesco para la comprensión del hombre. Yo mismo he intentado llevar a cabo esta “lectura”, recorriendo el panorama antropológico de la modernidad, en la búsqueda de las vías de acceso al hombre [3]. Aristóteles proponía como objeto de la filosofía primera la investigación sobre el ente, la realidad más escondida y al mismo tiempo la más presente, siempre buscada y siempre fugitiva. En cambio Tomás de Aquino ya desde niño pedía a los monjes de Montecasino, una respuesta sobre Dios, Dic mihi, quid est Deus? La pregunta acerca de Dios va más allá de la pregunta por el ser. En contraste con esta aspiración a la trascendencia, a partir de Kant., el hombre de la modernidad plantea la pregunta por el hombre, Was ist der Mensch? El ente, Dios, el hombre constituyen los grandes horizonte del conocimiento humano. El reto de la hora actual es l respuesta no a una sola, sino a estas tres cuestiones decisivas. Parménides observa que el encuentro con el ente es imposible cuando, más allá de la frontera que separa la experiencia y la trascendencia, el pensador opta por la vía que conduce al no-ser. San Anselmo responde al “insipiente” Gaunilón que acoge con gozo en su corazón la negación de Dios, que en verdad Dios está siempre muy por encima de cuanto podemos nosotros pensar (quo maius cogitari non potest), y por su parte Bacon de Verulam concede que “il pensiero debole” puede llevar a algunos al ateísmo, pro el hombre inteligente y filósofo de verdad, cuanto más penetra en las cosas, logra siempre desvelar la relación positiva del hombre con Dios. El hombre de la posmodernidad, con poca capacidad para el ascenso metafísico, ha perdido el ala para volar a la trascendencia, ha caído en el olvido del ser y de Dios, y se esfuerza por permanecer en la total soledad de la noche y de la nada.

Heidegger advierte que el hombre es muy poca cosa para tratar de llevar sobre sus débiles hombros el peso ingente del ser, y opina que el olvido del ser, Seinsvergessenheit, está en el origen del incesante errar del pensar moderno, que se esfuerza por encontrar refugio en un humanismo imposible. Por ello su filosofía trata de superar el vacío de los 25 siglos de olvido del ser. Pero aun en el caso de ese anhelado retorno del ser, ¿podrá el hombre encontrar su verdad auténtica e integral sin el retorno de Dios? Mientras no se llega al absoluto, no hay fundamento válido. “Si Dios no existe -afirma un personaje de Dostoievski-, ¿qué puede valer mi estrella de capitán?”.

La pregunta por el hombre admite una respuesta, pero no dejando de lado el ser, y mucho menos a Dios, y la encuentra a su medida en el Dios que se revela en Jesucristo. A partir del evento de la encarnación se hace posible para el hombre la conjunción de la perennidad y la novedad. El nuevo humanismo aspira a realizar la síntesis entre el hombre, el ser y Dios, entre antropología, ontología y teología. El proyecto hombre es el gran reto que se nos presenta [4].

La situación propicia

Es corriente afirmar que el hombre tiene una cuarta dimensión, la espacio-temporal, más profunda que ninguna de las otras. Todos nos encontramos situados en un lugar, que nos envuelve como si fuera una segunda piel. A la vez el tiempo nos mide en cada uno de los instantes de nuestra duración en la existencia. Además nuestra condición de seres culturales nos posibilita otra locación y otra temporalidad. Todos tenemos una peculiaridad de vivir la historicidad que nos compete. Singular condición la del ser humano, en la cual se compenetran los contrarios, la materia y el espíritu, el cuerpo y el alma. El hombre no puede existir sino en un lugar bien determinado, pero al mismo tiempo no puede ser prisionero de ningún lugar cósmico. Max Scheler indagada con pasión el puesto del hombre en el cosmos, sin tener en cuenta lo que ya Aristóteles había descubierto mucho antes: que todas las cosas tienen un lugar en el mundo, pero el mundo ni tiene ni puede tener un lugar propio, porque no hay un continente que lo envuelva [5]. El ser humano es un auténtico mundo [6]. El tiempo humano es un índice de la nobleza espiritual del hombre.

Esta condición físico-cultural de todo ser humano y de toda nueva generación está a la base de lo que llamamos situación. Nos sentimos impulsados a la búsqueda de un nuevo humanismo, precisamente porque los humanismos actuales no sólo han envejecido, sino que en vez de ser cuna del hombre se han convertido en sepulcro. El aire de esta situación se ha vuelto irrespirable. La posmodernidad se rebela contra el hombre que la ha inventado. En verdad el hombre actual, cuando adquiere conciencia de la situación, se siente amenazado de extinción y de muerte. En esa coyuntura, como capitán de una nave que va a la deriva en alta mar, lanza a los cuatro vientos el grito de socorro. Los humanismos nacidos en el siglo XX resultan inadecuados. En verdad no son muchos. Si los analizamos desde los elementos esenciales que los configuran, se pueden reducir a dos tipos: el humanismo de la identidad, y el de la pura alteridad. O bien el hombre es como producto de fábrico, un individuo que no difiere del otro sino por la cantidad del materia, un ejemplar “clonado”, o nada tiene que ver con los demás, es pura alteridad.

El humanismo de la identidad es el propuesto por las ideologías, tan osadas a partir de Hegel y tan nefastas a lo largo del siglo XX. La realidad ha sido reducida a un solo elemento, en el mejor de los casos al Geist. El pensamiento absorbe toda la realidad, la cual por un lado se presenta como divina, pero en el fondo resulta ser solo humana. Bloch denuncia con vigor la identificación hegeliana de lo ideal y lo real, que tiene como secuela la reducción de Dios al hombre. “El dios de Hegel es el dios humanus, l`humanum, cual logra quedar bien patente en toda su amplitud y su profundidad” [7]. El espíritu es la totalidad, pero esa totalidad es sólo proyección humana. La verdad está en el todo. El Yo coincide con el devenir del ser. Lo verdadero en esta totalidad, “es el triunfo báquico, en el cual no hay miembro que no esté ebrio”. El sujeto humano resulta ser absoluto y por ello idéntico. Un individuo es igual a otro, mera repetición. Esta “lectura” hegeliana de la realidad la han repetido no solo los científicos, sino también los políticos y los filósofos. Han brotado así las “ideologías”, que se han dividido en dos bandos, el de la derecha y e de la izquierda, unas más propicias al espíritu, otras más inmersas en la materia. Ambas han proporcionado el surgir de la sociedad del idéntico. De esta filosofía han nacido las dictaduras y los regímenes de la igualdad materialista. El sujeto humano singular ha sido reducido a número, mero instrumento, puro objeto. El hombre real desaparece para dejar paso al partido, a la raza, a la masa. En definitiva el hombre es un producto, un medio, pero nunca un ser personal, sujeto de derechos, una persona única e irrepetible.

Esta “lectura” de lo humano ha sido dominante en buena parte del siglo XX. Por fortuna tales ideologías y sistemas totalitarios se han derrumbado, como castillos de naipes, unos desde fuera por la violencia de las guerras, y otros desde dentro por falta de fundamento sólido, sin poder superar el siglo en que han tenido su momento de esplendor. No han sido capaces de resistir frente a la verdad tan cruel de sus crímenes. El nuevo Saturno, como el antiguo, ha devorado los hijos que ha engendrado. El derrumbamiento de las ideologías y sus dictaduras ha sido uno de los eventos más clamorosos de esta era, con consecuencias dramáticas muy semejantes a las que hicieron cambiar el rumbo de la historia antigua con la caída del imperio romano. Todos somos testigos de esta caída, plasmada en el muro de Berlín, pero la contemporaneidad aún no nos deja espacio suficiente para desvelar en el hecho todo el significado histórico que encierra. Y lo que es aún mas significativo, también nos falta el genio que interprete con profundidad el evento, que sea capaz de desvelar la trama y la falsedad de esos hechos de modo similar a como lo hizo San Agustín en De Civitate Dei, frente a la caída del imperio romano.

Estamos atravesando una fuerte crisis de valores culturales, crisis de fundamentos, crisis que puede designarse como “epocal”. La oposición a las ideologías es absoluta, pero el resultado es idéntico. Los extremos se tocan: la persona real existente, el hombre auténtico e integral es ignorado o es arrojado al pozo de la nada. Sartre es uno de los grandes testigos de esta proximidad del hombre actual y la nada. Su concepto de ser, en la obra L`etre et le néant, su descripción del hombre como passion inutile, su pretensión de presentar el existencialismo como auténtico humanismo, son pruebas fehacientes de la caída en la nada. La pretendida libertad constitutiva del hombre se traduce en huida de sí mismo, mera invención de un trascender sin trascendencia. No son posibles los valores absolutos. No ha para el hombre verdades últimas, en el mejor de los casos tiene que contentarse con las penúltimas. Al imponerse la pura alteridad llega la hora tremenda del nihilismo profetizado por Neitzsche: la hora del relativismo, por encima y más allá de todo principio. La razón queda excluida, la verdad resulta un sueño imposible. Frente al hombre monolítico, reducido a masa o partido en bloque, se alza el singular, el sujeto con su libertad y sus opiniones, al dominio total de la pluralidad.

Esta dramática situación es sin embargo propicia para la búsqueda del remedio. El pensamiento cristiano no puede quedar indiferente ante tal situación. Precisamente porque el hombre es capaz de trascender las situaciones se impone una respuesta adecuada a la gravedad del problema. Es el hombre mismo el que está amenazado: Res nostra agitur! El incendio se ha declarado en la propia casa, y es preciso apagarlo si queremos sobrevivir. Toca al pensamiento cristiano encontrar el remedio. A lo largo del siglo XX se han sucedido en perfecta continuidad las propuestas de los humanismos cristianos. Gran resonancia tuvo la obra de Jacques Maritain, con la propuesta de su humanismo integral. Se trataba de una defensa del sujeto frente a la opresión totalitaria [8]. Por su parte Teilhard de Chardin tomaba otro rumbo, el de la evolución, siempre hacia adelante y hacia lo alto, desde el Phenomene humain hasta el punto omega. El filósofo Nicolás Abbagnano, tratando de trazar el perfil del hombre del año dos mil topaba con los senderos del humanismo cristiano, recorridos por el pensador Karol Wojtyla [9], y los juzgaba apropiados.

Con una visión retrospectiva del pensamiento cristiano podemos tomar lección al ver cómo ha reaccionado en el pasado en situaciones de angustia semejantes, buscando vías de solución. Al pensamiento griego acerca del hombre, descrito por Platón en el mito de Protágoras, expresado por Aristóteles en la síntesis de la obra que precede a todas las antropologías en el tratado Del Alma, con la comprensión del hombre en el horizonte del cosmos, sin una clara trascendencia, los pensadores cristianos y los Padres de los primeros siglos responden con la doctrina del Hexameron. El hombre para ellos es un ser creado por Dios y colocado en el mundo para ser su guardián y promotor, como Imago Dei. La primera antropología cristiana es del siglo IV y se encuentra en la obra de Nemesio de Emessa. Su tratado De Homine, largo tiempo atribuido a Gregorio de Nisa, presenta las líneas esenciales de la antropología cristiana: el cuerpo queda integrado en la realidad humana, y descrito con la precisión de un tratado de medicina; se pone de relieve la libertad del sujeto personal, y se propone la tesis del alma humana espiritual creada por Dios e infundida en el cuerpo. Cuando los pensadores medievales, a partir del Siger de Bravant, siguiendo una lectura de Averroes, proponen la unidad de todos los sujetos humanos en una sola alma y hablan del entendimiento separado y único para todos los hombres, Tomás de Aquino, que es el primero en advertir en París este movimiento y quien le da el nombre de “averroísta”, responde con una antropología integral, partiendo del hecho de experiencia del sujeto que piensa: Hic homo singularis intelligit [10].

Cuando los humanistas del renacimiento responden con la retórica y la elegancia literaria a la obra pesimista de Lotario dei Conti di Segni, De miseria conditionis humanae, los pensadores españoles, dirigido en Salamanca por el maestro Vitoria, por vez primera en la historia plantean a fondo el problema del ser humano y buscan una respuesta ontológica, válida para todos los hombres, españoles e indios, varones y mujeres, blancos y negros. El descubrimiento y la conquista de América es el evento de mayor relieve en la historia humana, que pide respuesta original y nueva. A las opresiones de los conquistadores que someten a los “indios” a duros trabajos, los apóstoles dominicos de La Española, por boca de Montesinos, oponen la voz de la conciencia cristiana: ¿Acaso éstos no son hombres? Las disputas en la corte de Valladolid logran crear una nueva conciencia. Ni los indios son homunculi, como pretendían los opresores, ni los “negros” o las “mujeres” son seres de una especie inferior. El dominico Fray Bartolomé de las Casas se erige en protector de los indios. Su defensa de personas y culturas es ejemplar, es ejemplar, el estilo de evangelizar que propone es plenamente evangélico y anticipa la hora actual que propone el hombre como camino primero y principal que recorre la Iglesia. No es lícito someter a los indios, explotarlos, o considerarlos como seres de naturaleza inferior [11].

Por otro lado las situaciones históricas de antihumanismo se repiten con demasiada frecuencia. En nuestro tiempo, marcado por la dimensión antropológica el Concilio Vaticano II se ha ocupado a fondo de todo lo humano y ha considerado al hombre como sujeto central en la pastoral de la Iglesia. El primer capítulo de la Constitución Gaudium et spes propone la solución al problema del hombre a la luz del misterio de Cristo. En la clausura del Concilio el Papa Pablo, VI, el 7 de diciembre de 1965, ponía de relieve la especial atención que los padres conciliares habían puesto en el problema del hombre y pedía a los humanistas el reconocimiento sincero de esta solicitud maternal del pensar cristiano sobre el hombre [12]. Durante su pontificado proponía la creación de una nueva cultura, que designaba como “civiltà dell’amore”, es decir, una cultura a la medida del hombre, que a su vez diera origen a la forja de hombres a la medida de Cristo. En esta misma línea, con acento aún más marcado y definido, desde el principio de su pontificado, el magisterio de Juan Pablo II es una constante lección de humanismo cristiano. Desde su primera encíclica, Redemptor hominis, hasta la última, Fides et Ratio, se advierte una constante preocupación por el problema del hombre, como vía primera y principal que recorre la Iglesia [13].

En esta conyuntura de la cultura antropológica de la posmodernidad, ante el problema del hombre, la respuesta cristiana es la del buen samaritano (Lc, 10, 30) que encuentra al hombre al borde del camino, despojado, herido, y se acerca a él para curarlo. Las heridas del alma son mayores aún que las del cuerpo, pero también el remedio de los males, ya advertido por la escuela de Salerno, tiene su medicina principal en el alma. El pensamiento cristiano tiene en su tradición, como herencia, una antropología integral implícita a la cual no puede renunciar: la concepción del hombre como imago Dei, la dignidad inherente de toda persona humana, la condición de sujeto único e irrepetible, su situación en el centro del cosmos y de la historia, la verdad de su origen por creación como fruto del amor de Dios, el destino humano en la comunión con Dios mismo, la revelación del misterio del Dios hecho hombre, el mandato de anunciar el evangelio de la libertad y de la liberación a todo hombre, y la garantía de la verdad toda entera acerca del hombre. Esta preciosa herencia debe ser el núcleo del nuevo humanismo: nuevo porque tiene el rango de perenne, y humanismo por ser a la medida del hombre. La situación dramática en la cual se encuentra esta heredad tiene que servir una vez más, como en el pasado, de punto de partida para la respuesta que libera al hombre de la amenaza del nihilismo y para la conquista de la verdad integral acerca del hombre. En efecto se trata de rehacer al hombre, rifare l’uomo, como propone Mondin, de lograr el crecimiento en humanidad de todo hombre, de hacer posible en el tercer milenio el tipo de hombre cual está concebido en el proyecto de Dios [14]. Se trata de una tarea cultural que resulta un imperativo para todos. El tercer milenio tiene que ser el espacio abierto que propicia esta aventura cultural. Nos encontramos en la situación de naufragio de los humanismos, y no podemos contentarnos con ser meros espectadores. El nuevo humanismo tiene que ser la balsa o la nave en la cual se salva también la humanidad del hombre [15].


Notas 

[1] Aristóteles, De Anima, I, 1 420 a 10. SANTO TOMAS, QD, De Veritate, 10, 8 ad 8.
[2] Conc. Vat. II, Gaudium et spes, nº22. Cfr. Ricard M. CARLES, El hombre y el misterio de Cristo, en A. LOBATO, “Actas del IV Congreso Internacional de la SITA”, Caja Sur, Córdoba, vol. 1. Pp. 28-37.
[3] Cfr. A. LOBATO, Antropología y metantropología. Los caminos de acceso al hombre, en “Aquinas” 30 (1987) 5-41.
[4] Cfr. A. LOBATO, Jesucristo y el proyecto hombre, en “Actas del IV Congreso Internacional de la SITA”, Caja Sur, Córdoba, 1999, vol., 1 pp. 297-311.
[5] Cfr. ARISTÓTELES IV Phys, 5,14. SANTO TOAMAS, Iv IV Phus, lectio 7, nº485.
[6] El ser humano, medido por el tiempo, se convierte en su dueño invirtiendo el proceso temporal cósmico al hacer del futuro su principio, como al concentrar en un instante todo un proceso de tiempo, bien como al saltar desde el instante a la eternidad.
[7] E. BLOCH, Soggetto, oggetto. Commento a Hegel, II Mulino, Bologna, 1975, p. 337.
[8] Cfr. A. LOBATO, Maritain y el humanismo integral. Roma. Angelicum, 1987.
[9] N. ABBAGNANO; L’uomo progetto 2000. Torino, 1970.
[10] Cfr. SANTO TOMAS, De unitate intellectus contra averroístas. Ed. Y traducción de A. LOBATO, Città nuova. 1989.
[11] Cfr. A. LOBATO. El novus Orbis y el hombre nuevo. El triple legado antropológico del tomismo del s. XVI, en AA.W. Dignidad personal y comunidad humana”. SITA, Barcelona, Ed. Balmes, 1994 Vol. I pp.47-72.
[12] PABLO VI, II valores religioso del Concilio, OR, 7 diciembre, 1965 nn. 8-10
[13] Cfr. A. LOBATO (Dir). L’uomo via della Chiesa. Studi in onore di Giovanni Paolo II, Roma (Studia PUST, nº32). Angelicum 1991.
[14] B. MONDIN, Rifare l’uomo, Dino Editore, Roma. 1993.
[15] Cfr. H. BLUMENBERGER, Naufragio con spettatore, Il Mulino, 1985.

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